El origen de este breve trabajo o
aproximación a Rilke se remonta, probablemente, al año de 1979 o el de 1980.
Era yo uno de los cursantes de una memorable “Lectura” sobre Rilke, su poética y
sobre tópicos generales de la poesía moderna. A un servidor tales cursos, denominados
como “Lecturas dirigidas” de la escuela de Letras de la UCV le parecieron
siempre los más dignos de ser cursados, puesto que iban al meollo, a la médula
o piedra miliar de una obra en cuestión. Permitían profundizar en un autor, a
veces en una de sus obras, otras en una visión de varias de sus obras, algo que
-con suma regularidad- no se conseguía con los seminarios, por estar estos casi siempre abocados a abarcar más que a profundizar, con la mira puesta en la
cantidad antes que en la calidad. Y como dijera Borges en alguna ocasión (una
de sus charlas), “la estadística no es un mérito”, tampoco lo es la sobreabundancia
de la cantidad.
Esa lectura dirigida, de grata recordación,
reitero, estuvo al cuidado de la admirada y querida poeta Hanni Ossott. Las
conversas fueron, cada noche, más intensas. Uno salía vibrando de aquella sala,
esperanzado en poder seguir rozando la poesía en las horas y días subsiguientes
con esa misma intensidad. Recuerdo nuestros ruegos, casi que en tono de súplica, para que se embarcara en la tarea de traducir Los Sonetos a Orfeo, luego de haber leído su maravillosa traducción de las Elegías de Duino, en material multigrafiado.
Y es en homenaje al afecto generado en aquellas noches
que mantengo el introito que, en lugar de seguir la línea de un estudio académico,
más bien cabalga entre sucesos reales acaecidos entre mis horas de vigilia y ensueño
y lo que sucediera en un sueño de una de las noches previas a la presentación
del ensayo, pues iba tácitamete dedicado, con nuestro agradecimiento, a Hanni. Dejo ese introito también en honor a la veracidad. El ensayo es,
por supuesto, una breve acotación de sentires y reflexiones suscitados por la
lectura de los poemas rilkeanos, especialmente las Elegías de Duino, los
Sonetos a Orfeo, El Libro de Horas y algunos poemas de otros de sus libros. No
es un trabajo exhaustivo. Lo que allí a duras penas se sugiere amerita de una
mayor reflexión y, por supuesto, de un más detallado desarrollo. Pero en líneas
generales apunta hacia un cuadro de detalles que me parecieron dignos de
resaltar en su momento.
Salud!
lacl
Rilke, la conciliación posible
“…Pero hay alguien que acoge esta caída
con suavidad inmensa entre las manos…”
A Hanni Ossott
Introito. Bogando entre ensueño y vigilia.
Factible es que, sentado, frente a la ventana, mientras el
río del tiempo seguía su curso, me haya asaltado la quietud del no pensar, pues
-entonces- la mente se entumece y los postigos del mirar y los de la ventana se
disuelven en su apertura hacia el espectáculo del atardecer. Tan extraña sensación
bordando el pecho, cuando el silencio de la tarde se verifica por encima del
afán imposible que alienta bajo las fachadas…
Súbitamente, nos perturba el chispazo de una voz humana
que, como un rayo, nos regresa del anonimato; y en nuestro ser queda vibrando
una incertidumbre que se olvida. Y un pandemónium de voces raídas se instaura
en nuestro recinto y desfigura el pálpito que nos habita.
¡Lo difícil! ¡Lo difícil!
Súbitamente me encuentro ante una mesa ahogada entre
cientos de páginas que versan sobre Rilke; del misterio de su obra y de su vida
(que en Rilke no son sino una sola y misma cosa). Y otros cientos de páginas
más que retienen parte de lo que la voz de la naturaleza le ordenó escarbar en
las entrañas de lo invisible.
Y pretendo yo glosar a Rilke.
Pero hay momentos en los que el decir -sobre todo el decir
que pretende ser puntual- se torna abrupto, se nos forja inaccesible.
En lo particular, he sentido siempre mayor afección por las
noches en las que, al llegar de la calle, madrugado en mi desvelo, me encuentro
con la extrañeza del dolor y el gozo en un soneto a Orfeo.
Y me pongo a conversar con Orfeo y Rilke de lo que jamás
podemos decir. Y los animales y las flores se incorporan a la charla
simultánea. Y azuzamos al sol y nos metemos con la luna para que, curiosos, se
sumen a nuestro séquito.
La luna se acerca a Orfeo, quien -a pesar de la divinidad
de su cántico- muestra siempre una apenada faz (¡Eurídice!).
La luna le dice a Orfeo que no hay razón para ello, que tal
postración no es digna de su música, que apunte que todos estamos muertos; por
lo que Eurídice ha de andar rondando por algún lado.
Acto seguido, Rilke y yo nos aparecemos con Eurídice tomada
de nuestras manos. Entonces el sol,
Eurídice, los animales, Rilke, la luna, Orfeo, las flores y demás invitados nos
fundimos en un abrazo y comenzamos a danzar.
***
Siempre me ha parecido inútil
que se haga un excesivo hincapié entre las sutiles relaciones de vida y obra,
cuando nos referimos al papel del artista. Pues toda vida vivida en juego
cónsono con la honestidad del corazón ha de dejar rastros, bien sean
silenciosos o manifiestos, de la tela inextricable que cubre a piel y espíritu.
En un mundo en el que se tasa
todo gesto y donde se pregona que sólo lo tangible (esto es, lo que puede ser
sopesado y catalogado como un valor de cambio) haya de ser considerado como el
añorado “bien” para el ser humano, quien alza sus velas para dirigir la nave de
su mundo sutil hacia tierras ajenas al tedio instaurado por el automatismo
humano, ha de ser considerado como un ser antisocial, cuando no un holgazán o
un inútil.
Y eso es, en líneas generales,
lo que a nuestro juicio “hace” un artista: no hacer lo que todos hacen. O no hacer
lo que dictan las sanas costumbres. Porque un artista pone en tela de juicio
(incluso a despecho de su más acendrada voluntad) el rumbo y sentido de la nave
de locos en la que todos bogamos.
Pero, ¿por qué ha de ser
distinta la vida de un artista de la vida de quien no se siente como tal? ¿Dónde está el lindero subdividiendo la vida de
los hombres? Acaso hayamos de buscar la respuesta entre aquellos para quienes
la vida es el arte. O entre aquellos quienes hacen de la vida un arte de vivir.
Rilke, nos parece, ha sido un
digno caso de ello. Su verdadera nobleza, como hombre y artista, radica en el
haberse abocado, con todos los aparejos de su espíritu, al desenmascaramiento
de la historia de una farsa.
Empresa dolorosa, por lo
arcaico y acendrado de la comedia humana y, sin embargo, virtuosa, heroica, por
el simple hecho de haberla acometido en carne propia, con todos sus riesgos,
desechando los soportes y muletas, que no son sino un rudimento más de la
utilería de que se dispone para representar una obra ya demasiado larga, tediosa
y sin substancia; virtuosa esa faena, además, porque tuvo el coraje de
enfrentar a farsa tan afligida e intrincada con el genio creador, con todos sus
riesgos y bendiciones, con los más insospechados sacrificios de sus derroteros.
¿Pero de qué farsa hablamos?
¿Qué historia inmemorial de quimeras es ésa? Pues, no otra que la que ha
colocado “el camelo de la cultura” en el pináculo de la devoción, si se nos permite
echar mano de un giro expresivo apuntado por Henry Miller en El Coloso de
Marussi. (1)
No es que pretendamos impugnarle algo en específico
al valor de la cultura como espejo del alma humana. Y tampoco creemos que Rilke
lo haya pretendido, como un acto volitivo.
Pero albergamos la presunción de
que sobre los valores del espíritu el hombre ha extendido -como un inmenso y mullido tapete- una cultura de la farsa. Cultura
que se ha prodigado en la modernidad, apuntalándose en un catecismo que roe las
entrañas de la vida anímica, al ensalzar únicamente lo crematístico. Y el
principio con que dicha “cultura” fundamenta el argumento de su farsa es el
rechazo.
Un rechazo hacia todo lo que
no pueda ser tasado y cotejado por la mente; un rechazo a reconocer la grandeza
de nuestra pequeñez; un rechazo de todo lo que implique dolor -como si el
sufrimiento no se agazapara como una bestia felina para saltar sobre su
carcelero en el momento más impensado-. Un rechazo por aquello que suspira
detrás de la muerte, “ese lado de la vida que no da hacia nosotros”, para
decirlo en palabras de Rilke. (2) En suma, un profundo rechazo
por las plenitudes de la vida y por los manantiales originarios del ser del
hombre.
Todo esto fue observado y
develado por Rilke -un ser tocado como de visionaria facultad- en la depuración
de una palabra que, enseñoreándose en lo humano, llegó a tocar el cielo.
Encaminó pasos y faenas a
soltar las amarras y poder así partir de un puerto que, tras la aséptica
sonrisa, escondía -y aún hoy esconde, para nuestro pesar- como en una
cuarentena interminable, el duelo callado de la duda, la seducción enfermiza
del engaño, el camino cómodo de una verdad tangible, esa verdad corrosiva y
deleznable de los carteles que en las ciudades anuncian:
“Lo sin muerte”
Como si los devoradores de las
“frescas diversiones” estuviesen eximidos de toparse en cualquier curva del
camino con el final de su muy breve quehacer.
Ante el imperio de lo fácil,
Rilke exhuma el imperio de lo difícil: acusar el golpe de la muerte y absolverlo
(absorbiendo, en nuestro propio cuerpo, todo lo que hemos negado a la muerte);
nutrirse de las migajas y de los inasibles tatuajes que se desprenden de lo
invisible, así como de la experiencia de vivir en humildad, esto es: en la certera
posibilidad de nuestro regreso hacia el ser originario, hacia el lecho de
nuestra interioridad, para auscultar lo vital y lo superfluo de nuestro
existir.
Y si algo se transpira es conciliación
y reconciliación en la voz que palpita en la palabra que nos legara Rilke. Su
palabra es el fruto de una reconciliación en el hombre, entre la vida y la
muerte, entre la palpable realidad y la apariencia de lo real, entre el orgullo
de la tierra y el orgullo del cielo, entre el dolor ancestral y “la fuente de
la alegría”…
Reconciliación que encontramos
en sus imágenes poéticas, como las de “la doble esfera” o las del “doble
reino”, u otras acaso un tanto más arduas de percibir, como aquella del doble
orgullo desplegado en el noveno de los Sonetos a Orfeo, en su primera parte: el orgullo celeste y el
orgullo terrestre…
Vayamos a ese soneto,
alertando la necesaria salvedad de lo traidora que puede llegar a ser toda
traducción:
“…Mira
el cielo. ¿Hay una constelación llamada jinete?
Porque
está extrañamente acuñado en nosotros
este
orgullo de la tierra. Y aquel otro
que
lo empuja y mantiene y al que él lleva…”
Llevamos en nosotros el sello
orgulloso de lo terrestre. Reinamos en la tierra. Pero esto no es sino la
manifestación del orgullo divino que, como el terrestre, también llevamos
acuñado. Y ese orgullo terrestre siempre retorna al seno del invisible orden
divino. Pero los hombres no podemos saber, con saber de divinidad, qué es lo
que nos espera tras el umbral de la muerte…
“…No está acosada así y luego domada
esta
naturaleza nostálgica del Ser…”
Ante la inminencia de la
muerte nos sentimos acosados, pero no ya, únicamente, desde la perspectiva de
nuestra angustiosa pregunta por lo incognoscible. No se nos versa aquí del
acoso y la nostalgia que personalmente siente el ser humano, sino del acoso y
la nostalgia que vibra en el Ser de las cosas, en el Ser de lo creado. Una
nostalgia que es luego domada en la plenitud de lo invisible. Y así el poema, desplegando
una extraordinaria ligazón interior, sigue enunciándose con numinosa voz, para
hablarnos de una presión conciliadora, a la luz de la cual, lo visible y lo
invisible se fusionan.
En el ultimo terceto, canta un
verso: “También la ligazón estelar miente.” Con lo que vuelven a flote las
reminiscencias de aquel “mundo interpretado” del que el poeta nos habla en la primera de sus Elegías a Duino. Si la
ligazón estelar nos miente es porque el poeta o el cantor quiere (por dictado o
por hallazgo) dar cuenta de lo infructuoso que resulta la faena, para el
conocimiento humano, de tratar de develar verdades transpiradas en comarcas de
la creación que no están al alcance de nuestras manos, mientras vamos de paso,
transitando el exiguo aunque milagroso camino de la vida. Un camino que, en
medio de la incertidumbre, santifica como un pan la luz de cada día. Y que
dándonos de beber de la copa de aquello que nos excede, nos lleva a vislumbrar
que todo lo grande, sólo por inasible es que nos miente.
De allí
“…que nos alegre, por
ahora, de creer
la figura. Lo suficiente…”
Luis Alejandro Contreras
Guarida de los poetas:
Rilke, lecturas, interpretaciones.
GALERÍA DE ORFEO
Calling You (Bagdad Cafe film) - Jevetta Steele
( la hermosa balada puede ser disfrutada en la red you_tube )
Rilke visto por L Pasternak
Con Lou Andreas Salomé
Con Lou Andreas Salomé y el poeta Spiridon Drozin, 1900
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