En la “antigüedad” de las letras, acaso
haya sido el ensayo el género literario libérrimo por excelencia, si bien
podemos al día de hoy dar fe de que no hay un género literario que no cultive una absoluta libertad creadora. Pero si me atrevo a aventurar tal expresión es porque en
el ensayar usualmente aflora toda la fronda personal que adorna una vida.
Ensayar es tantear, pero también es optar por tomar uno u otro derrotero. Si a
un servidor le preguntaran sobre un ejemplo clásico de ensayo, buscando crisol
y síntesis, no dudaría en traer a la mesa el ensayo de Borges sobre los
clásicos. Es una joya desde una perspectiva estructural de la escritura y
ejemplo de cómo ha de ser un narrar sabrosamente la cosa. Pero, además, cuenta
con el encanto particular que debería adornar a todo ensayo. Un ensayo sin
encanto es como beberse un jugo desleído, sin color, ni aroma, ni sabor, cuesta
apurarlo hasta el final. Otra pretensión se me hace perentoria en el ensayo y
es aquello listado al principio: ha de ser personal, íntimo si se quiere, en
donde lo único es espejo de lo universal, esto es, ha de ser libérrimo. Borges
asume esa responsabilidad con una elegancia sexagenaria que no tiene desperdicio
en un párrafo que es ya, toda una clásica propuesta; aunque, como bien afirma Borges,
cabe sospechar que lo perdurable no sea precisamente uno de los más sólidos
atributos de lo clásico. Sin más, Sobre los clásicos, de Don Jorge Luis Borges.
Salud
lacl
Sobre los clásicos, Jorge Luis Borges.
Escasas disciplinas habrá de mayor interés
que la etimología: ello se debe a las imprevisibles transformaciones del
sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones,
que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la
aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en
latín, quiere decir piedrecita y que los pitagóricos las usaban antes de la
invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber
que hipócrita es actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para
el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por lo
clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis,
flota, que luego tomaría el sentido del orden. (Recordemos de paso la
información análoga de ship-shape.)
¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al
alcance de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin
duda, razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos
ilustres autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años: a
mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree
verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia
de la literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo
segundo leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es
el Libro de los Cambios o I King, hecho de 64
hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o
enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una
partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico
los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz
creyó ver en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una
filosofía enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación
del futuro, ya que las 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier
empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario.
Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos y fósforos.
Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur
de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de
hombres muy cultos lo han leído y referido con devoción y seguirán leyéndolo.
Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más
de vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.
Deliberadamente he elegido un ejemplo
extremo, una lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis.
Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo
han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo
como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas
decisiones varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es
una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el
segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros como
el de Job, la Divina Comedia, Macbeth (y,
para mí, algunas de las sagas del Norte) prometen una larga inmortalidad, pero
nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Una preferencia
bien puede ser una superstición.
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el
año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es
privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos
en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi
desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de
que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas
todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras
lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en
Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o Stevenson. La gloria de
un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones
de hombres anónimos que la ponen a aprueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita
son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un
modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el
lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán
para siempre.
Cada cual descree de su arte y de sus
artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de
Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde uno de los últimos días de 1965) en
la de Schopenhauer y en la de Berkeley.
Clásico no es un libro (lo repito) que
necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones
de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una
misteriosa lealtad.
Otras inquisiciones,
Jorge Luis Borges, 1952.
Astor Piazzolla y Jorge Luis Borges -- El Tango (1965) con Luis Medina Castro
Jorge Luis Borges lee El tango
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