
Hay una maestría del verbo en prácticamente todo aquello que escribió Joseph Conrad y que, en mi humilde juicio, se sustenta en un secreto encanto: me tomaría el atrevimiento de nominarles como los marginalia, todos esos puntillosos y delicados apuntes puestos al margen de la narración.
A un alma de poeta del corte de un Paul Valery, por ejemplo, a la cual le atosiguen los detallistas pormenores del arte de narrar, razón por la cual suelen alejarse de este género literario, sospecho que al adentrarse en un cuento o en una novela de Conrad habrá de descubrirse sorprendida ante el encanto que subyuga su atención y le atrae como un magneto, a pesar de estar leyendo un género que presumiblemente no sea de su gusto.
Conrad es un maestro en el arte de los disimulados pormenores que, en apariencia, no tienen nada que ver con la trama, sino con una sabiduría o filosofía omnisciente, la cual nos confiere la impresión de haber sido suspendida en el aire por el arte o la magia de un demiurgo narrador, un narrador pensamental que está enunciando frases más allá de lo humano...
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Escribo estas notas cuando ya me he leído dos tercios de su novela EL AGENTE SECRETO, obra en la que cambia la jungla de países lejanos o la inmensidad marina por una jungla citadina. La trama se desarrolla en la ciudad de Londres.
Traducida y prolongada por Jorge Edwards para Michnik Editores. 1 de abril de 1980, Barcelona.
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