Yo siempre me he dicho que el país que nos queda es el que llevamos dentro.
En el alma pende un mapa, como una bandera derruida, expuesta a los caprichos del viento. Y esa bandera ondea en exilio y en insilio.
El componente esencial del país, esto es, nuestra vida anímica, ya venía con plomo en el ala desde antaño, desde antes de las fechas patrias. Y ha volado siempre con un ala herida. Mas, a pesar de ello, en millares de recintos familiares nunca se olvidó la concordia, pues los embates de la barbarie se quedaban fuera, nunca hicieron juego con el rescoldo que aviva en las humanas relaciones. En esos recintos se cultivaba la palabra, la memoria viva de los ancestros o el lance vivido ese día en alguna escena callejera, se cultivaba el canto y el compartir de un café.
Es cierto que se desmontó una escena, pero el país ya estaba desmontado, siempre lo ha estado; es como una sala de teatro provisional que se monta y se desmonta cada temporada. Cuando creíamos que el país se enrumbaba, que nacía algo nuevo, un nuevo ser nacido para la concordia y el franco intercambio en los mentideros de cada plaza, ya todos sabíamos que la ponzoña estaba allí, encajada en la nuca como la picada de un tábano, un perenne recordatorio de que el desatino caminaba a nuestro lado, tal y como ha caminado desde el primer día en que pensábamos que se fundaba una comarca.
Tuvimos nuestros buenos momentos luego de la caída de la dictadura de los años 50. Pero los mejores fueron aquellos vividos en los recintos de la familia y de las amistades. Fue allí donde se hizo la nación. Y fue allí donde la perdimos. O, por mejor decir, donde volvió a confirmarse la pérdida, volvió a repetirse la historia.
Y un gentío, la mayoría (siempre la mayoría), tuvo que iniciar de nuevo el camino para llegar al país que nos queda, a aquel país que llevamos dentro.
lacl, Anotaciones Android, 13 de diciembre 2024, 7:30 a.m.
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