Cuando en mis manos cayera esta teoría, fortuna que debemos agradecer a
la excelente selección de lecturas que el profesor Rafael Cadenas pusiera a la disposición
de un reducido grupo de alumnos de la Escuela de Letras que tuvieron el arrojo
de inscribirse en un taller literario, creado precisamente para versar sobre el
ensayo como género, debo decir que con su sola lectura sentí que, en lo que
toca a las bondades que esperaba obtener de nuestra comparecencia a tal empresa,
ya todo me estaba dado. Así de iluminado me pareció, en su momento, la lectura
de este ensayo de una teoría. Y me lo sigue pareciendo. Publicado el 1927, nos
habla de un ser natural, esa condición andaluza que, aspiro yo, a vuelta de ya
casi un siglo, no haya dejado de ser (ni nunca lo permitan los hados) lo que
tan bella y acrisoladamente nos pintara Ortega y Gasset en estas páginas. El
mundo moderno, de aquí o de allá, nos luce, en gran medida, como la propuesta más
antagónica que pueda oponérsele a ese ser andaluz que más abajo se expone. Esperamos
que esta lectura resulte provecha para quien, un poco a la andaluza, ande
merodeando, feliz y sin destino aparente, por estas veredas virtuales.
Comentario aparte, al unísono
de que nos embarcáramos en esta sabrosa experiencia, nos anotamos, con el mismo
profesor, en un taller de asunto un tanto inusitado, para una escuela de
letras. Se trataba de un taller sobre el ocio, tema amplísimo e insospechado para
un mundo en el que todo lo que no sea ensalzamiento del continuo quehacer suele
pasar por inmoralidad. Por supuesto, este ensayo de Ortega y Gasset igualmente cabía
en ambos talleres, si tomamos en cuenta que ese ser andaluz es ser que sabe
extasiarse al contemplar.
Salud!
lacl
TEORÍA DE ANDALUCÍA / EL IDEAL VEGETATIVO, José Ortega
y Gasset)
Preludio
Durante todo el siglo XIX, España ha
vivido sometida a la influencia hegemónica de Andalucía. Empieza aquella
centuria con las Cortes de Cádiz; termina con el asesinato de Cánovas del
Castillo, malagueño, y la exaltación de Silvela, no menos malagueño. Las ideas
dominantes son de acento andaluz. Se pinta Andalucía -un terrado, unos tiestos,
cielo azul. Se lee a los escritores meridionales. Se habla a toda hora de la
"tierra de María Santísima". El ladrón de Sierra Morena y el
contrabandista son héroes nacionales. España entera siente justificada su
existencia por el honor de incluir en sus flancos el trozo andaluz del planeta.
Hacia 1900, como tantas otras cosas, cambia ésta. El Norte se incorpora.
Comienza el predominio de los catalanes, vascongados, astures. Enmudecen las
letras y las artes del Sur. Mengua el poder político de personajes andaluces.
El sombrero de catite y el pavero ceden a la boina. Se construyen casitas
vascas por todas partes. El español se enorgullece de Barcelona, de Bilbao y de
San Sebastián. Se habla de hierro vizcaíno, de las Ramblas y del carbón astur.
Son curiosas estas pendulaciones del
centro de gravedad español entre su mitad alta y su mitad baja, y resultaría
interesante perseguir hacia atrás la historia de ese ritmo oscilatorio,
averiguando si existe alguna periodicidad que permita articular toda nuestra
historia en épocas norteñas y épocas andaluzas.
Lo cierto es que en este momento
puede advertir el perspicaz un comienzo de depresión en el Norte peninsular.
¿Es que siente menos bríos, menos fe en sí mismo, en sus virtudes peculiares,
en su estilo de vida, en su capacidad? O ¿es, simplemente, que la totalidad de
España ha llegado a saturarse de influencia septentrional? Probablemente se
trata de lo uno y lo otro. Yo no sé qué experiencia imprecisa, pero fuerte, me
hace sospechar que la pujanza de cada individuo y cada colectividad no es una
cantidad absoluta que dependa solo de ellos, sino una función de la pujanza
existente en los demás. Según esto, puede un pueblo decaer no por defecto o
insuficiencia propios, sino, simplemente, por el hecho de ascender otros
pueblos próximos. Y, viceversa, tonificarse una nación por efecto de deprimirse
las vecinas. Por lo menos, es ahora evidente que, en el orden económico, la
relativa mengua de Cataluña, Vasconia y Asturias coincide con el crecimiento de
la riqueza andaluza.
Todavía no hay síntomas perceptibles
de que a esta acompañe un resurgimiento intelectual o moral, y fuera acaso la
expresión más exacta decir que en esta hora se halla España indiferente frente
a Norte y Sur. Pero no es verosímil que perdure esta indecisión. Se trata, sin
duda, de una fase transitoria pronta a terminar o en una recaída sobre el Norte
o en un nuevo entusiasmo por Andalucía.
Claro es que este retorno a lo
andaluz -si aconteciera- implicará una visión de Andalucía completamente
distinta de la que tuvieron nuestros padres y abuelos. No hay probabilidad de
que nos vuelva a conmover el cante hondo, ni el contrabandista, ni la presunta
alegría del andaluz. Toda esta quincalla meridional nos enoja y fastidia.
Lo admirable, lo misterioso, lo
profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus habitantes
ponen ante los ojos de los turistas. Porque es de advertir que el andaluz, a
diferencia del castellano y del vasco, se complace en darse como espectáculo a
los extraños, hasta el punto de que en una ciudad tan importante como Sevilla,
tiene el viajero la sospecha de que los vecinos han aceptado el papel de
comparsas y colaboran en la representación de un magnífico ballet anunciado en
los carteles con el título "Sevilla". Esta propensión de los
andaluces a representarse y ser mimos de sí mismos revela un sorprendente
narcisismo colectivo. Solo puede imitarse a sí mismo el que es capaz de ser
espectador de su propia persona, y solo es capaz de esto quien se ha habituado
a mirarse a sí mismo, a contemplarse y deleitarse en su propia figura y ser.
Esto, que produce a menudo el penoso efecto de hacer amanerado al andaluz, a
fuerza de subrayar deliberadamente su propia fisonomía y ser en cierto modo dos
veces lo que es, demuestra, por otra parte, que es una de las razas que mejor
se conocen y saben a sí mismas. Tal vez no hay otra que posea una conciencia
tan clara de su propio carácter y estilo. Merced a ello es fácil mantenerse
invariablemente dentro de su perfil milenario, fiel a su destino, cultivando su
exclusiva cultura.
Uno de los datos imprescindibles
para entender el alma andaluza es el de su vejez. No se olvide. Es, por
ventura, el pueblo más viejo del Mediterráneo -más viejo que griegos y romanos.
Indicios que se acumulan nos hacen entrever que antes de soplar el viento de
los influjos históricos desde Egipto y, en general, desde el Mediterráneo
oriental hacia el occidental, había reinado una sazón de ráfagas opuestas. Una
corriente de cultura, la más antigua de que se tiene noticia, partió de
nuestras costas y, resbalando sobre el frontal de Libia, salpicó los senos de
Oriente.
Cuando veáis el gesto frívolo, casi
femenil, del andaluz, tened en cuenta que repercute casi idéntico en muchos
miles de años; por tanto, que esa tenue gracilidad ha sido invulnerable al
embate terrible de las centurias y a la convulsión de las catástrofes. Mirado
así, el gestecito del sevillano se convierte en un signo misterioso y tremendo,
que pone escalofríos en la médula. Una impresión parecida a la que produce la
sonrisa enigmática del chino -¡rara coincidencia!-, el otro pueblo vetustísimo
apostado desde siempre en el opuesto extremo del macizo eurasiático.
No perturbe demasiado al lector esta
súbita aparición de China en el preludio de un ensayo sobre Andalucía. Si es
andaluz, detenga un momento su irritación y concédame algún margen para
justificar el paralelo. La comparación es el instrumento ineludible de la comprensión.
Nos sirve de pinza para capturar toda fina verdad, tanto más fina cuanto más
dispares se alejen los brazos de la pinza, los términos del parangón. No hay
cuidado de que este audaz emparejamiento se complazca en el síntoma de que el
torero y el mandarín usan coleta. Ni la coleta del mandarín es china, sino
manchúe, ni la del torero andaluza, sino francesa.
Andalucía, que no ha mostrado nunca
pujos ni petulancias de particularismo; que no ha pretendido nunca ser un
Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura
más radicalmente suya. Entendamos por cultura lo que es más directo: un sistema
de actitudes ante la vida que tenga sentido, coherencia, eficacia. La vida es
primeramente un conjunto de problemas esenciales a que el hombre responde con
un conjunto de soluciones: la cultura. Como son posibles muchos conjuntos de
soluciones, quiere decirse que han existido y existen muchas culturas. Lo que
no ha existido nunca es una cultura absoluta, esto es, una cultura que responde
victoriosamente a toda objeción. Las que el pasado y el presente nos ofrecen
son más o menos imperfectas: cabe establecer entre ellas una jerarquía, pero no
hay ninguna libre de inconvenientes, manquedades y parcialidad. La cultura
única y propiamente tal es sólo un ideal y puede definírsela como Aristóteles
la Metafísica o ciencia única, a la cual llama "la que se busca".
Y es curioso advertir que cada
cultura positiva consigue resolver cierto número de cuestiones vitales mediante
el previo abandono y renuncia a resolver las restantes. De suerte, que del
defecto ha hecho una virtud, y si ha logrado algo o mucho ha sido por aceptar
alegremente su carácter fragmentario. Ya veremos cómo la cultura andaluza vive
de una heroica amputación: precisamente de amputar todo lo heroico de la vida
-otro rasgo esencial en que coincide con la China.
Una y otra tienen una raíz común,
que en este caso es menos metafísica, porque, como las auténticas raíces, se
hincan en el campo. Son culturas campesinas.
Si viajamos por Castilla no
encontramos otra cosa que labriegos laborando sus vegas, oblicuos sobre el
surco, precedidos de la yunta, que sobre la línea del horizonte adquiere
proporciones monstruosas. Sin embargo, no es la castellana actual una cultura
campesina: es simplemente agricultura, lo que queda siempre que la
verdadera cultura desaparece. La cultura de Castilla fue bélica. El guerrero
vive en el campo, pero no vive del campo -ni material ni espiritualmente. El
campo es, para él, campo de batalla: incendia la cosecha del agricultor
pacífico, o bien la requisa para beneficio de sus soldados y bestias
beligerantes. El castillo agarrado al otero no es, como la alquería o cortijo,
lugar para permanecer, sino, como el nido del águila, punto de partida para la
cacería y punto de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es
permanente, sino móvil, andariega, inquieta por esencia. Desprecia al labriego,
lo considera como un ser inferior, precisamente porque no se mueve, porque es
manente -de donde manant-, porque vive adscrito al cortijo o villa -de donde
villano. El sentido peyorativo de estos dos vocablos es un precipitado de
desdén que mide el antagonismo entre dos culturas, ambas ocurrentes en el área
campesina, pero de signo inverso: la bélica y la agraria. Cuando el guerrero se
fue de Castilla quedó sólo la masa inferior sobre que él vivía: el rústico
eterno, informe, sin estilo, igual en todas partes.
Esta contraposición dibuja con
alguna claridad el sentido positivo y creador que doy al término cuando de la
andaluza digo que es una cultura campesina, es decir, agraria. No es lo
peculiar de ésta que el hombre cultive el campo, sino que de la agricultura
hace principio e inspiración para el cultivo del hombre.
Al revés que en Castilla, en
Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero y se ha estimado sobre todo al
villano, al manant, al señor del cortijo. Exactamente como en China,
donde, a lo largo de miles de años, el militar, por el mero hecho de serlo, era
considerado como un hombre de segunda clase. Mientras en Occidente fue la
espada del Emperador símbolo supremo del Estado, en China la nación se sintió
resumida en el pacífico abanico de su Emperador.
Consecuencia de este desdén a la
guerra es que Andalucía haya intervenido tan poco en la historia cruenta del
mundo. El hecho es tan radical, tan continuado, que de puro evidente no se ha
subrayado nunca. ¿Qué papel ha sido el de Andalucía en este orden de la
historia? El mismo de China. Cada trescientos o cuatrocientos años invaden la
China las hordas guerreras de las crudas estepas asiáticas. Caen feroces sobre
el pueblo de los Cien Nombres, que apenas o nada resiste. Los chinos se han
dejado conquistar por todo el que ha querido. Al ataque brutal oponen su blandura;
su táctica es la táctica del colchón: ceder. Tanto, que el feroz invasor no
encuentra fuerza donde apoyar su ímpetu y cae por sí mismo en el colchón -en la
deliciosa blandura de la vida china. El resultado es que, a las dos o tres
generaciones, el violento manchú o mongol queda absorbido por la vieja y
refinada y suavísima manera del chino, tira la espada y empuña el abanico.
Parejamente, Andalucía ha caído en
poder de todos los violentos mediterráneos, y siempre en veinticuatro horas,
por decirlo así, sin ensayar siquiera la resistencia. Su táctica fue ceder y
ser blanda. De este modo acabó siempre por embriagar con su delicia el áspero
ímpetu del invasor. El olivo bético es símbolo de la paz como norma y principio
de cultura.(1)
El ideal vegetativo
Vive el andaluz en una tierra grasa,
ubérrima, que con mínimo esfuerzo da espléndidos frutos. Pero además el clima
es tan suave, que el hombre necesita muy pocos de estos frutos para sostenerse
sobre el haz de la vida. Como la planta, solo en parte se nutre de la tierra, y
recibe el resto del aire cálido y la luz benéfica. Si el andaluz quisiera hacer
algo más que sostenerse sobre la vida, si aspirase a la hazaña y a la conducta
enérgica, aun viviendo en Andalucía, tendría que comer más y, para ello, gastar
mayor esfuerzo. Pero esto sería dar a la existencia una solución estrictamente
inversa de la andaluza. Mientras creamos haberlo dicho todo cuando acusamos al
andaluz de holgazanería, seremos indignos de penetrar el sutil misterio de su
alma y cultura.
Se dice pronto
"holgazanería", aunque es una palabra bastante larga. Pero el andaluz
lleva unos cuatro mil años de holgazán, y no le va mal. En vez de afrontar el
hecho con pedante ademán de maestro de escuela y atribuir a este pueblo
viejísimo la nota de pereza como una calificación escolar, mejor será que
abramos bien los ojos y agucemos la mente a fin de entenderlo. Corremos si no
el riesgo imprevisto de enaltecer la holgazanería, puesto que ha hecho posible
la deleitable y perenne vida andaluza.
La famosa holgazanería andaluza es
precisamente la fórmula de su cultura. Como he indicado ya, la cultura no
consiste en otra cosa que en hallar una ecuación con que resolvamos el problema
de la vida. Pero el problema de la vida se puede plantear de dos maneras
distintas. Si por vida entendemos una existencia de máxima intensidad, la
ecuación nos obligará a aprontar un esfuerzo máximo. Pero reduzcamos
previamente el problema vital, aspiremos sólo a una vita minima: entonces, con
un mínimo esfuerzo, obtendremos una ecuación tan perfecta como la del pueblo
más hazañoso. Este es el caso del andaluz. Su solución es profunda e ingeniosa.
En vez de aumentar el haber, disminuye el debe; en vez de esforzarse para
vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de
su existencia.
Sería, pues, un error suponer, sin
más ni más, que el sevillano renuncia a vivir como un inglés de la City porque
es incapaz de trabajar tanto como él. Aunque sin trabajo y como mágica donación
se le ofreciese tal régimen de vida, lo rechazaría con horror. Podrá en el
andaluz ser la pereza también un defecto y un vicio; pero, antes que vicio y
defecto, es nada menos que su ideal de existencia. Esta es la paradoja que
necesita meditar todo el que pretenda comprender a Andalucía: la pereza como
ideal y como estilo de cultura. Si sustituimos el vocablo pereza por su
equivalente "mínimo esfuerzo", la idea no varía, y cobra, en cambio,
un aspecto más respetable.
Venimos de una época que, más que
otra ninguna de la historia, ha hecho del máximo esfuerzo su ideal de vida, y
nos resulta difícil comprender una actividad vital tan opuesta a la nuestra.
Interpretamos, desde luego, la pereza como una simple negación, como un puro no
hacer. Pero no exageremos la indolencia de los andaluces. A la postre, vienen a
hacer todo lo que es necesario, puesto que Andalucía existe, y su pereza no
excluye por completo la labor, sino que es más bien el sentido y el aire que
adopta su trabajo. Es un trabajo inspirado por la pereza y dirigido hacia ella,
que tiende, por tanto a ser en todo orden el mínimo, como si se avergonzase de
sí mismo. Este cariz aparece sobremanera claro si recordamos la forma
petulante, ostensiva, desmesurada, que suele tomar el trabajo en los pueblos
que hacen de él su ideal.
Después de todo, como decía Federico
Schlegel, es la pereza el postrer residuo que nos queda del Paraíso, y
Andalucía el único pueblo de Occidente que permanece fiel a un ideal
paradisíaco de la vida. Hubiera sido imposible tal fidelidad si el paisaje en
que está alojado el andaluz no facilitase ese estilo de existencia. Pero no se
recaiga en la explicación trivial que considera a una cultura como efecto
mecánico del medio.
Para el hombre que llega del Norte
es la luminosidad y gracia cromática de la campiña andaluza un terrible
excitante que le induce a una vida frenética (2). Esto le lleva a
suponer que la existencia andaluza sería frenética si la indolencia no la
deprimiese. Imagina que este pueblo posee una gran vitalidad, y cuando ve pasar
a las sevillanas de ojos nocturnos, presume en sus almas magníficas pasiones y
extremados incendios. ¡Grande error! No cae en la cuenta de que el andaluz
aprovecha en sentido inverso las ventajas de su "medio". El pueblo
andaluz posee una vitalidad mínima, la que buenamente le llega del aire soleado
y de la tierra fecunda. Reduce al mínimo la reacción sobre el medio porque no
ambiciona más y vive sumergido en la atmósfera como un vegetal.
La vida paradisíaca es, ante todo,
vida vegetal. Paraíso quiere decir vegetal, huerto, jardín. Y la existencia de
la planta se diferencia de la animal en que aquella no reacciona sobre el
contorno. Es pasiva al medio. Con sus raíces recibe el nutrimiento telúrico,
con sus hojas bebe del sol y del viento. No hace nada. Vivir, para ella, es a
un tiempo recibir de fuera el sustento y gozarse al recibirlo. El sol es a la
par alimento y caricia en la manecita verde de la hoja. En el animal se separan
más la sustentación y la delectación. Tiene que esforzarse para lograr el
alimento, y luego, con funciones diversas de ésta, buscarse sus placeres.
Cuando más al Norte vayamos más disociados encontraremos esos dos haces de la
vida. Pues bien: a un andaluz le parecen igualmente absurdas en el inglés o el
alemán la manera de trabajar y la manera de divertirse, ambas sin mesura,
desintegrada la una de la otra. Por su parte, prefiere trabajar poco, y también
divertirse sobriamente, pero haciendo a la vez lo uno y lo otro, infusas las
dos operaciones en un gesto único de vida que fluye suavemente, sin
interrupciones ni sobresaltos, como un perfecto adagio cantabile. Diríase que
en la vida andaluza, la fiesta, el domingo, rezuma sobre el resto de la semana
e impregna de festividad y dorado reposo los días laborables. Pero también,
viceversa, la fiesta es menos orgiástica y exclusiva, el domingo más lunes y
más miércoles que en las razas del Norte. Sevilla solo es orgiástica para los
turistas del Septentrión; para los nativos es siempre un poco fiesta y no lo es
del todo nunca.
Al fijarla sobre Andalucía, nuestra
pupila se deslumbra y cree ver una escena de exaltación. Pero aguardemos un
poco que pase esa impresión superficial. Pronto descubriremos que la vida
andaluza excluye toda exaltación y se caracteriza por el fino cuidado de
rebajar un tono lo mismo la pena que el placer.
Lo que subraya y antepone es
precisamente el tono menor de la vida, el repertorio de mínimas y elementales
delicias que pueden extenderse, sin altos ni bajos, con perfecta continuidad,
por toda la existencia. En el Paraíso no se comprende goces intensos,
concentrados frenéticamente en puntos del tiempo, a que siguen horas de vacío o
de amargor. El vegetal paradisíaco goza mínimamente, pero sin discontinuidad:
goza de tener su follaje bajo el baño térmico del sol, de mecer sus ramas al
venteo blando, de refrescar su médula con la lluvia pasajera. Pues bien: aunque
parezca mentira al hombre del Norte, hay todavía en este rincón del planeta
millones de seres humanos para quienes la delicia básica de la vida es, en
efecto, gozar de la temperie deleitable. Es indecible cuánta fruición extrae el
andaluz de su clima, de su cielo, de sus mañanitas azules, de sus crepúsculos
dorados. Sus placeres no son interiores, ni espirituales, ni fundados en supuestos
históricos. De todo esto ha aceptado el mínimo que la presión de la época le
imponía. Pero la raíz de su ser sigue sumergida en esa delicia cósmica,
elemental, segura, perdurable. El andaluz tiene un sentido vegetal de la
existencia y vive con preferencia en su piel. El bien y el mal tienen ante todo
un valor cutáneo: bueno es lo suave, malo lo que roza ásperamente. Su fiesta
auténtica y perenne está en la atmósfera, que penetra todo su ser, da un
prestigio de luz y de ardor a todos sus actos y es, en suma, el modelo de su
conducta. El andaluz aspira a que su cultura se parezca a su atmósfera.(3)
Vive, pues, este pueblo referido a
su tierra, adscrito a ella en forma distinta y más esencial que otro ninguno.
Para él, lo andaluz es primariamente el campo y el aire de Andalucía. La raza
andaluza, el andaluz mismo, viene después; se siente a sí mismo como el segundo
factor, mero usufructuario de esa delicia terrena, y en este sentido, no por
especiales calidades humanas, se cree un pueblo privilegiado. Todo andaluz
tiene la maravillosa idea de que ser andaluz es una suerte loca con que ha sido
favorecido. Como el hebreo se juzga aparte entre los pueblos porque Dios le
prometió una tierra de delicias, el andaluz se sabe privilegiado porque, sin
previa promesa, Dios le ha adscrito al rincón mejor del planeta. Frente al
hombre de la tierra prometida, es el hombre de la tierra regalada, el hijo de
Adán a quien ha sido devuelto el Paraíso.
Conviene insistir sobre esta raíz
primaria del alma andaluza que es el peculiar entusiasmo por su trozo de
planeta. Y véase cómo empieza a dibujarse el sentido positivo que encierra mi
diagnóstico de la cultura andaluza como cultura campesina. La unión del hombre
con la tierra no es aquí un simple hecho, sino que se eleva a relación
espiritual, se idealiza y es casi un mito. Vive de su tierra no sólo
materialmente, como todos los demás pueblos, sino que vive de ella en idea y
aun en ideal. El gallego lejos del terruño siente morriña; el asturiano y el
vasco viven doloridos lejos de sus valles angostos y humeantes. Sin embargo, su
nexo con la campiña maternal es ciego, como físico, sin sentido de espíritu. En
cambio, para el andaluz, que no siente en la ausencia esas repercusiones
mecánicas del sentimiento, es vivir en Andalucía el ideal, consciente ideal. Y,
viceversa, mientras un gallego sigue siendo gallego fuera de Galicia, el
andaluz trasplantado no puede seguir siendo andaluz; su peculiaridad se evapora
y anula. Porque ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus
gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas.
Este ideal -la tierra andaluza como
ideal- nos parece a nosotros, gentes más del Norte, demasiado sencillo,
primitivo, vegetativo y pobre. Está bien. Pero es tan básico y elemental, tan
previo a toda otra cosa que el resto de la vida, al producirse sobre él, nace
ya ungido y saturado de idealidad. De aquí que toda la existencia andaluza,
especialmente los actos más humildes y cotidianos -tan feos y sin
espiritualizar en los otros pueblos-, posea ese divino aire de idealidad que la
estiliza y recama de gracia. Mientras otros pueblos valen por los pisos altos
de su vida, el andaluz es egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en
cada minuto, el gesto impremeditado, el uso trivial...
Pero también es verdad lo contrario:
este pueblo, donde la base vegetativa de la existencia es más ideal que en
ningún otro, apenas si tiene otra idealidad. Fuera de lo cotidiano, el andaluz
es el hombre menos idealista que conozco.
José Ortega y Gasset
Teoría de Andalucía y otros ensayos, 1927
Madrid, Revista de Occidente, 1942
_______
1 La otra gran cultura agraria que ha existido, la del Antiguo Egipto,
repite el fenómeno de China y Andalucía. Las conquistas de los Tutmosis y
Ramsés fueron hechas con soldados extranjeros.
2 Cuenta
Chateaubriand que al llegar los cien mil hijos de San Luís a la divisoria de
Sierra Morena y descubrir súbitamente la campiña andaluza, les produjo tal
efecto el espectáculo, que espontáneamente los batallones presentaron armas a
la tierra maravillosa.
3 Espero que se
me entienda bien. No se trata neciamente de censurar al andaluz suponiendo que
no hace más que vegetar. Mi idea es que su cultura -por tanto, su actividad
"espiritual"- exalta y pule el plano vegetativo de la existencia. De
aquí, entre otros muchos detalles, la tierna amistad del andaluz con el
vegetal, con el productivo y con el superfluo, con la vid y con la flor.
Cultiva el olivar, pero también el tiesto. En cuanto a la alimentación, la
sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del
campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El
hecho es cierto y, sin embargo, la observación es falsa porque es incompleta.
Sería más verídica si añadiese que en Andalucía come poco y mal todo el mundo,
no sólo el pobre. La cocina andaluza es la más tosca, primitiva y escasa de
toda la Península. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de
Córdoba o Jaén. Hasta en esto imita el andaluz al vegetal: se alimenta sin
comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo. Lo mismo el chino.
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