Cuando
-hace unos diez años ya- cayera en mis manos el tomo de Ensayos y estudios de
Juan David García Bacca, editado por Fundación para la Cultura Urbana, recibí una de
las más gratas sorpresas que haya recibido en toda mi vida en lo que toca a
hallazgos literarios.
Pues
si bien conocíamos algo, una mínima parte de la luminosa y vasta labor del gran
pensador, como los manuales de filosofía publicados por la imprenta de la UCV, amén
de varias de sus traducciones del griego: un antiquísimo tomito con textos de Los
presocráticos (Edime), libro de cabecera; su Platón, en obras completas (igualmente
editado por la UCV, obra de la que por fortuna pude hacerme en todos sus volúmenes),
la hermosa edición de “Los clásicos griegos de Miranda”, una silueta autobiográfica
o bio/bibliografía comentada a partir de los títulos griegos que formaban parte
de la biblioteca de ese grande Quijote y ciudadano del mundo que respondiera al
nombre de Sebastián Francisco de Miranda (también editado en la UCV); amén de
su precioso ensayo sobre nuestro Sócrates criollo: Simón Rodríguez (UCV), teníamos
una gran deuda de lectura en lo que toca a su diversa y rica obra ensayística.
No
dudé en aquella hora, como no lo dudo ahora, en calificar tal publicación como
uno de los hechos más relevantes de nuestra cultura reciente. Tanto peso le
concedo a quien un infortunio de dimensiones colosales, como lo fue la guerra
civil española, le depositó un día en nuestras costas, en las que para fortuna nuestra
pasó largas décadas sembrando ideas saturadas de espíritu y razón.
Uno
de los ensayos que primero leí de ese volumen, en mi desordenada costumbre de
leer todo por azar o, parafraseando a Voltaire, por causa de un azar siempre
tan causal, fue precisamente el que recoge como título una (no sé si podremos
decir, todavía, famosa o conocida) frase o sentencia atribuida a Voltaire y que es
objeto de este breve introito. El gustoso talante, didáctico y locuaz, con que García
Bacca despliega sus razones en torno a la importancia de tal adagio del logos
es lo que podríamos considerar una joya del fundir idea con espíritu, ética con
razón, libre albedrío con razón de vida, cual si se tratara de metales preciosos
que se acrisolan en un ánfora que debe protegerse como un tesoro invalorable,
un bien a ser resguardado en las arcas de un emporio en el que se han de
amparar los bienes del ser humano, aquellos que fueron creados con el único y
exclusivo fin de servir para el bien común.
Por
tal razón, vistos y palpados, hoy, los alborotados vientos que soplan en las
gargantas de tantos desaforados, he sentido gana y placer en transcribir el referido
ensayo, con el único objeto de compartirlo, pues ¿cómo no hacer obra de divulgación
con aquello que, pensamos, ha de llevar sanación a un discurrir del intelecto
que, de alguna manera, intuye que divorciado del espíritu no ha de llegar, jamás,
a buen puerto?
Es
claro que la vehemencia desbordada no tiene cura, es como un río crecido que
arrastra todo a su paso, pero las crecidas también dejan de ser crecidas. Y
luego del aluvión vienen el silencio y la calma. En esas horas conviene seguir
un poco a sottovoce, dejar que se decante el humano asombro que brinda todo
proceso de anagnórisis o reconocimiento; entonces será hora, acaso, de repetir,
entre murmullos, sensateces tan elocuentes como las que, pensamos, se
despliegan en estos párrafos de García Bacca.
Salud!
lacl .
P. S. 1: Espero que ni mis dedos ni mis ojos hayan cometido algún gazapo. De notar alguno, agradeceré el señalamiento.
P. S. 1: Espero que ni mis dedos ni mis ojos hayan cometido algún gazapo. De notar alguno, agradeceré el señalamiento.
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“…No defiendo su opinión, porque no me parece
verdadera; mas defenderé a toda costa su derecho a decirla…”
Envidio a Voltaire el haber dicho tal
sentencia –envidia que no me asegura el que, de no haberla dicho él, la hubiera inventado y dicho yo por primera
vez.
Pero la natural envidia no me quita
las ganas y la obligación de decirla y repetirla, siempre que venga a cuento –ahora,
por ejemplo, aquí en esta revista, con ocasión de su difícil ternaria
supervivencia, a pesar de tantos y contra tantos, donde se le ha dado, y da,
derecho, y papel, a cualquiera para decir lo que crea ser su verdad, sea o no
de su opinión la revista.
Ahora, aquí, en esta mi universidad,
nuestra Universidad Central de Venezuela, en que contra viento y marea –para no
decirlo con nombres propios de personas y partidos- se ha sostenido por cinco años
–de 1958 a 1963- el derecho a decir toda opinión –católica o no, marxista o no,
fenomenología o existencialismo…
Ahora, aquí, en esta mi Nación, en
esta nuestra Nación, en que, contra tantos y poderosos, va a ser preciso,
urgente, urgentísimo ponerse a defender el derecho a decir toda opinión, aunque
uno no la defendiera de no tener que defenderla, para defender otra cosa, no
opinable ya, sino segura, decisiva, vital: a saber, el derecho a decir, la
libertad de hablar –de pensar en voz alta, para la Sociedad.
Podemos no compartir las opiniones de
los demás; mas tenemos el derecho de compartir todos el derecho de todos y de
cada uno a decir lo que él, cada uno, crea ser su verdad. Tenemos todos tal
deber y, lo que es más, tenemos el deber de defender a toda costa tal derecho,
propio y ajeno.
Veamos los costes.
Yo no soy escolástico tomista, ni filósofo
católico; pero, llegado el caso, defendería a toda costa el derecho de ser escolástico
o filósofo católico quien creyera ser de su obligación el serlo.
Yo no soy filósofo marxista; mas,
llegado el caso –y va a llegar al menor descuido de los hombres libres, de los
universitarios libres, de los ciudadanos libres- , defenderé a toda costa el
derecho de ser filósofo marxista y decir su opinión en Universidad, Nación,
Continente o Mundo quien crea ser de su obligación y convencimiento de serlo.
Esta obligación, no hacia la opinión,
sino para con el derecho de opinar, en público o para la Sociedad, puede llegar
a tomar la forma de obligación concreta: explicar en público –para la Universidad,
Nación, Continente o Mundo- la opinión que no lo es del escritor o profesor,
para así mantener el derecho de otros a sostenerla, cuando, por el
procedimiento que sea, se hubiera hecho imposible a los convencidos de una opinión
el sostenerla en público –para la Universidad, Nación, Continente o Mundo- o se
les hubiera negado el derecho a opinar en público, para la Sociedad.
A aquellos a quienes no se hubiera
hecho imposible, aún, sostener su propia opinión ante la Sociedad les incumbiría,
entonces, la obligación de sostener la hecha imposible de sostener en público,
para la Sociedad, pues la obligación primaria es sostener el derecho a opinar, obligación
más profunda, básica, urgente y vital que sostener lo que uno cree ser su
verdad –y con la habitual benevolencia, la Verdad.
Si, por circunstancias condenables y
aborrecibles para todo hombre libre, se hubiera hecho imposible sostener la filosofía
católica, incumbe al no católico, marxista o no, la obligación de exponer la filosofía
tomista o católica, no por creer que deba convertirse él o convertir a alguien
al catolicismo, sino porque más profundo, radical y urgente es defender el
derecho a decir cada uno su opinión, el derecho a la libertad, el derecho a ser
católico.
Si, por una circunstancia contraria,
no menos condenable para todo hombre libre, se hubiera vuelto o hecho imposible
de intento y en realidad exponer la filosofía marxista, es deber primario,
insoslayable y urgente de todo pensador, cristiano libre, católico o no,
exponer o hacer posible que se exponga la filosofía marxista, no para
convertirse o convertir a aguien al marxismo, sino porque el derecho a decir, a
exponer al público, a la Sociedad, el marxismo es derecho y obligación, más hondo y más profundo que el
marxismo mismo, que el catolicismo mismo.
El derecho a la libertad es anterior y
superior a todo otro derecho concreto.
Y aquí va a ser Troya: aquí, la piedra
de toque del hombre libre del universitario libre, del ciudadano libre. Llegada
esa hora de la verdad, y ha llegado ya, veremos quién prefiere ser marxista a
ser libre y dar libertad, quién prefiere ser católico a ser libre y dar
libertad.
El cristianismo fue posible, y de
posible llegó a ser real, porque los cristianos primitivos reivindicaron el
derecho a ser libres –y se lo ganaron. En los tiempos en que aún se lo estaban
ganando, contra viento y marea, decía San Agustín:
“Nemo invictus bene facit, etiamsi bonum sit quod facit.” Nadie, forzado, hace bien, aunque sea bueno lo que le fuerzan a hacer.
“Nemo invictus bene facit, etiamsi bonum sit quod facit.” Nadie, forzado, hace bien, aunque sea bueno lo que le fuerzan a hacer.
Después de ganado tal derecho a ser
libres, a ser cristianos, lo negaron por siglos y más siglos a los demás en
nombre de la Verdad y el Bien, y olvidaron lo que San Agustín dijera, a su
manera, y aquí nosotros a la nuestra, abundando, en su sentido: “nadie,
forzado, es buen cristiano, aunque eso de ser cristiano sea bueno”, “nadie, forzado, es buen filósofo católico,
aunque eso de ser filósofo católico sea bueno”…
Los herejes no lo fueron,
primariamente, contra el contenido de un dogma; fueron los paladines de la
libertad de decir y de creer. Fueron agustinianos.
El marxismo fue posible, y de posible
llegó a ser real, porque Marx, Engels, Lenin reivindicaron contra todos el
derecho a decir su opinión –y se lo ganaron. Ahora se halla el marxismo en la
fase postagustiniana de la iglesia: la de mostrar que las opiniones de los demás
podrán ser falsas, que ellos, los marxistas, no las van a defender cual
verdaderas, mas que defenderán a toda costa el derecho de los no marxistas a
sostener opiniones no marxistas –en todo: religión, arte, política, historia, economía…
y ante todos: Universidad, Nación, Continente, Mundo.
Nos consta que Voltaire no dijo su
sentencia ni en Rusia ni en Roma.
La dijo en Francia.
Pero, repetida aquí, -o donde haga
falta, que es ya en todo el mundo- vamos a ver quiénes la suscriben, que suscribir
esta sentencia, y lo que exige pagar a toda costa, es mucho más importante, urgente,
vital que firmar manifiestos y manifiestillos sobre cualquier asunto o
asuntillo.
Fuente
original: Ensayos, Ediciones Península, Barcelona (1970)
Incluido
en: Juan David García Bacca, Ensayos y estudios, Fundacion Cultura Urbana, Caracas,
2002.
P. S. 2: Ante el señalamiento de
un amigo sobre la autoría de esta sentencia, deseamos recalcar que lo que nos
interesaba, al momento de escribir esta glosa (y nos sigue interesando ahora),
es resaltar la importancia de la estupenda disertación de García Bacca sobre el
asunto de que trata. Independientemente de que García Bacca se pudiera haber
equivocado en si su sana envidia debiera haberla dirigido hacia Evelyn Beatrice
Hall, en lugar de hacia Voltaire, ese adagio es piedra de toque a una
extraordinaria y necesaria reflexión...
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