Un
ensayo magistral, que llama a las cosas por su nombre poniendo los acentos
donde van. Meridiana claridad. Borges, apoyándose en ese par de sabios ingleses
que han sido Wells y Russell, habla desde la causa del ser humano y denuncia,
con ellos, las patrañas sobre las que se han apoyado algunos hombres de letras
para doctamente apuntalar y justificar las malas artes y bajezas sobre las que
tanto se han apoyado oportunamente los enceguecidos amantes del poder y los propugnadores de las malevas causas, esto es,
las de toda barbarie, movimientos sociales o de masas cuyo “leit motiv” no ha sido nunca
otro que el de que una minoría gobernante avasalle al individuo.
Salud!
lacl
DOS LIBROS, Jorge Luis Borges,
Otras inquisiciones.
El
último libro de Wells —Guide lo the New World. A Handbook of Constructive
World Revolution— corre el albur de parecer, a primera vista, una mera
enciclopedia de injurias. Sus muy legibles páginas denuncian al Fuehrer,
"que chilla como un conejo estrujado"; a Goering, "aniquilador
de ciudades que, al día siguiente, barren los vidrios rotos y retoman las
tareas de la víspera"; a Edén, "el inconsolable viudo quintaesencial -de
la Liga de las Naciones"; a José Stalin, que en un dialecto irreal sigue
vindicando la dictadura del proletariado, "aunque nadie sabe qué es el
proletariado, ni cómo y dónde dicta"; al "absurdo Ironside"; a
los generales del ejército francés, "derrotados por la conciencia de la
ineptitud, por tanques fabricados en Checoeslovaquia, por voces y rumores
radiotelefónicos y por algunos mandaderos en bicicleta"; a la
"evidente voluntad de derrota" (will for defeat) de la aristocracia
británica; al "rencoroso conventillo" Irlanda del Sur; al Ministerio
de Relaciones Exteriores inglés, "que parece no ahorrar el menor esfuerzo
para que Alemania gane la guerra que ya ha perdido"; a Sir Samuel Hoare,
"mental y moralmente tonto"; a los norteamericanos e ingleses
"que traicionaron la causa liberal en España"; a los que opinan que
esta guerra "es una guerra de ideologías" y no una fórmula criminal "del
desorden presente"; a los ingenuos que suponen que basta exorcizar o
destruir a los demonios Goering y Hitler para que el mundo sea paradisíaco.
He
congregado algunas invectivas de Wells: no son literariamente memorables;
algunas me parecen injustas, pero demuestran la imparcialidad de sus odios o de
su indignación. Demuestran asimismo la libertad de que gozan los escritores en Inglaterra,
en las horas centrales de una batalla. Más importante que esos malhumores
epigramáticos (de los que apenas he citado unos pocos y que sería muy fácil
triplicar o cuadruplicar) es la doctrina de este manual revolucionario. Esa
doctrina es resumible en esta disyuntiva precisa: o Inglaterra identifica su
causa con la de una revolución general (con la de un mundo federado), o la
victoria es inaccesible e inútil. El capítulo XII (página 48-54) fija los
fundamentos del mundo nuevo. Los tres capítulos finales discuten algunos
problemas menores.
Wells,
increíblemente, no es nazi. Increíblemente, pues casi todos mis contemporáneos
lo son, aunque lo nieguen o lo ignoren. Desde 1925, no hay publicista que no
opine que el hecho inevitable y trivial de haber nacido en un determinado país y
de pertenecer a tal raza (o a tal buena mixtura de razas) no sea un privilegio
singular y un talismán suficiente. Vindicadores de la democracia, que se creen
muy diversos de Goebbels, instan a sus lectores, en el dialecto mismo del
enemigo, a escuchar los latidos de un corazón que recoge los íntimos mandatos
de la sangre y de la tierra. Recuerdo, durante la guerra civil española, ciertas
discusiones indescifrables. Unos se declaraban republicanos; otros,
nacionalistas; otros, marxistas; todos, en un léxico de Gauleiter, hablaban
de la Raza y del Pueblo. Hasta los hombres de la hoz y el martillo resultaban
racistas. . . También recuerdo con algún estupor cierta asamblea que se convocó
para confundir el antisemitismo. Varias razones hay para que yo no sea un
antisemita; la principal es ésta: la diferencia entre judíos y no-judíos me
parece, en general, insignificante; a veces, ilusoria o imperceptible. Nadie,
aquel día, quiso compartir mi opinión; todos juraron que un judío alemán
difiere vastamente de un alemán. Vanamente les recordé que no otra cosa dice
Adolfo Hitler; vanamente insinué que una asamblea contra el racismo no debe
tolerar la doctrina de una Raza Elegida; vanamente alegué la sabia declaración
de Mark Twain "Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta que sea un ser
humano; nadie puede ser nada peor" (The Man that Corrupted Hadleyburg, página
204).
En
este libro, como en otros —The Fate of Homo Sapiens, 1939; The Common
Sense of War and Peace, 1940—, Wells nos
exhorta a recordar nuestra humanidad esencial y a refrenar nuestros
miserables rasgos diferenciales, por patéticos o pintorescos que sean. En
verdad, esa represión no es exorbitante: se limita a exigir de los estados,
para su mejor convivencia, lo que una cortesía elemental exige de los
individuos. "Nadie en su recto juicio —declara Wells— piensa que los
hombres de Gran Bretaña son un pueblo elegido, una más noble especie de nazi que
disputan la hegemonía del mundo a los alemanes. Son el frente de batalla de la
humanidad. Si no son ese frente, no son nada. Ese deber es un privilegio."
Let
the People Think es el título de una selección de los ensayos
de Bertrand Russell. Wells, en la obra cuyo comentario he esbozado, nos insta a
repensar la historia del mundo sin preferencia de carácter geográfico,
económico o étnico; Russell también dispensa consejos de universalidad. En el
tercer artículo —Free thought and official propaganda— propone que las
escuelas primarías enseñen el arte de leer con incredulidad los periódicos.
Entiendo que esa disciplina socrática no sería inútil. De las personas que
conozco, muy pocas la deletrean siquiera. Se dejan embaucar por artificios
tipográficos o sintácticos; piensan que un hecho ha acontecido porque está
impreso en grandes letras negras; confunden la verdad con el cuerpo doce; no
quieren entender que la afirmación: Todas las tentativas del agresor para
avanzar más allá de B han fracasado de manera sangrienta, es un mero
eufemismo para admitir la pérdida de B. Peor aún: ejercen una especie de magia,
piensan que formular un temor es colaborar con el enemigo... Russell propone
que el Estado trate de inmunizar a los hombres contra esas agüerías, y esos sofismas.
Por ejemplo sugiere que los alumnos, estudien las últimas derrotas de Napoleón,
a través de los boletines del Moniteur, ostensiblemente triunfales.
Planea deberes como éste: una vez estudiada en textos ingleses la historia de
la guerra con Francia, reescribir esa historia, desde el punto de vista francés.
Nuestros "nacionalistas" ya ejercen ese método paradójico: enseñan la
historia argentina desde un punto de vista español, cuando no quichua o
querandí.
De
los otros artículos, no es el menos certero el que se titula Genealogía del
fascismo. El autor empieza por observar que los hechos políticos proceden
de especulaciones muy anteriores y que suele mediar mucho tiempo entre la
divulgación de una doctrina y su aplicación. Así es: la "actualidad
candente", que nos exaspera o exalta y que con alguna frecuencia nos
aniquila, no es otra cosa que una reverberación imperfecta de viejas
discusiones. Hitler, horrendo en públicos ejércitos y en secretos espías, es un
pleonasmo de Carlyle (1795-1881) y aun de J. G. Fichte (1762-1814); Lenin, una
trascripción de Karl Marx. De ahí que el verdadero intelectual rehúya, los
debates contemporáneos: la realidad es siempre anacrónica.
Russell
imputa la teoría del fascismo a Fichte y a Carlyle. El primero, en la cuarta y
quinta de las famosas Reden an die deutsche Nation, funda la
superioridad de los alemanes en la no interrumpida posesión de un idioma puro.
Esa razón es casi inagotablemente falaz; podemos conjeturar que no hay en la tierra
un idioma puro (aunque lo fueran las palabras, no lo son las representaciones;
aunque los puristas digan deporte, se representan sport); podemos
recordar que el alemán es menos "puro" que el vascuence o el
hotentote; podemos interrogar por qué es preferible un idioma sin mezcla... Más
compleja y más elocuente es la contribución de Carlyle. Éste, en 1843, escribió
que la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan.
En 1870 aclamó la victoria de la "paciente, noble, profunda, sólida y
piadosa Alemania" sobre la "fanfarrona, vanagloriosa, gesticulante,
pendenciera, intranquila, hipersensible Francia" (Miscellanies, tomo
séptimo, página 251). Alabó la Edad Media, condenó las bolsas de viento
parlamentarias, vindicó la memoria del dios Thor, de Guillermo el Bastardo, de
Knox, de Cromwell, de Federico II, del taciturno Doctor Francia y de Napoleón,
anheló un mundo que no fuera "el caos provisto de urnas electorales",
abominó de la abolición de la esclavitud, propuso la conversión de las estatuas
—"horrendos solecismos de bronce"— en útiles bañaderas de bronce,
ponderó la pena de muerte, se alegró de que en toda población hubiera un cuartel,
aduló, e inventó, la Raza Teutónica. Quienes anhelen otras imprecaciones o
apoteosis, pueden interrogar Past and Present (1843) y los Latterday
Pamphlets, que son de 1850.
Bertrand
Russell concluye: "En cierto modo, es lícito afirmar que el ambiente de
principios del siglo XVIII era racional y el de nuestro tiempo,
antirracional". Yo eliminaría el tímido adverbio que encabeza la frase.
Astor Piazzolla & Jorge Luis Borges -- El Tango (1965) con Luis Medina Castro.
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