Ante
la conjura del poder, la conjura de la poesía.
El tiempo humano, esa impresión de duración en la que
el hombre ha transfigurado su vivir, ha terminado por convertirse en altar desendiosado.
Grosso modo, se vive para la jornada que ha de venir, mientras se acalla el rumor
de lo presente y el manar de nuestra propia sangre.
Producto de una conjura -la conjura de un poder
que sólo admite el vasallaje de los muchos en favor de los pocos-, resulta imperdonable
el hecho de que, a estas alturas de la historia, tantos seres humanos tengamos que
ser víctimas de ese inmenso molino ideado exclusivamente para triturar aquello que
nace en los afluentes de la vida anímica.
Se ha instaurado la ilusión de que ese engañoso artefacto
de poder muele hechos, actos y gestos: humano obrar promulgado en un tiempo que
corre veloz, segundo a segundo (y, paradójicamente, sin tiempo para la pausa),
cuando la realidad es que lo que pulveriza es el asomo de la vida espiritual,
nuestra sed de atemporalidad, nuestra gana y derecho a respirar eternidad.
Pero, ¿a qué viene esta amorfa perorata para
celebrar la concelebración del culto al decir poético? Pues, a la sencilla deducción
de que el culto de la poesía nace, también, de otra conjura: la conjura de
mostrar siempre el envés de la hoja, la cara oculta de la luna, el nadir que no
se desea presentir; la conjura de revelar, si no verdades, al menos sí, certezas
de un vivir posible y más allegado a las caridades del alma; la conjura que
desnuda una mentira que, agazapada tras las solapas de un petulante señor cara
de trámite, succiona la sangre del desprevenido ser que, de buena fe, le escucha.
Voces de todos los calibres, tonos y timbres,
voces de escuchas que anotan todo lo dictado, lo revelado y lo secreto. Voces
que han sido, ante todo y primeramente, puro oído. Y que en su condición de receptivo
ombligo han auscultado suelo y cielo reverenciosamente, para legar la palabra
de la Diosa. Voces que, aunque hayan sido obligadas a hablar desde el desierto,
no dejarán de filtrar sus susurros en todo pabellón de oreja, en el mismísimo lóbulo
de los oídos amaestrados.
Su conjura no opera cual opera la conjura del poder,
porque la poesía opera a trastiendas, lentamente y sin descanso. Porque lo que
le impulsa, anima y motiva no es la voluntad de poder, sino la gana de ser.
Por ello quiero agradecer a Luis Perozo Cervantes
y el conjunto humano que tan abnegadamente le acompaña en la tesonera labor de
mantener el fuego encendido para la concelebración de esta conjura, todas las
atenciones y desvelos acometidos para llevar la barca a buen puerto. Les
auguramos vientos promisorios en lo porvenir.
Salud, amigos! Y larga vida a la conjura.
lacl - 17 / 07 /2016
lacl - 17 / 07 /2016
.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario