Federico García Lorca –
Conferencia: La imagen poética de Don Luis de Góngora
Queridos compañeros: Es muy difícil para
mí hablaros de un tema complejo y especializado como este de la poesía
gongorina; pero quiero poner toda mi buena voluntad para ver si logro
entreteneros un rato con este juego encantador de la emoción poética, tan
imprescindible en la vida del hombre cultivado.
No quisiera, como es natural, daros la
lata, y para ello he procurado que mi modesto trabajo tenga varios puntos de
vista y, desde luego, aportaciones personales en la crítica del gran poeta de
Andalucía.
Antes de pasar adelante, ya os supongo a
todos enterados de quién era don Luis de Góngora y de lo que es una imagen
poética. Todos habéis estudiado Preceptiva y Literatura, y vuestros profesores,
con raras y modernas excepciones, os han dicho que Góngora era un poeta muy
bueno, que de pronto, obedeciendo a varias causas, se convirtió en un poeta muy
extravagante (de ángel de luz se convirtió en ángel de tinieblas, es la frase
consabida) y que llevó el idioma a retorcimientos y ritmos inconcebibles para
cabeza sana. Eso os han dicho en el Instituto mientras os elogiaban a Núñez de
Arce el insípido, a Campoamor, poeta de estética periodística, bodas, bautizos,
entierros, viajes en expreso, etc., o al Zorrilla malo (no al magnífico
Zorrilla de los dramas y las leyendas), como mi profesor de Literatura, que lo
recitaba dando vueltas por la clase, para terminar con la lengua fuera, entre
la hilaridad de los chicos.
Góngora ha sido maltratado con saña y
defendido con ardor. Hoy su obra está palpitante como si estuviera recién
hecha, y sigue el murmullo y la discusión, ya un poco vergonzosa, en torno de
su gloria.
Y una imagen poética es siempre una
traslación de sentido.
El lenguaje está hecho a base de imágenes,
y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte
saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del
cielo o suspiros de monja, otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas;
llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la
imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las
transformaciones son completamente gongorinas.
A un cauce profundo que discurre lento por
el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y
su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: "A los mimbres les
gusta estar siempre en la lengua del río". Buey de agua y lengua de río
son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya
muy cerca de don Luis de Góngora.
Para situar a Góngora hay que hacer notar
los dos grupos de poetas que luchan en la Historia de la Lírica de España. Los
poetas llamados populares e impropiamente nacionales, y los poetas llamados
propiamente cultos o cortesanos. Gentes que hacen su poesía andando los caminos
o gentes que hacen su poesía sentados en su mesa, viendo los caminos a través
de los vidrios emplomados de la ventana. Mientras que en el siglo XIII los
poetas indígenas, sin nombre, balbucean canciones, —desgraciadamente perdidas—,
del sentimiento medieval galaico o castellano, el grupo que vamos a llamar
contrario, para distinguirlo, atiende a la francesa y provenzal. Bajo aquel
húmedo cielo de oro se publican las canciones de Ajuda y de la Vaticana, donde
oímos a través de las rimas provenzales del rey don Dionís y de las cultas
canciones de amigo o cantigas de amor, —seguramente por olvido de la firma, tan
respetada en la Edad Media—, la tierna voz de los poetas sin nombre, que cantan
un puro canto, exento de gramática.
En el siglo xv, el Cancionero de Baena
rechaza sistemáticamente toda poesía de acento popular. Pero el marqués de
Santillana asegura que entre los donceles nobles de esta época estaban muy de
moda las canciones de amigo.
Empieza a soplar el fresco aire de Italia.
Las madres de Garcilaso y de Boscán cortan
el azahar de sus bodas; pero ya se canta en todas partes y era clásico aquello
de:
Al alba venid. buen amigo;
al alba venid.
Amigo el que más quería.
venid a la luz del día.
Amigo el que más amaba,
venid a la luz del alba,
venid a la luz del día,
non trayáis compañia.
Venid a la luz del alba,
non trayáis gran compaña.
Y cuando Garcilaso nos trae el
endecasílabo con sus guantes perfumados, viene la música en ayuda de los popularistas.
Se publica el Cancionero musical de Palacio y se pone de moda lo popular. Los
músicos recogen entonces de la tradición oral bellas canciones amatorias,
pastoriles y caballerescas. Se oyen en las páginas hechas para ojos
aristocráticos las voces de rufianes en las tabernas o de las serranas de
Avila, el romance del moro de largas barbas, dulces cantos de amigo, monótonas
oraciones de ciego, el canto del caballero perdido en la espesura o la queja
exquisita de la plebeya burlada. Un fino y exacto paisaje de lo pintoresco y
espiritual español.
El insigne Menéndez Pidal dice que el
humanismo "abrió" los ojos de los doctos a la comprensión más acabada
del espíritu humano en todas sus manifestaciones, y lo popular mereció una
atención digna e inteligente. como hasta entonces no había logrado. Prueba de
esto es el cultivo de la vihuela y de los cantos del pueblo por grandes
músicos, como el valenciano Luis Milán, imitador feliz de El cortesano, de
Castiglione, y Francisco Salinas, amigo de fray Luis de León.
Una guerra franca se declaró entre los dos
grupos. Cristóbal de Castillejo y Gregorio Silvestre tomaron la bandera
castellanista con el amor a la tradición popular. Garcilaso, seguido del grupo
más numeroso, afirmó su adhesión a lo que se llamó gusto italiano. Y cuando en
los últimos meses del año 1609 Góngora escribe el Panegírico al duque de Lerma,
la guerra entre los partidarios del fino cordobés y los amigos del incansable
Lope de Vega llega a un grado de atrevimiento y exaltación como en ninguna época
literaria. Tenebrosistas y llanistas hacen un combate de sonetos animado y
divertido, a veces dramático y casi siempre indecente.
Pero quiero hacer constar que no creo en
la eficacia de esta lucha ni creo en lo de poeta italianizante y poeta
castellano. En todos ellos hay, a mi modo de ver, un profundo sentimiento
nacional. La indudable influencia extranjera no pesa sobre sus espíritus. El
clasificarlos depende de una cuestión de enfoque histórico. Pero tan nacional
es Garcilaso como Castillejo. Castillejo está imbuido en la Edad Media. Es un
poeta arcaizante del gusto recién acabado. Garcilaso, renacentista, desentierra
a orillas del Tajo viejas mitologías equivocadas por el tiempo, con una
galantería genuinamente nacional descubierta entonces y un verbo de eternidad
española.
Lope recoge los arcaísmos líricos de los
finales medievales y crea un teatro profundamente romántico, hijo de su tiempo.
Los grandes descubrimientos marítimos, relativamente recientes, (romanticismo
puro), le dan en el rostro. Su teatro de amor, de aventura y de duelo le
afirman como un hombre de tradición nacional. Pero tan nacional como él es
Góngora. Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición
caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente como Garcilaso,
sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina. Busca en el
aire solo de Córdoba las voces de Séneca y Lucano. Y modelando versos
castellanos a la luz fría de la lámpara de Roma, lleva a su mayor altura un
tipo de arte únicamente español: el barroco. Ha sido una lucha intensa de
medievalistas y latinistas. Poetas que aman lo pintoresco y local, y poetas de
corte. Poetas que se embozan, y poetas que buscan el desnudo. Pero el aire
ordenado y sensual que manda el Renacimiento italiano no les llega al corazón.
Porque o son románticos, como Lope y Herrera, o son católicos y barrocos en
sentido distinto. Como Góngora y Calderón. La Geografía y el Cielo triunfan de
la Biblioteca.
Hasta aquí quería llegar en este breve
resumen. He procurado buscar la línea de Góngora para situarlo en su
aristocrática soledad.
"Mucho se ha escrito sobre Góngora;
pero todavía cura la génesis de su reforma poética... " Así empiezan los
gramáticos más avanzados y cautelosos cuando hablan del padre de la lírica
moderna. No quiero nombrar a Menéndez y Pelayo, que no entendió a Góngora,
porque, en cambio, entendió portentosamente a todos los demás. Algunos críticos
achacan lo que ellos llaman el cambio repentino de don Luis de Góngora, con
cierto sentido histórico a las teorías de Ambrosio de Morales, a las
sugestiones de su maestro Herrera, a la lectura del libro del cordobés Luis
Carrillo (apología de estilo oscuro) y a otras causas que parecen razonables.
Pero el francés M. Lucien Paul Thomas lo achaca a perturbación cerebral y el
señor Fitzmallrice-Kelly, dando prueba de la incapacidad crítica que le
distingue cuando trata de un autor no clasificado, se inclina a creer que el
propósito del poeta de las Soledades no fue otro que el de llamar la atención
sobre su personalidad literaria. Nada más pintoresco que estas serias
opiniones. Ni nada más irreverente.
El Góngora culterano ha sido considerado
en España, y lo sigue siendo por un extenso núcleo de opinión, como un monstruo
de vicios gramaticales cuya poesía carece de todos los elementos fundamentales
para ser bella. Las Soledades han sido consideradas por los gramáticos y
retóricos más eminentes como una lacra que hay que tapar, y se han levantado
voces oscuras y torpes, voces sin luz ni espíritu para anatematizar lo que
ellos llaman oscuro y vacío. Consiguieron arrinconar a Góngora y echar tierra
en los ojos nuevos que venían a comprenderlo durante dos largos siglos en que
se nos ha estado repitiendo... "no acercarse, porque no se entiende...
" Y Góngora ha estado solo como un leproso lleno de llagas de fría luz de
plata, con la rama novísima en las manos esperando las nuevas generaciones que
recogieran su herencia objetiva y su sentido de la metáfora.
Es un problema de comprensión. A Góngora
no hay que leerlo, sino estudiarlo. Góngora no viene a buscarnos, como otros
poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo
razonablemente. A Góngora no se le puede entender de ninguna manera en la
primera lectura. Una obra filosófica puede ser entendida por unos pocos nada
más, y, sin embargo, nadie tacha de oscuro al autor. Pero no; esto no se estila
en el orden poético, según parece.
¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer
su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a
un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No
hay que buscarlo en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el
castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin
decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus
imágenes.
Después ha escrito Marcel Proust:
"Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo".
La necesidad de una belleza nueva y el
aburrimiento que le causaba la producción poética de su época desarrolló en él
una aguda y casi insoportable sensibilidad crítica. Llegó casi a odiar la
poesía.
Ya no podía crear poemas que supieran al
viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando
para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba
lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo
de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas
de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire.
Y cansado de castellanos y de "color
local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia.
Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano
lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a
construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo
de los castellanos en sus palacios de adobes. Se dio cuenta de la fugacidad del
sentimiento humano y de lo débiles que son las expresiones espontáneas que sólo
conmueven en algunos momentos. y quiso que la belleza de su obra radicara en la
metáfora limpia de realidades que mueren, metáfora construida con espíritu
escultórico y situada en un ambiente extra atmosférico.
Amaba la belleza objetiva, la belleza pura
e inútil, exenta de congojas comunicables.
Mientras que todos piden el pan, él pide
la piedra preciosa de cada día. Sin sentido de la realidad real, pero dueño
absoluto de la realidad poética. ¿Qué hizo el poeta para dar unidad y
proporciones justas a su credo estético? Limitarse. Hacer examen de conciencia
y. con su capacidad crítica, estudiar la mecánica de su creación.
Un poeta tiene que ser profesor en los
cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales, en este orden: vista,
tacto, oído, olfato y gusto. Para poder ser dueño de las más bellas imágenes
tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia
ha de superponer sus sensaciones y aun de disfrazar sus naturalezas. Así puede
decir Góngora en su Soledad primera:
Pintadas aves, —cítaras de pluma—,
coronaban la bárbara capilla,
mientras el arroyuelo para oílla
hace de blanca espuma
tantas orejas cuantas guijas lava.
Y puede decir, describiendo una zagala:
Del verde margen otra, las mejores
rosas traslada y lirios al cabello,
o por lo matizado, o por lo bello
si aurora no con rayos, sol con flores
O:
de las ondas el pez con vuelo mudo
o:
verdes voces
o:
voz pintada, canto alado,
órgano de pluma.
Para que una metáfora tenga vida necesita
dos condiciones esenciales: forma y radio de acción. Su núcleo central y una
redonda perspectiva en torno de él. El núcleo se abre como una flor que nos
sorprende por lo desconocida, pero en el radio de luz que lo rodea hallamos el
nombre de la flor y conocemos su perfume. La metáfora está siempre regida por
la vista (a veces por una vista sublimada), pero es la vista la que la hace
limitada y le da su realidad. Aun los más evanescentes poetas ingleses, como
Keats, tienen necesidad de dibujar y limitar sus metáforas y figuraciones, y
Keats se salva por su plasticidad admirable del peligroso mundo poético de las
visiones. Después ha de exclamar naturalmente: "Sólo la Poesía puede
narrar sus sueños". La vista no deja que la sombra enturbie el contorno de
la imagen que se ha dibujado delante de ella.
Ningún ciego de nacimiento puede ser un
poeta plástico de imágenes objetivas, porque no tiene idea de las proporciones
de la NaturaIeza. El ciego está mejor en el campo de luz sin límites de la
Mística, exento de objetos reales y traspasado de largas brisas de sabiduría.
Todas las imágenes se abren, pues, en el
campo visual.
El tacto enseña la calidad de sus materias
líricas. Su calidad... casi pictórica. Y las imágenes que construyen los demás
sentidos están supeditadas a los dos primeros.
La imagen es, pues, un cambio de trajes,
fines u oficios entre objetos o ideas de la Naturaleza. Tiene sus planos y sus
órbitas. La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre
que da la imaginación. El cinematográfico Jean Epstein dice que "es un
teorema en que se salta sin interrnediario desde la hipótesis a la
conclusión". Exactamente.
La originalidad de don Luis de Góngora,
aparte de la puramente gramatical, está en su método de cazar las imágenes, que
estudió utilizando sus dramáticos antagónicos por medio de un salto ecuestre
que da el mito, estudia las bellas concepciones de los pueblos clásicos y,
huyendo de las montañas y de sus visiones lumínicas, se sienta a las orillas
del mar, donde el viento
le corre. en lecho azul de aguas marinas,
turquesadas cortinas.
Allí ata su imaginación y le pone bridas,
como si fuera escultor, para empezar su poema. Y tanto deseo tiene de dominarlo
y redondearlo, que ama inconscientemente las islas, porque piensa, y con mucha
razón, que un hombre puede gobernar y poseer, mejor que ninguna otra tierra, el
orbe definido y visible de la redonda Tierra limitada por las aguas. Su
mecánica imaginativa es perfecta. Cada imagen a veces es un mito creado.
Armoniza y hace plásticos, de una manera a
veces hasta violenta, los mundos mas distintos. En sus manos no hay desorden ni
desproporción. En sus manos pone como juguetes mares y reinos geográficos y
vientos huracanados. Una las sensaciones astronómicas con detalles nimios de lo
infinitamente pequeño, con una idea de las masas y de las materias desconocidas
en la Poesía hasta que él las compuso.
En su Soledad primera dice (versos 34 a
41):
Desnudo el joven, cuando ya el vestido
océano ha bebido,
restituir le hace a las arenas;
y al sol le extiende luego
que, lamiéndole apenas,
su dulce lengua de templado fuego
lento le embiste y con suave estilo
la menor onda chupa al menor hilo.
¡Con qué juicioso tacto está armonizado el
Océano, ese dragón de oro del Sol embistiendo con su tibia lengua, y ese traje
mojado del joven, donde la ciega cabeza del astro "la menor onda chupa al
menor hilo". En estos ocho versos hay más matices que en cincuenta octavas
de la Gerusalemme liberata, del Tasso. Porque están todos los detalles
estudiados y sentidos como en una joya de orfebrería. No hay nada que dé la sensación
del Sol que cae, pero no pesa, como esos versos:
que, lamiéndole apenas,
........................................
lento le embiste ..............
Como lleva la imaginación atada, la
detiene cuando quiere y no se deja arrastrar por las oscuras fuerzas naturales
de la ley de inercia ni por los fugaces espejismos donde mueren los poetas
incautos como mariposas en el farol. Hay momentos en las Soledades que resultan
increíbles. No se puede imaginar cómo el poeta juega con grandes masas y
términos geográficos sin caer en lo monstruoso ni en lo hiperbólico
desagradable.
En la primera inagotable Soledad dice,
refiriéndose al istmo de Suez:
el istmo que al Océano divide
y, —sierpe de cristal—, juntar le impide
la cabeza del Norte coronada
con la que ilustra el Sur, cola escamada
de antárticas estrellas.
Recuerden el ala izquierda del mapamundi.
O dibuja estos dos vientos con mano segura
y exactas proporciones:
para el Austro de alas nunca enjutas,
para el Cierzo expirante por cien bocas.
O dice de un estrecho (el de Magallanes)
esta definición poética tan justa:
cuando halló de fugitiva plata
la bisagra, aunque estrecha, abrazadora
de un Océano y otro siempre uno,
O llamar al mar:
Bárbaro observador, mas diligente
de las inciertas formas de la Luna.
Y, en fin, en la Soledad primera compara
las islas de Oceanía con las ninfas de Diana cazadora en los remansos del río
Eurotas:
De firmes islas no la inmóvil flota
de aquel mar del Alba te describo,
cuyo número, —ya que no lascivo—,
por lo bello agradable y por lo vario
la dulce confusión hacer podía
que en los blancos estanques del Eurota
la virginal desnuda montería...
Pero lo interesante es que, tratando
formas y objetos de pequeño tamaño, lo haga con el mismo amor y la misma
grandeza poética. Para él, una manzana es tan intensa como el mar, y una abeja,
tan sorprendente como un bosque. Se sitúa frente a la Naturaleza con ojos
penetrantes y admira la idéntica belleza que tienen por igual todas las formas.
Entra en lo que se puede llamar mundo de cada cosa, y allí proporciona su
sentimiento a los sentimientos que le rodean. Por eso le da lo mismo una
manzana que un mar, porque sabe que la manzana en su mundo es tan infinita como
el mar en el suyo. La vida de una manzana desde que es tenue flor hasta que,
dorada, cae del árbol a la hierba, es tan misteriosa y tan grande como el ritmo
periódico de las mareas. Y un poeta debe saber esto. La grandeza de una poesía
no depende de la magnitud del tema, ni de sus proporciones ni sentimientos. Se
puede hacer un poema épico de la lucha que sostienen los leucocitos en el
ramaje aprisionado de las venas, y se puede dar una inacabable impresión de
infinito con la forma y olor de una rosa tan sólo.
Góngora trata con la misma medida todas
sus materias. y así como maneja mares y continentes como un cíclope, analiza
frutas y objetos. Es más. Se recrea en las cosas pequeñas con más fervor.
En la octava real número diez de la fábula
de Polifemo y Galatea dice:
la pera, de quien fué cuna dorada
la rubia paja y, —pálida tutora—,
la niega avara y pródiga la dora.
Llama a la paja pálida tutora de la fruta,
puesto que en su seno se termina de madurar desprendida todavía verde de su
madre la rama. Pálida tutora que la niega avara y pródiga la dora, puesto que
la esconde a la contemplación de la gente para ponerle un vestido de oro.
Otra vez escribe:
montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores.
Está expresado con verdadera gracia esa
parada seca y ese mohín que hace el hocico del animal al salir de la
madriguera:
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores.
Pero más significativos son estos versos
sobre una colmena en el tronco de un árbol, del cual dice Góngora que era
alcázar de aquélla (la abeja):
que sin corona vuela y sin espada,
susurrante amazona, Dido alada,
de ejército más casto, de más bella
República, ceñida, en vez de muros,
de cortezas; en esta, pues, Cartago,
reina la abeja, oro brillando vago,
o el jugo bebe de los aires puros,
o el sudor de los cielos, cuando liba
de las mudas estrellas la saliva.
Esto tiene una grandeza casi épica. Y es
de una abeja y su colmena de quien habla el poeta. "República ceñida, en
vez de muros, de corzas" llama a la colmena silvestre. Afirma que la
abeja, "susurrante amazona", bebe el jugo de los aires puros, y llama
al río "sudor de los cielos", y al néctar "saliva" de las
flores, a quienes llama "estrellas mudas". ¿No tiene aquí la misma
grandeza que cuando nos habla del mar, del alba y usa términos astronómicos?
Dobla y triplica la imagen para llevarnos a planos diferentes que necesita para
redondear la sensación y comunicarla con todos sus aspectos. Nada más
sorprendente de poesía pura.
Góngora tuvo una gran altura clásica, y
esto le dio fe en sí mismo.
El hace en su época esta increíble imagen
del reloj:
Las horas ya de números vestidas
o llama a una gruta, sin nombrarla,
"bostezo melancólico de la tierra". De sus contemporáneos, sólo
Quevedo acierta alguna vez con tan felices expresiones, pero no con su calidad.
Hace falta que el siglo XIX traiga al gran poeta y alucinado profesor Stéphane
Mallarmé, que paseó por la rue de Rome su lirismo abstracto sin segundo y abrió
el camino ventilado y violento de las nuevas escuelas poéticas. Hasta entonces
no tuvo Góngora su mejor discípulo, que no lo conocía siquiera. Ama los mismos
cisnes, espejos, luces duras, cabelleras femeninas, y tiene el idéntico temblor
fijo del barroco, con la diferencia de que Góngora es más fuerte y aporta una
riqueza verbal que Mallarmé desconoce, y tiene un sentido de belleza extática
que el delicioso humorismo de los modernos y la aguja envenenada de la ironía
no dejan ver en sus poemas.
Naturalmente, Góngora no crea sus imágenes
sobre la misma Naturaleza, sino que lleva el objeto, cosa o acto a la cámara
oscura de su cerebro y de allí salen transformados para dar el gran salto sobre
el otro mundo con que se funden. Por eso su poesía, como no es directa, es
imposible de leer ante los objetos de que habla. Los chopos, rosas, zagales y
mares del espiritual cordobés son creados y nuevos. Llama al mar
"esmeralda bruta en mármol engastada, siempre undosa", o al chopo,
"verde lira". Por otra parte, no hay nada más imprudente que leer el
madrigal hecho a una rosa con una rosa viva en la mano. Sobran la rosa o el
madrigal.
Góngora tiene un mundo aparte, como todo
gran poeta. Mundo de rasgos esenciales de las cosas y diferencias
características.
El poeta que va a hacer un poema (lo sé
por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería
nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón.
Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con
la pluma negros rasgos sin sentido. Digo negros, porque... ahora voy a hacerles
una revelación íntima.... yo no uso tinta de colores. Va el poeta a una
cacería. Delicados aires enfrían el cristal de sus ojos. La luna, redonda como
una cuerna de blando metal, suena en el silencio de las ramas últimas. Ciervos
blancos aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo
una pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre los juncos...
Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe
llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe estar sereno frente a
las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que han de pasar
ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las sirenas, y debe
lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas, y no figuradas o falsas, que le
van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga,
no podrá nunca levantar su obra. El poeta debe ir a su cacería limpio y sereno,
hasta disfrazado. Se mantendrá firme contra los espejismos y acechará
cautelosamente las carnes palpitantes y reales que armonicen con el plano del
poema que lleva entrevisto. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad
poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los
halagos populares sin sentido estético y sin orden ni belleza. Nadie como
Góngora preparado para esta cacería interior. No le asombran en su paisaje
mental las imágenes coloreadas, ni las brillantes en demasía. El caza la que
casi nadie ve, porque la encuentra sin relaciones, imagen blanca y rezagada,
que anima sus momentos poemáticos insospechados. Su fantasía cuenta con sus
cinco sentidos corporales. Sus cinco sentidos, como cinco esclavos sin color
que le obedecen a ciegas y no lo engañan como a los demás mortales. Intuye con
claridad que la naturaleza que salió de las manos de Dios no es la naturaleza
que debe vivir en los poemas, y ordena sus paisajes analizando sus componentes.
Podríamos decir que pasa a la naturaleza y sus matices por la disciplina del
compás musical. (Dice en la Soledad segunda, versos 350 hasta 360):
Rompida el agua en las menudas piedras.
cristalina sonante era tiorba,
y las confusamente acordes aves
entre las verdes roscas de las yedras
muchas eran. y muchas veces nueve
aladas musas. que, —de pluma leve
engañada su oculta lira corva—
metros inciertos, sí, pero suaves
en idiomas cantan diferentes;
mientras, cenando en pórfidos lucientes,
lisonjean apenas
al Júpiter marino tres sirenas.
¡Qué manera tan admirable de ordenar al
coro de pájaros!
Muchas eran, y muchas veces nueve
aladas musas...
¡Y qué graciosa manera de decir que los
había de muchas especies!
Metros inciertos sí, pero suaves,
en idiomas cantan diferentes.
O dice :
Terno de gracia bello, repetido
cuatro veces en doce labradoras,
entré bailando numerosamente.
Dice el gran poeta francés Paul Valéry que
el estado de inspiración no es el estado conveniente para escribir un poema.
Como creo en la inspiración que Dios envía, creo que Valéry va bien encaminado.
El estado de inspiración es un estado de recogimiento. pero no de dinamismo
creador. Hay que reposar la visión del concepto para que se clarifique. No creo
que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos, trabajan
cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va
perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país
extranjero. El poema es la narración del viaje. La inspiración da la imagen,
pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecuánimemente y sin
apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra. Y en Góngora no
se sabe qué admirar más: si su sustancia poética o su forma inimitable e
inspiradísima. Su letra vivifica a su espíritu en vez de matarlo. No es
espontáneo, pero tiene frescura y juventud. No es fácil, pero es inteligible y
luminoso. Aun cuando resulta alguna rara vez desmedido en la hipérbole, lo hace
con una gracia andaluza tan característica. que nos hace sonreír y admirarlo
más, porque sus hipérboles son siempre piropos de cordobés enamoradísimo.
Dice de una desposada:
Virgen tan bella que hacer podría
tórrida la Noruega con dos soles
y blanca la Etíope con dos manos.
Pura flor andaluza. Galantería maravillosa
de hombre que ha pasado el Guadalquivir en su potro de pura sangre. Aquí está
bien al descubierto el campo de acción de su fantasía.
Y ahora vamos con la oscuridad de Góngora.
¿Qué es eso de oscuridad? Yo creo que peca de luminoso. Pero para llegar a él
hay que estar iniciado en la Poesía y tener una sensibilidad preparada por
lecturas y experiencias. Una persona fuera de su mundo no puede paladearlo,
como tampoco paladea un cuadro aunque vea lo que hay pintado, ni una
composición musical. A Góngora no hay que leerlo. hay que amarlo. Los
gramáticos críticos aferrados en construcciories sabidas por ellos no han
admitido la fecunda revolución gongorina, como los beethovenianos empedernidos
en sus éxtasis putrefactos dicen que la música de Claudio Debussy es un gato
andando por un piano. Ellos no han admitido la revolución gramatical; pero el
idiota, que no tiene que ver nada con ellos, sí la recibió con los brazos
abiertos. Se abrieron nuevas palabras. El castellano tuvo nuevas perspectivas.
Cayó el rocío vivificador, que es siempre un gran poeta para un lenguaje. El
caso de Góngora es único en este sentido gramatical. Los viejos intelectuales
aficionados a la Poesía en su época debieron de quedarse estupefactos al ver
que el castellano se les convertía en lengua extraña que no sabían descifrar.
Quevedo, irritado y envidioso en el fondo,
le salió al encuentro con este soneto que llama "Receta para hacer
Soledades", y en el que se burla de las extrañas palabrotas de la jerigonza
que usa don Luis. Dice así:
Quien quisiere ser culto en sólo un día,
la jeri, —aprenderá—, gonza siguiente;
Fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica, armonía.
Poco mucho, si no. purpuracía,
neutralidad, conculca, erige, mente,
pulsa, ostenta, librar, adolescente,
señas, traslada, pira, frustra, harpía.
Cede, impide, cisura. petulante,
palestra, liba, meta, argento, alterna,
si bien, disuelve, émulo, canoro.
Use mucho de líquido y de errante,
su poco de nocturno y de caverna.
Anden listos livor, adunco y poro.
¡Qué gran fiesta de color y música para el
idioma castellano! Esta es la jerigonza de don Luis de Góngora y Argote. Si
Quevedo viera el gran elogio que hace de su enemigo, se retiraría con su espesa
y ardiente melancolía a los desiertos castellanos de la Torre de Juan Abad. Más
que a Cervantes, se puede llamar al poeta padre de nuestro idioma, y, sin
embargo, hasta este año la Academia Españo1a no lo ha declarado autoridad de la
Lengua.
Una de las causas que hacían a Góngora
oscuro para sus contemporáneos, que era el lenguaje, ha desaparecido ya. Su
vocabulario, aunque sigue siendo exquisito, no tiene palabras desconocidas. Y
es usual. Quedan sus sintaxis y sus transfonaciones mitológicas.
Sus oraciones, con ordenarlas como se
ordena un párrafo latino, quedan claras. Lo que sí es dificil es la comprensión
de su mundo mitológico. Difícil porque casi nadie sabe Mitología y porque no se
contenta con citar el mito, sino que lo transforma o da sólo un rasgo saliente
que lo define. Es aquí donde sus metáforas adquieren una tonalidad inimitable.
Hesíodo cuenta su Teogonía con fervor popular y religioso, y el sutil cordobés
la vuelve a contar estilizada o inventando nuevos mitos. Aquí es donde están
sus zarpazos poéticos, sus atrevidas transformaciones y su desdén por el método
explicativo.
Júpiter, en forma de toro con los cuernos
dorados, rapta a la ninfa Europa:
Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa,
media luna las armas de su frente...
Mentido robador: ¡qué delicada expresión
para el dios disfrazado!
Habla también de
el canoro
son de la ninfa un tiempo, ahora caña.
refiriéndose a la ninfa Siringa, que el
dios Pan, irritado por su desdén, convirtió en caña, con lo que hizo una flauta
de siete notas.
O transforma el mito de Icaro de esta
manera tan curiosa :
Audaz mi pensamiento
el cenit escaló, plumas vestido,
cuyo vuelo atrevido
—si no ha dado su nombre a tus espumas—
de sus vestidas plumas
conservarán el desvanecimiento
los anales diafanos del viento.
O describe a los pavos reaIes de Juno con
sus pIumas fastuosas como
volantes pías
que azules ojos con pestañas de oro
sus plumas son, conduzcan alta diosa
gloria mayor del soberano coro.
O llama a la paloma, quitándole con razón
su adjetivo de cándida:
Ave lasciva de la Cynia Diosa.
Procede por alusiones. Pone a los mitos de
perfiI, y a veces sólo da un rasgo oculto entre otras imágenes distintas. Baco
sufre en la Mitología tres pasiones y muertes. Es primero macho cabrío de
retorcidos cuernos. Por amor a su bailarín Ciso, que muere y se convierte en
hiedra, Baco, para poder continuar la danza, se convierte en vid. Por último,
muere para convertirse en higuera. Así es que Baco nace tres veces. Góngora
alude a estas transformaciones en una Soledad de una manera delicada y
profunda, pero solamente comprensible a los que están en el secreto de la
historia:
Seis chopos de seis yedras abrazados
tirsos eran del griego dios, nacido
segunda vez, que en pámpanos desmiente
los cuernos de su frente.
El Baco de la bacanal, cerca de su amor
estilizado en hiedra abrazadora, desmiente, coronado de pámpanos, sus antiguos
cuernos lúbricos.
De esta forma están todos los poemas
culteranos. Y ha llegado a tener un sentimiento teogónico tan agudo, que
transforma en mito todo cuanto toca. Los elemenos obran en sus paisajes como si
fueran dioses de poder ilimitado y de los que el hombre no tiene noticia. Les
da oído y sentimiento. Los crea. En la Soledad segunda hay un joven forastero
que, remando en su barquilla, canta una ternísima queja amorosa, haciendo
instrumento el bajel, cuerdas los remos.
Cuando el enamorado cree que está solo en
medio de la verde soledad del agua, lo oye el mar, lo oye el viento, y al fin
el eco se guarda la más dulce sílaba de su canto, pero la menos clara:
No es sordo el mar; la erudición engaña.
Bien que tal vez sañudo
no oya al piloto, o le responda fiero,
sereno disimula más orejas
que sembró dulces quejas
—canoro labrador— el forastero,
en su undosa campaña.
Espongioso, pues, se bebió y mudo
el lagrimoso reconocimiento,
de cuyos duIces números no poca
conceptuosa suma
en los dos giros de invisibIe pIuma
que fingen sus dos aIas hurtó eI viento;
Eco, —vestida una cavada roca—,
soIicitó curiosa y guardó avara
la más duIce, —si no Ia menos cIara—,
sílaba siendo en tanto
la vista de las chozas fin deI canto.
Esta manera de animar y vivificar la
Naturaleza es característica de Góngora. Necesita la conciencia de los
elementos. Odia lo sordo y las fuerzas oscuras que no tienen límite. Es un
poeta de una pieza, y su estética es inalterable, dogmática.
Otra vez cantó el mar en una desembocadura
de río: es
Centauro ya espumoso el Oceano
—medio mar, medio ría—,
dos veces huella la campaña al día,
pretendiendo escaIar el monte en vano.
Su inventiva no tiene turbaciones, ni
claroscuro. Así, en el Polifemo inventa un mito de las perlas. Dice del pie de
Galatea, al tocar las conchas:
cuyo beIlo contacto puede hacerlas,
sin concebir rocío, parir perlas.
Ya hemos visto cómo el poeta transforma
todo cuanto toca con sus manos. Su sentimiento teogónico sublime da
personalidad a las fuerzas de la Naturaleza. Y su sentimiento amoroso hacia la
mujer, que tenía que callar por razón de su hábito sacerdotal, le hace
estilizar su galantería y erotismo hasta una cumbre inviolable. La fábula de
Polífemo y Galatea es un poema de erotismo puesto en sus últimos términos. Se
puede decir que tiene una sexualidad floral. Una sexualidad de estambre y
pistilo en el emocionante acto del vuelo del polen en la primavera.
¿Cuándo se ha descrito un beso de una
manera tan armoniosa, tan natural y sin pecado como lo describe nuestro poeta
en el Polifemo?
No a las palomas concedió Cupido
juntar de sus dos picos los rubíes,
cuando al clavel el joven atrevido
las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido
negras violas, blancos alhelíes,
llueven sobre el que Amor quiere que sea
tálamo de Acis y de Galatea.
Es suntuoso, exquisito, pero no es oscuro
en sí mismo. Los oscuros somos nosotros, que no tenemos capacidad para penetrar
su inteligencia. El misterio no está fuera de nosotros, sino que lo llevamos
encima del corazón. No se debe decir cosa oscura, sino hombre oscuro. Porque
Góngora no quiere ser turbio, sino claro, elegante y matizado. No gusta
penumbras ni metáforas diformes; antes al contrario, a su manera explica las
cosas para redondearlas. Llega a hacer de su poema una gran Naturaleza muerta.
Góngora tuvo un problema en su vida
poética y lo resolvió. Hasta entonces, la empresa se tenía por irrealizable. Y
es: hacer un gran poema lírico para oponerlo a los grandes poemas épicos que se
cuentan por docenas. Pero ¿cómo mantener una tensión lírica pura durante largos
escuadrones de versos? ¿Y cómo hacerlo sin narración? Si le daba a la
narración, a la anécdota, toda su importancia, se le convertía en épico al
menor descuido. Y si no narraba nada, el poema se rompía por mil partes sin
unidad ni sentido. Góngora elige entonces su narración y se cubre de metáforas.
Ya es difícil encontrarla. Está transformada. La narración es como un esqueleto
del poema envuelto en la carne magnífica de las imágenes. Todos los momentos
tienen idéntica intensidad y valor plástico, y la anécdota no tiene ninguna
importancia, pero da con su hilo invisible unidad al poema. Hace el gran poema
lírico de proporciones nunca usadas... Las Soledades.
Y este gran poema resume todo el
sentimiento lírico pastoril de los poetas españoles que le antecedieron. El
sueño bucólico, que soñó Cervantes y no logró fijar plenamente, y la Arcadia
que Lope de Vega no supo iluminar con luces permanentes, las dibuja de manera
rotunda don Luis de Góngora. El campo medio jardín, campo amable de guirnaldas.
airecillos y zagalas cultas pero ariscas, que entrevieron todos los poetas del
XVI y el XVII, será realizado en las primera y segunda Soledades gongorinas. Es
ahí donde está el paisaje aristocrático y mitológico que soñaba Don Quijote en
la hora de su muerte. Campo ordenado, donde la Poesía mide y ajusta su delirio.
Se habla de dos Góngoras. El Góngora culto
y el Góngora llanista. Las literaturas y sus catedráticos lo dicen. Pero una
persona con un poco de percepción y sensibilidad podrá notar analizando su obra
que su imagen siempre es culta. Aun en los romancillos más fáciles construye
sus metáforas y sus figuras de dicción con el mismo mecanismo que cumple en su
obra genuinamente culta. Pero lo que pasa es que están situadas en una anécdota
clara o un sencillo paisaje, y en su obra culta están ligadas a otras a su vez
ligadas, y de ahí su aparente dificultad.
Aquí los ejemplos son infinitos. En una de
sus primeras poesías, año 1580, dice:
Los rayos le cuenta al sol
con un peine de marfil
la bella Jacinta, un día.
O dice:
La mano oscurece al peine.
O en un romancillo habla de un mancebo:
La cara con poca sangre,
los ojos con mucha noche.
O en 1581 dice
y viendo que el pescador
con atención la miraba,
de peces privando al mar,
y al que la mira del alma,
llena de risa responde...
O dice, refiriéndose a la cara de una
doncella:
Pequeña puerta del coral preciado,
claras lumbreras de mirar seguro,
que a la esmeralda fina, al verde puro
habéis para viriles usurpado.
Estos ejemplos están tomados de sus
primeras poesías, publicadas por orden cronológico en la edición de
Foulché-Delbosc. Si el lector continúa leyendo, nota que el acento culto va en
aumento hasta invadir completamente los sonetos y dar su nota de clarín en el
famoso Panegírico.
El poeta, pues, va adquiriendo con el
tiempo conciencia creadora y técnica para la imagen.
Por otra parte, yo creo que el cultismo es
una exigencia de verso grande y estrofa amplia. Todos los poetas, cuando hacen
verso grande, endecasílabos, o alejandrinos en sonetos u octavas, tratan de ser
cultos, incluso Lope, cuyos sonetos son a veces oscuros. Y no digamos de
Quevedo, más difícil que Góngora, puesto que no usa el idioma, sino el espíritu
del idioma.
El verso corto puede ser alado. El verso
largo tiene que ser culto, construído con peso. Recordemos el siglo XIX,
Verlaine, Bécquer. En cambio, ya Baudelaire usa verso largo, porque es un poeta
preocupado de la forma. Y no hay que olvidar que Góngora es un poeta
esencialmente plástico, que siente la belleza del verso en sí mismo y tiene una
percepción para el matiz expresivo y la calidad del verbo, hasta entonces
desconocida en el castellano. El vestido de su poema no tiene tacha.
Los choques de consonantes modelan sus
versos, como estatuas pequeñas, y su preocupación arquitectónica los une en
bellas proporciones barrocas. Y no busca la oscuridad. Hay que repetirlo. Huye
de la expresión fácil, no por amor a lo culto, con ser un espíritu
cultivadísimo: no por odio al vulgo espeso, con tenerlo en grado sumo, sino por
una preocupación de andamiaje que haga la obra resistente al tiempo. Por una
preocupación de eternidad.
Y la prueba de lo consciente de su
Estética es que se dió cuenta, mientras los demás estaban ciegos, del
bizantinismo querido y la arquitectura rítmica del Greco, otro raro para épocas
futuras, al que despide en su tránsito a mejor vida con uno de sus sonetos más
característicos. La prueba de lo consciente de su Estética es que escribe,
defendiendo sus Soledades, estas rotundas palabras: "De honroso, en dos
maneras considero me ha sido honrosa esta poesía; si entendida para los doctos,
causar me ha autoridad siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua a costa
de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza de la latina".
¿Para qué más?
Llega el año 1627. Góngora. enfermo,
endeudado y el ánima dolorida, regresa a su vieja casa de Córdoba. Regresa de
las piedras de Aragón, donde los pastores tienen barbas duras y pinchosas como
hojas de encina. Vuelve sin amigos ni protectores. El marqués de Siete Iglesias
muere en la horca para que su orgullo viva, y el delicado gongorino marqués de
Villamediana cae atravesado por las espadas del rey. Su casa es una casona con
dos rejas y una gran veleta, frente al convento de Trinitarios Descalzos.
Córdoba, la ciudad más melancólica de
Andalucía, vive su vida sin secreto. Góngora viene a ella sin secreto también.
Ya es una ruina. Se puede comparar con una vieja fuente que ha perdido la llave
de su surtidor. Desde su balcón verá el poeta desfilar morenos jinetes sobre
potros de largas colas, gitanas llenas de corales que bajan a lavar al
Guadalquivir medio dormido; caballeros, frailes y pobres, que vienen a pasear
en las horas de sol trasmontado. Y no sé por qué extraña asociación de ideas,
me parece que las tres morillas del romance, Aixa, Fátima y Marien, vienen a
sonar sus panderetas, los colores perdidos y los pies ágiles. ¿Qué dicen en
Madrid? Nada. Madrid, frívolo y galante, aplaude las comedias de Lope y juega a
la gallina ciega en el Prado. Pero ¿quién se acuerda del racionero? Góngora
está absolutamente solo... Y estar solo en otra parte puede tener algún
consuelo... ;pero ¡qué cosa más dramática es estar solo en Córdoba! Ya no le
quedan, según frase suya, más que sus libros, su patio y su barbero. Mal
programa para un hombre como él.
La mañana del 23 de mayo de 1627 el poeta
pregunta constantemente la hora que es. Se asoma al balcón y no ve el paisaje,
sino una gran mancha azul. Sobre la torre Malmuerta se posa una Iarga nube
iluminada. Góngora, haciendo la señal de la cruz, se recuesta en su lecho
oloroso a membrillos y secos azahares. Poco después, su alma, dibujada y
bellísima como un arcángel de Mantegna, calzadas sandalias de oro, al aire su túnica
amaranto, sale a la calle en busca de la escala vertical que subirá
serenamente. Cuando los viejos amigos llegan a la casa, las manos de don Luis
se van enfriando lentamente. Bellas y adustas, sin una joya, satisfechas de
haber labrado el portentoso retablo barroco de las Soledades. Los amigos
piensan que no se debe llorar a un hombre como Góngora, y filosóficamente se
sientan en el balcón a mirar la vida lenta de la ciudad. Pero nosotros diremos
este terceto que le ofreció Cervantes:
Es aquel agradable, aquel bienquisto,
aquel agudo, aquel sonoro y grave
sobre cuantos poetas Febo ha visto.
* * * * *
No hay comentarios.:
Publicar un comentario