En el decurso
de una vida puede uno, mal que bien y entre tanto trastorno que le habita, determinar
cuáles sean los bienes que prodiga y agradece, y cuales hayan de ser los males que
detesta y se le tornan indigeribles.
Acaso no sea
tan amplio el abanico de bienes y males de que se componen nuestros gustos y disgustos.
Pero, a mi parecer, al ser humano moderno, se le ha achicado el abanico de
colores en lo que respecta a bienes y se le ha expandido el de los males. ¿Por
qué? Porque se ha transformado en un ser sumiso y conformista en lo que
respecta a los asuntos del espíritu y del corazón. Lo más común es toparse hoy
con maniquíes, a diestra y siniestra. Seres
a los que poco les importa lo que haya de sucederle no sólo al vecino sino,
incluso, al hermano, al padre, a aquel o aquella a quien tomaron por amante.
No es mi intención
hacer aquí una suerte de recuento de los bienes y males que, a modo de alto en
el camino, pudiera resultar de lo que, en ciertos momentos de la vida, podríamos
calificar como un examen de conciencia. Y de los bienes poco tengo que decir,
al menos, en este momento, tan atosigados como nos hallamos, víctimas de la
molicie que promulgan los trastornos. Bastaría acaso sólo mencionar alguno: el
canto del ave solitaria en el despliegue del aura, el gesto desprendido y
amoroso que nada sabe de cuitas mal digeridas, las expresiones de bondad en
aquellos que precisamente son los que más huérfanos de afecto andan por la vida.
Mas podría decir,
con patente afirmación o seguridad palmaria, que jamás he podido comprender ni,
por supuesto, tolerar los gestos de soberbia, el afán beligerante, la
injusticia, el autoritarismo, el egoísmo, ni los fanatismos (cualesquiera de
que se traten). Tampoco he podido jamás comprender ni, mucho menos, tolerar el
cultivo de la inclemencia. No soy santo ni misionero de ninguna secta
religiosa, pero si algo he aprendido en la vida es que por falta de piedad es
que el hombre es verdugo del hombre.
Y, en los últimos
tiempos, me ha dado por auscultar otro mal, dolencia mayor, madre de todas las
pestes. Y es que jamás he podido comprender (y claro está, mucho menos tolerar)
la inhumanidad, especie de miasma embrionaria de todos los males que precito. El tener que ser testigo de una floreciente inhumanidad hacia los puntos donde avisto, no
es prodigio como para alegrarse.
Pero tener que
ser testigo de una floreciente inhumanidad en el seno familiar y hasta en el
entorno de los más queridos amigos es dardo clavado en el alma, que destila una
sangre que nadie, más que yo, puede advertir, mientras fluye cual lágrimas sin
madre.
Yo no nací ese
día…
Bien mirado,
no hay posibilidad de que uno solo de los males que hoy señalo en esta bitácora
retrospectiva pueda respirar si, de alguna manera, no es insuflado por algún
otro. No hay autoritarismo, por ejemplo, si no es alentado por el egoísmo o la
soberbia. No hay fanatismo si no es animado por la inclemencia. Y no campearían la beligerante violencia
o una inclemencia que no delata otra cosa que el grado de fallecimiento en que se
postra nuestra esencia sutil, si no fueran ellas soliviantadas por el cáncer de
la inhumanidad.
Vivimos como
muertos.
28 de Mayo,
2013, atardecer.
© lacl
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Tarkovsky quartet: "Le temps scellé: Mychkine"
5 comentarios:
Muy bueno. Exceemte
Salud, Carlos. Estos pensamientos nacen inducidos por la fuerza del entorno...
Un abrazo.
LA
La inhumanidad como corriente en contra del ser que no quiere ni puede dejar de ser humano. Gracias por compartir estos pensamientos.
Gracias Zaira. Mis disculpas pues nunca m llrgan las notificaciones de los comentarios y estoy deshabituado a revisarlos. Los leo por obra del azar, cuando tengo tiempo de pasear por el blog. Son palabras que le agradezco.
Saludos
lacl
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