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viernes, 17 de abril de 2020

Sobre los clásicos, Jorge Luis Borges. (... la libertad del ensayar, lacl) / BORGES/CARRIZO, ENTREVISTA: UTOPÍAS PROG 16 / Astor Piazzolla & Jorge Luis Borges -- El Tango (1965) con Luis Medina Castro / Jorge Luis Borges lee El tango





En la “antigüedad” de las letras, acaso haya sido el ensayo el género literario libérrimo por excelencia, si bien podemos al día de hoy dar fe de que no hay un género literario que no cultive una absoluta libertad creadora. Pero si me atrevo a aventurar tal expresión es porque en el ensayar usualmente aflora toda la fronda personal que adorna una vida. Ensayar es tantear, pero también es optar por tomar uno u otro derrotero. Si a un servidor le preguntaran sobre un ejemplo clásico de ensayo, buscando crisol y síntesis, no dudaría en traer a la mesa el ensayo de Borges sobre los clásicos. Es una joya desde una perspectiva estructural de la escritura y ejemplo de cómo ha de ser un narrar sabrosamente la cosa. Pero, además, cuenta con el encanto particular que debería adornar a todo ensayo. Un ensayo sin encanto es como beberse un jugo desleído, sin color, ni aroma, ni sabor, cuesta apurarlo hasta el final. Otra pretensión se me hace perentoria en el ensayo y es aquello listado al principio: ha de ser personal, íntimo si se quiere, en donde lo único es espejo de lo universal, esto es, ha de ser libérrimo. Borges asume esa responsabilidad con una elegancia sexagenaria que no tiene desperdicio en un párrafo que es ya, toda una clásica propuesta; aunque, como bien afirma Borges, cabe sospechar que lo perdurable no sea precisamente uno de los más sólidos atributos de lo clásico. Sin más, Sobre los clásicos, de Don Jorge Luis Borges.
Salud
lacl

Sobre los clásicos, Jorge Luis Borges.

Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología: ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones, que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en latín, quiere decir piedrecita y que los pitagóricos las usaban antes de la invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber que hipócrita es actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por lo clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido del orden. (Recordemos de paso la información análoga de ship-shape.)
¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda, razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años: a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia de la literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es el Libro de los Cambios o I King, hecho de 64 hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que las 64 figuras corresponden a las 64 fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos y fósforos. Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de hombres muy cultos lo han leído y referido con devoción y seguirán leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.
Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la Divina ComediaMacbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte) prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una superstición.
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o Stevenson. La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a aprueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.
Cada cual descree de su arte y de sus artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde uno de los últimos días de 1965) en la de Schopenhauer y en la de Berkeley.
Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.

Otras inquisiciones, Jorge Luis Borges, 1952.


BORGES/CARRIZO, ENTREVISTA: UTOPÍAS, PROGRAMA 16





Astor Piazzolla y Jorge Luis Borges -- El Tango (1965) con Luis Medina Castro  


 Jorge Luis Borges lee El tango  





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