De Eckhart, antes que verdad, intuyo certeza en su
dicción. Una llana enunciación que linda con lo incognoscible, mientras borda
el etéreo tejido de que se compone nuestro fuero interior.
Yo intuyo certeza, pongamos un caso, en lo que acá nos
reza Eckhart: que “la cúspide del alma, se halla en la eternidad y nada tiene
que ver con el tiempo: nada sabe del tiempo ni del cuerpo”; pero si se me inquiere
sobre esta certeza vestida de adagio no podré explicarlo. De allí la maravilla
de su enunciación.
Y uno se ve forzado, con frecuencia, a recurrir a un
lenguaje trastocado para intentar rozar esa incognoscible certeza, resultando,
casi siempre, que lo enunciado sea un enigma.
Pero agreguemos algo más. El cuerpo, materia viviente
que sirve de transporte para el alma, nada sabe de relojes. Tiene que
habérselas con lo deleznable. Y a las cinco de la mañana, puntual exige que
desalojemos sus desechos; pero él sabe, en cada fibra, que lo hace por un
benévolo fin: servir de cascarón del alma. Es el cuerpo quien se expone a la
oxidación, a la herrumbre, al desleimiento de la materia, pero a sabiendas de
que la materia no es ni burda, ni basta, ni grosera. Porque el cuerpo se
entrega, con amorosa abnegación, a los trabajos de una efímera permanencia.
Sabe que va a dejar de ser vehículo del ser en algún momento, así pues, su
misión es entregar el alma en esa cúspide, ponerla allí para que la recojan, en
el lugar de los misterios, donde el tiempo y las peripecias humanas no existen.
Mi padre me dijo, poco antes de su despedida: “…llega
un momento, hijo, en el que el cuerpo es una cárcel…” Anunciaba su ferviente
deseo de desencarnar y nos dejaba, con ese apretado adagio, toda una enseñanza.
En otra ocasión lo dijo más tácita y bellamente: "...el alma
clama por desencarnar..."
Y no deja de parecerme pasmoso que, en esta larga y
tediosa actualidad que es el mundo moderno, el ser humano se haya inculcado a
sí mismo la tesis de que el cuerpo es el único bien que prevalece en el diario
vivir.
Es una paradoja, nunca se le han infligido mayores
exigencias, disgustos y pesadumbres al sagrado cuerpo como en esta era en la
que sólo a él, en exclusiva, se le canta y se le ensalza, mientras se desdeña
la existencia del alma.
Porque se desdeña la preexistencia del alma es que el
hombre lisia su cuerpo.
.
(de mi cuaderno Inscripciones en el dolmen...)
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