Este escrito es el badajo y nosotros la campana donde éste repica y se queda resonando. A Hector Silva Michelena quisiera decirle, de corazón, que no estamos tan solos los hombres solos, porque somos una legión de insomnes; al menos, podemos contentarnos en ser una legión de solos. “El hombre nace solo y muere solo”, rezó alguna vez Lawrence. Ya hemos nacido solos y solos hemos de morir. Lo que sucede es que ello se oculta a los niños, como si se tratara de un pecado de origen. Pero entiendo en demasía (esto es, con las vísceras) su grito de insomne “mientras los demás duermen”. Mi padre no estaba solo o, al menos, no tan solo de familia cuando se dijera: ¡ya basta! Pues ya lo había comprendido muy bien: este mundo está escrito por quienes creen que nunca llegarán al senex, a la senectud, aunque muchos llegan a la senectud sin pasar por el senex, pues senex es sabiduría. Claro, también es cierto que este mundo además está escrito (y ello no debería causar extrañeza) por la inclemencia, esa caprichosa compañera eternamente púber. El hombre o mujer joven o de mediana edad suelen ser inclementes. Sobre todo con la vejez. Lo peor: lo son con la vejez de los suyos. Así que la vejez suele ir al traste como un trasto o a trastiendas de un almacén del olvido. “…Es que el cuerpo se transforma en una cárcel…” fue otra de las postreras frases de mi padre, y se fue una mañana de cielo verde, absolutamente verde, lo recuerdo bien, yaciendo al lado de mi madre. Muchos años después, mi madre me repetiría el sermón, un sermón que jamás hubiera uno imaginado brotar de sus labios, dada su casi incomprensible vitalidad.
Todo ser humano ha de tener el derecho de envejecer
cacareando sobre el techo de su casa si le diera la gana, para (como el poeta
Katsimbalis que rememora Henry Miller en sus memorias de Grecia) despertar a
todos los gallos dormidos y alborotar la ciudad. Ese es su derecho (salvo que
ya en pocas ciudades del mundo cantan todavía los gallos) y ya nadie comprende
lo que es el derecho de cacarear. Así que no, ésa no es la receta a indicar o a
prescribir. La segregación, sumada al natural languidecimiento de nuestras
humanas facultades, por supuesto que no le ha de causar solaz a ningún ser
humano que alcance la edad en que prospera la sabiduría del senex… Y, por
desgracia, la segregación no se limita a la que un usurpado “estado” predica y
practica sobre una desamparada ciudadanía, pues el colectivo (con esa
institución llamada familia incluida) suele frecuentemente (y, grosso modo,
claro está) actuar en modo muy, pero muy similar -esto es, artera y desastradamente-
a como se desempeña esa usurpación del “estado” liderada por una manada de
carniceros. ¡Yo he visto a Gregorio Samsa muy de cerca! Y no he podido
ayudarle. No he podido evitar que le incrustaran, de un golpe, la manzana verde
en la espalda, tampoco pude evitar que en su espalda se pudriera. Así que
entiendo perfectamente la miseria, el rigor, la aspereza e inclemencia de la
que tan pasmosa y cáusticamente nos versa Silva Michelena en su doliente, pero
templada glosa. Ya quisiera yo ser el mesonero de ese café, para sentarme a su
lado y decirle: vámonos maestro, le acompaño. Y si no hay gallos, nos los
inventaríamos.
Agrego un fragmento que, como he dicho ya alguna
vez, atesoro como un rezo…
[… El mismo Marco Aurelio, que gastó sus días en
administrar todo un imperio, pudo expresar en ocasiones tal sensación desoladora
del extrañamiento: “Toda la vida del cuerpo humano es una corriente que fluye;
su existencia, una pelea y una estancia en un país extranjero, y su fama
póstuma, puro olvido” …]
E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de
angustia, uno de los más extraordinarios libros que haya leído en toda
mi vida.
Gracias a Mery Sananes por abrir el abanico y
mostrarlo en espejo. A pie de página colocamos el enlace original publicado por
Embusterias, el blog de la querida Mery. Recomendamos leer la carta de Mery en
respuesta al largo adiós publicado por Hector Silva Michelena.
Salud!
lacl
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ANTES DEL LARGO ADIÓS
Héctor Silva Michelena
Creo que la vida me ha dado poco; no hablo de
riquezas, sino de la vida feliz. Las dos últimas décadas han sido de noches
insomnes. El hambre, la muerte el terror policial. El latrocinio hecho ley. Yo,
que he amado la vida, me he convencido de que la vida humana, en todas partes,
es un estado que tiene más de sufrimiento que de dicha.
Estas líneas surgen de una necesidad personal que
grita la búsqueda de un trago que pudiera consolarme y mitigar los dolores de
la vejez, los de la pérdida de seres queridos y esos que azotan por la lucha,
sin fortuna, contra una maligna enfermedad. ¿El medicamento específico?
Monopolio del gobierno, y le pregunto. Respuesta: “No hay”. Los días a pan y
agua, las noches sin pan.
El título de un cuento de Ernest Hemingway,
Mientras los demás duermen, sugiere en su plural que el insomne es alguien que
está solo. El insomne sale de una circulación cotidiana, aunque sueñe con los
ojos cerrados o para dormir despierto. ¿Es lo mismo estar desvelado y no poder
dormir que despertar en medio de la noche y no volver a conciliar el sueño?
¿Cómo hemos pasado del sueño al insomnio?”.
Hay quien arriesga una respuesta y la sitúa en dos
obras de Shakespeare. Un indicio proviene de Macbeth: “Hemos asesinado al
sueño”; otra verdad proviene de Hamlet, cuyo padre ha sido asesinado mientras
dormía. Estamos en medio de la noche, sin estrellas. ¿Se ha ido el sol para
siempre?
Solía ir a un café a meditar y escribir. Un día
era tarde y todos habían dejado el café, excepto un anciano –tal vez yo–
sentado a la sombra que las hojas del árbol hacían con la luz eléctrica. De día
la calle era polvorienta, pero en la noche el rocío abatía el polvo y el
anciano gustaba de sentarse hasta tarde porque necesitaba muletas. Y ahora, de
noche, todo estaba tranquilo y él sentía la diferencia. Los dos meseros en el
interior del café sabían que el anciano estaba un poco bebido y, aunque era un
buen cliente, sabían que de beber demasiado no podría usar sus muletas y caer.
Y así fue. Ese otro era yo.
Envejecer es más difícil que morir, por la razón
de que renunciar de una vez y en conjunto a una vida que vive con poca
esperanza, cuesta menos que un largo adiós. Soportar la propia decadencia y
aceptar la segregación es un trance más amargo que desafiar la muerte. Hay una
aureola en la muerte muy dulce, y solo hay una larga tristeza en la caducidad
creciente. La madurez del alma no vale nada en esta tierra de gases
lacrimógenos. Sin derechos humanos.
Leía el Eclesiastés, un libro del Antiguo
Testamento, en hebreo llamado Qoheleth, o cohélet, según la traducción
alejandrina judía. Esa palabra se identifica como “el hijo de David, rey en
Jerusalén”, tradicionalmente atribuida al rey israelita Salomón. Significaba orador
o predicador ante una asamblea. Este es mi libro favorito de los que componen
la Biblia. Encontré una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez
más a sí mismo, con un Yahvé que estará ausente cuando uno está asenté. Y esta
obra, la más sabia de toda la Biblia, no nos concede solaz, si aceptamos dicha
sabiduría.
Dice Cohélet: “¡Vanidad de vanidades! ¡Todo es
vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?”.
Quiero citar ahora algunos versículos de la sabiduría de Salomón: “Corta y
triste es nuestra vida; no hay remedio en la muerte del hombre ni sabe de nadie
que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia y luego seremos
como si nunca hubiéramos sido. Al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu
se desvanecerá como aire inconsistente. Caerá con el tiempo nuestro nombre en
el olvido, nadie se acordará de nuestras obras; pasará nuestra vida como rastro
de nube, se disipará como niebla acosada por el sol y por su calor vencida.
Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay retorno en nuestra muerte,
porque se ha puesto el sello y nadie regresa”.
¿Es esta la sabiduría de la aniquilación? No lo
sé, no lo creo. El siglo XX conoció la “sabiduría” de Mi lucha, en alemán Mein
Kampf, receta para la “solución final”; es decir, la exterminación de los
judíos. O uno de los mayores genocidios de la historia: el exterminio
deliberado, por hambre, de siete millones de ucranianos. Fue una decisión
política de Stalin que pretendía así “disciplinar” al díscolo campesinado de
Ucrania.
Sabemos que Némesis, hija de la Noche, era una
diosa venerable del panteón griego. Es nuestra mortalidad, nuestra mala suerte,
nuestro flagelo. Creo que la ausencia de sabiduría se centra en ella.
Yo me pregunto como el Salmista: “¿Cuál es la
medida de mis días?” De los ocho primeros versículos del capítulo 3, copio:
“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo”. Antes del fin,
Cohélet: “Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los
días malos y se echen encima años en que dirás: ‘No me agradan’; mientras no se
nublen el sol y la luz, la luna y las estrellas, y retornen tras la lluvia”.
Y antes del largo adiós, recordaré al poeta Miguel
Hernández: “Espérate, muerte, espera/espérate a que me muera/cuando te lo pida
yo”. Cuando la guerra haya terminado.
30 de noviembre del 2017
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