Su título puede llevarnos a confusión, pero no es un libro de autoayuda, pueden estar seguros de ello; aunque de mucha ayuda pueda resultar para todo lector que se le acerque. Russell escribe con una prosa diáfana y sencilla. Cuento con dos traducciones, aquella que conocí en los 80, editada por Austral y traducida por José Luis Aranguren y y otra posterior editada en el año 2000 y publicada por Random House en traducción del señor Juan Manuel Ibeas. Ante una prosa tan diáfana y sencilla, como la que describo, la segunda traducción parece más una recreación de la primera, así que ambas pueden ser leídas sin menoscabo del entendimiento; aunque yo, en lo personal, prefiero la traducción que conocí primero, aunque debo aclarar que no es ésa precisamente la que acá divulgamos, debido a que no he podido transcribirla, como sería mi gusto. Es un libro que no me canso de encomiar, de tal libro hemos dado noticias, ya un par de veces, en este mismo blog; muy necesaria es su lectura, a nuestro humilde modo de ver.
Salud, lacl
Bertrand Russell, El hombre feliz. Último capítulo de LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD
XVII
EL HOMBRE FELIZ
La felicidad, esto es evidente, depende en parte de circunstancias externas y en parte de uno mismo. En este libro nos hemos ocupado de la parte que depende de uno mismo, y hemos llegado a la conclusión de que, en lo referente a esta parte, la receta de la felicidad es muy sencilla. Muchos opinan —y entre ellos creo que debemos incluir al señor Krutch, de quien hablamos en el Capítulo 2— que la felicidad es imposible sin creencias más o menos religiosas. Muchas personas que son desdichadas creen que sus pesares tienen causas complicadas y sumamente intelectualizadas. Yo no creo que esas cosas sean auténticas causas de felicidad ni de infelicidad; creo que son solo síntomas. Por regla general, la persona desgraciada tiende a adoptar un credo desgraciado, y la persona feliz adopta un credo feliz; cada uno atribuye su felicidad o su desdicha a sus creencias, cuando ocurre justamente al revés. Hay ciertas cosas que son indispensables para la felicidad de la mayoría de las personas, pero se trata de cosas simples: comida y cobijo, salud, amor, un trabajo satisfactorio y el respeto de los allegados. Para algunas personas también es imprescindible tener hijos. Cuando faltan estas cosas, solo las personas excepcionales pueden alcanzar la felicidad; pero si se tienen o se pueden obtener mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado es porque padece algún desajuste psicológico que, si es muy grave, puede requerir los servicios de un psiquiatra, pero que en los casos normales puede curárselo el propio paciente, con tal de que aborde la cuestión de la manera correcta. Cuando las circunstancias exteriores no son decididamente adversas, la felicidad debería estar al alcance de cualquiera, siempre que las pasiones e intereses se dirijan hacia fuera, y no hacia dentro. Por tanto, deberíamos proponernos, tanto en la educación como en nuestros intentos de adaptarnos al mundo, evitar las pasiones egocéntricas y adquirir afectos e intereses que impidan que nuestros pensamientos giren perpetuamente en torno a nosotros mismos. Casi nadie es capaz de ser feliz en una cárcel, y las pasiones que nos encierran en nosotros mismos constituyen uno de los peores tipos de cárcel. Las más comunes de estas pasiones son el miedo, la envidia, el sentimiento de pecado, la autocompasión y la auto admiración. En todas ellas, nuestros deseos se centran en nosotros mismos: no existe auténtico interés por el mundo exterior, solo la preocupación de que pueda hacernos daño o deje de alimentar nuestro ego. El miedo es la principal razón de que la gente se resista a admitir los hechos y esté tan dispuesta a envolverse en un cálido abrigo de mitos. Pero las espinas desgarran el abrigo y por los desgarrones penetran ráfagas de viento frío, y el que se había acostumbrado a estar abrigado sufre mucho más que el que se ha endurecido habituándose al frío. Además, los que se engañan a sí mismos suelen saber en el fondo que se están engañando, y viven en un estado de aprensión, temiendo que algún acontecimiento funesto les obligue a aceptar realidades desagradables. Uno de los peores inconvenientes de las pasiones egocéntricas es que le quitan mucha variedad a la vida. Es cierto que al que solo se ama a sí mismo no se le puede acusar de promiscuidad en sus afectos; pero al final está condenado a sufrir un aburrimiento insoportable por la invariable monotonía del objeto de su devoción. El que sufre por el sentimiento de pecado padece una variedad particular de narcisismo. En todo el vasto universo, lo único que le parece de capital importancia es que él debería ser virtuoso. Un grave defecto de ciertas formas de religión tradicional es que han fomentado este tipo concreto de absorción en uno mismo.
¿Qué puede hacer un hombre que es desdichado porque está encerrado en sí mismo? Mientras siga pensando en las causas de su desdicha, seguirá estando centrado en sí mismo y no podrá salir del círculo vicioso; si quiere salir, tendrá que hacerlo mediante intereses auténticos, no mediante intereses simulados que se adoptan solo como medicina. Aunque esto es verdaderamente difícil, es mucho lo que se puede hacer si uno ha diagnosticado correctamente su problema. Si el problema se debe, por ejemplo, al sentimiento de pecado, consciente o inconsciente, lo primero es convencer a la mente
consciente de que no hay ningún motivo para sentirse pecador; y, a continuación, utilizando la técnica que hemos comentado en anteriores capítulos, implantar esta convicción racional en la mente subconsciente, manteniéndose mientras tanto ocupado con alguna actividad más o menos neutra. Si consigue disipar el sentimiento de pecado, es posible que surjan espontáneamente intereses verdaderamente objetivos. Si el problema es la autocompasión, puede aplicarle el mismo tratamiento, después de haberse convencido de que su caso no es tan extraordinariamente desgraciado. Si el problema es el miedo, puede practicar ejercicios para adquirir valor. El valor en la guerra está reconocido desde tiempos inmemoriales como una virtud importante, y gran parte de la formación de los niños y los jóvenes se ha dedicado a moldear un tipo de carácter capaz de entrar en combate sin miedo. Pero el valor moral y el valor intelectual se han estudiado mucho menos; y, sin embargo, también tienen su técnica. Oblíguese a reconocer cada día al menos una verdad dolorosa; comprobará que es tan útil como la buena acción diaria de los boy scouts.
Aprenda a sentir que la vida valdría la pena vivirla aunque usted no fuera —como desde luego es— incomparablemente superior a todos sus amigos en virtudes e inteligencia. Los ejercicios de este tipo, practicados durante varios años, le permitirán por fin admitir hechos sin acobardarse, y de este modo le liberarán del dominio del miedo en muchísimas circunstancias. La cuestión de qué intereses objetivos surgirán en nosotros
cuando hayamos vencido la enfermedad del egocentrismo hay que dejarla al funcionamiento espontáneo de nuestro carácter y a las circunstancias externas. No hay que decirse de antemano «yo sería feliz si pudiera dedicarme a coleccionar sellos», y ponerse de inmediato a coleccionarlos, porque puede ocurrir que la colección de sellos no nos resulte nada interesante. Solo puede sernos útil lo que verdaderamente nos interesa, pero podemos estar seguros de que encontraremos intereses objetivos en cuanto hayamos aprendido a no vivir inmersos en nosotros mismos.
La vida feliz es, en muy gran medida, lo mismo que la buena vida. Los moralistas profesionales insisten mucho en la abnegación, y se equivocan al insistir en eso. La abnegación deliberada le deja a uno absorto en sí mismo, intensamente consciente de lo que ha sacrificado; como consecuencia, muchas veces fracasa en su objetivo inmediato y casi siempre en su propósito último. Lo que se necesita no es abnegación, sino ese modo de dirigir el interés hacia fuera que conduce de manera espontánea y natural a los mismos actos que una persona absorta en la consecución de su propia virtud solo podría realizar por medio de la abnegación consciente. He escrito este libro como hedonista, es decir, como alguien que considera que la felicidad es el bien, pero los actos recomendados desde el punto de vista del hedonista son, en general, los mismos que recomendaría un moralista sensato.
El moralista, sin embargo, suele tender —aunque, desde luego, no en todos los casos— a dar más importancia al acto que al estado mental. Los efectos del acto sobre el agente
serán muy diferentes, según su estado mental en el momento. Si vemos un niño que se ahoga y lo salvamos obedeciendo un impulso directo de ayudar, no habremos perdido nada desde el punto de vista moral. En cambio, si nos decimos «es una virtud ayudar a los que están en apuros y yo quiero ser virtuoso; por tanto, debo salvar a ese niño», seremos peores después de salvarlo que antes de hacerlo. Lo que se aplica a este caso extremo se puede aplicar a otros muchos casos menos obvios.
Existe otra diferencia, algo más sutil, entre la actitud ante la vida que yo recomiendo y la que recomiendan los moralistas tradicionales. El moralista tradicional, por ejemplo, dirá que el amor no debe ser egoísta. En cierto sentido, tiene razón; es decir, no debe ser egoísta más allá de cierto punto, pero no cabe duda de que debe ser de tal condición que su éxito suponga la felicidad del que ama. Si un hombre le propusiera a una mujer casarse con él explicando que es porque desea ardientemente la felicidad de ella y porque, además, la relación le proporcionaría a él grandes oportunidades de practicar la abnegación, no creo yo que la mujer se sintiera muy halagada. No cabe duda de que debemos desear la felicidad de aquellos a quienes amamos, pero no como alternativa a la nuestra. De hecho, toda la antítesis entre uno mismo y el resto del mundo implícita en la doctrina de la abnegación, desaparece en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses, uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad dura y aparte, como una bola de billar que no mantiene con sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coordinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. El hombre feliz es el que no sufre
ninguno de estos dos fallos de unidad, aquel cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.
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