El texto de Henry David Thoreau está escrito para un presente acaso incomprensible para nuestro presente. Aunque el estilo de su nota sorprende precisamente por su modernidad. A pesar de las diferencias tecnológicas de las comunicaciones al momento en que se desarrollaron los hechos narrados por Thoreau, todo lector intuye que no hay necesidad de entrar en detalles, pues el redactor da por sentado que es un asunto que está sobre el tapete o la mesa de la actualidad. Thoreau no siente necesidad de explicar nada, ya que se trataba de un asunto que prácticamente se discutía en la sala de cada hogar de su nación: las razones o las sin razones de la esclavitud, servida estaba en todas las mesas, amén de la lucha por imponer la igualdad entre los hombres, independientemente de su raza o credo. A John Brown habría que conocerle más. Escuchar sus razones y compararlas con quienes le adversaron y defendieron la esclavitud a capa, espada y pólvora. Que la nota de Henry David Thoreau sirva de sextante.
Los últimos días de John Brown, Henry David Thoreau.
La carrera de John Brown durante las últimas seis semanas de su vida fue como un meteoro, alumbrando la obscuridad en la que vivimos. No sé de algo tan milagroso en nuestra historia.
Si alguien, en esta época, en una conferencia o una conversación, se refiriese a algún antiguo ejemplo de heroísmo tal como Cato, Tell o Winkelried, omitiendo las recientes proezas y palabras de Brown, resultaría ser para cualquier audiencia de hombres inteligentes del norte estúpido e imperdonablemente sin atracción.
Por mi parte, normalmente pongo más atención a la naturaleza que al hombre, pero cualquier acontecimiento humano conmovedor puede cegar nuestros ojos a los designios naturales. Estaba tan enfrascado en él como para sorprenderme cada vez que detectaba la rutina del mundo natural aún sobreviviendo, o que encontraba personas ocupadas en sus asuntos, indiferentes. Me resultaba extraño que el pequeño mirlo estuviese aún zambulléndose tranquilamente en el río, como antaño; y me parecía que este pájaro debía continuar chapuzando aquí cuando Concord ya no existiese.
Sentía que si él, un prisionero en medio de sus enemigos y bajo sentencia de muerte, fuese consultado acerca de su futuro podría contestar más inteligentemente que todos sus paisanos. Comprendía mejor su posición; la estudiaba muy calmadamente. En comparación con John Brown todos los demás hombres del norte y del sur estaban fuera de sí. Nuestros pensamientos no podían retroceder buscando algún hombre más grande, más inteligente o mejor con quien compararlo, ya que él en este tiempo y en este lugar estaba por encima de todos ellos. El hombre que este país iba a colgar sobresalía como el más grande y el mejor.
No se necesitaron años para una revolución en la opinión pública; días, mejor dicho horas, produjeron marcados cambios en este asunto. La mitad que estaba resuelta en decir, al llegar a nuestra reunión en su honor en Concord, que debía ser colgado, no lo hubiese dicho al salir. Oyeron sus palabras leídas; vieron las serias caras de la congregación y tal vez al final se unieron cantando el himno en su loa.
El orden de los exponentes fue cambiado. Oí a aquel predicador que primero estaba disgustado y se mantenía a distancia y que, finalmente, después de que John Brown fue colgado, se sintió obligado en hacerlo el tema de un sermón en el que, en cierta medida, elogiaba al hombre pero a la vez decía que su acto era un error. Un maestro de escuela influyente creía necesario, después de las clases, decir a sus alumnos adultos que en primera instancia él pensaba como el predicador pero, que ahora opinaba que John Brown tenía razón. Por ende se comprendía que sus alumnos estaban tan adelante del maestro como él lo estaba del sacerdote; y sé con seguridad que en sus casas niños muy pequeños ya han preguntado a sus padres, en un tono de sorpresa, por qué dios no intervenía para salvarlo. En cada caso los maestros estaban sólo semiconscientes de que no llevaban la delantera sino que eran arrastrados perdiendo tiempo y poder.
Los más conscientes predicadores, los hombres de la biblia, aquellos que hablan de principios y que hacen a los demás lo mismo que uno quisiera que los demás le hicieran a uno, ¿cómo podían fallar en reconocer al más grande de todos los predicadores, a aquel que llevaba la biblia en su vida y en sus actos, a la encarnación del principio, al que realmente practicaba el precepto según el cual uno debe comportarse con los demás como uno desearía que los demás se comportasen con uno? Aquellos cuyo sentido moral había despertado y quienes tenían una vocación para predicar tomaban partido por él. ¡Qué confesiones logró extraer del indiferente y del conservador! Es extraordinario, pero considerando todas las cosas, está bien que no dio la oportunidad para que se formase una nueva secta de brownistas en nuestro medio.
Los que adentro o fuera de la iglesia se adhieren al espíritu y liberan al pensamiento, son por consiguiente llamados infieles, y fueron como siempre los primeros en reconocer a Brown. Hubo hombres que han sido colgados en el sur por intentar rescatar esclavos y el norte no estaba muy perturbado por ello. ¿Entonces, de dónde viene esta sorprendente diferencia? No estábamos convencidos de su devoción a los principios. Hicimos una distinción sutil, olvidamos las leyes humanas y rendimos homenaje a una idea. El norte, quiero decir el que vive, era súbita y totalmente trascendentalista. Iba detrás de la ley humana, del error evidente y reconoció la eterna justicia y la gloria. Generalmente los hombres viven de acuerdo a una fórmula, quedando satisfechos si el orden de la ley es respetado; pero en este caso y en cierta medida regresaron a percepciones originales lo que favoreció un leve renacimiento de la vieja religión. Ellos se percataron de que lo que era llamado orden era confusión; de que lo que era llamado justicia, era injusticia; y de que lo mejor era juzgado como lo peor. Esta actitud suponía un espíritu más inteligente y generoso que aquel que impulsaba a nuestros antepasados así como la posibilidad, al correr de los años, de una revolución a favor del otro y de un pueblo oprimido.
La mayoría de los hombres del norte y unos pocos del sur fueron sorprendentemente conmovidos por la conducta y las palabras de Brown. Vieron y sintieron que eran heróicas y nobles, y que en este país o en la historia reciente del mundo no había habido en su género algo que se les pareciera. Pero la minoría no estaba conmovida por ellas. Sólo estaba sorprendida e irritada por la actitud de sus vecinos. Veía que Brown era valiente y que él creía que había hecho lo correcto pero no detectaba ninguna otra singularidad en él. Al no estar acostumbrada a hacer finas distinciones o a apreciar magnanimidad, leía sus cartas y discursos como si no los leyera. No estaba enterada cuando había una heróica declaración -ni sabía cuando era injuriada. Tampoco sentía que Brown hablaba con autoridad, y por consiguiente esta minoría sólo recordaba que la ley debe ser ejecutada. Recordaba la vieja fórmula pero no oía la nueva revelación. El hombre que no reconoce en las palabras de Brown sabiduría y nobleza y por ende una autoridad, superior a nuestras leyes, es un demócrata moderno. He aquí la forma de descubrirlo. Este tipo de hombre no es obstinado sino que está ciego siendo consecuente con su ceguera. Aquella ha sido su vida pasada, no hay duda en ello. En semejante forma ha escrito historia y su biblia, aceptando o pareciendo aceptar la última sólo como una fórmula establecida y no porque haya sido juzgado por ésta. Uno no encontrará opiniones emparentadas en sus lecturas preferidas si es que tiene algunas.
Cuando una noble proeza está hecha, ¿quién puede apreciarla? Aquellos que son nobles. No me sorprendía cuando alguno de mis vecinos hablaba de John Brown como de un malhechor ordinario, pero ¿quiénes son ellos? En ningún sentido son naturalezas etéreas. El obscurantismo es lo que predomina en ellos. Varios de ellos son sin duda insensibles a la crítica. Digo esto con tristeza, no con ira. ¿ Cómo puede un hombre que no tiene vida interior ver la luz? Están en lo cierto desde su punto de vista, pero son incapaces de entrever otros caminos, están ciegos. Para los ilustrados luchar contra ellos equivaldría a una contienda entre águilas y lechuzas. Muéstrenme a un hombre que tenga resentimiento hacia John Brown y déjenme oír que noble versículo puede repetir. Se quedará tan mudo como si sus labios fuesen de piedra.
No cualquier hombre puede ser cristiano, incluso en un muy moderado sentido, sea cual sea la educación que se le proporcione. Es una cuestión física y mental después de todo. Conocí a muchos hombres que pretendían ser cristianos, cosa ridícula, porque no tenían genio para ello. No cualquier hombre puede ser un hombre libre. Los directores de periódicos insistieron durante un buen rato en decir que Brown estaba loco, pero finalmente sólo dijeron que era un proyecto loco, y la única evidencia proporcionada para demostrarlo era que le costó su vida. No tengo duda de que si J. Brown hubiese ido con cinco mil hombres, liberado mil esclavos, matado a cien o doscientos esclavistas, y tuviera también muchas más bajas de su lado, pero no hubiese perdido su propia vida, estos mismos periodistas hubiesen llamado este proyecto con un nombre más respetable. Ya él fue mucho más afortunado. Ha liberado a muchos miles de esclavos, del norte y del sur. Parece que estos periodistas no saben nada acerca del vivir o del morir por un principio. En aquel entonces todos lo llamaron loco; y ahora, ¿quién lo llama loco?
Con la efervescencia ocasionada por su excepcional intento y su comportamiento subsecuente, la legislatura de Massachusetts, sin tomar ninguna medida por la defensa de sus ciudadanos que fueron posiblemente transportados a Virginia como testigos y expuestos a la violencia de una gentuza esclavista, estaba totalmente enfrascada en un asunto de expendio de licores permitiéndose despreciables chistes sobre la palabra extensión.
Malos espíritus ocupaban sus pensamientos. Estoy seguro de que ningún hombre de Estado en función a la sazón pudo haber aplazado esta cuestión al menos en esta época -una cuestión muy vulgar de atender en cualquier época...
Nada podían hacer sus enemigos pero toda esta situación redundaba en su inmensa ventaja -esto es, en la ventaja de su causa. No lo colgaron inmediatamente sino que lo reservaron para que les predicara. Y luego hubo otro gran disparate. No colgaron a sus cuatro seguidores con él; esta escena aún estaba pospuesta; y de esta forma se prolongó y amplió su victoria. Ningún promotor de funciones teatrales podía haber arreglado las cosas tan inteligentemente como para demostrar en la práctica la validez del comportamiento y las palabras de Brown. Y ¿quién piensa usted, era el promotor? ¿Quién puso a la esclava y a su hijo en el camino de la cárcel a la horca para que los besara y así creara el símbolo?
Pronto vimos como él que los hombres no iban a perdonarlo o a rescatarlo. Esto lo hubiera sometido, al restituirle un material bélico, un rifle, cuando había levantado la espada del espíritu -la espada con la que realmente ha ganado sus más grandes y memorables victorias. Ahora Brown no ha hecho a un lado la espada del espíritu, porque él mismo es puro espíritu, y su espada es puro espíritu también.
No hizo o intentó nada común luego de esta memorable escena, ni llamó con espíritu vulgar a los dioses para reivindicar su irremediable derecho, sólo inclinó su hermosa cabeza como sobre una cama.
¡Qué escena esa, su horizontal cuerpo, solo, recién caído del árbol-horca! Leímos que su cadáver cierto día había pasado por Filadelphia y el sábado en la noche había llegado a Nueva York. ¡Tal como un meteoro disparado a través de la Unión desde las regiones sureñas hasta el norte!
El día de su traslado oí que estaba muerto pero no entendía que significaba esto y ni después de muchos días lo creí. De todos los hombres que fueron mis contemporáneos me parecía que John Brown era el único que no había muerto. Ahora nunca me hablan de un hombre llamado Brown -y sé de ellos muy a menudo- nunca me hablan de algún hombre particularmente valiente y serio; sin embargo, mi primer pensamiento es para John Brown. Lo encuentro en cada momento. Ahora está más vivo que nunca. Ha ganado la inmortalidad. No está confinado al North Elba ni a Kansas. Ya no está trabajando en secreto. Trabaja públicamente y en la más clara luz que brilla en esta tierra.
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