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lunes, 26 de agosto de 2019

Federico García Lorca – Conferencia: La imagen poética de Don Luis de Góngora / La aurora de Nueva York (1996) - Enrique Morente y Vicente Amigo / Paco de Lucia álbum completo 12 canciones de Garcia Lorca para guitarra





Federico García Lorca – Conferencia: La imagen poética de Don Luis de Góngora



Queridos compañeros: Es muy difícil para mí hablaros de un tema complejo y especializado como este de la poesía gongorina; pero quiero poner toda mi buena voluntad para ver si logro entreteneros un rato con este juego encantador de la emoción poética, tan imprescindible en la vida del hombre cultivado.

No quisiera, como es natural, daros la lata, y para ello he procurado que mi modesto trabajo tenga varios puntos de vista y, desde luego, aportaciones personales en la crítica del gran poeta de Andalucía.

Antes de pasar adelante, ya os supongo a todos enterados de quién era don Luis de Góngora y de lo que es una imagen poética. Todos habéis estudiado Preceptiva y Literatura, y vuestros profesores, con raras y modernas excepciones, os han dicho que Góngora era un poeta muy bueno, que de pronto, obedeciendo a varias causas, se convirtió en un poeta muy extravagante (de ángel de luz se convirtió en ángel de tinieblas, es la frase consabida) y que llevó el idioma a retorcimientos y ritmos inconcebibles para cabeza sana. Eso os han dicho en el Instituto mientras os elogiaban a Núñez de Arce el insípido, a Campoamor, poeta de estética periodística, bodas, bautizos, entierros, viajes en expreso, etc., o al Zorrilla malo (no al magnífico Zorrilla de los dramas y las leyendas), como mi profesor de Literatura, que lo recitaba dando vueltas por la clase, para terminar con la lengua fuera, entre la hilaridad de los chicos.



Góngora ha sido maltratado con saña y defendido con ardor. Hoy su obra está palpitante como si estuviera recién hecha, y sigue el murmullo y la discusión, ya un poco vergonzosa, en torno de su gloria.

Y una imagen poética es siempre una traslación de sentido.

El lenguaje está hecho a base de imágenes, y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del cielo o suspiros de monja, otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas; llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas.

A un cauce profundo que discurre lento por el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: "A los mimbres les gusta estar siempre en la lengua del río". Buey de agua y lengua de río son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya muy cerca de don Luis de Góngora.

Para situar a Góngora hay que hacer notar los dos grupos de poetas que luchan en la Historia de la Lírica de España. Los poetas llamados populares e impropiamente nacionales, y los poetas llamados propiamente cultos o cortesanos. Gentes que hacen su poesía andando los caminos o gentes que hacen su poesía sentados en su mesa, viendo los caminos a través de los vidrios emplomados de la ventana. Mientras que en el siglo XIII los poetas indígenas, sin nombre, balbucean canciones, —desgraciadamente perdidas—, del sentimiento medieval galaico o castellano, el grupo que vamos a llamar contrario, para distinguirlo, atiende a la francesa y provenzal. Bajo aquel húmedo cielo de oro se publican las canciones de Ajuda y de la Vaticana, donde oímos a través de las rimas provenzales del rey don Dionís y de las cultas canciones de amigo o cantigas de amor, —seguramente por olvido de la firma, tan respetada en la Edad Media—, la tierna voz de los poetas sin nombre, que cantan un puro canto, exento de gramática.

En el siglo xv, el Cancionero de Baena rechaza sistemáticamente toda poesía de acento popular. Pero el marqués de Santillana asegura que entre los donceles nobles de esta época estaban muy de moda las canciones de amigo.

Empieza a soplar el fresco aire de Italia.

Las madres de Garcilaso y de Boscán cortan el azahar de sus bodas; pero ya se canta en todas partes y era clásico aquello de:

Al alba venid. buen amigo;
al alba venid.
Amigo el que más quería.
venid a la luz del día.
Amigo el que más amaba,
venid a la luz del alba,
venid a la luz del día,
non trayáis compañia.
Venid a la luz del alba,
non trayáis gran compaña.

Y cuando Garcilaso nos trae el endecasílabo con sus guantes perfumados, viene la música en ayuda de los popularistas. Se publica el Cancionero musical de Palacio y se pone de moda lo popular. Los músicos recogen entonces de la tradición oral bellas canciones amatorias, pastoriles y caballerescas. Se oyen en las páginas hechas para ojos aristocráticos las voces de rufianes en las tabernas o de las serranas de Avila, el romance del moro de largas barbas, dulces cantos de amigo, monótonas oraciones de ciego, el canto del caballero perdido en la espesura o la queja exquisita de la plebeya burlada. Un fino y exacto paisaje de lo pintoresco y espiritual español.

El insigne Menéndez Pidal dice que el humanismo "abrió" los ojos de los doctos a la comprensión más acabada del espíritu humano en todas sus manifestaciones, y lo popular mereció una atención digna e inteligente. como hasta entonces no había logrado. Prueba de esto es el cultivo de la vihuela y de los cantos del pueblo por grandes músicos, como el valenciano Luis Milán, imitador feliz de El cortesano, de Castiglione, y Francisco Salinas, amigo de fray Luis de León.

Una guerra franca se declaró entre los dos grupos. Cristóbal de Castillejo y Gregorio Silvestre tomaron la bandera castellanista con el amor a la tradición popular. Garcilaso, seguido del grupo más numeroso, afirmó su adhesión a lo que se llamó gusto italiano. Y cuando en los últimos meses del año 1609 Góngora escribe el Panegírico al duque de Lerma, la guerra entre los partidarios del fino cordobés y los amigos del incansable Lope de Vega llega a un grado de atrevimiento y exaltación como en ninguna época literaria. Tenebrosistas y llanistas hacen un combate de sonetos animado y divertido, a veces dramático y casi siempre indecente.

Pero quiero hacer constar que no creo en la eficacia de esta lucha ni creo en lo de poeta italianizante y poeta castellano. En todos ellos hay, a mi modo de ver, un profundo sentimiento nacional. La indudable influencia extranjera no pesa sobre sus espíritus. El clasificarlos depende de una cuestión de enfoque histórico. Pero tan nacional es Garcilaso como Castillejo. Castillejo está imbuido en la Edad Media. Es un poeta arcaizante del gusto recién acabado. Garcilaso, renacentista, desentierra a orillas del Tajo viejas mitologías equivocadas por el tiempo, con una galantería genuinamente nacional descubierta entonces y un verbo de eternidad española.

Lope recoge los arcaísmos líricos de los finales medievales y crea un teatro profundamente romántico, hijo de su tiempo. Los grandes descubrimientos marítimos, relativamente recientes, (romanticismo puro), le dan en el rostro. Su teatro de amor, de aventura y de duelo le afirman como un hombre de tradición nacional. Pero tan nacional como él es Góngora. Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente como Garcilaso, sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina. Busca en el aire solo de Córdoba las voces de Séneca y Lucano. Y modelando versos castellanos a la luz fría de la lámpara de Roma, lleva a su mayor altura un tipo de arte únicamente español: el barroco. Ha sido una lucha intensa de medievalistas y latinistas. Poetas que aman lo pintoresco y local, y poetas de corte. Poetas que se embozan, y poetas que buscan el desnudo. Pero el aire ordenado y sensual que manda el Renacimiento italiano no les llega al corazón. Porque o son románticos, como Lope y Herrera, o son católicos y barrocos en sentido distinto. Como Góngora y Calderón. La Geografía y el Cielo triunfan de la Biblioteca.

Hasta aquí quería llegar en este breve resumen. He procurado buscar la línea de Góngora para situarlo en su aristocrática soledad.

"Mucho se ha escrito sobre Góngora; pero todavía cura la génesis de su reforma poética... " Así empiezan los gramáticos más avanzados y cautelosos cuando hablan del padre de la lírica moderna. No quiero nombrar a Menéndez y Pelayo, que no entendió a Góngora, porque, en cambio, entendió portentosamente a todos los demás. Algunos críticos achacan lo que ellos llaman el cambio repentino de don Luis de Góngora, con cierto sentido histórico a las teorías de Ambrosio de Morales, a las sugestiones de su maestro Herrera, a la lectura del libro del cordobés Luis Carrillo (apología de estilo oscuro) y a otras causas que parecen razonables. Pero el francés M. Lucien Paul Thomas lo achaca a perturbación cerebral y el señor Fitzmallrice-Kelly, dando prueba de la incapacidad crítica que le distingue cuando trata de un autor no clasificado, se inclina a creer que el propósito del poeta de las Soledades no fue otro que el de llamar la atención sobre su personalidad literaria. Nada más pintoresco que estas serias opiniones. Ni nada más irreverente.

El Góngora culterano ha sido considerado en España, y lo sigue siendo por un extenso núcleo de opinión, como un monstruo de vicios gramaticales cuya poesía carece de todos los elementos fundamentales para ser bella. Las Soledades han sido consideradas por los gramáticos y retóricos más eminentes como una lacra que hay que tapar, y se han levantado voces oscuras y torpes, voces sin luz ni espíritu para anatematizar lo que ellos llaman oscuro y vacío. Consiguieron arrinconar a Góngora y echar tierra en los ojos nuevos que venían a comprenderlo durante dos largos siglos en que se nos ha estado repitiendo... "no acercarse, porque no se entiende... " Y Góngora ha estado solo como un leproso lleno de llagas de fría luz de plata, con la rama novísima en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia objetiva y su sentido de la metáfora.

Es un problema de comprensión. A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo. Góngora no viene a buscarnos, como otros poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente. A Góngora no se le puede entender de ninguna manera en la primera lectura. Una obra filosófica puede ser entendida por unos pocos nada más, y, sin embargo, nadie tacha de oscuro al autor. Pero no; esto no se estila en el orden poético, según parece.

¿Qué causas pudo tener Góngora para hacer su revolución lírica? ¿Causas? Una nativa necesidad de belleza nueva le lleva a un nuevo modelado del idioma. Era de Córdoba y sabía el latín como pocos. No hay que buscarlo en la historia, sino en su alma. Inventa por primera vez en el castellano un nuevo método para cazar y plasmar las metáforas, y piensa, sin decirlo, que la eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes.

Después ha escrito Marcel Proust: "Sólo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo".

La necesidad de una belleza nueva y el aburrimiento que le causaba la producción poética de su época desarrolló en él una aguda y casi insoportable sensibilidad crítica. Llegó casi a odiar la poesía.

Ya no podía crear poemas que supieran al viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire.

Y cansado de castellanos y de "color local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia. Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes. Se dio cuenta de la fugacidad del sentimiento humano y de lo débiles que son las expresiones espontáneas que sólo conmueven en algunos momentos. y quiso que la belleza de su obra radicara en la metáfora limpia de realidades que mueren, metáfora construida con espíritu escultórico y situada en un ambiente extra atmosférico.

Amaba la belleza objetiva, la belleza pura e inútil, exenta de congojas comunicables.

Mientras que todos piden el pan, él pide la piedra preciosa de cada día. Sin sentido de la realidad real, pero dueño absoluto de la realidad poética. ¿Qué hizo el poeta para dar unidad y proporciones justas a su credo estético? Limitarse. Hacer examen de conciencia y. con su capacidad crítica, estudiar la mecánica de su creación.

Un poeta tiene que ser profesor en los cinco sentidos corporales. Los cinco sentidos corporales, en este orden: vista, tacto, oído, olfato y gusto. Para poder ser dueño de las más bellas imágenes tiene que abrir puertas de comunicación en todos ellos y con mucha frecuencia ha de superponer sus sensaciones y aun de disfrazar sus naturalezas. Así puede decir Góngora en su Soledad primera:


Pintadas aves, —cítaras de pluma—,
coronaban la bárbara capilla,
mientras el arroyuelo para oílla
hace de blanca espuma
tantas orejas cuantas guijas lava.


Y puede decir, describiendo una zagala:


Del verde margen otra, las mejores
rosas traslada y lirios al cabello,
o por lo matizado, o por lo bello
si aurora no con rayos, sol con flores

O:

de las ondas el pez con vuelo mudo

o:

verdes voces

o:

voz pintada, canto alado,
órgano de pluma.

Para que una metáfora tenga vida necesita dos condiciones esenciales: forma y radio de acción. Su núcleo central y una redonda perspectiva en torno de él. El núcleo se abre como una flor que nos sorprende por lo desconocida, pero en el radio de luz que lo rodea hallamos el nombre de la flor y conocemos su perfume. La metáfora está siempre regida por la vista (a veces por una vista sublimada), pero es la vista la que la hace limitada y le da su realidad. Aun los más evanescentes poetas ingleses, como Keats, tienen necesidad de dibujar y limitar sus metáforas y figuraciones, y Keats se salva por su plasticidad admirable del peligroso mundo poético de las visiones. Después ha de exclamar naturalmente: "Sólo la Poesía puede narrar sus sueños". La vista no deja que la sombra enturbie el contorno de la imagen que se ha dibujado delante de ella.

Ningún ciego de nacimiento puede ser un poeta plástico de imágenes objetivas, porque no tiene idea de las proporciones de la NaturaIeza. El ciego está mejor en el campo de luz sin límites de la Mística, exento de objetos reales y traspasado de largas brisas de sabiduría.

Todas las imágenes se abren, pues, en el campo visual.

El tacto enseña la calidad de sus materias líricas. Su calidad... casi pictórica. Y las imágenes que construyen los demás sentidos están supeditadas a los dos primeros.

La imagen es, pues, un cambio de trajes, fines u oficios entre objetos o ideas de la Naturaleza. Tiene sus planos y sus órbitas. La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación. El cinematográfico Jean Epstein dice que "es un teorema en que se salta sin interrnediario desde la hipótesis a la conclusión". Exactamente.

La originalidad de don Luis de Góngora, aparte de la puramente gramatical, está en su método de cazar las imágenes, que estudió utilizando sus dramáticos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da el mito, estudia las bellas concepciones de los pueblos clásicos y, huyendo de las montañas y de sus visiones lumínicas, se sienta a las orillas del mar, donde el viento

le corre. en lecho azul de aguas marinas,
turquesadas cortinas.

Allí ata su imaginación y le pone bridas, como si fuera escultor, para empezar su poema. Y tanto deseo tiene de dominarlo y redondearlo, que ama inconscientemente las islas, porque piensa, y con mucha razón, que un hombre puede gobernar y poseer, mejor que ninguna otra tierra, el orbe definido y visible de la redonda Tierra limitada por las aguas. Su mecánica imaginativa es perfecta. Cada imagen a veces es un mito creado.

Armoniza y hace plásticos, de una manera a veces hasta violenta, los mundos mas distintos. En sus manos no hay desorden ni desproporción. En sus manos pone como juguetes mares y reinos geográficos y vientos huracanados. Una las sensaciones astronómicas con detalles nimios de lo infinitamente pequeño, con una idea de las masas y de las materias desconocidas en la Poesía hasta que él las compuso.

En su Soledad primera dice (versos 34 a 41):

Desnudo el joven, cuando ya el vestido
océano ha bebido,
restituir le hace a las arenas;
y al sol le extiende luego
que, lamiéndole apenas,
su dulce lengua de templado fuego
lento le embiste y con suave estilo
la menor onda chupa al menor hilo.

¡Con qué juicioso tacto está armonizado el Océano, ese dragón de oro del Sol embistiendo con su tibia lengua, y ese traje mojado del joven, donde la ciega cabeza del astro "la menor onda chupa al menor hilo". En estos ocho versos hay más matices que en cincuenta octavas de la Gerusalemme liberata, del Tasso. Porque están todos los detalles estudiados y sentidos como en una joya de orfebrería. No hay nada que dé la sensación del Sol que cae, pero no pesa, como esos versos:

que, lamiéndole apenas,
........................................
lento le embiste ..............

Como lleva la imaginación atada, la detiene cuando quiere y no se deja arrastrar por las oscuras fuerzas naturales de la ley de inercia ni por los fugaces espejismos donde mueren los poetas incautos como mariposas en el farol. Hay momentos en las Soledades que resultan increíbles. No se puede imaginar cómo el poeta juega con grandes masas y términos geográficos sin caer en lo monstruoso ni en lo hiperbólico desagradable.

En la primera inagotable Soledad dice, refiriéndose al istmo de Suez:

el istmo que al Océano divide
y, —sierpe de cristal—, juntar le impide
la cabeza del Norte coronada
con la que ilustra el Sur, cola escamada
de antárticas estrellas.

Recuerden el ala izquierda del mapamundi.

O dibuja estos dos vientos con mano segura y exactas proporciones:

para el Austro de alas nunca enjutas,
para el Cierzo expirante por cien bocas.

O dice de un estrecho (el de Magallanes) esta definición poética tan justa:

cuando halló de fugitiva plata
la bisagra, aunque estrecha, abrazadora
de un Océano y otro siempre uno,

O llamar al mar:

Bárbaro observador, mas diligente
de las inciertas formas de la Luna.

Y, en fin, en la Soledad primera compara las islas de Oceanía con las ninfas de Diana cazadora en los remansos del río Eurotas:

De firmes islas no la inmóvil flota
de aquel mar del Alba te describo,
cuyo número, —ya que no lascivo—,
por lo bello agradable y por lo vario
la dulce confusión hacer podía
que en los blancos estanques del Eurota
la virginal desnuda montería...

Pero lo interesante es que, tratando formas y objetos de pequeño tamaño, lo haga con el mismo amor y la misma grandeza poética. Para él, una manzana es tan intensa como el mar, y una abeja, tan sorprendente como un bosque. Se sitúa frente a la Naturaleza con ojos penetrantes y admira la idéntica belleza que tienen por igual todas las formas. Entra en lo que se puede llamar mundo de cada cosa, y allí proporciona su sentimiento a los sentimientos que le rodean. Por eso le da lo mismo una manzana que un mar, porque sabe que la manzana en su mundo es tan infinita como el mar en el suyo. La vida de una manzana desde que es tenue flor hasta que, dorada, cae del árbol a la hierba, es tan misteriosa y tan grande como el ritmo periódico de las mareas. Y un poeta debe saber esto. La grandeza de una poesía no depende de la magnitud del tema, ni de sus proporciones ni sentimientos. Se puede hacer un poema épico de la lucha que sostienen los leucocitos en el ramaje aprisionado de las venas, y se puede dar una inacabable impresión de infinito con la forma y olor de una rosa tan sólo.

Góngora trata con la misma medida todas sus materias. y así como maneja mares y continentes como un cíclope, analiza frutas y objetos. Es más. Se recrea en las cosas pequeñas con más fervor.

En la octava real número diez de la fábula de Polifemo y Galatea dice:

la pera, de quien fué cuna dorada
la rubia paja y, —pálida tutora—,
la niega avara y pródiga la dora.

Llama a la paja pálida tutora de la fruta, puesto que en su seno se termina de madurar desprendida todavía verde de su madre la rama. Pálida tutora que la niega avara y pródiga la dora, puesto que la esconde a la contemplación de la gente para ponerle un vestido de oro.

Otra vez escribe:

montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores.

Está expresado con verdadera gracia esa parada seca y ese mohín que hace el hocico del animal al salir de la madriguera:

conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores.

Pero más significativos son estos versos sobre una colmena en el tronco de un árbol, del cual dice Góngora que era alcázar de aquélla (la abeja):

que sin corona vuela y sin espada,
susurrante amazona, Dido alada,
de ejército más casto, de más bella
República, ceñida, en vez de muros,
de cortezas; en esta, pues, Cartago,
reina la abeja, oro brillando vago,
o el jugo bebe de los aires puros,
o el sudor de los cielos, cuando liba
de las mudas estrellas la saliva.

Esto tiene una grandeza casi épica. Y es de una abeja y su colmena de quien habla el poeta. "República ceñida, en vez de muros, de corzas" llama a la colmena silvestre. Afirma que la abeja, "susurrante amazona", bebe el jugo de los aires puros, y llama al río "sudor de los cielos", y al néctar "saliva" de las flores, a quienes llama "estrellas mudas". ¿No tiene aquí la misma grandeza que cuando nos habla del mar, del alba y usa términos astronómicos? Dobla y triplica la imagen para llevarnos a planos diferentes que necesita para redondear la sensación y comunicarla con todos sus aspectos. Nada más sorprendente de poesía pura.

Góngora tuvo una gran altura clásica, y esto le dio fe en sí mismo.

El hace en su época esta increíble imagen del reloj:

Las horas ya de números vestidas

o llama a una gruta, sin nombrarla, "bostezo melancólico de la tierra". De sus contemporáneos, sólo Quevedo acierta alguna vez con tan felices expresiones, pero no con su calidad. Hace falta que el siglo XIX traiga al gran poeta y alucinado profesor Stéphane Mallarmé, que paseó por la rue de Rome su lirismo abstracto sin segundo y abrió el camino ventilado y violento de las nuevas escuelas poéticas. Hasta entonces no tuvo Góngora su mejor discípulo, que no lo conocía siquiera. Ama los mismos cisnes, espejos, luces duras, cabelleras femeninas, y tiene el idéntico temblor fijo del barroco, con la diferencia de que Góngora es más fuerte y aporta una riqueza verbal que Mallarmé desconoce, y tiene un sentido de belleza extática que el delicioso humorismo de los modernos y la aguja envenenada de la ironía no dejan ver en sus poemas.

Naturalmente, Góngora no crea sus imágenes sobre la misma Naturaleza, sino que lleva el objeto, cosa o acto a la cámara oscura de su cerebro y de allí salen transformados para dar el gran salto sobre el otro mundo con que se funden. Por eso su poesía, como no es directa, es imposible de leer ante los objetos de que habla. Los chopos, rosas, zagales y mares del espiritual cordobés son creados y nuevos. Llama al mar "esmeralda bruta en mármol engastada, siempre undosa", o al chopo, "verde lira". Por otra parte, no hay nada más imprudente que leer el madrigal hecho a una rosa con una rosa viva en la mano. Sobran la rosa o el madrigal.

Góngora tiene un mundo aparte, como todo gran poeta. Mundo de rasgos esenciales de las cosas y diferencias características.

El poeta que va a hacer un poema (lo sé por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con la pluma negros rasgos sin sentido. Digo negros, porque... ahora voy a hacerles una revelación íntima.... yo no uso tinta de colores. Va el poeta a una cacería. Delicados aires enfrían el cristal de sus ojos. La luna, redonda como una cuerna de blando metal, suena en el silencio de las ramas últimas. Ciervos blancos aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo una pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre los juncos... Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe estar sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las sirenas, y debe lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas, y no figuradas o falsas, que le van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga, no podrá nunca levantar su obra. El poeta debe ir a su cacería limpio y sereno, hasta disfrazado. Se mantendrá firme contra los espejismos y acechará cautelosamente las carnes palpitantes y reales que armonicen con el plano del poema que lleva entrevisto. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin sentido estético y sin orden ni belleza. Nadie como Góngora preparado para esta cacería interior. No le asombran en su paisaje mental las imágenes coloreadas, ni las brillantes en demasía. El caza la que casi nadie ve, porque la encuentra sin relaciones, imagen blanca y rezagada, que anima sus momentos poemáticos insospechados. Su fantasía cuenta con sus cinco sentidos corporales. Sus cinco sentidos, como cinco esclavos sin color que le obedecen a ciegas y no lo engañan como a los demás mortales. Intuye con claridad que la naturaleza que salió de las manos de Dios no es la naturaleza que debe vivir en los poemas, y ordena sus paisajes analizando sus componentes. Podríamos decir que pasa a la naturaleza y sus matices por la disciplina del compás musical. (Dice en la Soledad segunda, versos 350 hasta 360):

Rompida el agua en las menudas piedras.
cristalina sonante era tiorba,
y las confusamente acordes aves
entre las verdes roscas de las yedras
muchas eran. y muchas veces nueve
aladas musas. que, —de pluma leve
engañada su oculta lira corva—
metros inciertos, sí, pero suaves
en idiomas cantan diferentes;
mientras, cenando en pórfidos lucientes,
lisonjean apenas
al Júpiter marino tres sirenas.

¡Qué manera tan admirable de ordenar al coro de pájaros!

Muchas eran, y muchas veces nueve
aladas musas...

¡Y qué graciosa manera de decir que los había de muchas especies!

Metros inciertos sí, pero suaves,
en idiomas cantan diferentes.

O dice :

Terno de gracia bello, repetido
cuatro veces en doce labradoras,
entré bailando numerosamente.

Dice el gran poeta francés Paul Valéry que el estado de inspiración no es el estado conveniente para escribir un poema. Como creo en la inspiración que Dios envía, creo que Valéry va bien encaminado. El estado de inspiración es un estado de recogimiento. pero no de dinamismo creador. Hay que reposar la visión del concepto para que se clarifique. No creo que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos, trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. La inspiración da la imagen, pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecuánimemente y sin apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra. Y en Góngora no se sabe qué admirar más: si su sustancia poética o su forma inimitable e inspiradísima. Su letra vivifica a su espíritu en vez de matarlo. No es espontáneo, pero tiene frescura y juventud. No es fácil, pero es inteligible y luminoso. Aun cuando resulta alguna rara vez desmedido en la hipérbole, lo hace con una gracia andaluza tan característica. que nos hace sonreír y admirarlo más, porque sus hipérboles son siempre piropos de cordobés enamoradísimo.
Dice de una desposada:

Virgen tan bella que hacer podría
tórrida la Noruega con dos soles
y blanca la Etíope con dos manos.

Pura flor andaluza. Galantería maravillosa de hombre que ha pasado el Guadalquivir en su potro de pura sangre. Aquí está bien al descubierto el campo de acción de su fantasía.

Y ahora vamos con la oscuridad de Góngora. ¿Qué es eso de oscuridad? Yo creo que peca de luminoso. Pero para llegar a él hay que estar iniciado en la Poesía y tener una sensibilidad preparada por lecturas y experiencias. Una persona fuera de su mundo no puede paladearlo, como tampoco paladea un cuadro aunque vea lo que hay pintado, ni una composición musical. A Góngora no hay que leerlo. hay que amarlo. Los gramáticos críticos aferrados en construcciories sabidas por ellos no han admitido la fecunda revolución gongorina, como los beethovenianos empedernidos en sus éxtasis putrefactos dicen que la música de Claudio Debussy es un gato andando por un piano. Ellos no han admitido la revolución gramatical; pero el idiota, que no tiene que ver nada con ellos, sí la recibió con los brazos abiertos. Se abrieron nuevas palabras. El castellano tuvo nuevas perspectivas. Cayó el rocío vivificador, que es siempre un gran poeta para un lenguaje. El caso de Góngora es único en este sentido gramatical. Los viejos intelectuales aficionados a la Poesía en su época debieron de quedarse estupefactos al ver que el castellano se les convertía en lengua extraña que no sabían descifrar.

Quevedo, irritado y envidioso en el fondo, le salió al encuentro con este soneto que llama "Receta para hacer Soledades", y en el que se burla de las extrañas palabrotas de la jerigonza que usa don Luis. Dice así:

Quien quisiere ser culto en sólo un día,
la jeri, —aprenderá—, gonza siguiente;
Fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica, armonía.

Poco mucho, si no. purpuracía,
neutralidad, conculca, erige, mente,
pulsa, ostenta, librar, adolescente,
señas, traslada, pira, frustra, harpía.

Cede, impide, cisura. petulante,
palestra, liba, meta, argento, alterna,
si bien, disuelve, émulo, canoro.

Use mucho de líquido y de errante,
su poco de nocturno y de caverna.
Anden listos livor, adunco y poro.

¡Qué gran fiesta de color y música para el idioma castellano! Esta es la jerigonza de don Luis de Góngora y Argote. Si Quevedo viera el gran elogio que hace de su enemigo, se retiraría con su espesa y ardiente melancolía a los desiertos castellanos de la Torre de Juan Abad. Más que a Cervantes, se puede llamar al poeta padre de nuestro idioma, y, sin embargo, hasta este año la Academia Españo1a no lo ha declarado autoridad de la Lengua.

Una de las causas que hacían a Góngora oscuro para sus contemporáneos, que era el lenguaje, ha desaparecido ya. Su vocabulario, aunque sigue siendo exquisito, no tiene palabras desconocidas. Y es usual. Quedan sus sintaxis y sus transfonaciones mitológicas.

Sus oraciones, con ordenarlas como se ordena un párrafo latino, quedan claras. Lo que sí es dificil es la comprensión de su mundo mitológico. Difícil porque casi nadie sabe Mitología y porque no se contenta con citar el mito, sino que lo transforma o da sólo un rasgo saliente que lo define. Es aquí donde sus metáforas adquieren una tonalidad inimitable. Hesíodo cuenta su Teogonía con fervor popular y religioso, y el sutil cordobés la vuelve a contar estilizada o inventando nuevos mitos. Aquí es donde están sus zarpazos poéticos, sus atrevidas transformaciones y su desdén por el método explicativo.
Júpiter, en forma de toro con los cuernos dorados, rapta a la ninfa Europa:

Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa,
media luna las armas de su frente...

Mentido robador: ¡qué delicada expresión para el dios disfrazado!

Habla también de

el canoro
son de la ninfa un tiempo, ahora caña.

refiriéndose a la ninfa Siringa, que el dios Pan, irritado por su desdén, convirtió en caña, con lo que hizo una flauta de siete notas.

O transforma el mito de Icaro de esta manera tan curiosa :

Audaz mi pensamiento
el cenit escaló, plumas vestido,
cuyo vuelo atrevido
—si no ha dado su nombre a tus espumas—
de sus vestidas plumas
conservarán el desvanecimiento
los anales diafanos del viento.

O describe a los pavos reaIes de Juno con sus pIumas fastuosas como

volantes pías
que azules ojos con pestañas de oro
sus plumas son, conduzcan alta diosa
gloria mayor del soberano coro.

O llama a la paloma, quitándole con razón su adjetivo de cándida:

Ave lasciva de la Cynia Diosa.

Procede por alusiones. Pone a los mitos de perfiI, y a veces sólo da un rasgo oculto entre otras imágenes distintas. Baco sufre en la Mitología tres pasiones y muertes. Es primero macho cabrío de retorcidos cuernos. Por amor a su bailarín Ciso, que muere y se convierte en hiedra, Baco, para poder continuar la danza, se convierte en vid. Por último, muere para convertirse en higuera. Así es que Baco nace tres veces. Góngora alude a estas transformaciones en una Soledad de una manera delicada y profunda, pero solamente comprensible a los que están en el secreto de la historia:

Seis chopos de seis yedras abrazados
tirsos eran del griego dios, nacido
segunda vez, que en pámpanos desmiente
los cuernos de su frente.

El Baco de la bacanal, cerca de su amor estilizado en hiedra abrazadora, desmiente, coronado de pámpanos, sus antiguos cuernos lúbricos.

De esta forma están todos los poemas culteranos. Y ha llegado a tener un sentimiento teogónico tan agudo, que transforma en mito todo cuanto toca. Los elemenos obran en sus paisajes como si fueran dioses de poder ilimitado y de los que el hombre no tiene noticia. Les da oído y sentimiento. Los crea. En la Soledad segunda hay un joven forastero que, remando en su barquilla, canta una ternísima queja amorosa, haciendo

instrumento el bajel, cuerdas los remos.

Cuando el enamorado cree que está solo en medio de la verde soledad del agua, lo oye el mar, lo oye el viento, y al fin el eco se guarda la más dulce sílaba de su canto, pero la menos clara:

No es sordo el mar; la erudición engaña.
Bien que tal vez sañudo
no oya al piloto, o le responda fiero,
sereno disimula más orejas
que sembró dulces quejas
—canoro labrador— el forastero,
en su undosa campaña.
Espongioso, pues, se bebió y mudo
el lagrimoso reconocimiento,
de cuyos duIces números no poca
conceptuosa suma
en los dos giros de invisibIe pIuma
que fingen sus dos aIas hurtó eI viento;
Eco, —vestida una cavada roca—,
soIicitó curiosa y guardó avara
la más duIce, —si no Ia menos cIara—,
sílaba siendo en tanto
la vista de las chozas fin deI canto.

Esta manera de animar y vivificar la Naturaleza es característica de Góngora. Necesita la conciencia de los elementos. Odia lo sordo y las fuerzas oscuras que no tienen límite. Es un poeta de una pieza, y su estética es inalterable, dogmática.

Otra vez cantó el mar en una desembocadura de río: es

Centauro ya espumoso el Oceano
—medio mar, medio ría—,
dos veces huella la campaña al día,
pretendiendo escaIar el monte en vano.

Su inventiva no tiene turbaciones, ni claroscuro. Así, en el Polifemo inventa un mito de las perlas. Dice del pie de Galatea, al tocar las conchas:

cuyo beIlo contacto puede hacerlas,
sin concebir rocío, parir perlas.

Ya hemos visto cómo el poeta transforma todo cuanto toca con sus manos. Su sentimiento teogónico sublime da personalidad a las fuerzas de la Naturaleza. Y su sentimiento amoroso hacia la mujer, que tenía que callar por razón de su hábito sacerdotal, le hace estilizar su galantería y erotismo hasta una cumbre inviolable. La fábula de Polífemo y Galatea es un poema de erotismo puesto en sus últimos términos. Se puede decir que tiene una sexualidad floral. Una sexualidad de estambre y pistilo en el emocionante acto del vuelo del polen en la primavera.

¿Cuándo se ha descrito un beso de una manera tan armoniosa, tan natural y sin pecado como lo describe nuestro poeta en el Polifemo?

No a las palomas concedió Cupido
juntar de sus dos picos los rubíes,
cuando al clavel el joven atrevido
las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido
negras violas, blancos alhelíes,
llueven sobre el que Amor quiere que sea
tálamo de Acis y de Galatea.

Es suntuoso, exquisito, pero no es oscuro en sí mismo. Los oscuros somos nosotros, que no tenemos capacidad para penetrar su inteligencia. El misterio no está fuera de nosotros, sino que lo llevamos encima del corazón. No se debe decir cosa oscura, sino hombre oscuro. Porque Góngora no quiere ser turbio, sino claro, elegante y matizado. No gusta penumbras ni metáforas diformes; antes al contrario, a su manera explica las cosas para redondearlas. Llega a hacer de su poema una gran Naturaleza muerta.

Góngora tuvo un problema en su vida poética y lo resolvió. Hasta entonces, la empresa se tenía por irrealizable. Y es: hacer un gran poema lírico para oponerlo a los grandes poemas épicos que se cuentan por docenas. Pero ¿cómo mantener una tensión lírica pura durante largos escuadrones de versos? ¿Y cómo hacerlo sin narración? Si le daba a la narración, a la anécdota, toda su importancia, se le convertía en épico al menor descuido. Y si no narraba nada, el poema se rompía por mil partes sin unidad ni sentido. Góngora elige entonces su narración y se cubre de metáforas. Ya es difícil encontrarla. Está transformada. La narración es como un esqueleto del poema envuelto en la carne magnífica de las imágenes. Todos los momentos tienen idéntica intensidad y valor plástico, y la anécdota no tiene ninguna importancia, pero da con su hilo invisible unidad al poema. Hace el gran poema lírico de proporciones nunca usadas... Las Soledades.

Y este gran poema resume todo el sentimiento lírico pastoril de los poetas españoles que le antecedieron. El sueño bucólico, que soñó Cervantes y no logró fijar plenamente, y la Arcadia que Lope de Vega no supo iluminar con luces permanentes, las dibuja de manera rotunda don Luis de Góngora. El campo medio jardín, campo amable de guirnaldas. airecillos y zagalas cultas pero ariscas, que entrevieron todos los poetas del XVI y el XVII, será realizado en las primera y segunda Soledades gongorinas. Es ahí donde está el paisaje aristocrático y mitológico que soñaba Don Quijote en la hora de su muerte. Campo ordenado, donde la Poesía mide y ajusta su delirio.

Se habla de dos Góngoras. El Góngora culto y el Góngora llanista. Las literaturas y sus catedráticos lo dicen. Pero una persona con un poco de percepción y sensibilidad podrá notar analizando su obra que su imagen siempre es culta. Aun en los romancillos más fáciles construye sus metáforas y sus figuras de dicción con el mismo mecanismo que cumple en su obra genuinamente culta. Pero lo que pasa es que están situadas en una anécdota clara o un sencillo paisaje, y en su obra culta están ligadas a otras a su vez ligadas, y de ahí su aparente dificultad.

Aquí los ejemplos son infinitos. En una de sus primeras poesías, año 1580, dice:

Los rayos le cuenta al sol
con un peine de marfil
la bella Jacinta, un día.

O dice:

La mano oscurece al peine.

O en un romancillo habla de un mancebo:

La cara con poca sangre,
los ojos con mucha noche.

O en 1581 dice

y viendo que el pescador
con atención la miraba,
de peces privando al mar,
y al que la mira del alma,
llena de risa responde...

O dice, refiriéndose a la cara de una doncella:

Pequeña puerta del coral preciado,
claras lumbreras de mirar seguro,
que a la esmeralda fina, al verde puro
habéis para viriles usurpado.

Estos ejemplos están tomados de sus primeras poesías, publicadas por orden cronológico en la edición de Foulché-Delbosc. Si el lector continúa leyendo, nota que el acento culto va en aumento hasta invadir completamente los sonetos y dar su nota de clarín en el famoso Panegírico.

El poeta, pues, va adquiriendo con el tiempo conciencia creadora y técnica para la imagen.

Por otra parte, yo creo que el cultismo es una exigencia de verso grande y estrofa amplia. Todos los poetas, cuando hacen verso grande, endecasílabos, o alejandrinos en sonetos u octavas, tratan de ser cultos, incluso Lope, cuyos sonetos son a veces oscuros. Y no digamos de Quevedo, más difícil que Góngora, puesto que no usa el idioma, sino el espíritu del idioma.

El verso corto puede ser alado. El verso largo tiene que ser culto, construído con peso. Recordemos el siglo XIX, Verlaine, Bécquer. En cambio, ya Baudelaire usa verso largo, porque es un poeta preocupado de la forma. Y no hay que olvidar que Góngora es un poeta esencialmente plástico, que siente la belleza del verso en sí mismo y tiene una percepción para el matiz expresivo y la calidad del verbo, hasta entonces desconocida en el castellano. El vestido de su poema no tiene tacha.

Los choques de consonantes modelan sus versos, como estatuas pequeñas, y su preocupación arquitectónica los une en bellas proporciones barrocas. Y no busca la oscuridad. Hay que repetirlo. Huye de la expresión fácil, no por amor a lo culto, con ser un espíritu cultivadísimo: no por odio al vulgo espeso, con tenerlo en grado sumo, sino por una preocupación de andamiaje que haga la obra resistente al tiempo. Por una preocupación de eternidad.

Y la prueba de lo consciente de su Estética es que se dió cuenta, mientras los demás estaban ciegos, del bizantinismo querido y la arquitectura rítmica del Greco, otro raro para épocas futuras, al que despide en su tránsito a mejor vida con uno de sus sonetos más característicos. La prueba de lo consciente de su Estética es que escribe, defendiendo sus Soledades, estas rotundas palabras: "De honroso, en dos maneras considero me ha sido honrosa esta poesía; si entendida para los doctos, causar me ha autoridad siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua a costa de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza de la latina".

¿Para qué más?

Llega el año 1627. Góngora. enfermo, endeudado y el ánima dolorida, regresa a su vieja casa de Córdoba. Regresa de las piedras de Aragón, donde los pastores tienen barbas duras y pinchosas como hojas de encina. Vuelve sin amigos ni protectores. El marqués de Siete Iglesias muere en la horca para que su orgullo viva, y el delicado gongorino marqués de Villamediana cae atravesado por las espadas del rey. Su casa es una casona con dos rejas y una gran veleta, frente al convento de Trinitarios Descalzos.

Córdoba, la ciudad más melancólica de Andalucía, vive su vida sin secreto. Góngora viene a ella sin secreto también. Ya es una ruina. Se puede comparar con una vieja fuente que ha perdido la llave de su surtidor. Desde su balcón verá el poeta desfilar morenos jinetes sobre potros de largas colas, gitanas llenas de corales que bajan a lavar al Guadalquivir medio dormido; caballeros, frailes y pobres, que vienen a pasear en las horas de sol trasmontado. Y no sé por qué extraña asociación de ideas, me parece que las tres morillas del romance, Aixa, Fátima y Marien, vienen a sonar sus panderetas, los colores perdidos y los pies ágiles. ¿Qué dicen en Madrid? Nada. Madrid, frívolo y galante, aplaude las comedias de Lope y juega a la gallina ciega en el Prado. Pero ¿quién se acuerda del racionero? Góngora está absolutamente solo... Y estar solo en otra parte puede tener algún consuelo... ;pero ¡qué cosa más dramática es estar solo en Córdoba! Ya no le quedan, según frase suya, más que sus libros, su patio y su barbero. Mal programa para un hombre como él.

La mañana del 23 de mayo de 1627 el poeta pregunta constantemente la hora que es. Se asoma al balcón y no ve el paisaje, sino una gran mancha azul. Sobre la torre Malmuerta se posa una Iarga nube iluminada. Góngora, haciendo la señal de la cruz, se recuesta en su lecho oloroso a membrillos y secos azahares. Poco después, su alma, dibujada y bellísima como un arcángel de Mantegna, calzadas sandalias de oro, al aire su túnica amaranto, sale a la calle en busca de la escala vertical que subirá serenamente. Cuando los viejos amigos llegan a la casa, las manos de don Luis se van enfriando lentamente. Bellas y adustas, sin una joya, satisfechas de haber labrado el portentoso retablo barroco de las Soledades. Los amigos piensan que no se debe llorar a un hombre como Góngora, y filosóficamente se sientan en el balcón a mirar la vida lenta de la ciudad. Pero nosotros diremos este terceto que le ofreció Cervantes:

Es aquel agradable, aquel bienquisto,
aquel agudo, aquel sonoro y grave
sobre cuantos poetas Febo ha visto.

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