El árbol, la sombra, el hombre.
Caminas en medio de una soledosa multitud de ojos, voces, acalladas presencias que atisban tras la maleza o murmuran desde la copa de los árboles.
A dos pasos se tiende el extravío, como una tentadora ensoñación.
Es la montaña, ofreciendo dócil lo infinito: el reverso o contracara de una vida que echó raíces sobre una terrestre apariencia. Si te internaras tan sólo dos pasos en la jungla, sabes que entrarás en otro plano o dimensión, que la pérdida se te regala allí, como un fruto al alcance de la mano.
Ante la incógnita que ha hecho presencia por obra de la noche, optas por seguir caminando, a ratos, sobre la vereda de los transeúntes, a ratos, sobre el campo abierto.
Te detienes ante un árbol.
Luces de artificio crean una hiperrealidad colmada de silencio.
El verde del pasto se teje con tu sombra, que sube por el tronco como una tenue oscuridad, para evadir la fantasía de un mundo superpuesto sobre otro, un mundo que se inventó una indumentaria para vestir su desamparo, una maqueta imaginaria pretendiendo, incansablemente, justificar otro extravío, tan concluyente y definitivo como la experiencia de caminar a solas entre una tupida selva oscura.
lacl, septiembre 3, 2025. Escrito entre la hora del pulmón y el amanecer...
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Clara Montes interpreta un poema de Antonio Gala
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