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o que me estoy quedando solo.
No me refiero a quedar solo
de soledad interior pues,
nunca se está solo de soledad interior
y a ella siempre la tuve
con más gusto que pesar:
un murmullo cruzando lejanamente
los cielos de un niño herido
por el arrobamiento del ver sencillo,
la singular extrañeza de estar vivo,
el sentir de la vida recorriéndome
al unísono que a árboles, montes y pájaros;
plácidamente herido por el teatro de la
noche.
Añoro la acometida de esas armas,
que no se han quedado atrás
porque no haya quien las vele;
que no han perdido su fulgor
aun cuando no haya quien las porte
en sus blasones.
Pero, definitivamente, debo reconocer
que me estoy quedando solo.
Solo de amigos,
solo de arrobamiento
y estupidez compartida,
solo, en medio de una niñez
que no fue postulada
por el mazo de un presente
disfrazado de porvenir.
No es queja.
Todo lo que digo, lo digo porque siento
como un tenue sabor a desencanto,
pero es un estoico desencanto.
Respirar honda y calmadamente.
Mirar el río de la gente.
Mirar como pasa todo por un lado
y sigue su marcha.
Acomodarme al pulso que, impertérrito,
me sigue recorriendo.
Tomar tiempo para todo.
Y esperar que la vida vuelva a sacudirme.
.
(Un trazo añejo, sin fecha, de aquel lapso
de soledad y búsqueda, cuando “in il mezzo del camin” me hallé en mi propia
selva oscura…)
.
Dos maravillas que me han acompañado por años. La Suite Nro. 3 de
Bach me acompaña desde tiempo inmemorial. Es imposible, me parece, no haberlo
escuchado. Al menos por quienes hayan tenido un mínimo de curiosa búsqueda de amparo
en los compases de la música.
Y
el registro de los Cantos Gregorianos de los monjes del Monasterio de Silos,
viene a mi lado desde esos años arduos, extraños, volátiles -plagados de poesía
y desengaño- y signados por una ansiosa y agónica búsqueda.
Años de poner a prueba mi zarandeado temple, en el que los hados me
enrumbaron hacia un mundo no buscado, sino empeñado él en buscarme a mí,
lanzándome sus dados en celada, poniendo a prueba mi sentir por toda una vida
defendido, el de anteponer a todo la poesía y mi postulado de pecho, el de que
hay poesía en todo. Me tocó vestir kafkiana indumentaria. Y aprendí a vestirla
con cierto regodeo por la artimaña de mostrar siempre a un doble.
Hablo
de los días de fines de milenio, de esa inconcebible década que vino a
confirmar el sepelio de un mundo de ayer, una década que escribió el más
tétrico de los obituarios. Pues en esa década nos tocó ver que lo que de
infante fatigaba mi ensueño (a punta de pesadillas) se corroboraba con los más
obscuros anuncios de eclipse en el ámbito de lo humano.
Con todo y eso, música como la de Bach y la de estos cantos de los monjes de Silos,
estuvieron (como lo siguen estando ahora) siempre a nuestro lado, para
hablarnos con fe en un mundo posible. Quizás sea un mundo que jamás logre ver,
con los ojos del espíritu, el azul que se nos dona en el confín del horizonte,
pero a buen seguro que no deja de ser un mundo completamente real y redivivo.
Un mundo que pulsa puertas adentro. Y que respira, contra todo pronóstico, al
lado de la humana perversidad.
Bach: Air, Orchestral
Suites
No. 3 in D major, BWV 1068
No. 3 in D major, BWV 1068
Gregoriano Monjes del Monasterio de Silos
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