Pareciera que en la nación, como en el mundo (abstengámonos,
por una vez, en llamarles “nuestra” nación, “nuestro” mundo, ya que vamos de
paso), estuvieran agotadas las humanas reservas capaces de cavilar, deliberar e,
incluso, lidiar desapasionadamente con este escenario que proponen los
adoradores del poder y expoliadores del libre albedrío.
Cansancio, abulia, nausea, obstinación.
¿Pero quién no habría de obstinarse ante los empecinados
clanes que le proponen un mundo contrahecho? Esas bien aceitadas organizaciones
minoritarias sólo pueden proponer una argumento: la maqueta de un colectivo de
manos esposadas, ése es su leit motiv, su misión sobre la faz de la tierra. Y
ellos señoreando sobre el orbe.
El miedo les impulsa a apoderarse de los destinos
del resto de los seres mortales, ése es el escondrijo en el que se atrincheran
para vencer sus propios terrores.
¿La codicia? Bueno, sí, la codicia. Puede
funcionar como oculto justificativo. Y en la epidermis todas las chácharas
socialistoides o pseudo democratizadoras, y todas las hipocresías que pretenden
restituir derechos imaginariamente ancestrales de raza o credo.
Pero es el miedo a vivir conforme al ritmo de la
naturaleza, es el miedo a vivir expuestos al desamparo y cobijo que, a un tiempo
mismo, les regala el cosmos, lo que les impulsa a enquistarse entre decálogos de
falsedad, lo que les incita a diferenciarse del resto humano, estableciendo
jerarquizaciones en las que, irrecusablemente, ellos han de ocupar el podio y el trono del juez.
Una persona a la que le da terror dialogar con el
cielo es, en potencia, un déspota en ciernes.
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