Estaba por culminar el milenio y, como para cerrar con
broche de oro, no podía dejar de sentir que estaba ante la presencia de una de
las décadas más insólitas de mi vida personal y de nuestra vida colectiva.
Había corrido (así, corrido) en diversas direcciones en lo que toca al accionar
exterior de lo que corresponde a una vida, nuestra relación con el afuera y los
otros, nuestros empeños y desempeños en y ante el mundo.
La vaga y pertinaz sensación de un vacío queriendo
incorporarse a nuestros corazones para colmarlo todo, me pareció ser siempre la
cifra de una lucha frontal de mis latidos y mi respiración, para no dejarme
llevar por la corriente. Una sola cosa he tenido clara en mi vida, que nunca me
ha abandonado y me ha servido para mantenerme en pie, aun cuando luzca al
margen, que es lo de menos: el otro mirar, el silencioso y cantador de los
adentros o, para decirlo de otro modo, el que responde al espectáculo con
oleadas de silencio que se van cantando por dentro.
Lo cierto es que, ya por aquellos días, con tantos años de
cultivo de los cantares silenciosos, a los que se aunaron los garrapateos de la
letra para intentar rescatar algo -aunque fuera una sombra o un maullido de lo
indecible-; en esa década, a la vez deslumbradora e infausta, surgió en este
servidor la inquebrantable necesidad de conversar con otros seres sobre sus
experiencias con estos mirares silenciosos, así como con los despojos y
detritos obtenidos al tratarlos con la palabra.
Nunca dejé de anotar, nunca. Y recuerdo muy claramente que
cuando le contaba mis dubitaciones sobre la posibilidad de participar en un
lugar donde la gente se sienta a hablar de poesía, mi hijo, que era apenas un
niño de siete u ocho años para aquel momento, pero que bien conocía mi amor por
la poesía, se mostró como un avezado adulto y me insistió varias veces: no
dejes de hacerlo, ¡no dejes de hacerlo, papá! Y saltó de alegría como el niño
que era cuando me dijo a gritos (yo estaba en la calle y él en su balcón) que
habían llamado por teléfono para anunciar la aceptación de mi postulado a un
taller de poesía.
Años después, cuando le contaba sobre esa necesidad de
versar y conversar a un gran amigo nuestro, artista plástico y gran cultor de
la palabra, él simplemente me dijo: “Es que la confrontación es necesaria,
Alejandro. Yo diría que inevitable.” Reiteraba, pues, lo que el niño me dijera.
Hoy, un poco más de dos décadas después de habernos lanzado por tales
derroteros, quiero recordar esta publicación. Fue la rotura del velo para un
servidor y para casi todos los participantes del taller de poesía en el CELARG,
aunque no la rotura del silencio interior, pues ese silencio rumoroso es cuasi
infranqueable, aun cuando nuestros vanos esfuerzos logren rozar, de cuando en
cuando -y en la esperanza de que ello se cumpla con algo de belleza- un rescate
entre los susurros.
De esa publicación antológica de los talleres del CELARG me
ha quedado un ejemplar, pero no sé dónde se encuentra. De otro modo me gustaría
transcribir algunos textos de los presentados por los compañeros de taller, que
contó con la grata conducción de Lázaro Álvarez en sus inicios y la de Arturo
Gutiérrez Plaza en su culminación.
Dejo debajo la contratapa del libro, como un mínimo
homenaje a los compañeros de aquella experiencia…
Hacia la noche
millares de habitaciones son azules,
con nerviosos fogonazos
de violetas y naranjas
¿ Quién podría ser lírico
en un escenario como éste?
¿ Nos consolaría el asociarlas con los destellos
de las luciérnagas o las estrellas ?
Sabemos que no es así
Hacia la noche millares de habitaciones
son primorosamente azules
porque o aborrecemos o tememos a la noche,
la inmaculada exuberancia
de su insondable azul, azul sin fin
Hemos reinventado la noche,
reinterpretándola, reinstaurándola a nuestro capricho,
la hemos colmado del efectismo de nuestros miopes,
diurnos argumentos,
obviando su inquietante docilidad
Yo estoy solo, absolutamente solo;
y salgo por las calles a contemplar la azul soledad de los cuartos
donde se olvida la azul soledad de la noche
Un pistolero solitario mata a dieciséis niños y a su maestra
Luego se suicida
Las noches son áridamente azules
Un meteorito atraviesa el deportivo último modelo
de una ejecutiva newyorkina, incrustándose humeante
en el pavimento de la quinta avenida
Las noches son sedentariamente azules
Un poeta marginal publica sus obsesiones
entre los avisos clasificados de un diario comercial
Mas siguen siendo azules
(con enervantes fogonazos
de naranjas y violetas,
pero inapelablemente azules)
Salgo por las calles
y no tengo nada que ofrecer
Estoy vacío como un cuenco abandonado
en una cueva clausurada hace dos mil años
Seco, macerado, romo
Son azules
Lascivia fue un camino,
mas hastían las vaginas frígidas,
vaginas sin mujer,
vaginas con frenillos
Machos sin música
entre cánticos sin falo
en un cóctel de falos sin hogar
Y son azules
Soy un cuenco errante,
un reloj sin segundero,
un toro herido embistiendo el aire
entre risitas de fuego
Pero siguen siendo azules
Mas ¿ qué importancia tiene ?
También la guerra ha sido y es un camino
como lo son y han sido
la usura, la envidia, la inclemencia
los mecanismos de tortura,
los proselitismos,
la aristocracia quiromántica
las verbenas de impotencia,
los báculos sin hiedra,
el culto de las imprecaciones
Entre la azul soledad de los dormitorios
bajo la azul vastedad de la noche
(poema publicado en Voces Nuevas 1998-1999, Celarg; forma parte del libro Toma luz, toda la noche ©, Luis Alejandro Contreras, inédito)
TOM WAITS - ROMEO IS BLEEDING (álbum: Blue Valentine, 1978)
Va dedicado muy especialmente a mi confesor de aquellos días, Franklin Fernández, quien se reía de mis suspiros de niño enamorado y me insuflaba fuelle del buen amigo entre los sorbos de conversadas cervezas, Un poco grandecito ya andaba yo, para la gracia, pero totalmente secuestrado por Eros y sus secuaces...
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