A Armando Quintero Laplume, amador de la palabra.
El
monstruo de la calle Monroe, Spencer Holst.
Hubo una vez un monstruo que se mudó al 91 de la
calle Monroe.
Es un monobloque lleno de puertorriqueños e
italianos, judíos y negros, irlandeses y algunos chinos, muchos inmigrantes de
primera generación, una cantidad de artistas y bohemios; toda esta gente usa
disfraces.
Pero este monstruo tenía una apariencia muy
extraña.
Era bajo y feo, y tenía pelo color zanahoria y cuarenta
años de edad. Usaba una larga capa verde que lo cubría por completo; la capa
arrastraba un poquito por el suelo cuando él caminaba, de modo que no se le
veían las piernas.
Esto le daba una apariencia extraña, pero lo que
hacía que la gente lo llamara monstruo era su peculiar forma de caminar o, más
bien, de moverse.
Porque él no caminaba como todo el mundo.
Era como si se deslizara.
Era como si alguien lo estuviera empujando sobre
patines, o como si él anduviera en bicicleta de una sola rueda, y algunos
decían que en realidad se sentaba con las piernas cruzadas y flotaba en el
aire.
Algunos pensaban que era un ángel, otros que era
un demonio, pero todos, viejas, gangsters, jóvenes y chicos, todos sentían el
mismo miedo cuando lo veían llegar, deslizándose.
La gente corría adentro para mirarlo desde los
zaguanes y por las ventanas, espiándolo desde atrás de las cortinas, mientras
él se deslizaba melancólicamente por la calle vacía.
Siguió así durante unas dos semanas.
El monstruo era muy regular en sus horarios. Salía
temprano por la mañana y volvía en el temprano atardecer, y nadie supo nunca
adónde iba o qué hacía cuando se metía en su departamento.
Un anochecer, al tiempo que el monstruo daba
vuelta a la esquina y la calle se vaciaba, un vagabundo se cayó del bar de la
otra esquina.
El vagabundo empezó a tambalearse calle arriba
hacia el monstruo, y estaba tan borracho, blasfemando y eructando y hablándose
a sí mismo, que no advirtió el silencio, o el vacío, o la cabeza colorada
envuelta en una capa verde, que rápidamente se le acercaba.
Pero toda la calle Monroe los estaba mirando.
Se encontraron.
El vagabundo miró, y vio al monstruo, y revisó su
bolsillo y extrajo un cigarrillo, y el cigarrillo estaba roto, y dijo: “¡Eh,
compañero! ¿Tiene fuego?”.
El monstruo se agitó debajo de su capa y sacó un
fósforo y encendió el cigarrillo del vagabundo.
Fue en este punto en que el vagabundo, que estaba
tan borracho, se derrumbó, y al caer lo hizo encima del monstruo, haciéndolo
caer, caer en mitad de la calle, y en este proceso se aferró a la capa del
monstruo y se la arrancó.
¡El monstruo quedó completamente a la vista!
¡Y la gente corrió afuera y formó un gran círculo
alrededor del monstruo y miró!
Y entonces alguien dijo, con una especie de
desengaño en la voz: “Bah, tiene nada más que tres piernas”.
Entonces, otro dijo: “Sí, no es ningún diablo. No
es ningún ángel. ¡Ja! Tiene nada más que tres piernas. Por eso es que camina
así”.
Entonces empezaron a enfurecerse con el monstruo,
gritándole en son de guerra por haberlos asustado.
Y corrían las lágrimas por las mejillas del pobre
monstruo mientras intentaba explicarles que él no había querido realmente
asustarlos, sino que estaba avergonzado de su deformidad y por eso usaba la
larga capa.
Finalmente, un tipo dio un paso fuera de la
multitud y ayudó al monstruo a incorporarse, y dijo: “¿Sabe, amigo? ¡Lo que
usted necesita es un trago!”
Así que el monstruo, con la capa enroscada en el
brazo, se deslizó hasta el bar de la esquina, y una multitud de hombres lo
siguió.
Sus manos temblaban mientras tomaba el trago, de
modo que los otros hombres hicieron como que no se daban cuenta. Uno de ellos
dijo: “¿Usted cree que los Yanquis ganarán mañana?”.
Otro dijo: “Bueno, ¡apuesto dos dólares a que
sí!”.
El monstruo se dio vuelta, señalando al hombre con
un dedo tieso, y gritó: “¡Tomo esa apuesta!”.
Porque, fíjense, él era hincha de los Dodgers.
Este es, en verdad, el final de la historia.
Pero no puedo evitar darme cuenta de que el
monstruo y la gente se han olvidado por completo del vagabundo.
Mientras están sentados, tomando y hablando de
baseball, el vagabundo yace inconsciente en la alcantarilla, y nunca se
enterará de la gran acción que ha hecho. Los chicos se cuidan de no pisarlo
cuando corren persiguiéndose unos a otros, pero ésa es la máxima atención que
se le dispensa.
Pero, como autor, tengo ciertos poderes.
Así que me gustaría expresar la gratitud que mis
personajes no han demostrado. Fíjense, este vagabundo va a morir, de todas
maneras, de tuberculosis en un par de meses, pero yo voy a hacer que la policía
lo detenga acusándolo de ebriedad y se lo lleven al Hospital Bellevue, y
descubran ahí su tuberculosis y lo manden a un hospicio del Estado, a morir.
Ellos se ocuparán de él.
(FIN)
Y para compensar la ironía del mundo arriba relatada, música y misticismo sanador.
Recomendamos la visita a la siguiente publicación, para quien
desee escuchar uno de sus cuentos, tal como nacieron, del narrar a voz en
cuello...
Y para compensar la ironía del mundo arriba relatada, música y misticismo sanador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario