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domingo, 11 de septiembre de 2016

TEORÍA DE ANDALUCÍA / EL IDEAL VEGETATIVO, José Ortega y Gasset



Cuando en mis manos cayera esta teoría, fortuna que debemos agradecer a la excelente selección de lecturas que el profesor Rafael Cadenas pusiera a la disposición de un reducido grupo de alumnos de la Escuela de Letras que tuvieron el arrojo de inscribirse en un taller literario, creado precisamente para versar sobre el ensayo como género, debo decir que con su sola lectura sentí que, en lo que toca a las bondades que esperaba obtener de nuestra comparecencia a tal empresa, ya todo me estaba dado. Así de iluminado me pareció, en su momento, la lectura de este ensayo de una teoría. Y me lo sigue pareciendo. Publicado el 1927, nos habla de un ser natural, esa condición andaluza que, aspiro yo, a vuelta de ya casi un siglo, no haya dejado de ser (ni nunca lo permitan los hados) lo que tan bella y acrisoladamente nos pintara Ortega y Gasset en estas páginas. El mundo moderno, de aquí o de allá, nos luce, en gran medida, como la propuesta más antagónica que pueda oponérsele a ese ser andaluz que más abajo se expone. Esperamos que esta lectura resulte provecha para quien, un poco a la andaluza, ande merodeando, feliz y sin destino aparente, por estas veredas virtuales. 


Comentario aparte, al unísono de que nos embarcáramos en esta sabrosa experiencia, nos anotamos, con el mismo profesor, en un taller de asunto un tanto inusitado, para una escuela de letras. Se trataba de un taller sobre el ocio, tema amplísimo e insospechado para un mundo en el que todo lo que no sea ensalzamiento del continuo quehacer suele pasar por inmoralidad. Por supuesto, este ensayo de Ortega y Gasset igualmente cabía en ambos talleres, si tomamos en cuenta que ese ser andaluz es ser que sabe extasiarse al contemplar.
Salud!
lacl

TEORÍA DE ANDALUCÍA / EL IDEAL VEGETATIVO, José Ortega y Gasset)
Preludio

Durante todo el siglo XIX, España ha vivido sometida a la influencia hegemónica de Andalucía. Empieza aquella centuria con las Cortes de Cádiz; termina con el asesinato de Cánovas del Castillo, malagueño, y la exaltación de Silvela, no menos malagueño. Las ideas dominantes son de acento andaluz. Se pinta Andalucía -un terrado, unos tiestos, cielo azul. Se lee a los escritores meridionales. Se habla a toda hora de la "tierra de María Santísima". El ladrón de Sierra Morena y el contrabandista son héroes nacionales. España entera siente justificada su existencia por el honor de incluir en sus flancos el trozo andaluz del planeta. Hacia 1900, como tantas otras cosas, cambia ésta. El Norte se incorpora. Comienza el predominio de los catalanes, vascongados, astures. Enmudecen las letras y las artes del Sur. Mengua el poder político de personajes andaluces. El sombrero de catite y el pavero ceden a la boina. Se construyen casitas vascas por todas partes. El español se enorgullece de Barcelona, de Bilbao y de San Sebastián. Se habla de hierro vizcaíno, de las Ramblas y del carbón astur.

Son curiosas estas pendulaciones del centro de gravedad español entre su mitad alta y su mitad baja, y resultaría interesante perseguir hacia atrás la historia de ese ritmo oscilatorio, averiguando si existe alguna periodicidad que permita articular toda nuestra historia en épocas norteñas y épocas andaluzas.

Lo cierto es que en este momento puede advertir el perspicaz un comienzo de depresión en el Norte peninsular. ¿Es que siente menos bríos, menos fe en sí mismo, en sus virtudes peculiares, en su estilo de vida, en su capacidad? O ¿es, simplemente, que la totalidad de España ha llegado a saturarse de influencia septentrional? Probablemente se trata de lo uno y lo otro. Yo no sé qué experiencia imprecisa, pero fuerte, me hace sospechar que la pujanza de cada individuo y cada colectividad no es una cantidad absoluta que dependa solo de ellos, sino una función de la pujanza existente en los demás. Según esto, puede un pueblo decaer no por defecto o insuficiencia propios, sino, simplemente, por el hecho de ascender otros pueblos próximos. Y, viceversa, tonificarse una nación por efecto de deprimirse las vecinas. Por lo menos, es ahora evidente que, en el orden económico, la relativa mengua de Cataluña, Vasconia y Asturias coincide con el crecimiento de la riqueza andaluza.

Todavía no hay síntomas perceptibles de que a esta acompañe un resurgimiento intelectual o moral, y fuera acaso la expresión más exacta decir que en esta hora se halla España indiferente frente a Norte y Sur. Pero no es verosímil que perdure esta indecisión. Se trata, sin duda, de una fase transitoria pronta a terminar o en una recaída sobre el Norte o en un nuevo entusiasmo por Andalucía.

Claro es que este retorno a lo andaluz -si aconteciera- implicará una visión de Andalucía completamente distinta de la que tuvieron nuestros padres y abuelos. No hay probabilidad de que nos vuelva a conmover el cante hondo, ni el contrabandista, ni la presunta alegría del andaluz. Toda esta quincalla meridional nos enoja y fastidia.

Lo admirable, lo misterioso, lo profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus habitantes ponen ante los ojos de los turistas. Porque es de advertir que el andaluz, a diferencia del castellano y del vasco, se complace en darse como espectáculo a los extraños, hasta el punto de que en una ciudad tan importante como Sevilla, tiene el viajero la sospecha de que los vecinos han aceptado el papel de comparsas y colaboran en la representación de un magnífico ballet anunciado en los carteles con el título "Sevilla". Esta propensión de los andaluces a representarse y ser mimos de sí mismos revela un sorprendente narcisismo colectivo. Solo puede imitarse a sí mismo el que es capaz de ser espectador de su propia persona, y solo es capaz de esto quien se ha habituado a mirarse a sí mismo, a contemplarse y deleitarse en su propia figura y ser. Esto, que produce a menudo el penoso efecto de hacer amanerado al andaluz, a fuerza de subrayar deliberadamente su propia fisonomía y ser en cierto modo dos veces lo que es, demuestra, por otra parte, que es una de las razas que mejor se conocen y saben a sí mismas. Tal vez no hay otra que posea una conciencia tan clara de su propio carácter y estilo. Merced a ello es fácil mantenerse invariablemente dentro de su perfil milenario, fiel a su destino, cultivando su exclusiva cultura.

Uno de los datos imprescindibles para entender el alma andaluza es el de su vejez. No se olvide. Es, por ventura, el pueblo más viejo del Mediterráneo -más viejo que griegos y romanos. Indicios que se acumulan nos hacen entrever que antes de soplar el viento de los influjos históricos desde Egipto y, en general, desde el Mediterráneo oriental hacia el occidental, había reinado una sazón de ráfagas opuestas. Una corriente de cultura, la más antigua de que se tiene noticia, partió de nuestras costas y, resbalando sobre el frontal de Libia, salpicó los senos de Oriente.

Cuando veáis el gesto frívolo, casi femenil, del andaluz, tened en cuenta que repercute casi idéntico en muchos miles de años; por tanto, que esa tenue gracilidad ha sido invulnerable al embate terrible de las centurias y a la convulsión de las catástrofes. Mirado así, el gestecito del sevillano se convierte en un signo misterioso y tremendo, que pone escalofríos en la médula. Una impresión parecida a la que produce la sonrisa enigmática del chino -¡rara coincidencia!-, el otro pueblo vetustísimo apostado desde siempre en el opuesto extremo del macizo eurasiático.

No perturbe demasiado al lector esta súbita aparición de China en el preludio de un ensayo sobre Andalucía. Si es andaluz, detenga un momento su irritación y concédame algún margen para justificar el paralelo. La comparación es el instrumento ineludible de la comprensión. Nos sirve de pinza para capturar toda fina verdad, tanto más fina cuanto más dispares se alejen los brazos de la pinza, los términos del parangón. No hay cuidado de que este audaz emparejamiento se complazca en el síntoma de que el torero y el mandarín usan coleta. Ni la coleta del mandarín es china, sino manchúe, ni la del torero andaluza, sino francesa.

Andalucía, que no ha mostrado nunca pujos ni petulancias de particularismo; que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya. Entendamos por cultura lo que es más directo: un sistema de actitudes ante la vida que tenga sentido, coherencia, eficacia. La vida es primeramente un conjunto de problemas esenciales a que el hombre responde con un conjunto de soluciones: la cultura. Como son posibles muchos conjuntos de soluciones, quiere decirse que han existido y existen muchas culturas. Lo que no ha existido nunca es una cultura absoluta, esto es, una cultura que responde victoriosamente a toda objeción. Las que el pasado y el presente nos ofrecen son más o menos imperfectas: cabe establecer entre ellas una jerarquía, pero no hay ninguna libre de inconvenientes, manquedades y parcialidad. La cultura única y propiamente tal es sólo un ideal y puede definírsela como Aristóteles la Metafísica o ciencia única, a la cual llama "la que se busca".

Y es curioso advertir que cada cultura positiva consigue resolver cierto número de cuestiones vitales mediante el previo abandono y renuncia a resolver las restantes. De suerte, que del defecto ha hecho una virtud, y si ha logrado algo o mucho ha sido por aceptar alegremente su carácter fragmentario. Ya veremos cómo la cultura andaluza vive de una heroica amputación: precisamente de amputar todo lo heroico de la vida -otro rasgo esencial en que coincide con la China.

Una y otra tienen una raíz común, que en este caso es menos metafísica, porque, como las auténticas raíces, se hincan en el campo. Son culturas campesinas.

Si viajamos por Castilla no encontramos otra cosa que labriegos laborando sus vegas, oblicuos sobre el surco, precedidos de la yunta, que sobre la línea del horizonte adquiere proporciones monstruosas. Sin embargo, no es la castellana actual una cultura campesina: es simplemente agricultura, lo que queda siempre que la verdadera cultura desaparece. La cultura de Castilla fue bélica. El guerrero vive en el campo, pero no vive del campo -ni material ni espiritualmente. El campo es, para él, campo de batalla: incendia la cosecha del agricultor pacífico, o bien la requisa para beneficio de sus soldados y bestias beligerantes. El castillo agarrado al otero no es, como la alquería o cortijo, lugar para permanecer, sino, como el nido del águila, punto de partida para la cacería y punto de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es permanente, sino móvil, andariega, inquieta por esencia. Desprecia al labriego, lo considera como un ser inferior, precisamente porque no se mueve, porque es manente -de donde manant-, porque vive adscrito al cortijo o villa -de donde villano. El sentido peyorativo de estos dos vocablos es un precipitado de desdén que mide el antagonismo entre dos culturas, ambas ocurrentes en el área campesina, pero de signo inverso: la bélica y la agraria. Cuando el guerrero se fue de Castilla quedó sólo la masa inferior sobre que él vivía: el rústico eterno, informe, sin estilo, igual en todas partes.

Esta contraposición dibuja con alguna claridad el sentido positivo y creador que doy al término cuando de la andaluza digo que es una cultura campesina, es decir, agraria. No es lo peculiar de ésta que el hombre cultive el campo, sino que de la agricultura hace principio e inspiración para el cultivo del hombre.

Al revés que en Castilla, en Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero y se ha estimado sobre todo al villano, al manant, al señor del cortijo.  Exactamente como en China, donde, a lo largo de miles de años, el militar, por el mero hecho de serlo, era considerado como un hombre de segunda clase. Mientras en Occidente fue la espada del Emperador símbolo supremo del Estado, en China la nación se sintió resumida en el pacífico abanico de su Emperador.

Consecuencia de este desdén a la guerra es que Andalucía haya intervenido tan poco en la historia cruenta del mundo. El hecho es tan radical, tan continuado, que de puro evidente no se ha subrayado nunca. ¿Qué papel ha sido el de Andalucía en este orden de la historia? El mismo de China. Cada trescientos o cuatrocientos años invaden la China las hordas guerreras de las crudas estepas asiáticas. Caen feroces sobre el pueblo de los Cien Nombres, que apenas o nada resiste. Los chinos se han dejado conquistar por todo el que ha querido. Al ataque brutal oponen su blandura; su táctica es la táctica del colchón: ceder. Tanto, que el feroz invasor no encuentra fuerza donde apoyar su ímpetu y cae por sí mismo en el colchón -en la deliciosa blandura de la vida china. El resultado es que, a las dos o tres generaciones, el violento manchú o mongol queda absorbido por la vieja y refinada y suavísima manera del chino, tira la espada y empuña el abanico.

Parejamente, Andalucía ha caído en poder de todos los violentos mediterráneos, y siempre en veinticuatro horas, por decirlo así, sin ensayar siquiera la resistencia. Su táctica fue ceder y ser blanda. De este modo acabó siempre por embriagar con su delicia el áspero ímpetu del invasor. El olivo bético es símbolo de la paz como norma y principio de cultura.(1)



El ideal vegetativo

Vive el andaluz en una tierra grasa, ubérrima, que con mínimo esfuerzo da espléndidos frutos. Pero además el clima es tan suave, que el hombre necesita muy pocos de estos frutos para sostenerse sobre el haz de la vida. Como la planta, solo en parte se nutre de la tierra, y recibe el resto del aire cálido y la luz benéfica. Si el andaluz quisiera hacer algo más que sostenerse sobre la vida, si aspirase a la hazaña y a la conducta enérgica, aun viviendo en Andalucía, tendría que comer más y, para ello, gastar mayor esfuerzo. Pero esto sería dar a la existencia una solución estrictamente inversa de la andaluza. Mientras creamos haberlo dicho todo cuando acusamos al andaluz de holgazanería, seremos indignos de penetrar el sutil misterio de su alma y cultura.

Se dice pronto "holgazanería", aunque es una palabra bastante larga. Pero el andaluz lleva unos cuatro mil años de holgazán, y no le va mal. En vez de afrontar el hecho con pedante ademán de maestro de escuela y atribuir a este pueblo viejísimo la nota de pereza como una calificación escolar, mejor será que abramos bien los ojos y agucemos la mente a fin de entenderlo. Corremos si no el riesgo imprevisto de enaltecer la holgazanería, puesto que ha hecho posible la deleitable y perenne vida andaluza.

La famosa holgazanería andaluza es precisamente la fórmula de su cultura.  Como he indicado ya, la cultura no consiste en otra cosa que en hallar una ecuación con que resolvamos el problema de la vida. Pero el problema de la vida se puede plantear de dos maneras distintas. Si por vida entendemos una existencia de máxima intensidad, la ecuación nos obligará a aprontar un esfuerzo máximo. Pero reduzcamos previamente el problema vital, aspiremos sólo a una vita minima: entonces, con un mínimo esfuerzo, obtendremos una ecuación tan perfecta como la del pueblo más hazañoso. Este es el caso del andaluz. Su solución es profunda e ingeniosa. En vez de aumentar el haber, disminuye el debe; en vez de esforzarse para vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia.

Sería, pues, un error suponer, sin más ni más, que el sevillano renuncia a vivir como un inglés de la City porque es incapaz de trabajar tanto como él. Aunque sin trabajo y como mágica donación se le ofreciese tal régimen de vida, lo rechazaría con horror. Podrá en el andaluz ser la pereza también un defecto y un vicio; pero, antes que vicio y defecto, es nada menos que su ideal de existencia. Esta es la paradoja que necesita meditar todo el que pretenda comprender a Andalucía: la pereza como ideal y como estilo de cultura. Si sustituimos el vocablo pereza por su equivalente "mínimo esfuerzo", la idea no varía, y cobra, en cambio, un aspecto más respetable.

Venimos de una época que, más que otra ninguna de la historia, ha hecho del máximo esfuerzo su ideal de vida, y nos resulta difícil comprender una actividad vital tan opuesta a la nuestra. Interpretamos, desde luego, la pereza como una simple negación, como un puro no hacer. Pero no exageremos la indolencia de los andaluces. A la postre, vienen a hacer todo lo que es necesario, puesto que Andalucía existe, y su pereza no excluye por completo la labor, sino que es más bien el sentido y el aire que adopta su trabajo. Es un trabajo inspirado por la pereza y dirigido hacia ella, que tiende, por tanto a ser en todo orden el mínimo, como si se avergonzase de sí mismo. Este cariz aparece sobremanera claro si recordamos la forma petulante, ostensiva, desmesurada, que suele tomar el trabajo en los pueblos que hacen de él su ideal.

Después de todo, como decía Federico Schlegel, es la pereza el postrer residuo que nos queda del Paraíso, y Andalucía el único pueblo de Occidente que permanece fiel a un ideal paradisíaco de la vida. Hubiera sido imposible tal fidelidad si el paisaje en que está alojado el andaluz no facilitase ese estilo de existencia. Pero no se recaiga en la explicación trivial que considera a una cultura como efecto mecánico del medio.

Para el hombre que llega del Norte es la luminosidad y gracia cromática de la campiña andaluza un terrible excitante que le induce a una vida frenética (2). Esto le lleva a suponer que la existencia andaluza sería frenética si la indolencia no la deprimiese. Imagina que este pueblo posee una gran vitalidad, y cuando ve pasar a las sevillanas de ojos nocturnos, presume en sus almas magníficas pasiones y extremados incendios. ¡Grande error! No cae en la cuenta de que el andaluz aprovecha en sentido inverso las ventajas de su "medio". El pueblo andaluz posee una vitalidad mínima, la que buenamente le llega del aire soleado y de la tierra fecunda. Reduce al mínimo la reacción sobre el medio porque no ambiciona más y vive sumergido en la atmósfera como un vegetal.

La vida paradisíaca es, ante todo, vida vegetal. Paraíso quiere decir vegetal, huerto, jardín. Y la existencia de la planta se diferencia de la animal en que aquella no reacciona sobre el contorno. Es pasiva al medio. Con sus raíces recibe el nutrimiento telúrico, con sus hojas bebe del sol y del viento. No hace nada. Vivir, para ella, es a un tiempo recibir de fuera el sustento y gozarse al recibirlo. El sol es a la par alimento y caricia en la manecita verde de la hoja. En el animal se separan más la sustentación y la delectación. Tiene que esforzarse para lograr el alimento, y luego, con funciones diversas de ésta, buscarse sus placeres. Cuando más al Norte vayamos más disociados encontraremos esos dos haces de la vida. Pues bien: a un andaluz le parecen igualmente absurdas en el inglés o el alemán la manera de trabajar y la manera de divertirse, ambas sin mesura, desintegrada la una de la otra. Por su parte, prefiere trabajar poco, y también divertirse sobriamente, pero haciendo a la vez lo uno y lo otro, infusas las dos operaciones en un gesto único de vida que fluye suavemente, sin interrupciones ni sobresaltos, como un perfecto adagio cantabile. Diríase que en la vida andaluza, la fiesta, el domingo, rezuma sobre el resto de la semana e impregna de festividad y dorado reposo los días laborables. Pero también, viceversa, la fiesta es menos orgiástica y exclusiva, el domingo más lunes y más miércoles que en las razas del Norte. Sevilla solo es orgiástica para los turistas del Septentrión; para los nativos es siempre un poco fiesta y no lo es del todo nunca.

Al fijarla sobre Andalucía, nuestra pupila se deslumbra y cree ver una escena de exaltación. Pero aguardemos un poco que pase esa impresión superficial. Pronto descubriremos que la vida andaluza excluye toda exaltación y se caracteriza por el fino cuidado de rebajar un tono lo mismo la pena que el placer.

Lo que subraya y antepone es precisamente el tono menor de la vida, el repertorio de mínimas y elementales delicias que pueden extenderse, sin altos ni bajos, con perfecta continuidad, por toda la existencia. En el Paraíso no se comprende goces intensos, concentrados frenéticamente en puntos del tiempo, a que siguen horas de vacío o de amargor. El vegetal paradisíaco goza mínimamente, pero sin discontinuidad: goza de tener su follaje bajo el baño térmico del sol, de mecer sus ramas al venteo blando, de refrescar su médula con la lluvia pasajera. Pues bien: aunque parezca mentira al hombre del Norte, hay todavía en este rincón del planeta millones de seres humanos para quienes la delicia básica de la vida es, en efecto, gozar de la temperie deleitable. Es indecible cuánta fruición extrae el andaluz de su clima, de su cielo, de sus mañanitas azules, de sus crepúsculos dorados. Sus placeres no son interiores, ni espirituales, ni fundados en supuestos históricos. De todo esto ha aceptado el mínimo que la presión de la época le imponía. Pero la raíz de su ser sigue sumergida en esa delicia cósmica, elemental, segura, perdurable. El andaluz tiene un sentido vegetal de la existencia y vive con preferencia en su piel. El bien y el mal tienen ante todo un valor cutáneo: bueno es lo suave, malo lo que roza ásperamente. Su fiesta auténtica y perenne está en la atmósfera, que penetra todo su ser, da un prestigio de luz y de ardor a todos sus actos y es, en suma, el modelo de su conducta. El andaluz aspira a que su cultura se parezca a su atmósfera.(3)

Vive, pues, este pueblo referido a su tierra, adscrito a ella en forma distinta y más esencial que otro ninguno. Para él, lo andaluz es primariamente el campo y el aire de Andalucía. La raza andaluza, el andaluz mismo, viene después; se siente a sí mismo como el segundo factor, mero usufructuario de esa delicia terrena, y en este sentido, no por especiales calidades humanas, se cree un pueblo privilegiado. Todo andaluz tiene la maravillosa idea de que ser andaluz es una suerte loca con que ha sido favorecido. Como el hebreo se juzga aparte entre los pueblos porque Dios le prometió una tierra de delicias, el andaluz se sabe privilegiado porque, sin previa promesa, Dios le ha adscrito al rincón mejor del planeta. Frente al hombre de la tierra prometida, es el hombre de la tierra regalada, el hijo de Adán a quien ha sido devuelto el Paraíso.

Conviene insistir sobre esta raíz primaria del alma andaluza que es el peculiar  entusiasmo por su trozo de planeta. Y véase cómo empieza a dibujarse el sentido positivo que encierra mi diagnóstico de la cultura andaluza como cultura campesina. La unión del hombre con la tierra no es aquí un simple hecho, sino que se eleva a relación espiritual, se idealiza y es casi un mito. Vive de su tierra no sólo materialmente, como todos los demás pueblos, sino que vive de ella en idea y aun en ideal. El gallego lejos del terruño siente morriña; el asturiano y el vasco viven doloridos lejos de sus valles angostos y humeantes. Sin embargo, su nexo con la campiña maternal es ciego, como físico, sin sentido de espíritu. En cambio, para el andaluz, que no siente en la ausencia esas repercusiones mecánicas del sentimiento, es vivir en Andalucía el ideal, consciente ideal. Y, viceversa, mientras un gallego sigue siendo gallego fuera de Galicia, el andaluz trasplantado no puede seguir siendo andaluz; su peculiaridad se evapora y anula. Porque ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas.

Este ideal -la tierra andaluza como ideal- nos parece a nosotros, gentes más del Norte, demasiado sencillo, primitivo, vegetativo y pobre. Está bien. Pero es tan básico y elemental, tan previo a toda otra cosa que el resto de la vida, al producirse sobre él, nace ya ungido y saturado de idealidad. De aquí que toda la existencia andaluza, especialmente los actos más humildes y cotidianos -tan feos y sin espiritualizar en los otros pueblos-, posea ese divino aire de idealidad que la estiliza y recama de gracia. Mientras otros pueblos valen por los pisos altos de su vida, el andaluz es egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en cada minuto, el gesto impremeditado, el uso trivial...

Pero también es verdad lo contrario: este pueblo, donde la base vegetativa de la existencia es más ideal que en ningún otro, apenas si tiene otra idealidad. Fuera de lo cotidiano, el andaluz es el hombre menos idealista que conozco.


José Ortega y Gasset
Teoría de Andalucía y otros ensayos, 1927
Madrid, Revista de Occidente,  1942


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1 La otra gran cultura agraria que ha existido, la del Antiguo Egipto, repite el fenómeno de China y Andalucía. Las conquistas de los Tutmosis y Ramsés fueron hechas con soldados extranjeros.

2 Cuenta Chateaubriand que al llegar los cien mil hijos de San Luís a la divisoria de Sierra Morena y descubrir súbitamente la campiña andaluza, les produjo tal efecto el espectáculo, que espontáneamente los batallones presentaron armas a la tierra maravillosa.
3 Espero que se me entienda bien. No se trata neciamente de censurar al andaluz suponiendo que no hace más que vegetar. Mi idea es que su cultura -por tanto, su actividad "espiritual"- exalta y pule el plano vegetativo de la existencia. De aquí, entre otros muchos detalles, la tierna amistad del andaluz con el vegetal, con el productivo y con el superfluo, con la vid y con la flor. Cultiva el olivar, pero también el tiesto. En cuanto a la alimentación, la sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El hecho es cierto y, sin embargo, la observación es falsa porque es incompleta. Sería más verídica si añadiese que en Andalucía come poco y mal todo el mundo, no sólo el pobre. La cocina andaluza es la más tosca, primitiva y escasa de toda la Península. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén. Hasta en esto imita el andaluz al vegetal: se alimenta sin comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo. Lo mismo el chino.



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