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sábado, 22 de diciembre de 2018

SONIDOS, Henry David Thoreau. De Walden o La vida en los bosques. / Paul Winter Consort - The silence of a candle y otras composiciones.





En mi opinión muy personal, no hace falta escribir poemas para ser poeta. Y aunque Thoreau tuvo la fortuna de cosechar ese gusto de dedicarse al culto de la Diosa Blanca, no es muy conocido por esta faceta de su vida. Sin embargo, podríamos decir que en Thoreau lo que encarna la poesía es su propia actitud ante la vida. Es un perfecto ejemplo de lo que hace algunos años calificáramos como un ars vivendi en armoniosa consonancia con un ars poética. Sin más, debido a lo extenso del párrafo extraído de “Sonidos”, uno de esos hermosos capítulos de Walden, les dejamos con lo que avizoramos como una actitud vivencial propicia para un respirar en armonía. En cierto sentido, Thoreau es, incomparablemente, un ser mucho más revolucionario que toda una suma de sesudos filósofos, economistas y teóricos de la política juntos.

Salud!

lacl

SONIDOS, Henry David Thoreau. De Walden o La vida en los bosques. 

Pero mientras nos confinemos en los libros, aun los más selectos y clásicos, y leamos tan sólo determinadas lenguas escritas, que no son sino dialectos provincianos, corremos el peligro de olvidar ese lenguaje sin metáforas, abundante y ejemplar, que hablan todas las cosas y eventos. Mucho es lo publicado; poco lo que deja impronta. Los rayos que se filtran a través de la persiana no serán recordados cuando ésta sea quitada. Ningún método ni disciplina puede obviar la necesidad de mantenerse siempre alerta. ¿Qué son un curso de filosofía o poesía, por muy selectos que fueren, o la mejor sociedad o hábito de vida más admirable, comparados con la disciplina de mirar siempre a lo que ha de ser visto? ¿Ha de leer uno siempre, estudiar meramente, o ver en torno? Leed vuestro futuro, ved qué os depara y marchad resueltos hacia él. El primer verano no leí libros; escardé las judías. ¡Ca!, a menudo hice algo mejor que eso. Hubo veces en que no me sentí capaz de sacrificar la flor del momento a tarea alguna, fuera con la cabeza o con las manos. Me gusta conceder un amplio margen a mi vida. En ocasiones, después de haber tomado mi acostumbrado baño, me sentaba toda la mañana en el umbral de mi puerta hasta que el sol llegaba hasta lo más alto, y me ensoñaba entre pinos y nogales y zumaques, en soledad y calma completa, mientras las aves cantaban a mi alrededor o revoloteaban sin ruido por toda la casa hasta que el sol que coloreaba mi ventana de poniente o el traqueteo de algún carro viajero en la distante carretera me hacía reparar en el tiempo transcurrido. En estas ocasiones yo maduraba como el maíz en la noche, pues eran de más valor que cualquier otro empeño manual. No se trataba de tiempo sustraído a mi vida, sino muy superior al que ocupaban normalmente mis rutinas. Comprendí qué encierran los conceptos orientales de contemplación y abandono de quehaceres. Las más de las veces no me daba cuenta siquiera del transcurso de las horas. El día avanzaba como en espera de alumbrar alguna obra mía; era por la mañana, y hete aquí que se había hecho la noche, y de nada memorable quedaba constancia. En vez de cantar como las aves, yo sonreía silenciosamente a mi incesante buena fortuna. Como el gorrión en lo alto del nogal que sombreaba mi puerta, su trino, así yo, mi gorjeo sofocado, que aquél podía oír saliendo de mi nido. No eran días de la semana, con el sello de alguna deidad pagana, los míos; no se desmenuzaban en horas ni les apresuraba el tictac del reloj; pues yo vivía como los indios Puri, de los cuales se dice que «para ayer, hoy y mañana cuentan con una sola palabra, e indican las variantes de significado señalando hacia atrás en el primer caso, hacia arriba en el segundo y adelante en el tercero». Sin duda, que eso era pura pereza para mis conciudadanos; pero si las flores y las aves me hubieran juzgado según su patrón, no me hubieran hallado en falta. Un hombre debe encontrar sus ocasiones en sí mismo, es verdad. El día natural es muy tranquilo y difícilmente le reprochará su indolencia. Al menos sobre aquellos que se ven obligados a buscar su diversión fuera de lo propio, en la sociedad y el teatro yo tenía por mi modo de vida la ventaja de que éste era mi mejor entretenimiento, que jamás dejaba de resultar original. Era un drama de muchas escenas y sin desenlace. Ciertamente, si siempre nos ganáramos la vida y reguláramos ésta de acuerdo con el último y mejor de los modos aprendidos, jamás nos molestaría el fastidio. Seguid vuestro genio de modo suficientemente ajustado y éste no dejará de presentaros un panorama nuevo cada hora. El quehacer doméstico se había convertido en grato pasatiempo. Cuando el suelo estaba sucio, me levantaba temprano, y después de apilar mis muebles fuera de la casa sobre la hierba, cama, colchón y ropas en montón único, baldeaba el piso, salpicándolo aquí y allí de nivea arena de la laguna para dejarlo limpio y blanco luego con la escoba; cuando los del pueblo habían dado fin a su desayuno, el sol mañanero había secado ya mi casa lo suficiente para trasladarme de nuevo al interior, de modo que mis meditaciones apenas si habían sido interrumpidas. Resultaba agradable ver todos mis bienes y enseres sobre la hierba, formando una pila como atado de gitano, y mi mesa de tres patas, de la que no había quitado siquiera los libros, pluma y tintero que reposaban en su sobre, entre pinos y nogales. Diríase que también mis muebles se felicitaban por salir fuera y que lamentaban reincorporarse a su encierro. Algunas veces estuve incluso tentado de disponer un toldo por encima de ellos y reinstalarme de tal guisa. Valía la pena ver brillar el sol sobre estas cosas y oír el viento libre que abría camino por sus recovecos; la mayoría de los objetos que nos son familiares parecen mucho más interesantes fuera que dentro de la casa. Un ave se posa sobre la próxima rama, la siempreviva crece debajo de la mesa y la zarzamora abraza sus patas; por doquier se ven pinas, castañas y hojas de fresa. Diríase que fuera éste el modo en que estas formas habían sido transferidas a nuestros muebles, mesas, sillas y armazones de cama, precisamente porque éstos hubieran estado alguna vez rodeados de aquellos. Mi casa se alzaba en la ladera de una colina, junto al borde de un gran bosque, en medio de una joven arboleda de pinos y nogales, y a eso de unas cuarenta perchas casi del lago al que conducía, colina abajo, una estrecha vereda. En mi patio de enfrente crecían fresas y moras, siemprevivas, yerba de San Juan (1) y cañas doradas, (2) un robledal incipiente, el cerezo de la arena, vaccinias y cacahuetes. Hacia finales de mayo, el cerezo del
arenal (Cerasus pumilla) adornaba los bordes del sendero con sus delicadas-flores, que formaban umbelas cilindricas en torno a sus cortos tallos, los cuales, sobrecargados al fin por hermosas y grandes cerezas, se vencían en otoño como guirnaldas que despidieran destellos a uno y a otro lado. Las probé en homenaje a la naturaleza, aunque apenas podían paladearse. El zumaque (Rhus glabra) crecía exuberante alrededor de la casa, abriéndose camino a través del dique que yo había construido y alcanzando ya casi dos metros de altura en su primera temporada. Su ancha y pinada hoja tropical, aunque rara, resultaba agradable a la vista. Sus voluminosas yemas, que surgían poderosamente de tallos secos, diríase muertos, a finales de la primavera, se convertían como por arte de magia en graciosas y tiernas ramas verdes de más de dos centímetros de diámetro; y a veces, sentado junto a la ventana, era testigo de su rotura, cuando, en busca de desmesurado crecimiento sometían sus articulaciones a tal esfuerzo que éstas cedían, aun en ausencia de viento, con un chasquido claramente perceptible. En agosto, las muchas bayas que al estar en flor habían atraído a una multitud de abejas, adquirían gradualmente su aterciopelado carmesí final antes de vencerse y quebrar con su peso las tiernas ramas de que pendían.

Desde la ventana en que me encuentro sentado en esta tarde de verano veo rondar a los halcones en torno al claro; el vuelo presuroso de las palomas salvajes que atraviesan mi campo de visión en formación de a dos o a tres o que se mueven agitadas sobre las ramas del pino blanco que guarda la parte trasera de mi casa llena de susurros el aire; un halcón pescador cae sobre la cristalina faz del lago y se hace con un pescado; un visón se desliza ante mi puerta para capturar una rana en la orilla; los juncos se doblan bajo el peso de los chamberguillos que revolotean aquí y allá, y durante la última media hora he ido oyendo el traqueteo de los trenes, ora muriendo en la distancia ora reviviendo progresivamente como el sonoro aleteo de una perdiz, con su carga de pasajeros de Bostón en busca de la campiña. Pues no me hallaba tan alejado del mundo como aquel muchacho que, según he oído decir, fue colocado con un granjero de la parte oriental de la ciudad y antes de que pasara mucho tiempo escapó y volvió a su hogar, lleno de cansancio y de añoranza. Jamás había visto un lugar tan triste y apartado; toda la gente había desertado; ¡con decir que ni siquiera se oía el silbido del tren! Dudo de que quede ahora un lugar así en todo Massachusetts:

In truth, our village has become a butt
For one of those fleet railroad shafts, and o'er
Our peaceful plain its soothing sound is Concord. (3)


El tren de Fitchburg pasa junto al lago a eso de unas seiscientas perchas de donde vivo. Por lo general suelo dirigirme al pueblo siguiendo su terraplén y, por así decir, ese es mi vínculo con la sociedad. El personal de los convoyes de carga que recorre toda la línea me saluda como a viejo conocido, de tantas veces como nos cruzamos, y al parecer me toma por otro empleado; y tal soy. Yo también repararía gustosamente las vías en algún lugar de la órbita terrestre. El silbido de la locomotora penetra en mis bosques invierno y verano, como el grito de un halcón que otea el corral de una granja, informándome de que numerosos comerciantes inquietos procedentes de la ciudad se acercan a la aldea, o de que, por el lado opuesto, hacen lo propio emprendedores tratantes del interior. Cuando caen bajo el mismo horizonte se gritan sus avisos para obtener paso, voz que en ocasiones se oye en dos pueblos a la vez. ¡Campo, ahí vienen tus comestibles! ¡Campesinos, he aquí vuestras raciones! Y no hay hombre alguno con suficiente independencia para rehusar. ¡Y ahí va su precio! chilla el silbato del lugareño; maderos como largos arietes a veinte millas por hora contra las murallas de la ciudad, y plazas suficientes para acomodar a todos los que llegan molidos y sobrecargados. Con esa tremenda y magnífica cortesía ofrece el campo asiento a la ciudad. Todas las colinas repletas de gayuba india, todos los prados de arándanos se desnudan y rastrillan hasta la ciudad. Arriba va el algodón, abajo el lienzo tejido; arriba, la seda; abajo, la lana. Arriba, los libros, pero abajo el ingenio que los escribe.
Cuando me encuentro con la locomotora, con su tren de vagones en movimiento planetario —o más bien como un cometa, ya que el observador no sabe si con esta velocidad y dirección visitará de nuevo este sistema, pues la órbita descrita no parece poseer retorno— y la nube de vapor como estandarte que se extiende en guirnaldas de oro y plata, como muchas nubes que yo he visto en lo alto de los cielos desplegando sus masas a la luz, como si ese semidiós viajero, ese hacedor de nubes, quisiera tomar el ocaso como librea de su cortejo; cuando oigo al caballo de hierro hacer resonar las colinas con su bufido de trueno, sacudiendo la tierra con sus cascos y expulsando fuego y humo por sus ollares (ignoro qué clase de caballo alado o qué fiero dragón colocarán en la nueva mitología), parece que la tierra se hubiera hecho con una raza que ahora fuera digna de habitarla. ¡Si todo fuera como parece y los hombres hicieran a los elementos servidores suyos con nobles fines! Si la nube que flota sobre la máquina fuera la perspiración de hechos heroicos o tan benéfica como la que se cierne sobre los campos del labrador, los elementos y la Naturaleza misma acompañarían animosamente a los hombres en sus andanzas y les darían escolta.


1. Hypericum perforatum. (J. Gárate, op. cit., p. 109.)
2. «Golden rod». Solidago. esp. Solidago virgaurea. El arbusto de igual nombre (Bosea yerba mora) es original de las Islas Canarias. Trad.
3. «En realidad, nuestra aldea se ha convenido en una terminal / De una de esas flechas rápidas ferroviarias, y sobre / Nuestra tranquila llanura, su sonido dulce es: Concord», de W. E. Channing. (J. Gérate, op. cit., p. 110.)





Paul Winter Consort - The silence of a candle























Fotos de un servidor, lacl (tomadas con la cámara de un celular)

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