Uno de los primeros poemas que leí, con alguna seriedad, en mi vida. Un poema que me hizo sentir algo poeta y que no todo estaba perdido. Un poema que me reveló algunas razones para tantas sinrazones. Un poema que me abrió una senda insospechada y por tanto tiempo buscada y añorada... Lo recuerdo y agradezco hoy como si lo hubiera leído ayer...
El poema estaba recogido en una antología preparada por el profesor Edgard Páez para el ciclo diversificado de bachillerato, de quien me correspondió ser uno de sus discípulos en Castellano y Literatura durante cuarto y quinto años. Creo que era uno de los pocos (si no, el único, de entre todos los alumnos) que se maravillaba con sus clases. Sus relatos sobre los orígenes de las juglarías y las clerecías, la poesía del Siglo de Oro español, sus charlas sobre Cervantes, La Celestina, Las Coplas de Jorge Manrique, sus lecturas de los poemas de Safo y Sor Juana Inés de la Cruz y, sobre todo, su amor por el Arcipreste de Hita. Y, modernamente, su paso por la poesía de Rubén Darío, el propio Federico y César Vallejo, entre otros de nuestros grandes poetas.
En el liceo, luego de haberme hecho expulsar de un infecto instituto de curas, las chicas y chicos estaban todos más pendientes de flirteos y de chanzas. La vida loca de los años 70. Y yo no era ciego, había chicas muy hermosas, pero cierto gusto por exhibir mentes de chorlito, así como hacer de la ligereza un predicado sin sustantivos, me llevó a desalinearme de los grupos.
Tanto las clases de Páez, como las del querido y recordado profesor Francisco D´Antonio en sus sesiones de Historia del Arte, quien siempre me alentaba a un discurrir distinto de la vida, me sirvieron de puente para iniciar un tránsito algo diferente al de mis compañeros de esos años tan críticos en el decurso de toda vida.
Este poema de Federico, tuvo un peso enorme, particular, en el decurso de los días que sobrevendrían en mi vida.
Salud
(lacl)
Muerte
A
Isidoro de Blas
¡Qué esfuerzo!
¡Qué esfuerzo del caballo por
ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser
golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina
por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por
ser caballo!
Y el caballo,
¡qué flecha aguda exprime de la
rosa!,
¡qué rosa gris levanta de su
belfo!
Y la rosa,
¡qué rebaño de luces y alaridos
ata en el vivo azúcar de su
tronco!
Y el azúcar,
¡qué puñalitos sueña en su
vigilia!
Y los puñales dimínutos,
¡qué luna sin establos, qué
desnudos,
piel eterna y rubor, andan
buscando!
Y yo, por los aleros,
¡qué serafín de llamas busco y
soy!
Pero el arco de yeso,
¡qué grande, qué invisible, qué
diminuto!,
sin esfuerzo.
.
Federico García Lorca
de Introducción a la muerte
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Federico Garcia Lorca: Retrato
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