Una conversación conservada en portafolio
y en el curso de los años de amistad de Steiner con Nuccio Ordine. La condición
pactada fue que la misma sólo pudiera ver la luz al día siguiente del
fallecimiento de Steiner.
Es una hermosa emisión de la desnuda
franqueza. Hablar con el corazón, eso ha hecho a lo largo de su vida George
Steiner, un corazón cavilador.
Invitamos al disfrute de esta despojada
conversa.
Salud!
lacl
NUCCIO ORDINE *
5 FEB 2020
“El
secreto de una buena vejez no es más que un pacto honesto con la soledad”; no
pude evitar pensar en esta maravillosa reflexión de Gabriel García Márquez
cuando me enteré de la desaparición de George Steiner. Murió el lunes hacia las
14.00, por complicaciones derivadas de una fiebre aguda, en su casa de Barrow
Road, en Cambridge. La última vez que hablamos fue el sábado pasado, por
teléfono, y me confió, con voz muy ronca: “Ya no soporto el cansancio de la
debilidad y la enfermedad”.
Así,
Steiner, uno de los críticos literarios más agudos e importantes del siglo XX,
vivió los últimos años de su vida lejos del foco de atención, de los medios de
comunicación, de los congresos y conferencias, de cualquier cita pública. He
tenido el privilegio de estar con él también en esta última fase de aislamiento
voluntario.
Después
de más de veinte años de encuentros en París, Italia y otras ciudades europeas,
las llamadas mensuales y la visita anual a Cambridge se habían convertido en un
ritual. Pero a la última cita, fijada para el 14 de junio de 2018, no le
sucedió ninguna otra: el día anterior George la canceló porque no se encontraba
bien y no quería mostrarse cansado y desanimado. Fue en una de estas reuniones
(el 21 de enero de 2014, hace exactamente seis años), cuando a Steiner se le
ocurrió concederme una entrevista póstuma: reunir algunas de sus reflexiones y
no publicarlas hasta el día siguiente a su desaparición. Una manera discreta de
romper el silencio y despedirse de sus amigos, sus alumnos, sus numerosos
lectores.
Volvió
a este texto el año pasado, modificando algunas palabras aquí y allá y
pidiéndome que volviera a escribir algunas frases. Quién sabe cuántos aspectos
desconocidos de su vida y su pensamiento saldrán a la luz en 2050, cuando se
puedan estudiar los cientos de “cartas autobiográficas” ahora selladas en los
archivos del Churchill College de Cambridge.
Ahora
que ya no está –su hijo David me dio la noticia–, además del profundo dolor por
la pérdida de un amigo querido y un verdadero maestro, ni siquiera cuatro meses
después de la desaparición de Harold Bloom, advierto más claramente las
consecuencias de ese silencio forzado y el vacío insalvable que deja entre los
defensores de los clásicos y la literatura. Pienso en sus libros, en su
conocimiento enciclopédico animado por una sorprendente curiosidad. Y pienso,
sobre todo, en su pasión por la enseñanza, en su capacidad para compartir el
amor por la literatura y el conocimiento con los estudiantes y el público.
George
no solo destacó en la palabra escrita. Era también un gran orador: su elegante
elocuencia fue capaz de inflamar a estudiantes y colegas.
Nuccio
Ordine.
Pregunta: ¿Cuál es el secreto más
importante que quiere revelar en esta entrevista póstuma?
Respuesta: Puedo decir que durante 36 años
he dirigido a una interlocutora (su nombre debe continuar siendo secreto)
cientos de cartas que representan mi “diario”, en el que he contado la parte
más representativa de mi vida y los eventos que han marcado mi cotidianidad. En
esta correspondencia he hablado sobre los encuentros que he tenido, los viajes,
los libros que he leído y escrito, las conferencias y también episodios
normales y corrientes. Es un “diario compartido” con mi destinataria, en el que
es posible encontrar incluso mis sentimientos más íntimos y mis reflexiones
estéticas y políticas. Se conservará en Cambridge, en un archivo del Churchill
College, junto con otras cartas y documentos que dan testimonio de las etapas
de una vida quizá demasiado larga. Estas cartas-diario, en particular, se
sellarán y solo podrán consultarse después de 2050, es decir, después de la
muerte de mi esposa y (quizá) de mis hijos. En resumen, se harán públicas solo
cuando muchas de las personas cercanas a mí ya no estén. ¿Las leerá alguien
después de tanto tiempo? No lo sé. Pero no podía hacerlo de otra manera...
P: ¿Por qué una entrevista póstuma?
R: Siempre me fascinó la idea. De algo que
se hará público precisamente cuando yo ya no pueda leerlo en los periódicos. Un
mensaje para los que se quedan y una manera de despedirme dejando que se oigan
mis últimas palabras. Una ocasión para reflexionar y hacer balance. He llegado
a una edad en que cada día más o menos normal debe considerarse un valor
añadido, un regalo que te da la vida.
En esta fase los recuerdos del pasado se
convierten en el único y verdadero futuro interior. Es un viaje hacia atrás
basado en el recuerdo lo que nos permite alimentar algunas esperanzas. No
disponemos de las palabras exactas para definir el recuerdo que encierra en sí
el mañana. Me encuentro en un momento de mi vida en el que el pasado, los
lugares que he frecuentado, las amistades que he tenido, la imposibilidad de
ver a las personas que he amado y sigo amando y hasta la relación contigo,
constituyen el horizonte de mi futuro más de lo que puede ser el futuro real.
P: ¿Se reprocha algo en particular?
R: Claro. Más de una cosa. Escribí un
pequeño libro, Errata, en el que hablo sobre los errores que he cometido. No he
conseguido captar algunos fenómenos esenciales de la modernidad. Mi educación
clásica, mi temperamento y mi carrera académica no me permitieron comprender
completamente la importancia de ciertos grandes movimientos modernos. No
entendía, por ejemplo, que el cine, como nueva forma de expresión, pudiera
revelar talentos creativos y nuevas visiones mejor que otras formas más
antiguas, como la literatura o el teatro. No he entendido el movimiento contra
la razón, el gran irracionalismo de la deconstrucción y, en algunos aspectos,
del posestructuralismo. Debería haberme dado cuenta de que el movimiento
feminista, que apoyé en Cambridge con gran convicción al reconocer la
importancia del papel de la mujer, asumiría después, en la lucha por ocupar un
lugar dominante en nuestra cultura, una función política y humana
extraordinaria.
P: En el ámbito personal, ¿qué errores ha
cometido?
R: Esencialmente, habría debido tener el
valor de probarme en la literatura “creativa”. De joven escribí cuentos, y
también versos. Pero no quise asumir el riesgo trascendente de experimentar
algo nuevo en este ámbito, que me apasiona. Crítico, lector, erudito, profesor,
son profesiones que amo profundamente y que vale la pena ejercer bien. Pero es
completamente diferente a la gran aventura de la “creación”, de la poesía, de
producir nuevas formas. Y, probablemente, es mejor fracasar en el intento de
crear que tener cierto éxito en el papel de “parásito”, como me gusta definir
al crítico que vive de espaldas a la literatura. Por supuesto, los críticos (lo
he subrayado varias veces) también tienen una función importante; he intentado
lanzar, a veces con éxito, algunos trabajos y he defendido a los autores que
creía que merecían mi apoyo. Pero no es lo mismo. La distancia entre quienes
crean literatura y quienes la comentan es enorme; una distancia ontológica (por
usar una palabra pomposa), una distancia del ser. Mis colegas universitarios
nunca me perdonaron que apoyara estas tesis; muchos barones y cierta crítica
estrictamente académica no aceptaron que me burlara de su presunción de ser, a
veces, más importantes que los autores de los que estaban hablando…
P: ¿A quién desea enviar un mensaje?
R: Pienso en algunos estudiantes, más
brillantes que yo, que están completando trabajos importantes; su éxito es una
gran recompensa para mí. Pienso con profunda gratitud en algunos de mis colegas
que me han acompañado en el camino académico. Y pienso, sobre todo, en personas
más íntimas, como tú, que han entendido lo que he intentado hacer y gracias a
quienes he podido vivir una intensa aventura intelectual y emocional. Pero, en
este momento, ante todo, trato de entender por qué la distancia que me separa
del irracionalismo moderno y, me atrevo a decir, de la creciente barbarie de
los medios, de la vulgaridad dominante, es cada vez mayor. Creo que estamos
atravesando un período cada vez más difícil...
P: ¿Qué es lo que más le ha hecho sufrir?
R: Me ha hecho sufrir el ser consciente de
haber publicado ensayos que me habría gustado escribir mejor. Por supuesto, hay
páginas de mi trabajo que he defendido y defiendo con convicción, y también con
amargura. Pero sé que probablemente no era eso lo que me habría gustado
escribir. Y a menudo pienso en la injusticia del gran talento: nadie entiende
cómo surgen estos dones supremos y cómo se distribuyen. Pienso en un niño de
cinco años y medio que dibuja un acueducto romano cerca de Berna y luego, de
repente, representa un pilar con zapatos; desde entonces, gracias a Paul Klee,
que así se llama, los acueductos caminan por todo el mundo. Nadie puede
explicar las sinapsis neurológicas que pueden desencadenar en un niño este
“flechazo” de la metamorfosis, esta brillante intuición que cambia la realidad.
Pensé que era una injusticia que pudiéramos intentar, volver a intentar,
esforzarnos de nuevo, solo para poder permanecer en la estela de los adultos,
pero sin llegar a ellos, porque son diferentes a nosotros.
P: ¿Y lo que le ha hecho más feliz?
R: La felicidad de haber enseñado y vivido
en muchos idiomas. La felicidad que he tratado de cultivar todos los días,
hasta el final, sacando de mi biblioteca un poema para traducirlo a mis cuatro
idiomas (francés, inglés, alemán e italiano). Y aunque no lo haya traducido
bien, tengo la impresión de que he dejado entrar un rayo de sol en mi
cotidianidad.
P: ¿Qué deseos no ha podido cumplir?
R: Muchísimos: viajes que no me he
atrevido a hacer, libros que quería escribir y que no he escrito, sobre todo
encuentros cruciales que evité por falta de valor o disponibilidad o energía.
Podría haber conocido, por ejemplo, a Martin Heidegger, pero no me atreví. Y
creo que tenía razón. Siempre he respetado un principio: no hay necesidad de
importunar a los adultos, tienen otras cosas que hacer. Y además, nunca he
soportado a quienes se consideran importantes porque coleccionan citas con
grandes nombres. Las personas excelentes tienen el derecho a escoger con qué
interlocutores quieren “perder” su tiempo. Luego ocurre que un día, al abrir
libros de memorias, se leen frases como: “Me importunó el señor X, que insistió
en reunirse conmigo, pero no tenía nada interesante que decir”. Siempre me ha
dado miedo caer en el error burdo. Pienso en Jean-Paul Sartre, por ejemplo,
especialista en revelar circunstancias ligadas a famosos “pesados”. Y me costó
mucho renunciar, en los últimos tiempos, a la compañía de un perro. Después de
la muerte de Muz me di cuenta de que, a mi edad, era muy arriesgado tener otro.
Adoro a estos animales, pero en el umbral de los 90 años me parece terrible
ofrecerle una casa para dejarlo solo.
P: ¿Cuál es la victoria más hermosa?
R: Insistir en la idea de que Europa sigue
siendo una necesidad importantísima, y de que, a pesar de las amenazas y los
muros que se construyen, no debemos abandonar el sueño europeo. Soy
antisionista (postura que me costó mucho, hasta el punto de no poder imaginar
la posibilidad de vivir en Israel) y detesto el nacionalismo militante. Pero
ahora que mi vida está llegando a su fin, hay momentos en que pienso: ¿quizás
me equivoqué? ¿No habría sido mejor luchar contra el chovinismo y el
militarismo viviendo en Jerusalén? ¿Tenía derecho a criticar, cómodamente
sentado en el sofá de mi hermosa casa de Cambridge? ¿Fui arrogante cuando,
desde el extranjero, intenté explicar a las personas en peligro de muerte cómo
deberían haberse comportado?
P: ¿Recuerda haber llorado en su vida?
R: Desde luego. En los últimos tiempos me
encuentro a menudo recordando circunstancias particulares. Pienso, por ejemplo,
en grandes experiencias humanas que concluyeron sin que yo hubiera previsto el
final. La repentina desaparición de algunas personas que nunca volverás a ver.
O lugares que no has visitado y que ya no podrás visitar. Y también pienso en
más cosas, sencillas, quizá banales: pescado y alimentos que ya no podrás
probar. Y a veces, encontrar en la esquina de una calle o en un jardín la sombra
de una persona que amas y que necesitas enormemente, pero que sabes que ya
nunca podrás alcanzar.
P: ¿Qué importancia ha tenido la amistad
en su vida?
R: Una importancia enorme. Nadie lo sabe
mejor que tú. Habría vivido muy mal mis últimos decenios sin ti y sin otros dos
o tres amigos con los que he intercambiado una abundantísima correspondencia,
interlocutores distinguidos con quienes he compartido una profunda intimidad
afectiva. Quizá la amistad sea más valiosa que el amor. Sostengo esta tesis
porque la amistad no tiene nada del egoísmo del deseo carnal. La amistad, la
auténtica amistad, se basa en un principio que Montaigne, en un intento de
explicar su relación con Étienne de la Boétie, condensó en una frase bellísima:
"Porque era él; porque era yo".
P: ¿Y el amor?
R: El amor ha tenido muchísima
importancia, tal vez demasiada. En primer lugar, la felicidad que me ha dado mi
matrimonio y que no puedo explicar con palabras, racionalmente. Y luego uno o
dos encuentros que han sido decisivos en mi vida. Creo que, en potencia, las
mujeres tienen una sensibilidad superior a la de los hombres. He tenido el
enorme privilegio de tener relaciones amorosas en diferentes lenguas (he
escrito mucho sobre este tema). El donjuanismo políglota ha sido una enorme recompensa
para mí, una ocasión de vivir múltiples vidas. Y es curioso que ni la
psicología ni la lingüística se hayan ocupado nunca de este fenómeno
apasionante. Por eso, en Después de Babel acuñé una definición original de la
traducción simultánea como un buen orgasmo. Siempre he considerado el fenómeno
de las palabras y los silencios en relación con el erotismo un tema capital.
P: ¿Piensa alguna vez en la muerte?
R: Continuamente. Pero no solo ahora;
también cuando era joven. Crecí a la sombra de la amenaza hitleriana y recuerdo
perfectamente que los únicos supervivientes de mi clase del instituto fuimos un
compañero y yo. Mi padre y la vida me prepararon para afrontar la pérdida y el
peligro de la muerte. Ahora pienso que el encuentro con la muerte tal vez sea
interesante; quizá se revele como una manera de entender mejor muchas cosas.
P: ¿Cree que hay algo después de la
muerte?
R: No. Estoy convencido de que no habrá
nada. Pero el momento del paso puede ser muy interesante. Encuentro infantil la
reacción de quienes, después de haber pensado siempre en la nada, en la fase
final de su vida cambian y se imaginan un mundo ultraterrenal. Pienso que no
tener miedo es una cuestión de dignidad; no se debe perder el respeto a la
razón, hay que llamar las cosas claramente por su nombre. Es verdad que se
puede cambiar de manera de pensar. He tenido la fortuna de vivir siempre en
contacto con grandes científicos y sé que cada día se aprenden cosas nuevas y
se corrigen otras. En la ciencia, esto es normal. Ahora bien, creer en una vida
más allá es algo muy distinto.
P: En esta entrevista póstuma, ¿querría
pedir disculpas a alguien con quien se haya peleado?
R: Sí, querría disculparme con una persona
cuyo nombre no puedo decir. Creo que él también preferiría permanecer en el
anonimato. Se trata de un hombre eminente, durante mucho tiempo amigo íntimo,
con el que discutí por un asunto estúpido. Una frase mal escrita en una carta
hizo saltar por los aires nuestra relación de años. Aprendí mucho de esa
experiencia; cómo a veces un instante insignificante puede transformarse en un
hecho decisivo en la vida. Es un riesgo que corremos a menudo. Un gesto sin
importancia, una simple palabra, en un solo segundo, pueden causar verdaderas
tragedias. Y ahora, después de tantísimos años, me gustaría decirle a mi amigo,
“ven, vamos a comer juntos y a reírnos de lo que pasó”. Pero, con gran dolor,
me doy cuenta de que ya no hay tiempo. Es demasiado tarde.
P: Sin embargo, es famoso por su
irascibilidad. ¿Siempre ha sido un punto débil de su carácter?
R: Sí, es verdad, pero no solo en la edad
adulta. Recuerdo que cuando era niño me alteraba por cosas pequeñas, a veces
sin una verdadera razón. Esta manera de comportarme me ha creado muchas
enemistades. Después, con los años, tuve que aprender a moderarme. Pero también
he pagado un precio por mi ironía, a menudo muy mordaz y no siempre bien
recibida. Y tal vez la tristeza, fruto de la conciencia de mi mediocridad, ha
incomodado no pocas veces a mis interlocutores. Por desgracia, a lo largo de
tantos años he coleccionado muchas hostilidades y he roto muchas amistades. Es
triste reconocerlo, pero es así.
P: ¿Le han dado algún consejo que le haya
cambiado la vida?
R: Por supuesto. Sobre todo los que me dio
mi madre con todo su cariño. A ella le debo que me animase a convivir de manera
fructífera con mi discapacidad. Cuando era niño, para hacerme reaccionar en los
momentos de desesperación, me decía que la "dificultad" era un
"don" divino. Además de librarme del servicio militar, mi defecto me
brindó la oportunidad de aprender a mejorar, de intentar entender que sin
esfuerzo no se obtiene nada en la vida. Lo he recordado en diferentes
circunstancias. Uno de los logros más bellos de mi existencia fue cuando
conseguí atarme los zapatos por primera vez con la mano impedida.
* © Corriere della Sera (Original) / Fuente
en español: El País (Traducción de NewsClips)
Schubert - Der Leiermann - Thomas Quasthoff / Daniel Barenboim
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