El poeta de la democracia, José Antonio Ramos Sucre. *
Si se tiene en cuenta que la claridad de la frase anuncia la del pensamiento que expresa, muy indistintos han debido ser los del escritor angloamericano que fatiga con un desfile de ideas e imágenes para cuya expresión se dieron cita los más raros vocablos ingleses sumados a voces indias como rezagadas de la fuga ante la expansión yanki. Indecisa pensaba la distinción entre la poesía y la prosa este raro poeta que tenía un propio concepto del arte y que debió producir la misma alarma causada por Rubén Darío en los países de lengua española, de quien se diferencia en haber sido el cantor del presente y de la democracia. Un escritor del culteranismo lo habría llamado antípoda del poeta centroamericano, cuyos versos han cantado muertas y aristocráticas grandezas.
No debió a aspiración de ciencia ni de gloria las arrugas que surcaron su faz a pesar de la alegría de vivir y de la satisfacción del presente, derivadas de su organismo firme heredado de antepasados holandeses. Desde niño se identificó con la naturaleza, por cuyos espectáculos tenía la atención de Byron adolescente, el terror sagrado de los pueblos bárbaros. Al mar, en alta voz, como queriendo renovar los prodigios de Orfeo, leía versos de poetas inspirados y rudos, de quienes fue tan fiel discípulo que padeció siempre ausencia de conocimientos preparatorios, siéndole extrañas las reglas más elementales de la puntuación.
Cada uno de nosotros concibe un hombre perfecto y normal a cuyas cualidades trata de aproximarse. Tal modelo debía ser para Walt Whitman el herrero de la aldea descrito por Longfellow, y cuya vida se dividía entre el trabajo cotidiano, la asistencia puntual a los oficios religiosos y la meditación continua de la Biblia. Estas ocupaciones llenaban, asegura un viajero, la existencia de los americanos cuando nació el poeta; en las diversiones sociales reinaba una gravedad puritana: en el centro, formando en círculo, estaban las damas sentadas en sillas, detrás de cuyos espaldares rígidos permanecían de pie los caballeros estirados y fúnebres.
No tenía el culto de los grandes hombres, proclamado por los positivistas, tal vez porque su índole modesta se escandalizaba de las inteligencias y caracteres excepcionales. En su sentir ningún elogio habría enaltecido más que aquel “éste era un hombre”, tributado al personaje shakespeariano. Por su afecto a la democracia sin selección cuyo triunfo sería el de las medianías, era adverso a Renán, justamente alarmado por la ascensión insolente de la muchedumbre.
A pesar de ser oriundo de Nueva Inglaterra, llamada la Grecia de los Estados Unidos por la producción de un escaso número de hombres de talento, no hizo esfuerzo porque ideales desinteresados sedujeran el espíritu de los modernos cartagineses y fuese satisfecha la aspiración de Heriberto Spencer, que los acusaba de infecundos por proponerse únicamente el bienestar material. Para señalar ese nuevo rumbo parecía autorizado por su estilo y aspecto de poeta: la faz ruda y venerable, la barba y los cabellos como si los hubiera puesto en desorden uno de aquellos vientos sagrados que trayendo en su seno cálidos alientos de desierto y rumores de oasis, animaban las aguas muertas de los lagos hebreos.
*El Tiempo; Caracas, 22 de enero de 1913.
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