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lunes, 13 de abril de 2020

Antonin Artaud: EL TEATRO Y LA PESTE / El cine visto por el cine Godard-Dreyer the passion of joan of arc / Antonin Artaud documental





A Jósbel C Lobo

Uno de esos ensayos que nos dejan atónitos. Y que, acaso, cause algo de escozor a quien lo que desea es distraer la mente en asuntos que no le hagan pensar en flagelos, pero que a un servidor le luce indispensable en esta hora indefinida de nuestro porvenir. Es un tanto extenso para una página virtual, pero lo agrego completo en este caso, pues creo que merece la pena su lectura. Las consideraciones de Artaud de pronto se catapultan hacia el futuro y caen sobre nuestro regazo en esta hora en que surge el trance de una pandemia que algunos esperaban y otros no.

Mi única acotación es con respecto al tema de la enfermedad y la mención de los misterios de Eleusis. Amén de la vital relación de los griegos de la antigüedad con el teatro como fiesta de la polis, es que para la ciudadanía esa correspondencia entre teatro y vida social era algo inmanente y natural a su psique, tanto colectiva como individualmente hablando. Y así como toda sociedad cuenta con su pathos colectivo, también hay que reconocer que la tribu busca, por lo regular, una compensación. Pienso en Epidauro, por ejemplo, y lo que significó para la educación sentimental de la estirpe griega de la antigüedad, así como su relación con la sanación.
Salud!
lacl 



Antonin Artaud: EL TEATRO Y LA PESTE

Los archivos de la pequeña ciudad de Cagliari, en Cerdeña, guardan la relación de un hecho histórico y sorprendente.
Una noche de fines de abril o principios de mayo de 1720, alrededor de veinte días antes que el buque Grand­ Saint­ Antoine arribara a Marsella, coincidiendo con la más maravillosa explosión de peste de que haya memoria en la ciudad, Saint-Rémys, virrey de Cerdeña, a quien sus reducidas responsabilidades monárquicas habían sensibilizado quizá al más pernicioso de los virus, tuvo un sueño particularmente penoso: se vio apestado, y vio los estragos de la peste en su estado minúsculo.
Bajo la acción del flagelo las formas sociales se desintegran. El orden se derrumba. El virrey asiste a todos los quebrantamientos de la moral, a todos los desastres psicológicos; oye el murmullo de sus propios humores; sus órganos, desgarrados, estropeados, en una vertiginosa pérdida de materia, se espesan y metamorfosean lentamente en carbón. ¿Es entonces demasiado tarde para conjurar el flagelo? Aun destruído, aun aniquilado y orgánicamente pulverizado, consumido hasta la médula, sabe que en sueños no se muere, que la voluntad opera aun en lo absurdo, aun en la negación de lo posible, aun en esa suerte de transmutación de la mentira donde puede recrearse la verdad.
Despierta. Sabrá mostrarse capaz de alejar esos rumores acerca de la plaga y las miasmas de un virus de Oriente.
Un navío que ha zarpado hace un mes de Beyruth, el Grand­Saint­Antoine, solicita permiso para desembarcar en Cagliari. El virrey imparte entonces la orden alocada, una orden que el pueblo y la corte consideran irresponsable, absurda, imbécil y despótica. Despacha en seguida hacia el navío que presume contaminado la barca del piloto y algunos hombres, con orden de que el Grand­Saint­Antoine vire inmediatamente y se aleje a toda vela de la ciudad, o será hundido a cañonazos. Guerra contra la peste. El autócrata no perderá el tiempo.
Cabe subrayar, de paso, la fuerza particular con que este sueño influyó en el virrey, y que pese a los sarcasmos de la multitud y al escepticismo de los cortesanos, le permitió perseverar en la ferocidad de sus órdenes, y dejar de lado no sólo el derecho de gentes, sino el más elemental respeto por la vida humana y toda suerte de convenciones nacionales o internacionales que no cuentan en verdad ante la muerte.
Sea como sea, el navío continuó su ruta, llegó a Liorna y entró en la rada de Marsella, donde se le autorizó el desembarco. Las autoridades del puerto de Marsella no registraron la suerte que corrió aquel cargamento de apestados. Sin embargo, algo se sabe de la tripulación: los que no murieron de peste, se dispersaron por distintas comarcas. El Grand­Saint­ Antoine no llevó la peste a Marsella. Ya estaba allí. Y en un período de particular recrudecimiento, aunque se había logrado localizar sus focos.
La peste que había llevado el Grand­SaintAntoine era la peste de Oriente, el virus original, y con la llegada de este virus y su difusión por la ciudad se inicia la fase particularmente atroz y generalizada de la epidemia.
Esto inspira algunas reflexiones.
Esta peste, que parece reactivar un virus, era capaz por sí sola de ejercer estragos de igual virulencia: de toda la tripulación sólo el capitán no atrapó la peste, y por otra parte no parece que los nuevos apestados hubiesen estado alguna vez en contacto con los otros, que vivían en barrios cerrados. El Grand­Saint­Antoine, que pasó muy cerca de Cagliari, en Cerdeña, no dejó allí la peste; pero el virrey recogió en sueños algunas emanaciones, pues no puede negarse que entre la peste y él no se haya establecido una comunicación ponderable, aunque sutil, y es demasiado fácil atribuir la propagación de semejante enfermedad al contagio por simple contacto.
Pero tales relaciones entre Saint-Rémys y la peste, bastante fuertes como para liberarse en imágenes de sueño, no alcanzaron sin embargo a infectarlo con la enfermedad.
De cualquier modo, la ciudad de Cagliari, al saber poco tiempo después que el navío alejado de sus costas por la voluntad despótica del príncipe, príncipe milagrosamente iluminado, había provocado la gran epidemia de Marsella, registró el hecho en sus archivos, donde cualquiera puede encontrarlo hoy.
La peste de 1720 en Marsella nos ha proporcionado las únicas descripciones del flagelo llamadas clínicas. 

Pero cabe preguntarse si la peste descrita por los médicos de Marsella era realmente la misma de 1347 en Florencia, que inspiró el Decamerón. La historia, los libros sagrados, y entre ellos la Biblia, y algunos antiguos tratados médicos, describen exteriormente toda clase de pestes, prestando aparentemente menos atención a los síntomas mórbidos que a los efectos desmoralizadores y prodigiosos que causaron en el ánimo de las víctimas. Probablemente tenían razón. Pues la medicina tropezaría con grandes dificultades para establecer una diferencia de fondo entre el virus de que murió Pericles frente a Siracusa (suponiendo que la palabra virus sea algo más que una mera conveniencia verbal) y el que manifiesta su presencia en la peste descrita por Hipócrates, y que según tratados médicos recientes es una especie de falsa peste. De acuerdo con estos mismos tratados sólo sería auténtica la peste de Egipto, nacida en los cementerios que el Nilo descubre al volver a su cauce. La Biblia y Heródoto coinciden en señalar la aparición fulgurante de una peste que diezmó en una noche a los ciento ochenta mil hombres del ejército asirio, salvando así al imperio egipcio. Si el hecho es cierto, el flagelo sería entonces el instrumento directo o la materialización de una fuerza inteligente, íntimamente unida a lo que llamamos fatalidad.
Y esto con o sin el ejército de ratas que asaltó aquella noche a las tropas asirias, y cuyos arneses royó en pocas horas. Puede compararse este hecho con la epidemia que estalló en el año 660 a.c. en la ciudad sagrada de Mekao, en el Japón, en ocasión de un simple cambio de gobierno.
La peste en 1502 en Provenza, que proporcionó a Nostradamus la oportunidad de emplear por vez primera sus poderes curativos, coincidió también en el orden político con esos profundos trastornos (caída o muerte de reyes, desaparición y destrucción de provincias, sismos, fenómenos magnéticos de toda clase, éxodo de judíos) que preceden o siguen en el orden político o cósmico a los cataclismos y estragos provocados por gentes demasiado estúpidas para prever sus efectos, y no tan perversas como para desearlos realmente.
Cualesquiera sean los errores de los historiadores o los médicos acerca de la peste, creo posible aceptar la idea de una enfermedad que fuese una especie de entidad psíquica y que no dependiera de un vírus. Si se analizan minuciosamente todos los casos de contagio que nos proporcionan la historia o las memorias sería difícil aislar un solo ejemplo realmente comprobado de contagio por contacto, y el ejemplo de Boccaccio de unos cerdos que murieron por oler unas sábanas que habían envuelto a unos apestados apenas basta para mostrar una especie de afinidad misteriosa entre el cerdo y la naturaleza de la peste, afinidad que se debiera analizar más a fondo.
Aunque no exista el concepto de una verdadera entidad mórbida, hay formas que el espíritu podría aceptar provisoriamente como características de ciertos fenómenos, y parece que el espíritu pudiera aceptar también una peste descrita de la siguiente manera:
Con anterioridad a cualquier malestar físico o psíquico demasiado notable, el cuerpo aparece cubierto de manchas rojas, que el enfermo advierte de pronto cuando empiezan a ennegrecer. Apenas tiene tiempo para asustarse, y ya le hier­ve la cabeza, le pesa enormemente, y cae al suelo. Se apodera entonces de él una terrible fatiga, la fatiga de una succión magnética central, de moléculas divididas y arrastradas hacia su anonadamiento. Le parece que los humores enloquecidos, atropellados, en desorden, le atraviesan las carnes. Se le subleva el estómago, y siente como si las entrañas se le fueran a salir por la boca. El pulso, que unas veces amengua y es como una sombra de sí mismo, una virtualidad de pulso, otras galopa acompañando a los hervores de la fiebre interior, el torrente extraviado del espíritu. Ese pulso que acompaña los latidos apresurados del corazón, cada vez más intensos, más pesados, más ruinosos; esos ojos enrojecidos, inflamados, vidriosos luego; esa lengua hinchada que jadea, primero blanca, luego roja, más tarde negra, y como carbonizada y hendida, todo proclama una tempestad orgánica sin precedentes. Muy pronto los humores corporales, surcados como la tierra por el rayo, como lava amasada por tormentas subterráneas, buscan una salida. En el centro de las manchas aparecen puntos más ardientes, ya su alrededor la piel se levanta en ampollas, como burbujas de aire bajo la superficie de una lava, y esas burbujas se rodean de círculos, y el círculo exterior, como el anillo de un Saturno incandescente, señala el límite extremo de un bubón.
El cuerpo está surcado por bubones. Pero así como los volcanes tienen sus lugares preferidos en la tierra, los bubones prefieren ciertos sitios del cuerpo humano. Alrededor del ano, en las axilas, en los lugares preciosos donde las glándulas activas cumplen fielmente su función, aparecen los bubones; y el organismo descarga por ellos la podredumbre interior, y a veces la vida. En la mayoría de los casos una conflagración violenta y limitada indica que la vida central no ha perdido su fuerza y que cabe esperar una remisión del mal, y aun una cura. Como el cólera blanco, la peste más terrible es la que no revela sus síntomas.
Una vez abierto, el cadáver del pestífero no muestra lesiones. La vesícula biliar, que filtra los residuos pesados e inertes del organismo, está hinchada, llena de un líquido negro y viscoso, tan denso que sugiere una materia nueva. La sangre de las arterias, de las venas, es también negra y viscosa. La carne tiene la dureza de la piedra. En las superficies interiores de la membrana estomacal parecen haberse abierto innumerables fuentes de sangre. Todo indica un desorden fundamental de las secreciones. Pero no hay pérdida ni destrucción de materia, como en la lepra o la sífilis. Los mismos intestinos, donde ocurren los desórdenes más sangrientos, donde las materias alcanzan un grado inaudito de putrefacción y de petrificación, no están afectados orgánicamente. La vesícula biliar, donde el pus endurecido tiene que ser arrancado virtualmente con un cuchillo, un instrumento de obsidiana vítreo y duro, como en ciertos sacrificios humanos, la vesícula biliar, hipertrofiada y quebradiza en algunos sitios, está intacta, sin que le falte ninguna parte, sin lesión visible, sin pérdida de sustancia. 

En ciertos casos, sin embargo, los pulmones y el cerebro afectados ennegrecen y se gangrenan. Los pulmones ablandados, caen en láminas de una desconocida materia negra; el cerebro se funde, se encoge, se deshace en una especie de negro polvo de carbón.
De este hecho cabe inferir dos observaciones importantes: la primera, que en el síndrome de la peste no hay a veces gangrena del cerebro o los pulmones, que el apestado está perdido aunque n0 se le pudra ningún miembro. Sin subestimar la naturaleza de la peste, podemos decir que el organismo no necesita de la presencia de una gangrena localizada y física para decidirse a morir.
Segunda observación: los únicos órganos que la peste ataca y daña realmente, el cerebro y los pulmones, dependen directamente de la conciencia y de la voluntad. Podemos dejar de respirar o de pensar, podemos apresurar la respiración, alterar su ritmo, hacerla consciente o inconsciente, introducir un equilibrio entre los dos modos de respiración: el automático, gobernado por el gran simpático, y el otro, gobernado por los reflejos del cerebro, que hemos hecho otra vez conscientes.
Podemos igualmente apresurar, moderar el pensamiento, darle un ritmo arbitrario. Podemos regular el juego inconsciente del espíritu. No podemos gobernar el hígado que filtra los humores, ni el corazón y las arterias que redistribuyen la sangre, ni intervenir en la digestión, ni detener o precipitar la eliminación de las materias en el intestino. La peste parece pues manifestar su presencia afectando los lugares del cuerpo, los particulares punto físicos donde pueden manifestarse, o están a punto de manifestarse, la voluntad humana, el pensamiento, y la conciencia.
En mil ochocientos ochenta y tantos, un médico francés llamado Yersin, que trabajaba con cadáveres de Indochina, muertos de peste, aisló uno de esos renacuajos de cráneo redondo y cola corta que sólo se descubren con el microscopio, y lo llamó el microbio de la peste. Este microbio, a mi entender, no es más que un elemento material más pequeño, infinitamente más pequeño, que aparece en algún momento del desarrollo del virus, pero que en nada explica la peste. Y me agradaría que ese doctor me dijera por qué todas las grandes pestes, con o sin virus, duran cinco meses, y luego pierden su virulencia; y cómo ese embajador turco que pasó por el Languedoc a fines de 1720 pudo trazar una línea imaginaria que pasaba por Avignon y Toulouse, y unía Niza y Burdeos, y que señalaba los límites del desarrollo geográfico del flagelo. Y los acontecimientos le dieron la razón.
De todo esto surge la fisonomía espiritual de un mal con leyes que no pueden precisarse científicamente y un origen geográfico que sería tonto intentar establecer; pues la peste de Egipto no es la de Oriente, ni ésta la de Hipócrates, que tampoco es la de Siracusa, ni la de Florencia, la Negra, a la que debe la Europa medieval sus cincuenta millones de muertos. Nadie puede decir por qué la peste golpea al cobarde que huye y preserva al vicioso que se satisface en los cadáveres; por qué el apartamiento, la castidad, la soledad son impotentes contra los agravios del flagelo, y por qué determinado grupo de libertinos, aislados en el campo, como Boccaccio con dos compañeros bien provistos y siete mujeres lujuriosas y beatas, puede aguardar en paz los días cálidos en que la peste se retira; y por qué en un castillo próximo, transformado en ciudadela con un cordón de hombres de armas que impide la entrada, la peste convierte a la guarnición y a todos los ocupantes en cadáveres, preservando a los hombres armados, los únicos expuestos al contagio. Quizá explicará asimismo por qué los cordones sanitarios de tropas que Mehmet Alí estableció a fines del siglo pasado en ocasión de un recrudecimiento de la peste egipcia, protegieron eficazmente los conventos, las escuelas, las prisiones y los palacios, y por qué en la Europa del medioevo, en lugares sin ningún contacto con Oriente, brotaron de pronto múltiples focos de una peste con todos los síntomas característicos de la peste oriental.
Con tales rarezas, misterios, contradicciones y síntomas hemos de componer la fisonomía espiritual de un mal que socava el organismo y la vida hasta el desgarramiento y el espasmo, como un dolor que al crecer y ahondarse multiplica sus recursos y vías en todos los niveles de la sensibilidad.
Pero de esta libertad espiritual con que se desarrolla la peste, sin ratas, sin microbios y sin contactos, puede deducirse la acción absoluta y sombría de un espectáculo que intentaré analizar.
Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya. Luego hay cada vez menos maderas, menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las piras, y al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos obstruyen las calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los bordes. El hedor sube en el aire como una llama. El amontonamiento de los muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y los pestíferos delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas. El mal que fermenta en las vísceras y circula por todo el organismo se libera en explosiones cerebrales. Otros apestados sin bubones, sin delirios, sin dolores, sin erupciones, se miran orgullosamente en los espejos, sintiendo que revientan de salud, y caen muertos con las bacías en la mano, llenos de desprecio por las otras víctimas.
Por los arroyos sangrientos, espesos, nauseabundos (color de agonía y opio) que brotan de los cadáveres, pasan raros personajes vestidos de cera, con narices de una vara de largo y ojos de vidrio, subidos a una especie de zapatos japoneses de tablillas doblemente dispuestas, unas horizontales, en forma de suela, otras verticales, que los aíslan de los humores infectos; y salmodian absurdas letanías que no les impiden caer a su turno en el brasero. Estos médicos ignorantes sólo logran exhibir su temor y su puerilidad.
La hez de la población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entra en las casas abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho.
Los sobrevivientes se exasperan, el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. El héroe guerrero incendia la ciudad que salvó en otro tiempo arriesgando la vida. El elegante se adorna y va a pasearse por los osarios. Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos en gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada ¿Cómo explicar esa oleada de fiebre erótica en los enfermos curados, que en lugar de huir se quedan en la ciudad tratando de arrancar una voluptuosidad criminal a los moribundos o aun a los muertos semiaplastados bajo la pila de cadáveres donde los metió la casualidad?
Pero si se necesita un flagelo poderoso para revelar esta gratuidad frenética, y si ese flagelo se llama la peste, quizá podamos determinar entonces el valor de esa gratuidad en relación con nuestra personalidad total. El estado del apestado, que muere sin destrucción de materias, con todos los estigmas de un mal absoluto y casi abstracto, es idéntico al del actor, penetrado integralmente por sentimientos que no lo benefician ni guardan relación con su condición verdadera. Todo muestra en el aspecto físico del actor, como en el del apestado, que la vida ha reaccionado hasta el paroxismo: y, sin embargo, nada ha ocurrido.
Entre el apestado que corre gritando en persecución de sus visiones, y el actor que persigue sus sentimientos, entre el hombre que inventa personajes que nunca hubiera imaginado sin la plaga y los crea en medio de un público de cadáveres y delirantes lunáticos, y el poeta que inventa intempestivamente personajes y los entrega a un público igualmente inerte o delirante, hay otras analogías que confirman las únicas verdades que importan aquí, y sitúan la acción del teatro, como la de la peste, en el plano de una verdadera epidemia.
Pero así como las imágenes de la peste, en relación con un potente estado de desorganización física, son como las últimas andanadas de una fuerza espiritual que se agota, las imágenes de la poesía en el teatro son una fuerza espiritual que inicia su trayectoria en lo sensible y prescinde de la realidad. Una vez lanzado al furor de su tarea, el actor necesita infinitamente más coraje para resistirse a cometer un crimen que el asesino para completar su acto; y es aquí, en su misma gratuidad, donde la acción de un sentimiento en el teatro aparece como infinitamente más válida que la de un sentimiento realizado.
Comparada con la furia del asesino, que se agota a sí misma, la del actor trágico se mantiene en los límites de un círculo perfecto. La furia del asesino completa un acto, se descarga y pierde contacto con la fuerza inspiradora, que no lo alimentará más. La del actor ha tomado una forma que se niega a sí misma a medida que se libera, y se disuelve en universalidad.
Si admitimos esta imagen espiritual de la peste, descubriremos en los humores del apestado el aspecto material de un desorden que, en otros planos, equivale a los conflictos, a las luchas, a los cataclismos y a los desastres que encontramos en la vida. Y así como no es imposible que la desesperación impotente y los gritos de un lunático en un asilo lleguen a causar la peste, por una suerte de reversibilidad de sentimientos e imágenes, puede admitirse también que los acontecimientos exteriores, los conflictos políticos, los cataclismos naturales, el orden de la revolución y el desorden de la guerra, al pasar al plano del teatro, se descarguen a sí mismos en la sensibilidad del espectador con toda la fuerza de una epidemia.
San Agustín, en La ciudad de Dios, lamenta esta similitud entre la acción de la peste que mata sin destruir órganos, y el teatro, que, sin matar, provoca en el espíritu, no ya de un individuo sino de todo un pueblo, las más misteriosas alteraciones.
«…Sabed -dice-, quienes lo ignoráis, que esas representaciones, espectáculos pecaminosos, no fueron establecidos en Roma por los vicios de los hombres, sino por orden de vuestros dioses. Sería más razonable rendir honores divinos a Escipión (1) que a dioses semejantes; ¡valían por cierto menos que su pontífice!
Para apaciguar la peste que mataba los cuerpos, vuestros dioses reclamaron que se les honrara con esos espectáculos, y vuestro pontífice, queriendo evitar esa peste que corrompe las almas, prohíbe hasta la construcción del escenario. Si os queda aún una pizca de inteligencia y preferís el alma al cuerpo, mirad a quién debéis reverenciar; pues la astucia de los espíritus malignos, previendo que iba a cesar el contagio corporal, aprovechó alegremente la ocasión para introducir un flagelo mucho más peligroso, que no ataca el cuerpo sino las costumbres. En efecto, es tal la ceguera, tal la corrupción que los espectáculos producen en el alma, que aun en estos últimos tiempos gentes que escaparon del saqueo de Roma y se refugiaron en Cartago, y a quienes domina esta pasión funesta, estaban todos los días en el teatro, delirando por los histriones…»
Es inútil dar razones precisas de ese delirio contagioso. Tanto valdría investigar por qué motivos el sistema nervioso responde al cabo de cierto tiempo a las vibraciones de la música más sutil, hasta que al fin esas vibraciones lo modifican de modo duradero. Ante todo importa admitir que, al igual que la peste, el teatro es un delirio, y es contagioso.
El espíritu cree lo que ve y hace lo que cree: tal es el secreto de la fascinación. Y el texto de San Agustín no niega en ningún momento la realidad de esta fascinación.
Sin embargo, es necesario redescubrir ciertas condiciones para engendrar en el espíritu un espectáculo capaz de fascinarlo: y esto no es simplemente un asunto que concierna al arte.
Pues el teatro es como la peste y no sólo porque afecta a importantes comunidades y las trastorna en idéntico sentido. Hay en el teatro, como en la peste, algo a la vez victorioso y vengativo. Advertimos claramente que la conflagración espontánea que provoca la peste a su paso no es más que una inmensa liquidación.
Un desastre social tan generalizado, un desorden orgánico tan misterioso, ese desbordamiento de vicios, ese exorcismo total que acosa al alma y la lleva a sus últimos límites, indican la presencia de un estado que es además una fuerza extrema, y en donde se redescubren todos los poderes de la naturaleza, en el momento en que va a cumplirse algo esencial.
La peste toma imágenes dormidas, un desorden latente, y los activa de pronto transformándolos en los gestos más extremos; y el teatro toma también gestos y los lleva a su paroxismo. Como la peste, rehace la cadena entre lo que es y lo que no es, entre la virtualidad de lo posible y lo que ya existe en la naturaleza materializada. Redescubre la noción de las figuras y de los arquetipos, que operan como golpes de silencio, pausas, intermitencias del corazón, excitaciones de la linfa, imágenes inflamatorias que invaden la mente bruscamente despierta. El teatro nos restituye todos los conflictos que duermen en nosotros, con todos sus poderes, y da a esos poderes nombres que saludamos como símbolos; y he aquí que ante nosotros se desarrolla una batalla de símbolos, lanzados unos contra otros en una lucha imposible; pues sólo puede haber teatro a partir del momento en que inicia realmente lo imposible, y cuando la poesía de la escena alimenta y recalienta los símbolos realizados.
Esos símbolos, signos de fuerzas maduras, esclavizadas hasta entonces e inutilizables en la realidad, estallan como increíbles imágenes, que otorgan derechos ciudadanos y de existencia a actos que son hostiles por naturaleza a la vida de las sociedades.
Una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual (que por otra parte sólo ejerce todo su efecto permaneciendo virtual) e impone a la comunidad una actitud heróica y difícil.
Así es como en la Annabella (Its Pity She’s a Whore) de Ford, ** desde que se alza el telón asistimos totalmente estupefactos al espectáculo de un ser que reivindica insolentemente el incesto, y que emplea todo el vigor de su conciencia y su juventud en proclamar y justificar esa reivindicación.
No vacila un instante, no duda un minuto; y muestra así que poco cuentan las barreras que pudieran oponérsele. Es criminal con heroísmo y heroico con audacia y ostentación. Todo lo empuja por ese camino, y todo inflama su entusiasmo; no reconoce tierra ni cielo, sólo la fuerza de su pasión convulsiva, a la que no deja de responder la pasión también rebelde e igualmente heroica de Annabella.
«Lloro ­dice Annabella­, no por remordimientos, sino porque temo no poder saciar mi pasión». Ambos son falsarios, hipócritas, mentirosos en beneficio de esa pasión sobrehumana que las leyes obstaculizan y condenan, pero que ellos pondrán por encima de las leyes.
Venganza por venganza y crimen por crimen. Los vemos amenazados, acosados, perdidos, y ya vamos a compadecerlos como víctimas cuando se revelan dispuestos a devolver al destino amenaza por amenaza y golpe por golpe.
Marchamos con ellos de exceso en exceso y de reivindicación en reivindicación. Annabella es apresada, convicta de adulterio, de incesto; pisoteada, insultada, arrastrada por los cabellos, y descubrimos estupefactos que en vez de intentar escapar provoca todavía más a su verdugo y canta con una suerte de heroísmo obstinado. Es lo absoluto de la rebelión, es el amor ejemplar y sin tregua, y nosotros, los espectadores, jadeamos de angustia ante la idea de que nada podrá detenerla.
Si deseamos un ejemplo de libertad absoluta en rebelión, la Annabella de Ford nos ofrece ese poético ejemplo, ligado a la imagen del peligro absoluto.
Y cuando creemos haber llegado al paroxismo del horror, de la sangre, de las leyes escarnecidas, de la poesía consagrada a la rebelión, nos vemos obligados a ir todavía más lejos en un vértigo interminable.
Pero al fin, nos decimos, llegará la venganza y la muerte para tanta audacia y un crimen tan irresistible.
Y bien, no. Giovanni, el amante, inspirado por la pasión de un gran poeta, se pondrá por encima de la venganza, por encima del crimen con otro crimen, indescriptible y apasionado; por encima de la amenaza, por encima del horror, con un horror todavía mayor que confunde a la vez a las leyes, la moral y a quienes se atreven a erigirse en justicieros.
Urden astutamente una trampa, un gran banquete; entre los huéspedes se esconderán esbirros y espadachines, listos para precipitarse sobre él a la primera señal. Pero este héroe cansado, perdido, a quien el amor sostiene, no va a permitir que nadie enjuicie ese amor.
Queréis, parece decir, la carne y la sangre de mi amor, y seré yo quien os arroje este amor a la cara, quien os salpique con la sangre de este amor a cuya altura no sois capaces de elevaros.
Y mata a su amante y le arranca el corazón como para comérselo en medio de un banquete donde era él mismo a quien los convidados esperaban quizá devorar.
Y antes de ser ejecutado, mata también a su rival, el marido de su hermana, que osó interponerse entre él y su amor, y lo ultima en un combate final que es como su propio espasmo de agonía.
Como la peste, el teatro es una formidable invocación a los poderes que llevan al espíritu, por medio del ejemplo, a la fuente misma de sus conflictos. Y el ejemplo pasional de Ford, evidentemente, no es sino el símbolo de una tarea supe­rior y absolutamente esencial.
La aterrorizante aparición del Mal que en los misterios de Eleusis ocurría en su forma pura verdaderamente revelada, corresponde a la hora oscura de algunas tragedias antiguas que todo verdadero teatro debe recobrar.
El teatro esencial se asemeja a la peste, no porque sea también contagioso sino porque, como ella, es la revelación, la manifestación, la exteriorización de un fondo de crueldad latente, y por él se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu.
Como la peste, el teatro es el tiempo del mal, el triunfo de las fuerzas oscuras, alimentadas hasta la extinción por una fuerza más profunda aún.
Hay en él, como en la peste, una especie de sol extraño, una luz de intensidad anormal, donde parece que lo difícil, y aun lo imposible, se transforman de pronto en nuestro elemento normal. Y los rayos de ese sol extraño iluminan la An­nabella de Ford, como iluminan todo teatro verdaderamente válido. Annabella se parece a la libertad de la peste cuando, poco a poco, de escalón en escalón, el agonizante infla su personaje, y el sobreviviente se transforma lentamente en un ser enorme y abrumador.
Podemos decir ahora que toda verdadera libertad es oscura, y se confunde infaliblemente con la libertad del sexo, que es también oscura, aunque no sepamos muy bien por qué. Pues hace mucho tiempo que el Eros platónico, el sentido genésico, la libertad de la vida, desaparecieron bajo el barniz sombrío de la libido, que hoy se identifica con todo lo sucio, abyecto, infamante del hecho de vivir y de precipitarse hacia la vida con un vigor natural e impuro, y una fuerza siempre renovada.
Por eso todos los grandes Mitos son oscuros, y es imposible imaginar, excepto en una atmósfera de matanza, de tortura, de sangre derramada, esas fábulas magníficas que relatan a la multitud la primera división sexual y la primera matanza de esencias que aparecieron en la creación.
El teatro, como la peste, ha sido creado a imagen de esa matanza, de esa separación esencial. Desata conflictos, libera fuerzas, desencadena posibilidades, y si esas posibilidades y esas fuerzas son oscuras no son la peste o el teatro los culpables, sino la vida.
No vemos que la vida, tal como es y tal como la han hecho, ofrezca demasiados motivos de exaltación. Parece como si por medio de la peste se vaciara colectivamente un gigantesco absceso, tanto moral como social; y que, el teatro, como la peste, hubiese sido creado para drenar colectivamente esos abscesos.
Quizá el veneno del teatro, inyectado en el cuerpo social, lo desintegre, como dice San Agustín; pero en todo caso actúa como la peste, un azote vengador; una epidemia redentora donde en tiempos de credulidad se quiso ver la mano de Dios y que es sólo la aplicación de una ley natural: todo gesto se compensa con otro gesto, y toda acción con su reacción.
El teatro, como la peste, es una crisis que se resuelve en la muerte o la curación. Y la peste es un mal superior porque es una crisis total, que sólo termina con la muerte o una purificación extrema. Asimismo el teatro es un mal, pues es el equilibrio supremo que no se alcanza sin destrucción. Invita al espíritu a un delirio que exalta sus energías; puede advertirse en fin que desde un punto de vista humano la acción del teatro, como la de la peste, es beneficiosa, pues al impulsar a los hombres a que se vean tal como son, hace caer la máscara, descubre la mentira, la debilidad, la bajeza, la hipocresía del mundo, sacude la inercia asfixiante de la materia que invade hasta los testimonios más claros de los sentidos; y revelando a las comunidades su oscuro poder, su fuerza oculta, las invita a tomar, frente al destino, una actitud heroica y superior, que nunca hubieran alcanzado de otra manera.
Y el problema que ahora se plantea es saber si en este mundo que cae, que se suicida sin saberlo, se encontrará un núcleo de hombres capaces de imponer esta noción superior del teatro, hombres que restaurarán para todos nosotros el equivalente natural y mágico de los dogmas en que ya no creemos.

Datos de la edición: EDHASA, Barcelona, 1978. Col. Pocket Edhasa.




El cine visto por el cine. Godard-Dreyer the passion of joan of arc  /  Antonin Artaud documental




2 comentarios:

Unknown dijo...

Esta analogía, creo, sería válida para las tragedias, donde, al final se produce una transformación, cambios fundamentales, en los protagonistas que la sobreviven.

Contracorriente dijo...

Gracias por su comentario, ¡salud!