Extensa un tanto (aunque se lee en un tris) puede parecer esta glosa de Miller que
recomiendo leer a todo aquel que no lo haya hecho alguna vez, aunque vale
también -y por partida doble- la relectura, pues el cuadro que pinta Miller de
las tierras de donde es oriundo es el mísero pasaje que ha ocupado el alma
humana, a lo largo y ancho del orbe. Seres que sólo son movidos por la palabra BENEFICIO
y en cuyos ojos destella en llamas una locura en que se inscribe ciega la
codicia. No es menester decir más, sin caer en un ejercicio de tautología.
Miller expresa claramente un punto de vista que, hoy más que nunca, hay que urgentemente
rescatar.
Salud!
Lacl
*******
Henry
Miller ¡BUENAS NOTICIAS! ¡DIOS ES AMOR!
TERMINÉ
de leer la Vida de Ramakrishna, de Romain Rolland, en un hotel de Pittsburgh.
Pittsburgh y Ramakrishna... ¿podría darse contraste más violento? La primera,
símbolo de un poder y una riqueza brutales; el segundo, encarnación misma del
amor y la sabiduría.
Empezamos
aquí, por lo tanto, en plena espesura de la pesadilla, en el crisol donde todos
los valores quedan reducidos a escoria.
Me
encuentro en una habitación pequeña, presuntamente confortable, de un moderno hotel
dotado de las más recientes innovaciones imaginables. Cama limpia y mullida,
una ducha que funciona a la perfección, inodoro de asiento esterilizado desde
que estuvo el último ocupante –a juzgar por lo que dice la banda de papel que
lo rodea–, jabón, toallas, luces, papel y sobres; hay de todo, y en abundancia.
Me
siento deprimido; no tengo palabras para describir esta depresión. Si me
quedase en esta habitación más de un día me volvería loco... o me suicidaría.
El espíritu del lugar, el espíritu de los hombres que hicieron de ésta la
espantosa ciudad que es, trasuda por las paredes. Hay homicidio en el aire.
Esto me sofoca.
Hace
unos instantes salí a tomar un poco de aire. Había vuelto a la Rusia zarista.
Vi a Iván el Terrible seguido por una cabalgata de esbirros con hocico de
perro. Eran ellos, los cosacos, armados con cachiporras y revólveres. Parecían
hombres que obedecen con celo, hombres que tiran a matar por la menor
provocación. Sólo verlos inspira odio y rebelión. Uno quisiera bajarlos de sus
arrogantes monturas para aplastarles ese grueso cráneo que tienen. Uno querría
acabar con esta clase de ley y orden.
Nunca
el statu quo me ha resultado más abominable. Este no es el peor lugar, lo sé.
Pero estoy aquí, y lo que veo me golpea con fiereza.
Es probable
que haya tenido suerte de no iniciar mi gira por Estados Unidos pasando por
Pittsburgh, Youngstown y Detroit; afortunado de no comenzar visitando a
Bayonne, a Bethlehem, a Scranton y cosas por el estilo. Ni siquiera habría
llegado a Chicago. Me habría convertido en bomba humana; habría estallado. Es
probable que un sagaz instinto de conservación me haya llevado primero al sur
para explorar los llamados estados "atrasados" de la Unión. Si bien
es cierto que casi siempre lo pasé aburrido, por lo menos conocí paz. ¿Que no
vi sufrimiento y miseria también en el sur? Por supuesto que sí. Hay
sufrimiento y miseria por todas partes en esta anchurosa tierra. Pero hay tipos
y grados de sufrimiento; el peor, en mi opinión, es el que solemos encontrar en
el corazón mismo del progreso.
En
este momento hablamos de la defensa de nuestro país, de nuestras instituciones,
de nuestra manera de vivir. Se da por descontado que estas cosas tenemos que
defenderlas, no importa que nos invadan o no. Pero hay cosas que no habría que
defender, que habría que dejarlas morir; hay cosas que deberíamos destruir
voluntariamente, que deberíamos destrozar con nuestras propias manos.
Procuremos
hacer una recapitulación imaginaria. Tratemos de pensar en esos viejos tiempos
cuando nuestros antepasados llegaron a estas costas. Para empezar, escapaban de
algo; al igual que los exilados y expatriados que acostumbramos denigrar y
vilipendiar, también ellos abandonaron su tierra en busca de algo más próximo
al deseo de sus corazones.
Una de
las cosas curiosas que tenían estos progenitores nuestros, es que, aunque
declaraban buscar paz, felicidad y libertad religiosa y política, lo primero
que hicieron fue despojar, envenenar y matar, exterminando casi la raza a la
cual pertenecía este vasto continente. Más tarde, cuando vino la fiebre del
oro, hicieron a los mexicanos lo mismo que habían hecho a los indios. Y cuando
surgieron los mormones, practicaron las mismas crueldades, la misma
intolerancia y la misma persecución contra sus propios hermanos blancos.
Pienso
en estas cosas feas porque, cuando viajaba de Pittsburgh a Youngstown a través
de un infierno que excede todo lo que imaginara el Dante, se me ocurrió de
pronto que debería tener un indio norteamericano a mi lado, un indio que
compartiese este viaje conmigo para comunicarme en silencio, o como fuere, sus
emociones y reflexiones. Con preferencia me habría gustado tener un
descendiente de una de las tribus indígenas a las que se reconoce como
"civilizadas"; un Semínola, digamos, que se hubiera pasado la vida en
los enmarañados pantanos de la Florida.
Imagínense,
los dos de pie, contemplando la sórdida grandeza de uno de estos hornos de
acero que jalonan la línea ferroviaria. Casi lo escucho pensar: "¡Así que
para esto nos privaron de nuestro derecho de cuna, se llevaron nuestros
esclavos, diezmaron a nuestras mujeres y niños, envenenaron nuestras almas,
violaron todos los tratados que habían concertado con nosotros y nos dejaron
morir en los pantanos y selvas de los Everglades!".
¿Creen
ustedes que sería fácil persuadir a este indio para que cambiara su condición
por la de uno de nuestros trabajadores?
¿Cómo
convencerlo? ¿Cómo proponerle en estos tiempos algo realmente seductor? ¿Un
automóvil usado para dirigirse al trabajo?
¿Una
choza de tablas que, si él fuese lo suficientemente ignorante, podría llamar
casa? ¿Una educación para sus hijos que el saque del vicio, la ignorancia y la
superstición, pero que a pesar de todo los mantenga en la esclavitud? ¿Una vida
limpia y sana en medio de la pobreza, la delincuencia, la inmundicia, las
enfermedades y el miedo? ¿Sueldos que a duras penas alcanzan para mantener la
cabeza sobre el agua, y muchas veces no? ¿Radio, teléfono, cine, diarios,
revistas ilustradas, lapiceras fuente, relojes de pulsera, aspiradoras
eléctricas y otros adminículos ad infinitum? ¿Acaso estas chucherías hacen que
valga la pena vivir la vida? ¿Acaso esto nos hace felices, desaprensivos,
generosos, simpáticos, afables, pacíficos y bondadosos? ¿Acaso vivimos prósperos
y seguros, como tantos sueñan estúpidamente? ¿Acaso alguno de nosotros, no
importa lo rico y poderoso que sea, tiene la certeza de que un viento adverso
no barrerá nuestras posesiones, nuestra autoridad, el miedo o el respeto en que
se nos mantiene?
¿Adónde
nos conduce esta frenética actividad que a todos nosotros, ricos y pobres,
débiles y poderosos, nos tiene atrapados en sus garras? En la vida hay dos
cosas que, en mí entender, todos quieren y muy pocos obtienen (porque ambas
pertenecen a los dominios de lo espiritual): esas dos cosas son salud y
libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son impotentes para dar
salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad no otorgan libertad. La
educación jamás provee sabiduría, y tampoco las iglesias religión, la riqueza,
felicidad o la seguridad paz. Entonces, ¿qué significado tiene nuestra
actividad? ¿Para qué?
No
solamente somos tan ignorantes, supersticiosos y malignos en nuestra conducta
como los "salvajes ignorantes y sanguinarios" a los que desposeímos y
aniquilamos cuando llegamos aquí, sino peores, y mucho. Hemos degenerado, hemos
degradado la vida que queríamos establecer en este continente. La nación más
productiva del mundo, y sin embargo incapaz de alimentar, vestir y alojar
debidamente a más de la tercera parte de su población.
Vastas
extensiones de valiosa tierra se convierten en páramos por negligencia,
indiferencia, codicia y vandalismo. Desgarrados hace unos ochenta años por la
más sangrienta guerra civil en la historia del hombre, y sin embargo hasta
ahora incapaces de convencer de la corrección de nuestra causa al sector
derrotado de nuestro país; incapaces, como liberadores y emancipadores de
esclavos, de darles auténtica libertad e igualdad, pero, en cambio,
esclavizando y degradando a nuestros propios hermanos blancos. Sí, el norte
industrial derrotó a1 aristocrático sur, y los frutos de esa victoria ahora se
tornan evidentes. Dondequiera que haya industria, hay fealdad, miseria,
opresión, congoja y desesperanza. Los blancos que se enriquecieron enseñándonos
píamente a ahorrar para así estafarnos con nuestro propio dinero, nos ruegan
ahora que no les llevemos nuestros ahorros y amenazan con borrar hasta la
ridícula tasa de interés que ofrecen, en caso de que hagamos caso omiso de su
consejo. Las tres cuartas partes del oro del mundo están enterradas en
Kentucky. Invenciones que dejarían sin trabajo a millones más, dado que, por
extraña ironía de nuestro sistema, toda bonanza potencial para la raza humana
se convierte en un mal, yacen polvorientos en los estantes de la Oficina de
Patentes o son sacadas y destruidas por las potencias que fiscalizan nuestro
destino. La tierra escasamente poblada, que produce con derroche y en forma
azarosa enormes excedentes de toda clase, es considerada por sus propietarios,
simple puñado de hombres, incapaz para acomodar no sólo a los hambrientos
millones de Europa, sino también a nuestras famélicas hordas. Un país que hace
el ridículo enviando misioneros a las comarcas más remotas del mundo, pidiendo
centavitos al pobre para sostener la obra cristiana de esos diablos ilusos que
no representan más a Cristo que yo al Papa, y que sin embargo son incapaces de
rescatar a los débiles y derrotados, a los miserables y oprimidos por medio de
sus iglesias y misiones en su propio país. Los hospitales, los manicomios y las
cárceles desbordan de gente. Condados enteros, algunos tan grandes como un país
europeo, yacen prácticamente deshabitados, en poder de una intangible
corporación cuyos tentáculos llegan a todas partes y cuyas responsabilidades
nadie es capaz de formular ni aclarar. Un hombre rodeado de todos los lujos y
sin embargo paralizado de miedo y ansiedad, fiscaliza las vidas y destinos de
millares de hombres y mujeres a los cuales nunca ha visto, a los cuales jamás
querría ver y en cuya suerte no tiene el más mínimo interés.
A esto
se le llama progreso en Estados Unidos de Norte América. Como no soy de
ascendencia india, negra o mexicana, no experimento ningún gozo en delinear
este cuadro de la civilización del hombre blanco. Desciendo de dos hombres que
escaparon de su tierra nativa porque no quisieron ser soldados. Pero lo irónico
es que mis descendientes ya no podrán eludir ese deber; todo el mundo blanco
por fin ha sido convertido en campo armado.
Pues
bien, como decía, estaba henchido de Ramakrishna cuando me marché de
Pittsburgh. Ramakrishna, el que nunca criticaba, el que nunca predicaba, el que
aceptaba todas las religiones, el que veía a Dios en todas partes y en todo:
imagino que fue el ser más extático que vivió jamás. Después vinieron
Coranopolis, Aliquippa, Wampun. Luego Niles, donde naciera el presidente
McKinley, y Warren, pueblo natal de Kenneth Patchen. Más adelante Youngstown, y
dos muchachas descienden por el risco junto a las vías férreas en el paraje más
fantástico que he visto desde que estuve en Creta. Al instante me encuentro de
nuevo en esa antigua isla griega de pie al borde de una multitud en las afueras
de Heraclión, apenas a unos kilómetros de Cnosos. No hay ferrocarril en la
isla, la sanidad es mala, hay mucho polvo, moscas por todas partes, la comida
apesta... pero es un lugar maravilloso, uno de los lugares más maravillosos en
el mundo entero. Igual que junto a la estación ferroviaria de Youngstown, hay
un risco, y una campesina griega desciende lentamente, con un cesto en la
cabeza, los pies descalzos, su cuerpo equilibrado. Aquí termina la semejanza…
Como
todos saben, Ohio ha dado al país más presidentes que cualquier otro estado de
la Unión. Presidentes como McKinley, Hayes, Gadield, Grant; Harding... hombres
débiles, sin carácter. También nos ha dado escritores como Sherwood Anderson* y
Kenneth Patchen, el uno buscando poesía en todas partes y el otro casi
enloquecido por el mal y la fealdad de todo. El uno recorre solitario las calles
de noche y nos habla de la vida imaginaria que se desarrolla detrás de las
puertas cerradas; el otro, tan afectado de dolor y congoja por lo que ve, que
trata de crear de nuevo el cosmos en términos de lágrimas y sangre, lo pone
cabeza abajo y sale a pisotearlo cargado de odio y disgusto. Me alegro de haber
tenido ocasión de ver estos pueblos de Ohio, este río Mahoning que parece como
si la bilis emponzoñada de toda la humanidad se hubiera vertido en él, aunque
en verdad quizás no contenga nada de malo como no sean los productos químicos y
de desechos provenientes de los talleres y las fábricas.
Me
alegro de haber tenido ocasión de ver el color de esta tierra en invierno, un
color que no es de vejez ni de muerte, sino de enfermedad y pesadumbre. Me
alegro de haber captado las barrancas, que, como tapizadas con piel de
rinoceronte, se levantan desde la orilla del río, y en la palidez de una tarde
de invierno reflejan la calidad lunar de un planeta entregado a la rivalidad y
el odio. Me alegro de haber echado un vistazo a esos montones de escoria que
parecen cúmulos fecales de enfermizos monstruos prehistóricos que pernoctaron
allí. Esto me ayuda a comprender la negra y monstruosa poesía que el hombre
joven destila para no volverse loco; me ayuda a comprender por qué el mayor de
ambos escritores tuvo que fingir locura para fugarse de la cárcel en que se
encontraba cuando trabajaba en la fábrica de pintura. Me ayuda a comprender
cómo es posible que la prosperidad erigida sobre este plano de la vida, pudo
haber hecho de Ohio la madre de presidentes y la perseguidora de los hombres de
genio.
La
visión más triste son los automóviles estacionados junto a los talleres y
fábricas. El automóvil se destaca en mi mente como el símbolo mismo de la
falsedad y la ilusión. Acá están, de a millares y millares, y los hay en tanta
profusión que daría la impresión de que nadie es tan pobre como para no poseer
uno. En Europa, Asia, África, las masas trabajadoras de la humanidad miran con
humedecidos ojos este paraíso donde el trabajador viaja al trabajo en su propio
automóvil. ¡Qué magnífico mundo de oportunidades tiene que ser, piensan! (¡Por
lo menos a nosotros nos gusta creer que ellos lo piensan así!). Nunca preguntan
lo que debe hacerse para obtener una bendición tan grande como ésta. No
comprenden que cuando el trabajador norteamericano desciende de su
resplandeciente carruaje de lata se entrega de cuerpo y alma a la labor más
paralizante que pueda realizar un hombre. No tienen la menor idea de que,
aunque se trabaje en las mejores condiciones posibles, es factible tener que
renunciar a todos los derechos como ser humano. No saben que "las mejores
condiciones posibles" (en la jerga norteamericana) significan las más grandes
ganancias para el patrón, la más extrema servidumbre para el trabajador, la
mayor confusión y desilusión para el público en general. Ven un automóvil
hermoso y deslumbrante que ronronea como un gato; ven interminables carreteras
de cemento tan lisas e impecables que el conductor a duras penas consigue
mantenerse despierto; ven cines que parecen palacios; ven grandes tiendas con
maniquíes vestidos como princesas. Ven el brillo y la pintura, las chucherías,
los dispositivos, los lujos; no ven la amargura en el corazón, el escepticismo,
el cinismo, la oquedad, la esterilidad, la desesperanza, la desazón que devora
al trabajador norteamericano. No quieren ver esto... tan llenos de miseria
están ellos mismos. Quieren una salida: quieren comodidades, conveniencias, lujos
letales. Y siguen nuestros pasos, ciega, impensada, temerariamente.
Por
supuesto que no todos los trabajadores norteamericanos viajan al trabajo en
automóviles. En Beaufort, hace apenas unas semanas vi a un hombre en un carro
de dos ruedas tirado por un buey por la calle principal. Era un negro, por
supuesto, pero por su expresión deduzco que estaba mucho mejor que el pobre
diablo de la fábrica de acero que viaja en su propio automóvil. En Tennessee vi
hombres blancos uncidos a sus arados; los vi luchar desesperadamente por
arrancar un sustento al magro suelo en la ladera de una montaña. Vi las chozas
en que viven y me pregunté si sería posible encontrar algo más primitivo. Pero
no puedo decir que me dieron pena. No; no son el tipo de gente que inspira piedad.
Por el contrario, hay que admirarlos. Si representan a la gente
"atrasada" de Norteamérica, entonces necesitamos más gente atrasada.
En el subterráneo de Nueva York uno ve el otro tipo, el rata de biblioteca que
se enfrasca en teorías sociales y políticas y vive una vida de esclavo,
alabándose tontamente a sí mismo en la creencia de que, porque no trabaja con
las manos (con el cerebro tampoco dicho sea de paso), está mejor que el pobre
desahuciado blanco en el sur.
Esas
dos muchachas de Youngstown que descendían por la resbaladiza barranca… fue
como una pesadilla, les aseguro. Pero cuando examinamos estas pesadillas
constantemente y con los ojos abiertos, y cuando alguien nos hace una
observación sobre el particular, decimos: "Oh, sí, tiene razón, es así",
y seguimos con nuestras ocupaciones o nos entregamos al narcótico, un narcótico
que es mucho peor que el opio o el hechich... me refiero a los diarios, la
radio, el cine. El narcótico norteamericano lo obliga a uno a tragarse los
sueños pervertidos de hombres cuya única ambición es conservar su puesto sin
tener en cuenta lo que se les hace hacer.
Lo más
terrible de Norteamérica es que no hay manera de escapar a la noria que
nosotros mismos hemos creado. No hay una sola compañía cinematográfica dedicada
al arte y no a las ganancias. No tenemos un teatro digno de ese nombre, y lo
que tenemos de teatro está prácticamente concentrado en una sola ciudad; no
tenemos una música que valga la pena comentar, excepto la que nos ha dado el
negro, y apenas un puñado de escritores que podrían considerarse talentosos.
Tenemos murales que decoran nuestros edificios públicos y que están al nivel
del desarrollo estético de estudiantes secundarios, y a veces por debajo de ese
nivel en cuanto a concepción y ejecución. Tenemos museos de arte que están en
su mayoría atiborrados de chatarra inerte. Tenemos monumentos de guerra en
nuestras plazas públicas, que hadan revolverse en la tumba a los muertos en
cuyo nombre fueron erigidos. Tenemos un gusto arquitectónico que es prácticamente
todo lo decadente que podría lograrse. En dieciséis mil kilómetros que he
viajado, hasta ahora he encontrado sólo dos ciudades que tienen un pequeño
sector que vale la pena detenerse a examinar: me refiero a Charleston y Nueva
Orleans. En cuanto a las demás ciudades, pueblo y villas, espero no volver a
verlos jamás. Algunas tienen nombres tan maravillosos, por añadidura, que sólo
sirven para que la decepción resulte más cruel. Nombres como Chattanooga,
Pensacola, Tallahassee; como Mantua, Phoebus, Bethlehem, Paoli; como Algiers,
Mobile, Natchez, Savannah; como Baton Rouge, Saginaw, Poughkeepsie: nombres que
reviven gloriosas memorias del pasado o despiertan sueños del futuro.
Visitadlas, os juro. Vedlas por vosotros mismos. Tratad de pensar en Schubert o
Shakespeare cuando estéis en Phoebus, Virginia. Tratad de pensar en África del
Norte cuando estéis en Algiers, Louisiana. Tratad de pensar en la vida que
otrora vivieron los indios aquí cuando estéis en un lago, montaña o río que
tengan los nombres que hemos tomado de ellos. Tratad de pensar, en los sueños
de los españoles cuando viajéis en automóvil por la vieja Spanish Trail (Senda
Española). Caminad por el viejo barrio francés de Nueva Orleans y tratad de
reconstruir la vida que esta ciudad conociera en otros tiempos. Menos de un
centenar de años han transcurrido desde que esta joya de Norteamérica se
extinguiera. Todo lo que había de belleza, significación o promesa ha sido
destruido y enterrado en el alud de un falso progreso. En un milenio de guerras
casi incesantes Europa no ha perdido lo que perdimos nosotros en una centuria
de "paz y progreso". Ningún enemigo extranjero ha arruinado al sur.
No hubo vándalos bárbaros que devastasen grandes extensiones de tierra que son
tan desoladas y siniestras como la superficie muerta de la luna. No podemos
atribuir a los indios la trasformación de una isla pacífica y soñolienta como
Manhattan en la ciudad más hostil del mundo. Tampoco podemos atribuir el
derrumbe de nuestro sistema económico a las hordas de pacíficos e industriosos
inmigrantes a los que ya no queremos. No, las naciones europeas podrán
achacarse mutuamente sus miserias, pero nosotros no tenemos tal excusa... los
únicos culpables somos nosotros mismos.
Hace
menos de dos siglos un gran experimento social se inició en este continente
virgen. Los indios a los que desposeímos, diezmamos y redujimos a la condición
de descastados, así como hicieran los arios con los dravidianos de la India,
tenían una actitud reverente hacia esta tierra. Los bosques estaban intactos, y
el suelo era rico y fértil. Vivían en comunión con la naturaleza en lo que
nosotros optamos por denominar un bajo nivel de vida. Aunque carecían de
lenguaje escrito, eran poetas hasta la médula y profundamente religiosos.
Nuestros antepasados llegaron y, tratando de escapar de sus opresores,
comenzaron envenenando a los indios con alcohol y enfermedades venéreas,
violando a sus mujeres y asesinando a sus niños. La sabiduría de la vida que
los indios poseían, fue desdeñada y denigrada por ellos. Cuando por último
completaron su obra de conquista y exterminio, arrearon a los miserables
remanentes de una gran raza, los encerraron en campos de concentración y
procedieron a quebrantar el espíritu que quedaba en ellos.
No
hace mucho pasé por casualidad por un minúsculo distrito indígena perteneciente
a los cheroques en las montañas de Carolina del Norte. El contraste entre este
mundo y el nuestro es casi increíble. La pequeña comunidad cheroque es
virtualmente un paraíso. Una gran paz y silencio reinan en el lugar, dando la
impresión de estar por fin en los felices campos de caza en los cuales el bravo
indio va cuando muere. En mi viaje, hasta ahora solamente he encontrado otra
comunidad que tenía algo semejante a este clima, y eso fue en el condado de
Lancaster, Pennsylvania, entre los Amish. Aquí un pequeño grupo religioso, que
se aferra obstinadamente a la manera de vivir de sus antepasados en cuanto a
comportamiento, indumentaria, creencias y costumbres, ha convertido la tierra
en un verdadero jardín de paz y abundancia. Se dice que desde que se radicaron
aquí nunca les fracasó una sola cosecha. Viven una vida que es directamente lo
contrario de la que lleva la mayoría de los norteamericanos, y el resultado es
muy evidente. A contados kilómetros de distancia de los infernales abismos de
Norteamérica, donde, como para probar al mundo que ninguna idea, teoría o ismo
foráneo podrá poner pie jamás aquí, la bandera norteamericana ondea audaz y
desafiante en los techos y chimeneas. ¡Y qué aspecto lamentable tienen estas
banderas que los arrogantes fanáticos propietarios de esos establecimientos
despliegan! Siempre tenemos dos banderas norteamericanas: una para los ricos y
otra para los pobres. Cuando la izan los ricos, significa que las cosas están
bajo su dominio; cuando la izan los pobres, significa peligro, revolución,
anarquía. En menos de doscientos años la tierra de la libertad, la morada de
los libres, el refugio de los oprimidos, ha alterado de tal manera el
significado de las estrellas y franjas, que cuando hoy un hombre o mujer logra
escapar de los horrores de Europa, cuando finalmente se detiene ante el mástil,
bajo nuestra gloriosa enseña nacional, la primera pregunta que le hacemos es:
"¿Cuánto dinero tienes?". Si no tienes dinero sino sólo libertad,
sólo una oración de piedad en tus labios, se te proscribe, se te manda de
vuelta al matadero, se te ahuyenta como a un leproso. Esta es la amarga
caricatura que los descendientes de nuestros precursores amantes de la libertad
han hecho del emblema nacional.
Aquí
todo es caricatura. Tomo un avión para ver a mi padre en su lecho de muerte, y
aquí arriba, en las nubes, en medio de una tormenta, escucho que dos hombres
discuten detrás de mí la manera de concretar una gran operación, una gran
operación de cajas de papel, nada menos. La camarera, que ha sido adiestrada
para comportarse como madre, enfermera, amante, cocinera y esclava, nunca
desaliñada, siempre con su peinado Marcel impecable, sin jamás mostrar un signo
de fatiga o desagrado, contrariedad o soledad; la, camarera pone su manita
blanca en la frente de uno de los vendedores de cajas de papel, y con voz de
ángel de la guardia dice: "¿Se siente cansado esta noche? ¿Le duele la
cabeza?
¿Querría
una aspirina?". Estamos arriba de las nubes y ella representa su papel
como una foca amaestrada. Cuando el avión da un brinco, ella cae al suelo de
pronto y revela un tentador par de muslos. Ahora los vendedores hablan de
botones, de dónde conseguirlos baratos y dónde venderlos caros. Otro, un
cansado banquero, lee las noticias de guerra. Hay una gran huelga en alguna
parte… varias, en realidad. ¡Vamos a construir una flota de barcos mercantes
para ayudar a Inglaterra...! Arrecia la tormenta. La muchacha vuelve a caerse…
está llena de marcas negras y blancas. Pero se levanta sonriendo, sirviendo
café y goma de mascar, poniendo su manita de lila blanca en la frente de algún
otro, preguntándole si está incómodo, un poco cansado, quizás. Le pregunto si
le agrada su empleo. "Es mejor que ser enfermera diplomada", dice.
Los vendedores comentan sobre la anatomía de la muchacha; hablan de ella como
si fuese una mercancía. Compran y venden, compran y venden. Para ello tienen
que tener las mejores habitaciones en los mejores hoteles, los aviones más
veloces y cómodos, los sobretodos más pesados y abrigados, las billeteras más
grandes y más gruesas. Necesitamos sus cajas de papel, sus botones, sus pieles
sintéticas, sus artículos de goma, su lencería, sus cosas plásticas y todo lo
demás. Necesitamos al banquero, con su genio para que se quede con nuestro
dinero y enriquecerse. Al corredor de seguros; sus pólizas, su charla sobre
riesgos, dividendos... también lo necesitamos. ¿De veras? No veo por qué
necesitamos a ninguno de estos carnívoros. No veo que necesitemos ninguna de
estas ciudades, de estas infernales cuevas donde vivimos. No veo que
necesitemos una flota en dos océanos tampoco. Fue en Detroit, hace unas noches.
Vi la línea Mannerheim en el cine. Vi la forma que los rusos pulverizaron.
Aprendí la lección. ¿Y usted? Dígame, ¿qué puede construir el hombre para
protegerse, que otros hombres no puedan destruir? ¿Qué pretendemos defender?
Sólo lo viejo, lo inútil, lo muerto, lo que ya no puede defenderse. Toda
defensa es una provocación al asalto. ¿Por qué no rendirse? ¿Por qué no
darlo... darlo todo? Es tan práctico, tan eficaz y tan desarmante. .. Estamos
aquí, nosotros el pueblo de los Estados Unidos: el pueblo más grande de la
tierra por lo menos así creemos. Tenemos de todo... de todo lo que hace falta
para hacer feliz a un pueblo. Por lo menos así creemos. Tenemos tierra, agua,
cielo y todo lo que va con ello. Podríamos convertirnos en el gran ejemplo
deslumbrante del mundo; podríamos irradiar paz, alegría, poder y benevolencia.
Pero hay fantasmas por todas partes, fantasmas a los cuales parecemos no poder
echarles la mano encima. No somos felices, no estamos contentos, no somos
radiantes y no estamos libres de miedo.
Obramos
milagros y nos sentamos en las alturas, tomando aspirinas y hablando de cajas
de papel. Del otro lado del océano se sientan en el cielo y negocian
indistintamente sobre muerte y destrucción. A veces, en nuestra codicia, .los
damos al bando que no corresponde. Pero eso no es nada... Al final de cuentas
todo saldrá bien. Con el tiempo habremos contribuido a barrer o a postrar a una
buena parte de la raza humana... no salvajes esta vez, sino
"bárbaros" civilizados. Hombres como nosotros, en suma, salvo que
tienen distintas concepciones acerca del universo, distintos principios
ideológicos, según solemos decir. Por supuesto, si no los destruimos, ellos nos
destruirán a nosotros. Eso es lógico. . . nadie podría discutido. Esa es la
lógica política, y por ella vivimos y morimos. Floreciente estado de cosas.
Realmente emocionante, ¿sabe? "Vivimos en una época tan emocionante..:
¿Acaso a usted no le gusta? El mundo cambia con tanta rapidez... ¿no es
maravilloso? Piense lo que era hace cien años. El tiempo avanza. Progreso e
invenciones. Nos hemos convertido en un verdadero sueño. Dentro de poco nos
acostumbraremos. Aprenderemos a aniquilar al planeta entero en un abrir y
cerrar de ojos... espere y verá.
La
capital del nuevo planeta –me refiero al que habrá de matarse a sí mismo– es
Detroit, por supuesto. Lo comprendí apenas puse los pies en ella. Al principio
pensé visitar a Henry Ford para felicitarlo. Pero después reflexioné: ¿para
qué? No me entendería en absoluto. Y lo más probable es que tampoco me
entendería el señor Cameron. ¡Esa amorosa hora vespertina de Ford! Cada vez que
escucho anunciar esa audición pienso en Céline-Ferdinand, según él se llama a
sí mismo con todo afecto. Sí, pienso en Céline esperando junto a las puertas de
la fábrica, en su libro: Viaje al fin de la noche. ¿Conseguirá el empleo? Por
supuesto que sí. Lo consigue. Primero pasa por el bautismo: el bautismo de la
petrificación mediante el ruido. Canta allí una maravillosa canción de unas
cuantas páginas sobre la máquina y las bendiciones que siembra en la humanidad.
Entonces conoce a Molly. Molly es simplemente una prostituta. En Ulises de
James Joyce, hay otra Molly, pero Molly, la puta de Detroit, es mucho mejor.
Molly tiene alma. Molly es la leche de la bondad humana. Céline le rinde
tributo al final del capítulo. Es notable porque todos los demás personajes son
redimidos de una manera u otra. Molly se destaca por su blancura. Molly, aunque
parezca mentira, se yergue más grande y más santa que la gigantesca empresa de
Ford. Sí, eso es lo que el capítulo de Céline sobre Detroit tiene de hermoso y
sorprendente: hace que el cuerpo de una prostituta triunfe sobre el alma de la
máquina. Si usted visitase Detroit jamás sospecharía que el alma pueda existir.
Todo es demasiado nuevo, demasiado lustroso, demasiado brillante, demasiado
despiadado. Las almas no crecen en las fábricas. Las almas mueren en las
fábricas. . . hasta las almas de los avaros. En una semana Detroit hace con el
hombre blanco lo que el sur no pudo hacer con el negro en cien años. Por eso me
gusta la hora vespertina de Ford. ¡Es tan sedante... tan inspirada...!
Detroit
no es el peor lugar, por supuesto. Eso lo dije de Pittsburgh y eso lo diré
también de otros lugares. Ninguno de ellos es el peor. No hay peor ni el peor
de todos. Lo peor está en vías de producirse. Está ahora mismo dentro de
nosotros, sólo que no lo hemos puesto de relieve. Disney sueña con él... y por
eso le pagan, eso es lo curioso. La gente lleva sus hijos a verlo y se
desternilla de risa. (De vez en cuando sucede que diez años después no
reconocen al monstruito que con tanto gozo aplaudía y chillaba de entusiasmo.
Siempre resulta difícil creer que de nuestras propias nalgas podría surgir un
Jack el Destripador.). Sin embargo... hace frío en Detroit. Sopla un recio
viento. Por suerte no soy de los que no tienen trabajo, comida o techo. Paro en
el alegre "Detroiter", la Meca de los vendedores futilitarios. En el
vestíbulo hay una elegante camisería. A los vendedores les encantan las camisas
de seda. A veces también compran unas preciosas bombachitas… para los ángeles
de la guardia de los aviones. Compran prácticamente cualquier cosa... nada más
que para hacer circular el dinero. Los hombres de Detroit que quedan expuestos
a la intemperie se mueren de frío aun con ropa interior de lana. En invierno la
temperatura es meramente subtropical. Los edificios erectos y crueles. El
viento corta como cuchillo de doble filo. Con un poco de suerte se puede entrar
en ellos, donde se está abrigado, y ver la línea Mannerheim. Es un espectáculo
que levanta el ánimo. Se ve la forma en que los principios ideológicos triunfan
a pesar de las temperaturas subnormales.
Se ven
hombres de sacones blancos arrastrándose sobre el vientre en la nieve; tienen
tijeras en las manos, grandes tijeras, y cuando llegan a las alambradas de púa
cortan, cortan, cortan. De vez en cuando los matan a tiros; entonces se
convierten en héroes y, además, siempre hay otros que ocupan sus lugares, todos
armados con tijeras. Muy edificante, muy instructivo. Es alentador, diría.
Afuera, en las calles de Detroit, el viento ulula y la gente corre para
protegerse. Pero en el cine todo es tibio y arrullador. Después del
espectáculo, una buena taza de chocolate caliente en el vestíbulo del hotel.
Allí los hombres hablan de botones y goma de mascar. No son los mismos del
avión, sino otros.
Siempre
se los encuentra donde se está abrigado y cómodo. Siempre compran y venden. Y,
por supuesto, tienen un bolsillo lleno de cigarros. El taxista me dijo que
espera volver a su empleo dentro de poco… Es decir, en la fábrica. No alcanzo a
imaginar lo que ocurriría si la guerra terminase de pronto. Habría muchos
corazones destrozados. Quizás otra crisis. La gente no sabría cómo defenderse
si de pronto se declarase la paz. Todos quedarían despedidos. Reaparecerían las
colas del pan. Es extraño que logremos alimentar al mundo y no aprendamos a
alimentarnos a nosotros mismos.
Recuerdo
lo que todos pensaron cuando vino el telégrafo. . . ¡qué maravilloso! ¡Ahora
nos comunicaremos con el mundo entero! Y la televisión. .. ¡qué maravilla!
¡Ahora veremos lo que sucede en China, en África, en los lugares más remotos
del mundo!
Yo
solía pensar que algún día tendría mi propio aparatito, y que moviendo un dial
vería chinos caminando por las calles de Pekín o Shangai, o salvajes en el
corazón de África haciendo los ritos de iniciación. ¿Pero en realidad qué vemos
y escuchamos en la actualidad? Lo que los censores permiten que veamos y
escuchemos, y nada más. La India sigue siendo tan remota como siempre, y hasta
creo que hoy está más alejada que hace cincuenta años. En China se libra una
gran guerra... una revolución cargada de proyecciones mucho más grandes para la
raza humana que este pequeño asunto de Europa. ¿Usted ve algo de esto en los
noticiarios cinematográficos? Hasta los diarios tienen muy poco que decir al
respecta. Cinco millones de chinos pueden morirse en inundaciones de hambre o
pestes, o ser expulsados de sus casas por el invasor, y la noticia (por lo
general un titular un solo día) nos deja imperturbables. En París vi un
noticiario cinematográfico del bombardeo de Shanghai y eso fue todo. Demasiado
horrible... los franceses no pudieron tragarlo. Hasta hoy no nos han mostrado
las verdaderas fotografías de la primera guerra mundial. Hay que tener
influencia para poder echar un vistazo a estos horrores bastante recientes.
Están las películas "educativas", por supuesto. ¿Las ha visto usted?
Compuestas, aburridas, soporíferas, higiénicas; son poemas estadísticos,
totalmente castrados y rociados con liso. Es algo que la iglesia bautista o
metodista apoyaría.
Los
noticiarios cinematográficos se ocupan principalmente de funerales
diplomáticos, bautizos de acorazados, incendios y explosiones, desastres de
aviación, competencias atléticas, desfiles de bellezas, modas, cosméticos y
discursos políticos. Las películas educativas muestran principalmente máquinas,
telas, productos de consumo y delincuencia. Si hay guerra, nos dan un brochazo
de un escenario extranjero. Casi recibimos tanta información sobre los demás
pueblos de este mundo, a través del cine y la radio, como los marcianos la
reciben de nosotros. Y esta abismal separación se refleja en la fisonomía
norteamericana. En los pueblos y ciudades uno encuentra al norteamericano
típico en todas partes. Su expresión es suave, blanda, seudoseria y
decididamente fatua. Suele vestir un impecable traje barato de confección,
tiene los zapatos lustrados, lapicera fuente y lápiz automático en el
bolsillito del pecho, un portafolio bajo el brazo y, por supuesto, usa unas
gafas, cuyo modelo cambia de acuerdo con los cambiantes estilos. Parece
fabricado por una universidad con la ayuda de una gran tienda en cadena. Cada
cual se parece a los demás, lo mismo que los automóviles, las radios y los
teléfonos. Este es el tipo entre los veinticinco y cuarenta años. Después de
esa edad tenemos otro tipo: el hombre de mediana edad que ya ha sido equipado
con un juego de: dientes postizos, que resopla y jadea, que insiste en usar
cinturón aunque debiera ponerse tiradores. Es el hombre que come y bebe
demasiado, que fuma demasiado, que permanece sentado demasiado, que habla
demasiado y que siempre está a punto de desmoronarse. Muchas veces muere de un
ataque cardíaco pocos años después. En una ciudad como Cleveland este tipo
llega a la apoteosis. Lo mismo sucede con los edificios, los restaurantes, los
parques los monumentos a los caídos en la guerra. Esta es la ciudad más
típicamente norteamericana que he encontrado hasta ahora. Bulliciosa, próspera,
activa, limpia, espaciosa, sanitaria, vitalizada por una liberal infusión de
sangre extranjera y por el ozono que viene del lago, se destaca en mi mente
como una combinación de muchas ciudades norteamericanas. A pesar de que posee
todas las virtudes, todos los prerrequisitos para la vida, el crecimiento y el
florecimiento, es un lugar completamente muerto. . . un lugar mortífero,
monótono, inanimado. (En Cleveland ver "El Dilema del Doctor" es un
acontecimiento emocionante.) De todas maneras me gustaría morir en Richmond,
aunque Dios sabe que Richmond tiene muy poco que ofrecer. Pero en Richmond, o
en cualquier otra ciudad del sur, uno ve de vez en cuando tipos que se apartan
de lo normal. El sur está repleto de personajes excéntricos; todavía fomenta la
individualidad. Y los más individualistas provienen, por supuesto, del campo y
de los lugares más apartados. Cuando se viaja por un estado escasamente poblado
como Carolina del Sur, se encuentran hombres, hombres interesantes: joviales,
pendencieros, discutidores, amantes del placer, individuos de ideas
independientes que discrepan con todo por razones de principio, pero que hacen
la vida encantadora y amena. En mi entender, difícilmente podía haber mayor
contraste entre dos regiones de estos Estados Unidos, que entre un estado como
Ohio y un estado como Carolina del Sur. Tampoco podría haber mayor contraste en
estos estados que, entre dos ciudades como Cleveland y Charleston, por ejemplo.
En esta última en realidad hay que clavar a un individuo a la alfombra para
poder hablar de negocios con él. Y si este tipo de Charleston resulta ser buen
comerciante, lo más probable es que también sea un fanático de algo que nadie
sabe. Su cara registra cambios de expresión, sus ojos se encienden, se le
erizan los cabellos, su voz resuena de pasión, se le tuerce la corbata, se le
caen los tiradores, escupe y maldice, halaga y gesticu1a, y de vez en cuando
hace alguna pirueta. Y hay algo que nunca pone delante de la nariz a su
interlocutor: el reloj. Tiene tiempo, carradas de tiempo. Y realiza todo lo que
desea realizar a su debido tiempo, con el resultado de que no llena el aire de
polvo, de aceite lubricante ni de tintineo de cajas registradoras. Encuentro
que los grandes derrochadores de tiempo están en el norte, entre los que se
afanan por hacer. Todas sus vidas, podría decir en verdad, son un simple
desperdicio de tiempo. El fofo obeso de cara de pasto que a los cuarenta y
cinco se ha vuelto asexual, es el más grande monumento a la futilidad que
Norteamérica ha creado hasta ahora. Es un ninfómano de una energía que no
realiza: nada. Es un estadístico montón de grasa y de nervios enredados, que el
corredor de seguros convierte en amedrentadora tesis. Siembra la tierra de
prósperas viudas inquietas que tienen la cabeza hueca y las manos ociosas, y
que forman manadas en grotescas cofradías donde la política y la diabetes
marchan tomadas de la mano.
Volviendo
a Detroit, antes de que se me olvide... sí, fue aquí donde Swami Vivekenanda
borró el rostro con los pies. Algunos de los que lean esto quizás tengan
suficiente edad para recordar el furor que creó cuando allá por el noventa
habló en el Parlamento de Religiosos en Chicago. La historia de la
peregrinación de este hombre que electrizó al pueblo norteamericano parece
leyenda. Al principio ignorado, rechazado, reducido a la inanición y obligado a
pedir limosna en las calles, finalmente fue aclamado como el más grande
dirigente espiritual de nuestros tiempos. Se le prodigaron ofrendas de todo
tipo; los ricos lo acapararon y trataron de convertirlo en un mono. En Detroit,
a las seis semanas de soportar esto, se rebeló. Canceló todos los contratos y
desde entonces en adelante marchó solo de pueblo en pueblo invitado por talo
cual sociedad. He aquí las palabras de Romain Rolland: “Su primera sensación de
atracción y admiración por el formidable poder de la joven república se había
desvanecido. Casi al instante Vivekenanda se sintió asqueado de la brutalidad,
la inhumanidad, la pequeñez de espíritu, el estrecho fanatismo, la monumental
ignorancia, la aplastante incomprensión, tan franco y seguro de sí mismo acerca
de todos los que pensaban, que creían, que consideraban la vida de distinta
manera que la nación que era el dechado de la raza humana. .. Y, por lo tanto,
no tuvo paciencia. No hizo nada. Estigmatizó los vicios y crímenes de la
civilización occidental, con sus características de violencia, pillaje y
destrucción. En una ocasión, cuando debía hablar en Boston sobre un
hermoso tema religioso particularmente caro para él (Ramakrishna), experimentó
tanta repulsión al ver su público, esa artificial y cruel multitud de hombres
de negocios y de mundo, que se negó a darles la llave de su santuario y,
cambiando bruscamente de tema, se desató furiosamente contra una civilización
representada por tales zorros y lobos. El escándalo fue espantoso. Centenares
de personas se marcharon ruidosamente de la sala y la prensa reaccionó
indignada. Fue especialmente mordaz contra el falso cristianismo y la
hipocresía religiosa: Con tanto que os jactáis y alardeáis, ¿dónde ha triunfado
vuestro cristianismo sin la espada? La vuestra es una religión que se predica
en nombre del lujo. Es todo hipocresía lo que he escuchado en este país. ¡Toda
esta prosperidad, todo esto proviene de Cristo! ¡A los que invocan a Cristo no
les interesa otra cosa que amasar riquezas! Cristo no encontraría una sola piedra
en la cual reposar su cabeza entre vosotros. .. Vosotros no sois cristianos.
¡Volved a Cristo!”
A
continuación Rolland contrasta esta reacción con la que le inspirara
Inglaterra. "llegó como enemigo y fue conquistado". El mismo
Vivekenanda admitió que sus ideas sobre los ingleses habían sufrido una
revolución. "Nadie –dijo– desembarcó jamás en suelo inglés con más odio
por una raza que yo por los ingleses. " Entre ustedes no hay nadie que ame
más al pueblo inglés que yo en estos momentos."
Es un
tema familiar y uno lo escucha con insistencia. Pienso en tantos hombres
eminentes que visitaron estas costas, sólo para regresar a sus tierras nativas
entristecidos, disgustados y desilusionados. Hay una cosa que Norteamérica
tiene que dar y todos coinciden sobre el particular: DINERO. Y mientras esto
escribo acude a mi mente el caso de un oscuro individuo que conocí en París, un
pintor nacido en Rusia que, en los veinte años que había vivido en esa ciudad
escasamente conoció un día que no sufriera hambre. Era toda una figura en
Montparnasse: todos se preguntaban cómo hacía para subsistir tanto tiempo sin
dinero. Finalmente conoció a un norteamericano que le permitió visitar este
país, al que siempre había ansiado ver y al que esperaba convertir en patria
adoptiva. Permaneció un año viajando, haciendo retratos, y ricos y pobres le
prodigaron su hospitalidad. Por primera vez en su vida supo lo que era tener
dinero en el bolsillo, dormir en cama limpia y confortable, estar abrigado,
alimentarse bien... y, lo que es más importante, que se le reconociera su
talento. Un día, a las pocas semanas de su regreso, lo encontré en un bar.
Estaba sumamente curioso por escuchar lo que diría sobre Norteamérica. Tenía
noticias de su éxito y me preguntaba por qué habría regresado.
Empezó
a hablar de las ciudades que había visitado, de la gente que había conocido, de
las casas donde había parado, de las comidas que le habían dado, de los museos
que había visitado y del dinero que había ganado. "Al principio era
maravilloso –dijo–. Creí estar en el paraíso. Pero a los seis meses comencé a
aburrirme. Era como vivir con niños... pero niños malignos. ¿De qué vale tener
dinero en el bolsillo si no se puede gozar de la vida? ¿Para qué sirve la fama
si nadie entiende lo que uno hace? Tú sabes cómo es mi vida aquí. Soy un hombre
sin patria. Si hay guerra, me pondrán en un campo de concentración o me
obligarán a pelear por los franceses. En Norteamérica me habría salvado de eso.
Podría haberme naturalizado y llevar una buena vida. Pero prefiero seguir
corriendo riesgos aquí. Aunque apenas me queden pocos años de vida, valen más
aquí que toda una vida en Norteamérica. El artista no encuentra vida real en
Norteamérica: sólo está muerto en vida. De paso, ¿me puedes prestar unos
francos? Estoy en la calle otra vez. Pero soy feliz. Tengo de nuevo el viejo
estudio y ahora aprecio esta piojera. Puede que me haya sido provechoso viajar
a Norteamérica, aunque sólo sea para comprender lo maravillosa que es esta vida
que antes me parecía insoportable".
¡Cuántas
cartas recibí, estando en París, de norteamericanos que habían regresado a su
país! Siempre la misma cantinela. "¡Ah, si pudiera volver allí. Daría el
brazo derecho para volver. No comprendí lo que perdía!". Etcétera,
etcétera. Jamás recibí una carta de un norteamericano repatriado que dijera que
estaba feliz de haber vuelto al terruño. Cuando termine esta guerra sobrevendrá
un éxodo a Europa como este país nunca ha visto.
Ahora
que Francia se ha derrumbado pretendemos decir que se había degenerado. En este
país hay artistas y críticos de arte que, aprovechando la situación, tratan con
total desvergüenza de convencer al público norteamericano de que no tenemos
nada que aprender de Europa, de que Europa, especialmente Francia, ha muerto.
¡Qué abominable mentira! Francia postrada y derrotada está más viva que nunca.
El arte no muere por una derrota militar, un colapso económico o una catástrofe
política. La Francia moribunda ha producido más arte que la joven y vigorosa
Norteamérica, que la fanática Alemania o que la proselitista Rusia.
En
Europa hay evidencias de un arte muy grande que data de 25.000 años, y en
Egipto de hasta 60.000 años atrás. El dinero nada tuvo que ver con la
producción de estos tesoros. El dinero nada tendrá que ver con el arte del futuro.
El dinero desaparecerá. Aún ahora somos capaces de comprender la futilidad del
dinero. Si no nos hubiésemos convertido en el arsenal del mundo para evitar así
el gigantesco derrumbe de nuestro sistema industrial, habríamos presenciado el
espectáculo de la nación más rica de la tierra, que se muere de hambre en medio
del oro acumulado del mundo entero. La guerra es apenas una interrupción del
inevitable desastre que se avecina. Tenemos pocos años por delante; después
toda la estructura se vendrá abajo y nos envolverá. Poner unos cuantos millones
de personas a trabajar haciendo máquinas de destrucción no es la solución del
problema. Cuando la destrucción acarreada por la guerra sea completa, se
instalará otro tipo de destrucción. Y ésta será mucho más radical, mucho más
terrible que la destrucción. Y las llamas rugirán hasta que los cimientos
mismos de este mundo se hagan cenizas. Veremos entonces quién tiene vida, quién
tiene mayor abundancia de vida. Veremos entonces si la habilidad para ganar
dinero y o la habilidad para sobrevivir son la misma cosa. Veremos entonces el
significado de la verdadera riqueza.
Mientras
tanto tengo buenas noticias: voy a llevarlos a Chicago, a los Mecca-Apartments
en el South Side. Es un domingo de mañana y mi cicerone ha alquilado un
automóvil para llevarme a pasear. Nos detenemos por el camino en un mercado de
pulgas. Mi amigo me explica que creció aquí; en el gheto; trata de encontrar el
sitio donde estaba su casa. Ahora hay un terreno baldío. Hay hectáreas y
hectáreas de baldíos aquí, en el South Side. Parece Bélgica después de la
guerra mundial. Peor, mejor dicho. Me recuerda una mandíbula enferma, en parte
aplastada y pulverizada, en parte chamuscada y ulcerada. El mero cado de pulgas
recuerda más a Cracovia que a Clignancourt, pero el efecto es el mismo. Estamos
en la puerta trasera de la civilización, entre las heces y escombros de los
desheredados. Millares, centenas de millares, quizás millones de
norteamericanos todavía son lo suficientemente pobres como para revolver este
basural en busca de algún objeto necesario. Nada está demasiado estropeado,
oxidado o cargado de enfermedad como para no atraer a algún comprador
hambriento. Uno creería que la moneda de cinco y diez centavos satisfaría la
más humilde de las necesidades, pero la tienda de cinco y diez es realmente
costosa a la larga, según no tarda uno en aprender. La congestión es tremenda,
hay que abrirse paso a codazos entre la multitud. Es como en las riberas del
Ganges, salvo que falta el olor a santidad. Mientras avanzamos a empujones
entre las gentes, mis pies se detienen ante una extraña visión. Allí, en el
centro de la Calle, vestido con todo su típico atuendo, hay un indio
norteamericano. Vende aceite de serpiente. Al instante se borran del
pensamiento los otros miserables despojos humanos que van de un lado a otro en
medio de esta inmundicia. A World I Never Made (Un mundo que nunca hice),
escribió James T. Farrell. Pues bien, allí está el verdadero autor del libro:
un descastado, un monstruo, un vendedor de aceite de serpiente. En este mismo
lugar galoparon otrora los búfalos; ahora está cubierto de vasijas y ollas
rotas, de relojes viejos, de candeleros desmantelados, de zapatos usados que
hasta un igorrote rechazaría. Por supuesto, si se caminan unas cuantas cuadras
se ve el otro lado del cuadro: la gran fachada de Michigan Avenue, donde se ve
el gran monumento a la goma de mascar iluminado por reflectores, y uno se
maravilla de que una arquitectura tan monstruosa haya sido elegida para nuestra
especial atención. Si descendiendo cómodamente por la escalinata que conduce a
la parte trasera del edificio, se aguza la mirada y se fuerza un poco la
imaginación, hasta es posible creer que se está de nuevo en la Rue Broca de
París. Aquí no hay ningún Bubú, por supuesto, pero es probable que tropecemos
con uno de los ex camaradas de Al Capone. Tiene que ser agradable que a uno lo
asalten detrás del resplandor de las grandes luces.
Exploramos
un poco más el South Side, aunque saliendo de vez en cuando, para estirar las
piernas. Es interesante la evolución que se desarrolla aquí. Filas de viejas
mansiones flanqueadas por terrenos baldíos. Un hotel destartalado que se yergue
cual ruina maya en medio de colmillos amarillos y dientes de tiza. Moradas
otrora respetables, hoy habitadas por los pieles oscuras que hemos
"liberado". No hay calefacción, gas ni agua corriente... nada: a
veces ni siquiera marcos en las ventanas. ¿De quién son estas casas? Mejor no
averiguarlo demasiado.
¿Qué
hacen con ellas cuando se van los oscuros? Las demuelen, por supuesto.
Proyectos de viviendas federales. Conventillos modelo. Pienso en la vieja
Génova, uno de los últimos puertos donde hice escala cuando regresaba de
Norteamérica. Es muy viejo este sector. No hay mucho de qué jactarse en cuanto a
comodidades: ¡Pero qué diferencia entre los tugurios de Génova y los tugurios
de Chicago! Hasta el sector armenio de Atenas es preferible a esto. Durante
veinte años los refugiados armenios de Atenas han vivido como cabras en el
pequeño barrio que hicieron suyo. No había viejas mansiones que ocupar... ni
siquiera una fábrica abandonada. Era simplemente un baldío en el cual
construyeron sus viviendas con lo que tuvieron a mano. Hombres como Henry Ford
y Rockefeller contribuyeron sin querer a la creación de este paraíso, que fue
edificado completamente con restos y objetos descartados. Pienso en este barrio
armenio, porque, mientras caminábamos, mi amigo me llamó la atención sobre una
maceta con flores en la ventana de una de estas sórdidas casas. "Como ve –dijo–
hasta los más pobres tienen flores." Pero en Atenas vi palomares, solanas,
terrazas que flotaban sin apoyo, conejos que se asoleaban en los techos, cabras
arrodilladas ante los íconos, pavos atados a las manijas de las puertas. Todos
tenían flores; no simplemente macetas con flores. Las puertas podían haber sido
hechas con guardabarros de Ford y resultar atractivas. Las sillas podían haber
sido hechas de latas de gasolina y resultar cómodas al sentarse en ellas. Había
librerías donde se podía leer cosas de Buffalo Bill, de Julio Verne o Hermes
Trimegisto. Reinaba allí un espíritu que un milenio de miseria no había logrado
empañar. El South Side de Chicago, en cambio, es como un vasto y desorganizado
asilo para lunáticos. Nada florece aquí que no sea vicio y enfermedad. Me
pregunto qué diría el gran Emancipador si llegara a ver la gloriosa libertad en
que ahora acciona el hombre negro. Él los hizo libres, sí; libres como ratas en
un sótano oscuro.
Pues
bien, aquí estamos: ¡los Mecca Aparments! Un gran conglomerado cuadrangular de
edificios, otrora de buen gusto, supongo, desde el punto de vista
arquitectónico. Cuando se fueron los blancos vinieron los negros, pero antes de
llegar a su estado actual pasó por una especie de verano indio. De cada dos
apartamentos, uno era un garito. El lugar era un hervidero de prostitución.
Tiene que haber sido realmente la Meca del solitario negrito que busca trabajo.
Ahora
es un edificio extraño. Faltan las cerraduras, las puertas no tienen bisagras,
los apliques de las luces están rotos. Se entra en lo que parece el corredor de
alguna sombría institución católica, un asilo de sordomudos o un sanatorio del
Bronx para la discreta práctica del aborto. Franqueando un recodo uno se
encuentra en un patio rodeado por varias filas de balcones. En el centro de
este patio hay una fuente abandonada cubierta de un enorme tejido de alambre
como los que se usaban antes para cubrir los quesos. Uno imagina lo encantador
que habrá sido esto en la época en que las damas de fácil virtud sentaron sus
reales aquí. Imagina uno las carcajadas que habrán animado el lugar. Pero ahora
prevalece un tenso silencio, apenas interrumpido por el ruido de los patines,
una tos seca o alguna palabrota en las tinieblas. Mirando abajo, muchos rostros
inexpresivos nos observan. Miran, nada más. ¿Sueñan? Es difícil. Tienen los
cuerpos demasiado gastados, las almas demasiado aturdidas como para permitirse
siquiera el más barato de los lujos: soñar. Parecen animales en el corral. El
hombre escupe. El escupitajo hace un extraño y sordo chasquido al caer al
pavimento. Puede que sea su manera de cantar la Declaración de la
Independencia. Puede que ni siquiera se haya dado cuenta de que escupió. Puede
que lo que ha escupido fue su espectro. Contemplo una vez más la fuente. Hace
mucho que está seca. Y quizá la hayan cubierto como un trozo de queso viejo
para que la gente no escupa en ella y la resucite. ¡Sería terrible para Chicago
que esta negra fuente de vida entrase de pronto en erupción! Mi amigo me
asegura que de eso no hay peligro. No estoy tan seguro. Quizás tenga razón.
Quizás el negro sea siempre nuestro amigo, no importa lo que le hagamos.
Recuerdo una conversación que sostuve con una sirvienta de color en la casa de
uno de mis amigos. La negra dijo: "Creo que nosotros los amamos más que
ustedes a nosotros". "¿Nunca nos odian?" –pregunté–. "¡No,
por Dios! –respondió–. Simplemente les tenemos lástima. Ustedes tienen todo el
poder y toda la riqueza, pero no son felices".
Cuando
volvimos al automóvil oímos una voz poderosa, que parecía sonar desde los
tejados. Anduvimos algunas cuadras y descendimos para visitar otro cráter de
bombas. La calle estaba desierta, salvo por algunas gallinas que escarbaban la
tierra entre las lajas de una plaza abandonada. Más terrenos baldíos, más casas
derruidas; las escaleras de incendio aferradas a las paredes con sus dientes de
hierro, como acróbatas borrachos. Había un clima dominical aquí. Todo sereno y
pacífico. Como Lovaina o Reims entre un bombardeo y el siguiente. Entonces, de
pronto, vi escrito con tiza al costado de una casa, en caracteres de tres
metros de alto: "¡BUENAS NOTICIAS! ¡DIOS ES AMOR!" Cuando vi estas
palabras me hinqué de rodillas en la alcantarilla abierta colocada
convenientemente allí para eso, y ofrecí una breve oración, una oración
silenciosa que tiene que haber llegado hasta Mound City, Illinois, donde las
ratas almizcleras de color han construido sus iglúes. Era hora de tomar un buen
trago de aceite de hígado de bacalao, pero como las fábricas de barniz estaban
cerradas, tuvimos que ir al matadero para pedir un balde de sangre. Nunca la
sangre tuvo un sabor tan maravilloso. Fue como tomar vitamina A, B, C, D y E en
rápida sucesión, y después masticar un cartucho de fría dinamita. ¡Buenas
noticias! ¡Ah, maravillosa noticia! ... para Chicago. Ordené al chofer que nos
llevara inmediatamente a Mundelein para así bendecir al cardenal y a todas las
operaciones de bienes raíces, pero apenas llegamos al Templo Bahai. Un obrero
que paleaba arena abrió la puerta del templo y nos mostró su interior. Nos
decía que todos adorábamos al mismo Dios, que todas las religiones en esencia
eran iguales. Por el folletito que nos entregó para leer, me enteré de que el
Precursor de la Fe, el Fundador de la Fe y el Intérprete Autorizado y Ejemplar
de las enseñanzas bahaulás, todos ellos habían sufrido persecuciones y
martirios por atreverse a hacer que el amor de Dios los abarcase a todos. Este
es un mundo extraño, aun en este iluminado período de civilización. El Templo
Bahai está en construcción desde hace veinte años y todavía no ha sido
terminado. Créase o no, el arquitecto era el señor Bourgeois. El interior del
templo, incompleto todavía, hace pensar en un escenario para Juana de Arco. El
lugar de reunión, circular y situado en la planta baja, parece el hueco de una
bomba e inspira paz y meditación como pocos lugares de culto lo logran. El
movimiento ya se ha difundido a 1a mayor parte del mundo, gracias a sus
perseguidores y detractores. No hay diferencias de colores, como sucede en las
iglesias cristianas, y cada cual cree lo que le agrada. Por esta razón el
movimiento Bahai está destinado a durar más que todas las otras organizaciones
religiosas en este continente. La iglesia cristiana, con todas sus grotescas
ramificaciones y aflorescencias, está muerta como un cadáver; desaparecerá por
completo cuando el sistema político y social en que ahora está incrustada se
desmorone. La nueva religión se basará en hechos y no en creencias. "La
religión no es para vientres vacíos", dijo Ramakrishna. La religión
siempre es revolucionaria, mucho más revolucionaria que las filosofías de pan
con queso. El sacerdote siempre está en alianza con el diablo, así como el
dirigente político siempre conduce a la muerte. Creo que la gente está tratando
de unirse. Sus representantes, en todos los órdenes de la vida, la mantienen
separada fomentando el odio y el miedo. Las excepciones son tan raras que,
cuando ocurren, se tiende a ponerlos aparte, a convertirlos en superhombres o
en dioses, en cualquier cosa que no sea hombres y mujeres como nosotros mismos.
Y al eliminarlos así, elevándolos a los dominios de lo etéreo, la revolución de
amor que vinieron a predicar queda sumergida en el fango. Pero la buena nueva
siempre está a la vuelta de la esquina, escrita con tiza en la pared de una
casa abandonada.
¡DIOS
ES AMOR! Tengo la seguridad de que, cuando los ciudadanos de Chicago lean estas
líneas, se levantarán en masa para hacer una peregrinación a esa casa. Es fácil
encontrada porque está en el centro de un terreno baldío en el South Side. Es
cuestión de descender a uno de los pozos cloacales de la calle La Salle y
dejarse llevar por las aguas de desecho. No se la puede dejar de ver porque la
leyenda es de tiza blanca y las letras tienen tres metros de altura. Cuando
usted la encuentre, lo único que debe hacer es sacudirse como rata de albañal y
sacarse el polvo de encima. Dios hará el resto…
* Un
domingo después de la guerra, de la edición de Santiago Rueda Editores, 1976
**
Escrito antes de su muerte. (N. del T.)
Henry Miller | Dormido y despierto
2 comentarios:
Al leer a Henry Miller en tu espacio ''Contracorrientes'', he quedado sumido en un estado mezcla de alegría y profunda tristeza. Todo lo que expresa Henry Miller continúa sucediendo pero con elevados niveles de horror; de ahí mi tristeza. Y ya el escritor lúcido traduce en palabras lo que tantas personas sentimos pero no sabemos expresar con tanta integridad y precisión; de ahí mi alegría como esperanza en saber que otros ven y soportan la maldad y fealdad de este progreso y frenético sistema de vida. Podríamos estar hablando toda la noche y todo el día sobre este escrito de Henry Miller, pero es absurdo extenderlo, esta completo, sólo sería añadir datos y más datos que corroboran sus palabras.
Esa gran Norteamérica se inunda en montañas de droga para sobrellevar tanta tristeza. En fin... Muchas gracias.
Mis disculpas por ser tan mal anfitrión. Se me pasan por alto los comentarios en el blog porque no recibo las notificaciones o se me pierden en una inmensidad de correos que recibo en mi ya añeja dirección de correo. Sí, es bueno contar con hombres como Henry Miller que cantan las cosas por su nombre.
Muchas gracias por sus palabras...
lacl
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