ANGEL ROSENBLAT PALABRAS
PRELIMINARES A LA SELECCIÓN DE BUENAS Y MALAS PALABRAS
Al reunir en volumen mi labor dispersa sobre el castellano de Venezuela, quiero respaldarla con algunas palabras de justificación o defensa.
En primer lugar,
estas notas son un anticipo del Diccionario de venezolanismos que prepara el
Instituto de Filología Andrés Bello de la Universidad Central de Venezuela. Las
he publicado en los periódicos y revistas de Caracas a fin de despertar el
interés del público culto por los problemas de la Filología moderna. Y para llegar
de modo más directo a ese público, he tenido que aligerarlas de todo aparato
erudito, lo que en terminología marítima se llama alijar. Cualquier observación
se apoya, sin embargo, en numerosos
testimonios de
la lengua oral o escrita o de la investigación filológica nacional y
extranjera. El futuro Diccionario… facilitará ordenadamente todos esos
materiales, que se encuentran además en el Instituto a disposición de los
interesados. Representan en gran parte una colaboración abnegada de alumnos y
de amigos. Tengo que resignarme a callar sus nombres, porque nunca podría darlos
todos.
Debo justificar también el título. Buenas y malas
palabras fue el que me sugirió Mariano Picón Salas, con cierta picardía, para
mi colaboración en el «Papel Literario» de El Nacional. Desde mi punto de vista
filológico no hay «malas palabras». Toda palabra, cualquiera que sea la esfera
de la vida material o espiritual a que pertenezca, tiene dignidad e interés
histórico y humano. Como el médico, el filólogo procede sin gazmoñería, con
absoluta austeridad e inocencia. Pero de todos modos, un volumen destinado al
gran público, aun a los alumnos y alumnas de colegios, y de colegios
hispanoamericanos, no podía permitirse ese lujo o esa ostentación. No hay,
pues, en esta obra malas palabras en ese sentido, y se verá defraudado el que
las busque.
El título puede apuntar a otro aspecto, el de la
corrección o incorrección. La labor filológica en Hispanoamérica, aunque no es
de ayer, es todavía labor de gabinete. La gente cree que el filólogo tiene la
exclusiva misión de decir si un uso es correcto o no, de regañar al prójimo, de
salvar a la lengua de la corrupción que por lo visto la amenaza. No conciben
que pueda haber algún otro interés filológico. Sin embargo, el problema de la corrección
o incorrección es para el filólogo o el lingüista el menos interesante y el de
menor cuantía. Lo importante es ver la vida actual de la lengua y el juego de
valores de cada expresión dentro del sistema general; y además, desentrañar el
origen y desarrollo de cada acepción. Comprender e interpretar es nuestro
oficio.
Si una expresión es del habla popular o familiar, tiene su
legitimidad en sí misma. La manera de hablar del pueblo venezolano, o del
colombiano, argentino, castellano o andaluz, debe inspirar siempre el mayor
respeto. La voz del pueblo es casi siempre la voz de Dios. Pero con el habla
culta, la del libro, del periódico o de la conferencia, la actitud debe ser
distinta. La lengua se afina desde la escuela hasta la universidad, desde la
carta hasta el libro o el periódico, desde la conversación hasta la
conferencia, y el filólogo no puede de ningún modo permanecer indiferente ante
el uso del lenguaje o la educación del lenguaje. La lengua popular y familiar
debe tener color local, debe ser espontánea y vivaz. En cambio, la lengua culta
obedece a normas generales de unidad hispánica. Mientras que la variedad y la
diferenciación es el sino forzoso del habla popular y familiar, la unidad es el
ideal de la lengua culta, y corresponde a la comunicación cultural y a la educación
acercarnos constantemente a ese ideal. El habla culta tiene, además del peligro
de la incorrección, el de caer en la afectación y la pedantería. Y contra todos
esos peligros sí cabe extremar el rigor.
Con todo, no hay divorcio absoluto entre habla popular o familiar
y habla culta, y el criterio normativo no es siempre tan claro y elemental. El
habla popular penetra a veces en la lengua culta y viceversa. ¿Habrá que
condenar -como hacen algunos puristas recalcitrantes- una palabra tan expresiva
como íngrimo, que encontramos en la alta prosa de Mariano Picón Salas o en el
noble verso de Ida Gramcko? Creo que son los escritores y poetas los amos de la
lengua y que el íngrimo nuestro tiene tanta dignidad como el lígrimo,
salmantino del verso de Miguel de Unamuno.
De todos modos, lo fundamental para mí ha sido en cada
caso la solución de un problema lexicológico. Y para plantearlo o resolverlo,
pongo todas las cartas sobre la mesa. Las cuestiones de léxico son sin duda las
más tentadoras, pero también las más peligrosas, porque son las de apariencia
más clara, las que permiten el juicio de todos y la intervención polémica del
público. He procurado presentarlas con la máxima claridad a fin de que sean
accesibles a todos, para que todos se sientan estimulados a discutirlas. He
practicado una Filología de puertas abiertas. El hecho de que estas notas hayan
circulado ya por todo el país constituye sin duda una primera prueba de fuego.
Después de ella, con la experiencia recogida y las observaciones de lectores y
amigos, he rehecho lo que no me parecía satisfactorio y he procurado ponerlo
todo al día.
Por mi parte, he tratado las palabras venezolanas con la
mayor simpatía. Otros podrán juzgarlas con otros criterios o con otros estados
de ánimo. No tengo instintos represores. Pero si alguien los tiene, podrá en
cada caso encontrar los elementos de juicio, formarse una idea más completa del
problema y dejarse llevar por su temperamento o sus ideas. Mi interés
fundamental ha sido aclarar cada problema.
El criterio de corrección es más complejo de lo que
suponen algunas personas. Hay quienes se mueven con mucho aplomo apoyados en
dos muletas: el Diccionario
y la Gramática de la Real Academia. Cuando no encuentran una palabra en
el Diccionario le arrojan en seguida el anatema: «¡No existe!». Y si
algo no está enteramente de acuerdo con la Gramática, se exasperan: «¡Es un disparate!». Ser filólogo de esa
manera no parece ser profesión difícil. Pero sí un tanto expuesta al ridículo.
Porque al año siguiente sale una nueva edición del Diccionario o de la Gramática y acoge la expresión antes condenada, que entonces empieza a «existir» (no
es la inclusión en el Diccionario lo que le da existencia, sino su existencia
lo que le gana un lugar en el Diccionario), o convierte el «disparate» en norma
sagrada. He estudiado con todo interés la historia de la Academia desde 1713, y
la he seguido a través de una serie de vacilaciones, fluctuaciones, avances y
retrocesos. Es institución humana, y la Real Academia Española ha sido siempre
mucho más liberal y progresiva que la Academia Francesa. A través de una labor
muy útil y vasta, ha procurado estar a tono con la lengua culta y seguir sus
pasos. No le toca ser paladín de vanguardismo, sino desempeñar una honorable
función conservadora.
Hay una forma útil de purismo y hay una forma negativa,
esterilizante. Si una expresión «no existe», es claro que no se puede estudiar.
El purista que así procede hunde la cabeza en la arena y se niega a ver y oír.
Elimina así automáticamente una parte importante del lenguaje y le niega todo
interés humano. Para nosotros, por el contrario, todo lo humano tiene interés,
y nada humano, en materia de lenguaje, nos es ajeno.
¿Cuál será entonces el criterio de corrección si no
siempre puede uno atenerse a la Academia? Pues el mismo que tiene la Academia
al adoptar una innovación: el uso de la lengua culta, la consagración social.
Cada generación tiene sus aportaciones, sus preferencias, sus gustos
idiomáticos. Y la persona que asuma la tremenda responsabilidad de juzgar el
habla del prójimo no sólo deberá tener a su disposición los dos instrumentos
académicos, sino seguir al día el movimiento lingüístico y cultural de su tiempo.
Y aun así, en muchas ocasiones el criterio decisivo no será el tajante de
corrección o incorrección, sino el más delicado, flexible e imponderable del
buen gusto o del mal gusto. Esto del gusto es en última instancia el tribunal
supremo.
Y aún otra cuestión. Mi punto de partida y mi método ha
tratado de ser siempre lingüístico. Pero a través de lo lingüístico hay en
estas páginas una tentativa de comprensión de lo venezolano. Como la forma
articulada del lenguaje, con su juego permanente de tradición y de innovación,
es expresión de una forma interior, espiritual —de acuerdo con la fecunda
concepción de Guillermo de Humboldt—, se puede penetrar, a través de los usos
venezolanos, en el alma venezolana, creadora y moldeadora de esos usos. Porque
detrás de las palabras, a veces oculto o disimulado en ellas, está siempre el
hombre. Quizá estas Buenas
y malas palabras ayuden a entender algunos aspectos de la historia y de la vida de
Venezuela.
Ángel Rosenblat
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