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viernes, 31 de julio de 2020

Henry Miller ¡BUENAS NOTICIAS! ¡DIOS ES AMOR! / Henry Miller | Dormido y despierto




Extensa un tanto (aunque se lee en un tris) puede parecer esta glosa de Miller que recomiendo leer a todo aquel que no lo haya hecho alguna vez, aunque vale también -y por partida doble- la relectura, pues el cuadro que pinta Miller de las tierras de donde es oriundo es el mísero pasaje que ha ocupado el alma humana, a lo largo y ancho del orbe. Seres que sólo son movidos por la palabra BENEFICIO y en cuyos ojos destella en llamas una locura en que se inscribe ciega la codicia. No es menester decir más, sin caer en un ejercicio de tautología. Miller expresa claramente un punto de vista que, hoy más que nunca, hay que urgentemente rescatar.
Salud!
Lacl
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Henry Miller ¡BUENAS NOTICIAS! ¡DIOS ES AMOR!

TERMINÉ de leer la Vida de Ramakrishna, de Romain Rolland, en un hotel de Pittsburgh. Pittsburgh y Ramakrishna... ¿podría darse contraste más violento? La primera, símbolo de un poder y una riqueza brutales; el segundo, encarnación misma del amor y la sabiduría.
Empezamos aquí, por lo tanto, en plena espesura de la pesadilla, en el crisol donde todos los valores quedan reducidos a escoria.
Me encuentro en una habitación pequeña, presuntamente confortable, de un moderno hotel dotado de las más recientes innovaciones imaginables. Cama limpia y mullida, una ducha que funciona a la perfección, inodoro de asiento esterilizado desde que estuvo el último ocupante –a juzgar por lo que dice la banda de papel que lo rodea–, jabón, toallas, luces, papel y sobres; hay de todo, y en abundancia.
Me siento deprimido; no tengo palabras para describir esta depresión. Si me quedase en esta habitación más de un día me volvería loco... o me suicidaría. El espíritu del lugar, el espíritu de los hombres que hicieron de ésta la espantosa ciudad que es, trasuda por las paredes. Hay homicidio en el aire. Esto me sofoca.
Hace unos instantes salí a tomar un poco de aire. Había vuelto a la Rusia zarista. Vi a Iván el Terrible seguido por una cabalgata de esbirros con hocico de perro. Eran ellos, los cosacos, armados con cachiporras y revólveres. Parecían hombres que obedecen con celo, hombres que tiran a matar por la menor provocación. Sólo verlos inspira odio y rebelión. Uno quisiera bajarlos de sus arrogantes monturas para aplastarles ese grueso cráneo que tienen. Uno querría acabar con esta clase de ley y orden.
Nunca el statu quo me ha resultado más abominable. Este no es el peor lugar, lo sé. Pero estoy aquí, y lo que veo me golpea con fiereza.
Es probable que haya tenido suerte de no iniciar mi gira por Estados Unidos pasando por Pittsburgh, Youngstown y Detroit; afortunado de no comenzar visitando a Bayonne, a Bethlehem, a Scranton y cosas por el estilo. Ni siquiera habría llegado a Chicago. Me habría convertido en bomba humana; habría estallado. Es probable que un sagaz instinto de conservación me haya llevado primero al sur para explorar los llamados estados "atrasados" de la Unión. Si bien es cierto que casi siempre lo pasé aburrido, por lo menos conocí paz. ¿Que no vi sufrimiento y miseria también en el sur? Por supuesto que sí. Hay sufrimiento y miseria por todas partes en esta anchurosa tierra. Pero hay tipos y grados de sufrimiento; el peor, en mi opinión, es el que solemos encontrar en el corazón mismo del progreso.
En este momento hablamos de la defensa de nuestro país, de nuestras instituciones, de nuestra manera de vivir. Se da por descontado que estas cosas tenemos que defenderlas, no importa que nos invadan o no. Pero hay cosas que no habría que defender, que habría que dejarlas morir; hay cosas que deberíamos destruir voluntariamente, que deberíamos destrozar con nuestras propias manos.
Procuremos hacer una recapitulación imaginaria. Tratemos de pensar en esos viejos tiempos cuando nuestros antepasados llegaron a estas costas. Para empezar, escapaban de algo; al igual que los exilados y expatriados que acostumbramos denigrar y vilipendiar, también ellos abandonaron su tierra en busca de algo más próximo al deseo de sus corazones.
Una de las cosas curiosas que tenían estos progenitores nuestros, es que, aunque declaraban buscar paz, felicidad y libertad religiosa y política, lo primero que hicieron fue despojar, envenenar y matar, exterminando casi la raza a la cual pertenecía este vasto continente. Más tarde, cuando vino la fiebre del oro, hicieron a los mexicanos lo mismo que habían hecho a los indios. Y cuando surgieron los mormones, practicaron las mismas crueldades, la misma intolerancia y la misma persecución contra sus propios hermanos blancos.
Pienso en estas cosas feas porque, cuando viajaba de Pittsburgh a Youngstown a través de un infierno que excede todo lo que imaginara el Dante, se me ocurrió de pronto que debería tener un indio norteamericano a mi lado, un indio que compartiese este viaje conmigo para comunicarme en silencio, o como fuere, sus emociones y reflexiones. Con preferencia me habría gustado tener un descendiente de una de las tribus indígenas a las que se reconoce como "civilizadas"; un Semínola, digamos, que se hubiera pasado la vida en los enmarañados pantanos de la Florida.
Imagínense, los dos de pie, contemplando la sórdida grandeza de uno de estos hornos de acero que jalonan la línea ferroviaria. Casi lo escucho pensar: "¡Así que para esto nos privaron de nuestro derecho de cuna, se llevaron nuestros esclavos, diezmaron a nuestras mujeres y niños, envenenaron nuestras almas, violaron todos los tratados que habían concertado con nosotros y nos dejaron morir en los pantanos y selvas de los Everglades!".
¿Creen ustedes que sería fácil persuadir a este indio para que cambiara su condición por la de uno de nuestros trabajadores?
¿Cómo convencerlo? ¿Cómo proponerle en estos tiempos algo realmente seductor? ¿Un automóvil usado para dirigirse al trabajo?
¿Una choza de tablas que, si él fuese lo suficientemente ignorante, podría llamar casa? ¿Una educación para sus hijos que el saque del vicio, la ignorancia y la superstición, pero que a pesar de todo los mantenga en la esclavitud? ¿Una vida limpia y sana en medio de la pobreza, la delincuencia, la inmundicia, las enfermedades y el miedo? ¿Sueldos que a duras penas alcanzan para mantener la cabeza sobre el agua, y muchas veces no? ¿Radio, teléfono, cine, diarios, revistas ilustradas, lapiceras fuente, relojes de pulsera, aspiradoras eléctricas y otros adminículos ad infinitum? ¿Acaso estas chucherías hacen que valga la pena vivir la vida? ¿Acaso esto nos hace felices, desaprensivos, generosos, simpáticos, afables, pacíficos y bondadosos? ¿Acaso vivimos prósperos y seguros, como tantos sueñan estúpidamente? ¿Acaso alguno de nosotros, no importa lo rico y poderoso que sea, tiene la certeza de que un viento adverso no barrerá nuestras posesiones, nuestra autoridad, el miedo o el respeto en que se nos mantiene?
¿Adónde nos conduce esta frenética actividad que a todos nosotros, ricos y pobres, débiles y poderosos, nos tiene atrapados en sus garras? En la vida hay dos cosas que, en mí entender, todos quieren y muy pocos obtienen (porque ambas pertenecen a los dominios de lo espiritual): esas dos cosas son salud y libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son impotentes para dar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad no otorgan libertad. La educación jamás provee sabiduría, y tampoco las iglesias religión, la riqueza, felicidad o la seguridad paz. Entonces, ¿qué significado tiene nuestra actividad? ¿Para qué?
No solamente somos tan ignorantes, supersticiosos y malignos en nuestra conducta como los "salvajes ignorantes y sanguinarios" a los que desposeímos y aniquilamos cuando llegamos aquí, sino peores, y mucho. Hemos degenerado, hemos degradado la vida que queríamos establecer en este continente. La nación más productiva del mundo, y sin embargo incapaz de alimentar, vestir y alojar debidamente a más de la tercera parte de su población.
Vastas extensiones de valiosa tierra se convierten en páramos por negligencia, indiferencia, codicia y vandalismo. Desgarrados hace unos ochenta años por la más sangrienta guerra civil en la historia del hombre, y sin embargo hasta ahora incapaces de convencer de la corrección de nuestra causa al sector derrotado de nuestro país; incapaces, como liberadores y emancipadores de esclavos, de darles auténtica libertad e igualdad, pero, en cambio, esclavizando y degradando a nuestros propios hermanos blancos. Sí, el norte industrial derrotó a1 aristocrático sur, y los frutos de esa victoria ahora se tornan evidentes. Dondequiera que haya industria, hay fealdad, miseria, opresión, congoja y desesperanza. Los blancos que se enriquecieron enseñándonos píamente a ahorrar para así estafarnos con nuestro propio dinero, nos ruegan ahora que no les llevemos nuestros ahorros y amenazan con borrar hasta la ridícula tasa de interés que ofrecen, en caso de que hagamos caso omiso de su consejo. Las tres cuartas partes del oro del mundo están enterradas en Kentucky. Invenciones que dejarían sin trabajo a millones más, dado que, por extraña ironía de nuestro sistema, toda bonanza potencial para la raza humana se convierte en un mal, yacen polvorientos en los estantes de la Oficina de Patentes o son sacadas y destruidas por las potencias que fiscalizan nuestro destino. La tierra escasamente poblada, que produce con derroche y en forma azarosa enormes excedentes de toda clase, es considerada por sus propietarios, simple puñado de hombres, incapaz para acomodar no sólo a los hambrientos millones de Europa, sino también a nuestras famélicas hordas. Un país que hace el ridículo enviando misioneros a las comarcas más remotas del mundo, pidiendo centavitos al pobre para sostener la obra cristiana de esos diablos ilusos que no representan más a Cristo que yo al Papa, y que sin embargo son incapaces de rescatar a los débiles y derrotados, a los miserables y oprimidos por medio de sus iglesias y misiones en su propio país. Los hospitales, los manicomios y las cárceles desbordan de gente. Condados enteros, algunos tan grandes como un país europeo, yacen prácticamente deshabitados, en poder de una intangible corporación cuyos tentáculos llegan a todas partes y cuyas responsabilidades nadie es capaz de formular ni aclarar. Un hombre rodeado de todos los lujos y sin embargo paralizado de miedo y ansiedad, fiscaliza las vidas y destinos de millares de hombres y mujeres a los cuales nunca ha visto, a los cuales jamás querría ver y en cuya suerte no tiene el más mínimo interés.
A esto se le llama progreso en Estados Unidos de Norte América. Como no soy de ascendencia india, negra o mexicana, no experimento ningún gozo en delinear este cuadro de la civilización del hombre blanco. Desciendo de dos hombres que escaparon de su tierra nativa porque no quisieron ser soldados. Pero lo irónico es que mis descendientes ya no podrán eludir ese deber; todo el mundo blanco por fin ha sido convertido en campo armado.
Pues bien, como decía, estaba henchido de Ramakrishna cuando me marché de Pittsburgh. Ramakrishna, el que nunca criticaba, el que nunca predicaba, el que aceptaba todas las religiones, el que veía a Dios en todas partes y en todo: imagino que fue el ser más extático que vivió jamás. Después vinieron Coranopolis, Aliquippa, Wampun. Luego Niles, donde naciera el presidente McKinley, y Warren, pueblo natal de Kenneth Patchen. Más adelante Youngstown, y dos muchachas descienden por el risco junto a las vías férreas en el paraje más fantástico que he visto desde que estuve en Creta. Al instante me encuentro de nuevo en esa antigua isla griega de pie al borde de una multitud en las afueras de Heraclión, apenas a unos kilómetros de Cnosos. No hay ferrocarril en la isla, la sanidad es mala, hay mucho polvo, moscas por todas partes, la comida apesta... pero es un lugar maravilloso, uno de los lugares más maravillosos en el mundo entero. Igual que junto a la estación ferroviaria de Youngstown, hay un risco, y una campesina griega desciende lentamente, con un cesto en la cabeza, los pies descalzos, su cuerpo equilibrado. Aquí termina la semejanza…
Como todos saben, Ohio ha dado al país más presidentes que cualquier otro estado de la Unión. Presidentes como McKinley, Hayes, Gadield, Grant; Harding... hombres débiles, sin carácter. También nos ha dado escritores como Sherwood Anderson* y Kenneth Patchen, el uno buscando poesía en todas partes y el otro casi enloquecido por el mal y la fealdad de todo. El uno recorre solitario las calles de noche y nos habla de la vida imaginaria que se desarrolla detrás de las puertas cerradas; el otro, tan afectado de dolor y congoja por lo que ve, que trata de crear de nuevo el cosmos en términos de lágrimas y sangre, lo pone cabeza abajo y sale a pisotearlo cargado de odio y disgusto. Me alegro de haber tenido ocasión de ver estos pueblos de Ohio, este río Mahoning que parece como si la bilis emponzoñada de toda la humanidad se hubiera vertido en él, aunque en verdad quizás no contenga nada de malo como no sean los productos químicos y de desechos provenientes de los talleres y las fábricas.
Me alegro de haber tenido ocasión de ver el color de esta tierra en invierno, un color que no es de vejez ni de muerte, sino de enfermedad y pesadumbre. Me alegro de haber captado las barrancas, que, como tapizadas con piel de rinoceronte, se levantan desde la orilla del río, y en la palidez de una tarde de invierno reflejan la calidad lunar de un planeta entregado a la rivalidad y el odio. Me alegro de haber echado un vistazo a esos montones de escoria que parecen cúmulos fecales de enfermizos monstruos prehistóricos que pernoctaron allí. Esto me ayuda a comprender la negra y monstruosa poesía que el hombre joven destila para no volverse loco; me ayuda a comprender por qué el mayor de ambos escritores tuvo que fingir locura para fugarse de la cárcel en que se encontraba cuando trabajaba en la fábrica de pintura. Me ayuda a comprender cómo es posible que la prosperidad erigida sobre este plano de la vida, pudo haber hecho de Ohio la madre de presidentes y la perseguidora de los hombres de genio.
La visión más triste son los automóviles estacionados junto a los talleres y fábricas. El automóvil se destaca en mi mente como el símbolo mismo de la falsedad y la ilusión. Acá están, de a millares y millares, y los hay en tanta profusión que daría la impresión de que nadie es tan pobre como para no poseer uno. En Europa, Asia, África, las masas trabajadoras de la humanidad miran con humedecidos ojos este paraíso donde el trabajador viaja al trabajo en su propio automóvil. ¡Qué magnífico mundo de oportunidades tiene que ser, piensan! (¡Por lo menos a nosotros nos gusta creer que ellos lo piensan así!). Nunca preguntan lo que debe hacerse para obtener una bendición tan grande como ésta. No comprenden que cuando el trabajador norteamericano desciende de su resplandeciente carruaje de lata se entrega de cuerpo y alma a la labor más paralizante que pueda realizar un hombre. No tienen la menor idea de que, aunque se trabaje en las mejores condiciones posibles, es factible tener que renunciar a todos los derechos como ser humano. No saben que "las mejores condiciones posibles" (en la jerga norteamericana) significan las más grandes ganancias para el patrón, la más extrema servidumbre para el trabajador, la mayor confusión y desilusión para el público en general. Ven un automóvil hermoso y deslumbrante que ronronea como un gato; ven interminables carreteras de cemento tan lisas e impecables que el conductor a duras penas consigue mantenerse despierto; ven cines que parecen palacios; ven grandes tiendas con maniquíes vestidos como princesas. Ven el brillo y la pintura, las chucherías, los dispositivos, los lujos; no ven la amargura en el corazón, el escepticismo, el cinismo, la oquedad, la esterilidad, la desesperanza, la desazón que devora al trabajador norteamericano. No quieren ver esto... tan llenos de miseria están ellos mismos. Quieren una salida: quieren comodidades, conveniencias, lujos letales. Y siguen nuestros pasos, ciega, impensada, temerariamente.
Por supuesto que no todos los trabajadores norteamericanos viajan al trabajo en automóviles. En Beaufort, hace apenas unas semanas vi a un hombre en un carro de dos ruedas tirado por un buey por la calle principal. Era un negro, por supuesto, pero por su expresión deduzco que estaba mucho mejor que el pobre diablo de la fábrica de acero que viaja en su propio automóvil. En Tennessee vi hombres blancos uncidos a sus arados; los vi luchar desesperadamente por arrancar un sustento al magro suelo en la ladera de una montaña. Vi las chozas en que viven y me pregunté si sería posible encontrar algo más primitivo. Pero no puedo decir que me dieron pena. No; no son el tipo de gente que inspira piedad. Por el contrario, hay que admirarlos. Si representan a la gente "atrasada" de Norteamérica, entonces necesitamos más gente atrasada. En el subterráneo de Nueva York uno ve el otro tipo, el rata de biblioteca que se enfrasca en teorías sociales y políticas y vive una vida de esclavo, alabándose tontamente a sí mismo en la creencia de que, porque no trabaja con las manos (con el cerebro tampoco dicho sea de paso), está mejor que el pobre desahuciado blanco en el sur.
Esas dos muchachas de Youngstown que descendían por la resbaladiza barranca… fue como una pesadilla, les aseguro. Pero cuando examinamos estas pesadillas constantemente y con los ojos abiertos, y cuando alguien nos hace una observación sobre el particular, decimos: "Oh, sí, tiene razón, es así", y seguimos con nuestras ocupaciones o nos entregamos al narcótico, un narcótico que es mucho peor que el opio o el hechich... me refiero a los diarios, la radio, el cine. El narcótico norteamericano lo obliga a uno a tragarse los sueños pervertidos de hombres cuya única ambición es conservar su puesto sin tener en cuenta lo que se les hace hacer.
Lo más terrible de Norteamérica es que no hay manera de escapar a la noria que nosotros mismos hemos creado. No hay una sola compañía cinematográfica dedicada al arte y no a las ganancias. No tenemos un teatro digno de ese nombre, y lo que tenemos de teatro está prácticamente concentrado en una sola ciudad; no tenemos una música que valga la pena comentar, excepto la que nos ha dado el negro, y apenas un puñado de escritores que podrían considerarse talentosos. Tenemos murales que decoran nuestros edificios públicos y que están al nivel del desarrollo estético de estudiantes secundarios, y a veces por debajo de ese nivel en cuanto a concepción y ejecución. Tenemos museos de arte que están en su mayoría atiborrados de chatarra inerte. Tenemos monumentos de guerra en nuestras plazas públicas, que hadan revolverse en la tumba a los muertos en cuyo nombre fueron erigidos. Tenemos un gusto arquitectónico que es prácticamente todo lo decadente que podría lograrse. En dieciséis mil kilómetros que he viajado, hasta ahora he encontrado sólo dos ciudades que tienen un pequeño sector que vale la pena detenerse a examinar: me refiero a Charleston y Nueva Orleans. En cuanto a las demás ciudades, pueblo y villas, espero no volver a verlos jamás. Algunas tienen nombres tan maravillosos, por añadidura, que sólo sirven para que la decepción resulte más cruel. Nombres como Chattanooga, Pensacola, Tallahassee; como Mantua, Phoebus, Bethlehem, Paoli; como Algiers, Mobile, Natchez, Savannah; como Baton Rouge, Saginaw, Poughkeepsie: nombres que reviven gloriosas memorias del pasado o despiertan sueños del futuro. Visitadlas, os juro. Vedlas por vosotros mismos. Tratad de pensar en Schubert o Shakespeare cuando estéis en Phoebus, Virginia. Tratad de pensar en África del Norte cuando estéis en Algiers, Louisiana. Tratad de pensar en la vida que otrora vivieron los indios aquí cuando estéis en un lago, montaña o río que tengan los nombres que hemos tomado de ellos. Tratad de pensar, en los sueños de los españoles cuando viajéis en automóvil por la vieja Spanish Trail (Senda Española). Caminad por el viejo barrio francés de Nueva Orleans y tratad de reconstruir la vida que esta ciudad conociera en otros tiempos. Menos de un centenar de años han transcurrido desde que esta joya de Norteamérica se extinguiera. Todo lo que había de belleza, significación o promesa ha sido destruido y enterrado en el alud de un falso progreso. En un milenio de guerras casi incesantes Europa no ha perdido lo que perdimos nosotros en una centuria de "paz y progreso". Ningún enemigo extranjero ha arruinado al sur. No hubo vándalos bárbaros que devastasen grandes extensiones de tierra que son tan desoladas y siniestras como la superficie muerta de la luna. No podemos atribuir a los indios la trasformación de una isla pacífica y soñolienta como Manhattan en la ciudad más hostil del mundo. Tampoco podemos atribuir el derrumbe de nuestro sistema económico a las hordas de pacíficos e industriosos inmigrantes a los que ya no queremos. No, las naciones europeas podrán achacarse mutuamente sus miserias, pero nosotros no tenemos tal excusa... los únicos culpables somos nosotros mismos.
Hace menos de dos siglos un gran experimento social se inició en este continente virgen. Los indios a los que desposeímos, diezmamos y redujimos a la condición de descastados, así como hicieran los arios con los dravidianos de la India, tenían una actitud reverente hacia esta tierra. Los bosques estaban intactos, y el suelo era rico y fértil. Vivían en comunión con la naturaleza en lo que nosotros optamos por denominar un bajo nivel de vida. Aunque carecían de lenguaje escrito, eran poetas hasta la médula y profundamente religiosos. Nuestros antepasados llegaron y, tratando de escapar de sus opresores, comenzaron envenenando a los indios con alcohol y enfermedades venéreas, violando a sus mujeres y asesinando a sus niños. La sabiduría de la vida que los indios poseían, fue desdeñada y denigrada por ellos. Cuando por último completaron su obra de conquista y exterminio, arrearon a los miserables remanentes de una gran raza, los encerraron en campos de concentración y procedieron a quebrantar el espíritu que quedaba en ellos.
No hace mucho pasé por casualidad por un minúsculo distrito indígena perteneciente a los cheroques en las montañas de Carolina del Norte. El contraste entre este mundo y el nuestro es casi increíble. La pequeña comunidad cheroque es virtualmente un paraíso. Una gran paz y silencio reinan en el lugar, dando la impresión de estar por fin en los felices campos de caza en los cuales el bravo indio va cuando muere. En mi viaje, hasta ahora solamente he encontrado otra comunidad que tenía algo semejante a este clima, y eso fue en el condado de Lancaster, Pennsylvania, entre los Amish. Aquí un pequeño grupo religioso, que se aferra obstinadamente a la manera de vivir de sus antepasados en cuanto a comportamiento, indumentaria, creencias y costumbres, ha convertido la tierra en un verdadero jardín de paz y abundancia. Se dice que desde que se radicaron aquí nunca les fracasó una sola cosecha. Viven una vida que es directamente lo contrario de la que lleva la mayoría de los norteamericanos, y el resultado es muy evidente. A contados kilómetros de distancia de los infernales abismos de Norteamérica, donde, como para probar al mundo que ninguna idea, teoría o ismo foráneo podrá poner pie jamás aquí, la bandera norteamericana ondea audaz y desafiante en los techos y chimeneas. ¡Y qué aspecto lamentable tienen estas banderas que los arrogantes fanáticos propietarios de esos establecimientos despliegan! Siempre tenemos dos banderas norteamericanas: una para los ricos y otra para los pobres. Cuando la izan los ricos, significa que las cosas están bajo su dominio; cuando la izan los pobres, significa peligro, revolución, anarquía. En menos de doscientos años la tierra de la libertad, la morada de los libres, el refugio de los oprimidos, ha alterado de tal manera el significado de las estrellas y franjas, que cuando hoy un hombre o mujer logra escapar de los horrores de Europa, cuando finalmente se detiene ante el mástil, bajo nuestra gloriosa enseña nacional, la primera pregunta que le hacemos es: "¿Cuánto dinero tienes?". Si no tienes dinero sino sólo libertad, sólo una oración de piedad en tus labios, se te proscribe, se te manda de vuelta al matadero, se te ahuyenta como a un leproso. Esta es la amarga caricatura que los descendientes de nuestros precursores amantes de la libertad han hecho del emblema nacional.
Aquí todo es caricatura. Tomo un avión para ver a mi padre en su lecho de muerte, y aquí arriba, en las nubes, en medio de una tormenta, escucho que dos hombres discuten detrás de mí la manera de concretar una gran operación, una gran operación de cajas de papel, nada menos. La camarera, que ha sido adiestrada para comportarse como madre, enfermera, amante, cocinera y esclava, nunca desaliñada, siempre con su peinado Marcel impecable, sin jamás mostrar un signo de fatiga o desagrado, contrariedad o soledad; la, camarera pone su manita blanca en la frente de uno de los vendedores de cajas de papel, y con voz de ángel de la guardia dice: "¿Se siente cansado esta noche? ¿Le duele la cabeza?
¿Querría una aspirina?". Estamos arriba de las nubes y ella representa su papel como una foca amaestrada. Cuando el avión da un brinco, ella cae al suelo de pronto y revela un tentador par de muslos. Ahora los vendedores hablan de botones, de dónde conseguirlos baratos y dónde venderlos caros. Otro, un cansado banquero, lee las noticias de guerra. Hay una gran huelga en alguna parte… varias, en realidad. ¡Vamos a construir una flota de barcos mercantes para ayudar a Inglaterra...! Arrecia la tormenta. La muchacha vuelve a caerse… está llena de marcas negras y blancas. Pero se levanta sonriendo, sirviendo café y goma de mascar, poniendo su manita de lila blanca en la frente de algún otro, preguntándole si está incómodo, un poco cansado, quizás. Le pregunto si le agrada su empleo. "Es mejor que ser enfermera diplomada", dice. Los vendedores comentan sobre la anatomía de la muchacha; hablan de ella como si fuese una mercancía. Compran y venden, compran y venden. Para ello tienen que tener las mejores habitaciones en los mejores hoteles, los aviones más veloces y cómodos, los sobretodos más pesados y abrigados, las billeteras más grandes y más gruesas. Necesitamos sus cajas de papel, sus botones, sus pieles sintéticas, sus artículos de goma, su lencería, sus cosas plásticas y todo lo demás. Necesitamos al banquero, con su genio para que se quede con nuestro dinero y enriquecerse. Al corredor de seguros; sus pólizas, su charla sobre riesgos, dividendos... también lo necesitamos. ¿De veras? No veo por qué necesitamos a ninguno de estos carnívoros. No veo que necesitemos ninguna de estas ciudades, de estas infernales cuevas donde vivimos. No veo que necesitemos una flota en dos océanos tampoco. Fue en Detroit, hace unas noches. Vi la línea Mannerheim en el cine. Vi la forma que los rusos pulverizaron. Aprendí la lección. ¿Y usted? Dígame, ¿qué puede construir el hombre para protegerse, que otros hombres no puedan destruir? ¿Qué pretendemos defender? Sólo lo viejo, lo inútil, lo muerto, lo que ya no puede defenderse. Toda defensa es una provocación al asalto. ¿Por qué no rendirse? ¿Por qué no darlo... darlo todo? Es tan práctico, tan eficaz y tan desarmante. .. Estamos aquí, nosotros el pueblo de los Estados Unidos: el pueblo más grande de la tierra por lo menos así creemos. Tenemos de todo... de todo lo que hace falta para hacer feliz a un pueblo. Por lo menos así creemos. Tenemos tierra, agua, cielo y todo lo que va con ello. Podríamos convertirnos en el gran ejemplo deslumbrante del mundo; podríamos irradiar paz, alegría, poder y benevolencia. Pero hay fantasmas por todas partes, fantasmas a los cuales parecemos no poder echarles la mano encima. No somos felices, no estamos contentos, no somos radiantes y no estamos libres de miedo.
Obramos milagros y nos sentamos en las alturas, tomando aspirinas y hablando de cajas de papel. Del otro lado del océano se sientan en el cielo y negocian indistintamente sobre muerte y destrucción. A veces, en nuestra codicia, .los damos al bando que no corresponde. Pero eso no es nada... Al final de cuentas todo saldrá bien. Con el tiempo habremos contribuido a barrer o a postrar a una buena parte de la raza humana... no salvajes esta vez, sino "bárbaros" civilizados. Hombres como nosotros, en suma, salvo que tienen distintas concepciones acerca del universo, distintos principios ideológicos, según solemos decir. Por supuesto, si no los destruimos, ellos nos destruirán a nosotros. Eso es lógico. . . nadie podría discutido. Esa es la lógica política, y por ella vivimos y morimos. Floreciente estado de cosas. Realmente emocionante, ¿sabe? "Vivimos en una época tan emocionante..: ¿Acaso a usted no le gusta? El mundo cambia con tanta rapidez... ¿no es maravilloso? Piense lo que era hace cien años. El tiempo avanza. Progreso e invenciones. Nos hemos convertido en un verdadero sueño. Dentro de poco nos acostumbraremos. Aprenderemos a aniquilar al planeta entero en un abrir y cerrar de ojos... espere y verá.
La capital del nuevo planeta –me refiero al que habrá de matarse a sí mismo– es Detroit, por supuesto. Lo comprendí apenas puse los pies en ella. Al principio pensé visitar a Henry Ford para felicitarlo. Pero después reflexioné: ¿para qué? No me entendería en absoluto. Y lo más probable es que tampoco me entendería el señor Cameron. ¡Esa amorosa hora vespertina de Ford! Cada vez que escucho anunciar esa audición pienso en Céline-Ferdinand, según él se llama a sí mismo con todo afecto. Sí, pienso en Céline esperando junto a las puertas de la fábrica, en su libro: Viaje al fin de la noche. ¿Conseguirá el empleo? Por supuesto que sí. Lo consigue. Primero pasa por el bautismo: el bautismo de la petrificación mediante el ruido. Canta allí una maravillosa canción de unas cuantas páginas sobre la máquina y las bendiciones que siembra en la humanidad. Entonces conoce a Molly. Molly es simplemente una prostituta. En Ulises de James Joyce, hay otra Molly, pero Molly, la puta de Detroit, es mucho mejor. Molly tiene alma. Molly es la leche de la bondad humana. Céline le rinde tributo al final del capítulo. Es notable porque todos los demás personajes son redimidos de una manera u otra. Molly se destaca por su blancura. Molly, aunque parezca mentira, se yergue más grande y más santa que la gigantesca empresa de Ford. Sí, eso es lo que el capítulo de Céline sobre Detroit tiene de hermoso y sorprendente: hace que el cuerpo de una prostituta triunfe sobre el alma de la máquina. Si usted visitase Detroit jamás sospecharía que el alma pueda existir. Todo es demasiado nuevo, demasiado lustroso, demasiado brillante, demasiado despiadado. Las almas no crecen en las fábricas. Las almas mueren en las fábricas. . . hasta las almas de los avaros. En una semana Detroit hace con el hombre blanco lo que el sur no pudo hacer con el negro en cien años. Por eso me gusta la hora vespertina de Ford. ¡Es tan sedante... tan inspirada...!
Detroit no es el peor lugar, por supuesto. Eso lo dije de Pittsburgh y eso lo diré también de otros lugares. Ninguno de ellos es el peor. No hay peor ni el peor de todos. Lo peor está en vías de producirse. Está ahora mismo dentro de nosotros, sólo que no lo hemos puesto de relieve. Disney sueña con él... y por eso le pagan, eso es lo curioso. La gente lleva sus hijos a verlo y se desternilla de risa. (De vez en cuando sucede que diez años después no reconocen al monstruito que con tanto gozo aplaudía y chillaba de entusiasmo. Siempre resulta difícil creer que de nuestras propias nalgas podría surgir un Jack el Destripador.). Sin embargo... hace frío en Detroit. Sopla un recio viento. Por suerte no soy de los que no tienen trabajo, comida o techo. Paro en el alegre "Detroiter", la Meca de los vendedores futilitarios. En el vestíbulo hay una elegante camisería. A los vendedores les encantan las camisas de seda. A veces también compran unas preciosas bombachitas… para los ángeles de la guardia de los aviones. Compran prácticamente cualquier cosa... nada más que para hacer circular el dinero. Los hombres de Detroit que quedan expuestos a la intemperie se mueren de frío aun con ropa interior de lana. En invierno la temperatura es meramente subtropical. Los edificios erectos y crueles. El viento corta como cuchillo de doble filo. Con un poco de suerte se puede entrar en ellos, donde se está abrigado, y ver la línea Mannerheim. Es un espectáculo que levanta el ánimo. Se ve la forma en que los principios ideológicos triunfan a pesar de las temperaturas subnormales.
Se ven hombres de sacones blancos arrastrándose sobre el vientre en la nieve; tienen tijeras en las manos, grandes tijeras, y cuando llegan a las alambradas de púa cortan, cortan, cortan. De vez en cuando los matan a tiros; entonces se convierten en héroes y, además, siempre hay otros que ocupan sus lugares, todos armados con tijeras. Muy edificante, muy instructivo. Es alentador, diría. Afuera, en las calles de Detroit, el viento ulula y la gente corre para protegerse. Pero en el cine todo es tibio y arrullador. Después del espectáculo, una buena taza de chocolate caliente en el vestíbulo del hotel. Allí los hombres hablan de botones y goma de mascar. No son los mismos del avión, sino otros.
Siempre se los encuentra donde se está abrigado y cómodo. Siempre compran y venden. Y, por supuesto, tienen un bolsillo lleno de cigarros. El taxista me dijo que espera volver a su empleo dentro de poco… Es decir, en la fábrica. No alcanzo a imaginar lo que ocurriría si la guerra terminase de pronto. Habría muchos corazones destrozados. Quizás otra crisis. La gente no sabría cómo defenderse si de pronto se declarase la paz. Todos quedarían despedidos. Reaparecerían las colas del pan. Es extraño que logremos alimentar al mundo y no aprendamos a alimentarnos a nosotros mismos.
Recuerdo lo que todos pensaron cuando vino el telégrafo. . . ¡qué maravilloso! ¡Ahora nos comunicaremos con el mundo entero! Y la televisión. .. ¡qué maravilla! ¡Ahora veremos lo que sucede en China, en África, en los lugares más remotos del mundo!
Yo solía pensar que algún día tendría mi propio aparatito, y que moviendo un dial vería chinos caminando por las calles de Pekín o Shangai, o salvajes en el corazón de África haciendo los ritos de iniciación. ¿Pero en realidad qué vemos y escuchamos en la actualidad? Lo que los censores permiten que veamos y escuchemos, y nada más. La India sigue siendo tan remota como siempre, y hasta creo que hoy está más alejada que hace cincuenta años. En China se libra una gran guerra... una revolución cargada de proyecciones mucho más grandes para la raza humana que este pequeño asunto de Europa. ¿Usted ve algo de esto en los noticiarios cinematográficos? Hasta los diarios tienen muy poco que decir al respecta. Cinco millones de chinos pueden morirse en inundaciones de hambre o pestes, o ser expulsados de sus casas por el invasor, y la noticia (por lo general un titular un solo día) nos deja imperturbables. En París vi un noticiario cinematográfico del bombardeo de Shanghai y eso fue todo. Demasiado horrible... los franceses no pudieron tragarlo. Hasta hoy no nos han mostrado las verdaderas fotografías de la primera guerra mundial. Hay que tener influencia para poder echar un vistazo a estos horrores bastante recientes. Están las películas "educativas", por supuesto. ¿Las ha visto usted? Compuestas, aburridas, soporíferas, higiénicas; son poemas estadísticos, totalmente castrados y rociados con liso. Es algo que la iglesia bautista o metodista apoyaría.
Los noticiarios cinematográficos se ocupan principalmente de funerales diplomáticos, bautizos de acorazados, incendios y explosiones, desastres de aviación, competencias atléticas, desfiles de bellezas, modas, cosméticos y discursos políticos. Las películas educativas muestran principalmente máquinas, telas, productos de consumo y delincuencia. Si hay guerra, nos dan un brochazo de un escenario extranjero. Casi recibimos tanta información sobre los demás pueblos de este mundo, a través del cine y la radio, como los marcianos la reciben de nosotros. Y esta abismal separación se refleja en la fisonomía norteamericana. En los pueblos y ciudades uno encuentra al norteamericano típico en todas partes. Su expresión es suave, blanda, seudoseria y decididamente fatua. Suele vestir un impecable traje barato de confección, tiene los zapatos lustrados, lapicera fuente y lápiz automático en el bolsillito del pecho, un portafolio bajo el brazo y, por supuesto, usa unas gafas, cuyo modelo cambia de acuerdo con los cambiantes estilos. Parece fabricado por una universidad con la ayuda de una gran tienda en cadena. Cada cual se parece a los demás, lo mismo que los automóviles, las radios y los teléfonos. Este es el tipo entre los veinticinco y cuarenta años. Después de esa edad tenemos otro tipo: el hombre de mediana edad que ya ha sido equipado con un juego de: dientes postizos, que resopla y jadea, que insiste en usar cinturón aunque debiera ponerse tiradores. Es el hombre que come y bebe demasiado, que fuma demasiado, que permanece sentado demasiado, que habla demasiado y que siempre está a punto de desmoronarse. Muchas veces muere de un ataque cardíaco pocos años después. En una ciudad como Cleveland este tipo llega a la apoteosis. Lo mismo sucede con los edificios, los restaurantes, los parques los monumentos a los caídos en la guerra. Esta es la ciudad más típicamente norteamericana que he encontrado hasta ahora. Bulliciosa, próspera, activa, limpia, espaciosa, sanitaria, vitalizada por una liberal infusión de sangre extranjera y por el ozono que viene del lago, se destaca en mi mente como una combinación de muchas ciudades norteamericanas. A pesar de que posee todas las virtudes, todos los prerrequisitos para la vida, el crecimiento y el florecimiento, es un lugar completamente muerto. . . un lugar mortífero, monótono, inanimado. (En Cleveland ver "El Dilema del Doctor" es un acontecimiento emocionante.) De todas maneras me gustaría morir en Richmond, aunque Dios sabe que Richmond tiene muy poco que ofrecer. Pero en Richmond, o en cualquier otra ciudad del sur, uno ve de vez en cuando tipos que se apartan de lo normal. El sur está repleto de personajes excéntricos; todavía fomenta la individualidad. Y los más individualistas provienen, por supuesto, del campo y de los lugares más apartados. Cuando se viaja por un estado escasamente poblado como Carolina del Sur, se encuentran hombres, hombres interesantes: joviales, pendencieros, discutidores, amantes del placer, individuos de ideas independientes que discrepan con todo por razones de principio, pero que hacen la vida encantadora y amena. En mi entender, difícilmente podía haber mayor contraste entre dos regiones de estos Estados Unidos, que entre un estado como Ohio y un estado como Carolina del Sur. Tampoco podría haber mayor contraste en estos estados que, entre dos ciudades como Cleveland y Charleston, por ejemplo. En esta última en realidad hay que clavar a un individuo a la alfombra para poder hablar de negocios con él. Y si este tipo de Charleston resulta ser buen comerciante, lo más probable es que también sea un fanático de algo que nadie sabe. Su cara registra cambios de expresión, sus ojos se encienden, se le erizan los cabellos, su voz resuena de pasión, se le tuerce la corbata, se le caen los tiradores, escupe y maldice, halaga y gesticu1a, y de vez en cuando hace alguna pirueta. Y hay algo que nunca pone delante de la nariz a su interlocutor: el reloj. Tiene tiempo, carradas de tiempo. Y realiza todo lo que desea realizar a su debido tiempo, con el resultado de que no llena el aire de polvo, de aceite lubricante ni de tintineo de cajas registradoras. Encuentro que los grandes derrochadores de tiempo están en el norte, entre los que se afanan por hacer. Todas sus vidas, podría decir en verdad, son un simple desperdicio de tiempo. El fofo obeso de cara de pasto que a los cuarenta y cinco se ha vuelto asexual, es el más grande monumento a la futilidad que Norteamérica ha creado hasta ahora. Es un ninfómano de una energía que no realiza: nada. Es un estadístico montón de grasa y de nervios enredados, que el corredor de seguros convierte en amedrentadora tesis. Siembra la tierra de prósperas viudas inquietas que tienen la cabeza hueca y las manos ociosas, y que forman manadas en grotescas cofradías donde la política y la diabetes marchan tomadas de la mano.
Volviendo a Detroit, antes de que se me olvide... sí, fue aquí donde Swami Vivekenanda borró el rostro con los pies. Algunos de los que lean esto quizás tengan suficiente edad para recordar el furor que creó cuando allá por el noventa habló en el Parlamento de Religiosos en Chicago. La historia de la peregrinación de este hombre que electrizó al pueblo norteamericano parece leyenda. Al principio ignorado, rechazado, reducido a la inanición y obligado a pedir limosna en las calles, finalmente fue aclamado como el más grande dirigente espiritual de nuestros tiempos. Se le prodigaron ofrendas de todo tipo; los ricos lo acapararon y trataron de convertirlo en un mono. En Detroit, a las seis semanas de soportar esto, se rebeló. Canceló todos los contratos y desde entonces en adelante marchó solo de pueblo en pueblo invitado por talo cual sociedad. He aquí las palabras de Romain Rolland: “Su primera sensación de atracción y admiración por el formidable poder de la joven república se había desvanecido. Casi al instante Vivekenanda se sintió asqueado de la brutalidad, la inhumanidad, la pequeñez de espíritu, el estrecho fanatismo, la monumental ignorancia, la aplastante incomprensión, tan franco y seguro de sí mismo acerca de todos los que pensaban, que creían, que consideraban la vida de distinta manera que la nación que era el dechado de la raza humana. .. Y, por lo tanto, no tuvo paciencia. No hizo nada. Estigmatizó los vicios y crímenes de la civilización occidental, con sus características de violencia, pillaje y destrucción. En una ocasión, cuando debía hablar en Boston sobre un hermoso tema religioso particularmente caro para él (Ramakrishna), experimentó tanta repulsión al ver su público, esa artificial y cruel multitud de hombres de negocios y de mundo, que se negó a darles la llave de su santuario y, cambiando bruscamente de tema, se desató furiosamente contra una civilización representada por tales zorros y lobos. El escándalo fue espantoso. Centenares de personas se marcharon ruidosamente de la sala y la prensa reaccionó indignada. Fue especialmente mordaz contra el falso cristianismo y la hipocresía religiosa: Con tanto que os jactáis y alardeáis, ¿dónde ha triunfado vuestro cristianismo sin la espada? La vuestra es una religión que se predica en nombre del lujo. Es todo hipocresía lo que he escuchado en este país. ¡Toda esta prosperidad, todo esto proviene de Cristo! ¡A los que invocan a Cristo no les interesa otra cosa que amasar riquezas! Cristo no encontraría una sola piedra en la cual reposar su cabeza entre vosotros. .. Vosotros no sois cristianos. ¡Volved a Cristo!”
A continuación Rolland contrasta esta reacción con la que le inspirara Inglaterra. "llegó como enemigo y fue conquistado". El mismo Vivekenanda admitió que sus ideas sobre los ingleses habían sufrido una revolución. "Nadie –dijo– desembarcó jamás en suelo inglés con más odio por una raza que yo por los ingleses. " Entre ustedes no hay nadie que ame más al pueblo inglés que yo en estos momentos."
Es un tema familiar y uno lo escucha con insistencia. Pienso en tantos hombres eminentes que visitaron estas costas, sólo para regresar a sus tierras nativas entristecidos, disgustados y desilusionados. Hay una cosa que Norteamérica tiene que dar y todos coinciden sobre el particular: DINERO. Y mientras esto escribo acude a mi mente el caso de un oscuro individuo que conocí en París, un pintor nacido en Rusia que, en los veinte años que había vivido en esa ciudad escasamente conoció un día que no sufriera hambre. Era toda una figura en Montparnasse: todos se preguntaban cómo hacía para subsistir tanto tiempo sin dinero. Finalmente conoció a un norteamericano que le permitió visitar este país, al que siempre había ansiado ver y al que esperaba convertir en patria adoptiva. Permaneció un año viajando, haciendo retratos, y ricos y pobres le prodigaron su hospitalidad. Por primera vez en su vida supo lo que era tener dinero en el bolsillo, dormir en cama limpia y confortable, estar abrigado, alimentarse bien... y, lo que es más importante, que se le reconociera su talento. Un día, a las pocas semanas de su regreso, lo encontré en un bar. Estaba sumamente curioso por escuchar lo que diría sobre Norteamérica. Tenía noticias de su éxito y me preguntaba por qué habría regresado.
Empezó a hablar de las ciudades que había visitado, de la gente que había conocido, de las casas donde había parado, de las comidas que le habían dado, de los museos que había visitado y del dinero que había ganado. "Al principio era maravilloso –dijo–. Creí estar en el paraíso. Pero a los seis meses comencé a aburrirme. Era como vivir con niños... pero niños malignos. ¿De qué vale tener dinero en el bolsillo si no se puede gozar de la vida? ¿Para qué sirve la fama si nadie entiende lo que uno hace? Tú sabes cómo es mi vida aquí. Soy un hombre sin patria. Si hay guerra, me pondrán en un campo de concentración o me obligarán a pelear por los franceses. En Norteamérica me habría salvado de eso. Podría haberme naturalizado y llevar una buena vida. Pero prefiero seguir corriendo riesgos aquí. Aunque apenas me queden pocos años de vida, valen más aquí que toda una vida en Norteamérica. El artista no encuentra vida real en Norteamérica: sólo está muerto en vida. De paso, ¿me puedes prestar unos francos? Estoy en la calle otra vez. Pero soy feliz. Tengo de nuevo el viejo estudio y ahora aprecio esta piojera. Puede que me haya sido provechoso viajar a Norteamérica, aunque sólo sea para comprender lo maravillosa que es esta vida que antes me parecía insoportable".
¡Cuántas cartas recibí, estando en París, de norteamericanos que habían regresado a su país! Siempre la misma cantinela. "¡Ah, si pudiera volver allí. Daría el brazo derecho para volver. No comprendí lo que perdía!". Etcétera, etcétera. Jamás recibí una carta de un norteamericano repatriado que dijera que estaba feliz de haber vuelto al terruño. Cuando termine esta guerra sobrevendrá un éxodo a Europa como este país nunca ha visto.
Ahora que Francia se ha derrumbado pretendemos decir que se había degenerado. En este país hay artistas y críticos de arte que, aprovechando la situación, tratan con total desvergüenza de convencer al público norteamericano de que no tenemos nada que aprender de Europa, de que Europa, especialmente Francia, ha muerto. ¡Qué abominable mentira! Francia postrada y derrotada está más viva que nunca. El arte no muere por una derrota militar, un colapso económico o una catástrofe política. La Francia moribunda ha producido más arte que la joven y vigorosa Norteamérica, que la fanática Alemania o que la proselitista Rusia.
En Europa hay evidencias de un arte muy grande que data de 25.000 años, y en Egipto de hasta 60.000 años atrás. El dinero nada tuvo que ver con la producción de estos tesoros. El dinero nada tendrá que ver con el arte del futuro. El dinero desaparecerá. Aún ahora somos capaces de comprender la futilidad del dinero. Si no nos hubiésemos convertido en el arsenal del mundo para evitar así el gigantesco derrumbe de nuestro sistema industrial, habríamos presenciado el espectáculo de la nación más rica de la tierra, que se muere de hambre en medio del oro acumulado del mundo entero. La guerra es apenas una interrupción del inevitable desastre que se avecina. Tenemos pocos años por delante; después toda la estructura se vendrá abajo y nos envolverá. Poner unos cuantos millones de personas a trabajar haciendo máquinas de destrucción no es la solución del problema. Cuando la destrucción acarreada por la guerra sea completa, se instalará otro tipo de destrucción. Y ésta será mucho más radical, mucho más terrible que la destrucción. Y las llamas rugirán hasta que los cimientos mismos de este mundo se hagan cenizas. Veremos entonces quién tiene vida, quién tiene mayor abundancia de vida. Veremos entonces si la habilidad para ganar dinero y o la habilidad para sobrevivir son la misma cosa. Veremos entonces el significado de la verdadera riqueza.
Mientras tanto tengo buenas noticias: voy a llevarlos a Chicago, a los Mecca-Apartments en el South Side. Es un domingo de mañana y mi cicerone ha alquilado un automóvil para llevarme a pasear. Nos detenemos por el camino en un mercado de pulgas. Mi amigo me explica que creció aquí; en el gheto; trata de encontrar el sitio donde estaba su casa. Ahora hay un terreno baldío. Hay hectáreas y hectáreas de baldíos aquí, en el South Side. Parece Bélgica después de la guerra mundial. Peor, mejor dicho. Me recuerda una mandíbula enferma, en parte aplastada y pulverizada, en parte chamuscada y ulcerada. El mero cado de pulgas recuerda más a Cracovia que a Clignancourt, pero el efecto es el mismo. Estamos en la puerta trasera de la civilización, entre las heces y escombros de los desheredados. Millares, centenas de millares, quizás millones de norteamericanos todavía son lo suficientemente pobres como para revolver este basural en busca de algún objeto necesario. Nada está demasiado estropeado, oxidado o cargado de enfermedad como para no atraer a algún comprador hambriento. Uno creería que la moneda de cinco y diez centavos satisfaría la más humilde de las necesidades, pero la tienda de cinco y diez es realmente costosa a la larga, según no tarda uno en aprender. La congestión es tremenda, hay que abrirse paso a codazos entre la multitud. Es como en las riberas del Ganges, salvo que falta el olor a santidad. Mientras avanzamos a empujones entre las gentes, mis pies se detienen ante una extraña visión. Allí, en el centro de la Calle, vestido con todo su típico atuendo, hay un indio norteamericano. Vende aceite de serpiente. Al instante se borran del pensamiento los otros miserables despojos humanos que van de un lado a otro en medio de esta inmundicia. A World I Never Made (Un mundo que nunca hice), escribió James T. Farrell. Pues bien, allí está el verdadero autor del libro: un descastado, un monstruo, un vendedor de aceite de serpiente. En este mismo lugar galoparon otrora los búfalos; ahora está cubierto de vasijas y ollas rotas, de relojes viejos, de candeleros desmantelados, de zapatos usados que hasta un igorrote rechazaría. Por supuesto, si se caminan unas cuantas cuadras se ve el otro lado del cuadro: la gran fachada de Michigan Avenue, donde se ve el gran monumento a la goma de mascar iluminado por reflectores, y uno se maravilla de que una arquitectura tan monstruosa haya sido elegida para nuestra especial atención. Si descendiendo cómodamente por la escalinata que conduce a la parte trasera del edificio, se aguza la mirada y se fuerza un poco la imaginación, hasta es posible creer que se está de nuevo en la Rue Broca de París. Aquí no hay ningún Bubú, por supuesto, pero es probable que tropecemos con uno de los ex camaradas de Al Capone. Tiene que ser agradable que a uno lo asalten detrás del resplandor de las grandes luces.
Exploramos un poco más el South Side, aunque saliendo de vez en cuando, para estirar las piernas. Es interesante la evolución que se desarrolla aquí. Filas de viejas mansiones flanqueadas por terrenos baldíos. Un hotel destartalado que se yergue cual ruina maya en medio de colmillos amarillos y dientes de tiza. Moradas otrora respetables, hoy habitadas por los pieles oscuras que hemos "liberado". No hay calefacción, gas ni agua corriente... nada: a veces ni siquiera marcos en las ventanas. ¿De quién son estas casas? Mejor no averiguarlo demasiado.
¿Qué hacen con ellas cuando se van los oscuros? Las demuelen, por supuesto. Proyectos de viviendas federales. Conventillos modelo. Pienso en la vieja Génova, uno de los últimos puertos donde hice escala cuando regresaba de Norteamérica. Es muy viejo este sector. No hay mucho de qué jactarse en cuanto a comodidades: ¡Pero qué diferencia entre los tugurios de Génova y los tugurios de Chicago! Hasta el sector armenio de Atenas es preferible a esto. Durante veinte años los refugiados armenios de Atenas han vivido como cabras en el pequeño barrio que hicieron suyo. No había viejas mansiones que ocupar... ni siquiera una fábrica abandonada. Era simplemente un baldío en el cual construyeron sus viviendas con lo que tuvieron a mano. Hombres como Henry Ford y Rockefeller contribuyeron sin querer a la creación de este paraíso, que fue edificado completamente con restos y objetos descartados. Pienso en este barrio armenio, porque, mientras caminábamos, mi amigo me llamó la atención sobre una maceta con flores en la ventana de una de estas sórdidas casas. "Como ve –dijo– hasta los más pobres tienen flores." Pero en Atenas vi palomares, solanas, terrazas que flotaban sin apoyo, conejos que se asoleaban en los techos, cabras arrodilladas ante los íconos, pavos atados a las manijas de las puertas. Todos tenían flores; no simplemente macetas con flores. Las puertas podían haber sido hechas con guardabarros de Ford y resultar atractivas. Las sillas podían haber sido hechas de latas de gasolina y resultar cómodas al sentarse en ellas. Había librerías donde se podía leer cosas de Buffalo Bill, de Julio Verne o Hermes Trimegisto. Reinaba allí un espíritu que un milenio de miseria no había logrado empañar. El South Side de Chicago, en cambio, es como un vasto y desorganizado asilo para lunáticos. Nada florece aquí que no sea vicio y enfermedad. Me pregunto qué diría el gran Emancipador si llegara a ver la gloriosa libertad en que ahora acciona el hombre negro. Él los hizo libres, sí; libres como ratas en un sótano oscuro.
Pues bien, aquí estamos: ¡los Mecca Aparments! Un gran conglomerado cuadrangular de edificios, otrora de buen gusto, supongo, desde el punto de vista arquitectónico. Cuando se fueron los blancos vinieron los negros, pero antes de llegar a su estado actual pasó por una especie de verano indio. De cada dos apartamentos, uno era un garito. El lugar era un hervidero de prostitución. Tiene que haber sido realmente la Meca del solitario negrito que busca trabajo.
Ahora es un edificio extraño. Faltan las cerraduras, las puertas no tienen bisagras, los apliques de las luces están rotos. Se entra en lo que parece el corredor de alguna sombría institución católica, un asilo de sordomudos o un sanatorio del Bronx para la discreta práctica del aborto. Franqueando un recodo uno se encuentra en un patio rodeado por varias filas de balcones. En el centro de este patio hay una fuente abandonada cubierta de un enorme tejido de alambre como los que se usaban antes para cubrir los quesos. Uno imagina lo encantador que habrá sido esto en la época en que las damas de fácil virtud sentaron sus reales aquí. Imagina uno las carcajadas que habrán animado el lugar. Pero ahora prevalece un tenso silencio, apenas interrumpido por el ruido de los patines, una tos seca o alguna palabrota en las tinieblas. Mirando abajo, muchos rostros inexpresivos nos observan. Miran, nada más. ¿Sueñan? Es difícil. Tienen los cuerpos demasiado gastados, las almas demasiado aturdidas como para permitirse siquiera el más barato de los lujos: soñar. Parecen animales en el corral. El hombre escupe. El escupitajo hace un extraño y sordo chasquido al caer al pavimento. Puede que sea su manera de cantar la Declaración de la Independencia. Puede que ni siquiera se haya dado cuenta de que escupió. Puede que lo que ha escupido fue su espectro. Contemplo una vez más la fuente. Hace mucho que está seca. Y quizá la hayan cubierto como un trozo de queso viejo para que la gente no escupa en ella y la resucite. ¡Sería terrible para Chicago que esta negra fuente de vida entrase de pronto en erupción! Mi amigo me asegura que de eso no hay peligro. No estoy tan seguro. Quizás tenga razón. Quizás el negro sea siempre nuestro amigo, no importa lo que le hagamos. Recuerdo una conversación que sostuve con una sirvienta de color en la casa de uno de mis amigos. La negra dijo: "Creo que nosotros los amamos más que ustedes a nosotros". "¿Nunca nos odian?" –pregunté–. "¡No, por Dios! –respondió–. Simplemente les tenemos lástima. Ustedes tienen todo el poder y toda la riqueza, pero no son felices".
Cuando volvimos al automóvil oímos una voz poderosa, que parecía sonar desde los tejados. Anduvimos algunas cuadras y descendimos para visitar otro cráter de bombas. La calle estaba desierta, salvo por algunas gallinas que escarbaban la tierra entre las lajas de una plaza abandonada. Más terrenos baldíos, más casas derruidas; las escaleras de incendio aferradas a las paredes con sus dientes de hierro, como acróbatas borrachos. Había un clima dominical aquí. Todo sereno y pacífico. Como Lovaina o Reims entre un bombardeo y el siguiente. Entonces, de pronto, vi escrito con tiza al costado de una casa, en caracteres de tres metros de alto: "¡BUENAS NOTICIAS! ¡DIOS ES AMOR!" Cuando vi estas palabras me hinqué de rodillas en la alcantarilla abierta colocada convenientemente allí para eso, y ofrecí una breve oración, una oración silenciosa que tiene que haber llegado hasta Mound City, Illinois, donde las ratas almizcleras de color han construido sus iglúes. Era hora de tomar un buen trago de aceite de hígado de bacalao, pero como las fábricas de barniz estaban cerradas, tuvimos que ir al matadero para pedir un balde de sangre. Nunca la sangre tuvo un sabor tan maravilloso. Fue como tomar vitamina A, B, C, D y E en rápida sucesión, y después masticar un cartucho de fría dinamita. ¡Buenas noticias! ¡Ah, maravillosa noticia! ... para Chicago. Ordené al chofer que nos llevara inmediatamente a Mundelein para así bendecir al cardenal y a todas las operaciones de bienes raíces, pero apenas llegamos al Templo Bahai. Un obrero que paleaba arena abrió la puerta del templo y nos mostró su interior. Nos decía que todos adorábamos al mismo Dios, que todas las religiones en esencia eran iguales. Por el folletito que nos entregó para leer, me enteré de que el Precursor de la Fe, el Fundador de la Fe y el Intérprete Autorizado y Ejemplar de las enseñanzas bahaulás, todos ellos habían sufrido persecuciones y martirios por atreverse a hacer que el amor de Dios los abarcase a todos. Este es un mundo extraño, aun en este iluminado período de civilización. El Templo Bahai está en construcción desde hace veinte años y todavía no ha sido terminado. Créase o no, el arquitecto era el señor Bourgeois. El interior del templo, incompleto todavía, hace pensar en un escenario para Juana de Arco. El lugar de reunión, circular y situado en la planta baja, parece el hueco de una bomba e inspira paz y meditación como pocos lugares de culto lo logran. El movimiento ya se ha difundido a 1a mayor parte del mundo, gracias a sus perseguidores y detractores. No hay diferencias de colores, como sucede en las iglesias cristianas, y cada cual cree lo que le agrada. Por esta razón el movimiento Bahai está destinado a durar más que todas las otras organizaciones religiosas en este continente. La iglesia cristiana, con todas sus grotescas ramificaciones y aflorescencias, está muerta como un cadáver; desaparecerá por completo cuando el sistema político y social en que ahora está incrustada se desmorone. La nueva religión se basará en hechos y no en creencias. "La religión no es para vientres vacíos", dijo Ramakrishna. La religión siempre es revolucionaria, mucho más revolucionaria que las filosofías de pan con queso. El sacerdote siempre está en alianza con el diablo, así como el dirigente político siempre conduce a la muerte. Creo que la gente está tratando de unirse. Sus representantes, en todos los órdenes de la vida, la mantienen separada fomentando el odio y el miedo. Las excepciones son tan raras que, cuando ocurren, se tiende a ponerlos aparte, a convertirlos en superhombres o en dioses, en cualquier cosa que no sea hombres y mujeres como nosotros mismos. Y al eliminarlos así, elevándolos a los dominios de lo etéreo, la revolución de amor que vinieron a predicar queda sumergida en el fango. Pero la buena nueva siempre está a la vuelta de la esquina, escrita con tiza en la pared de una casa abandonada.
¡DIOS ES AMOR! Tengo la seguridad de que, cuando los ciudadanos de Chicago lean estas líneas, se levantarán en masa para hacer una peregrinación a esa casa. Es fácil encontrada porque está en el centro de un terreno baldío en el South Side. Es cuestión de descender a uno de los pozos cloacales de la calle La Salle y dejarse llevar por las aguas de desecho. No se la puede dejar de ver porque la leyenda es de tiza blanca y las letras tienen tres metros de altura. Cuando usted la encuentre, lo único que debe hacer es sacudirse como rata de albañal y sacarse el polvo de encima. Dios hará el resto…

* Un domingo después de la guerra, de la edición de Santiago Rueda Editores, 1976

** Escrito antes de su muerte. (N. del T.)











Henry Miller | Dormido y despierto




2 comentarios:

Anónimo dijo...

Al leer a Henry Miller en tu espacio ''Contracorrientes'', he quedado sumido en un estado mezcla de alegría y profunda tristeza. Todo lo que expresa Henry Miller continúa sucediendo pero con elevados niveles de horror; de ahí mi tristeza. Y ya el escritor lúcido traduce en palabras lo que tantas personas sentimos pero no sabemos expresar con tanta integridad y precisión; de ahí mi alegría como esperanza en saber que otros ven y soportan la maldad y fealdad de este progreso y frenético sistema de vida. Podríamos estar hablando toda la noche y todo el día sobre este escrito de Henry Miller, pero es absurdo extenderlo, esta completo, sólo sería añadir datos y más datos que corroboran sus palabras.
Esa gran Norteamérica se inunda en montañas de droga para sobrellevar tanta tristeza. En fin... Muchas gracias.

Contracorriente dijo...

Mis disculpas por ser tan mal anfitrión. Se me pasan por alto los comentarios en el blog porque no recibo las notificaciones o se me pierden en una inmensidad de correos que recibo en mi ya añeja dirección de correo. Sí, es bueno contar con hombres como Henry Miller que cantan las cosas por su nombre.
Muchas gracias por sus palabras...
lacl