Fertilidad es renovación, reverdecer. Para morir
hay que haber reverdecido. ¿Cómo podríamos contar con algo de la insensata,
natural y ancestral jovialidad del ser, si no nos permitimos la fertilidad? No
tenemos derecho a negarla en nosotros. Incluso a sabiendas de ser, a un tiempo
mismo, perennidad y fugacidad, fertilidad y deslustre.
Mas, esto aparte, ¿es que
nos vamos a imponer nosotros mismos el acallamiento de lo que es el desbordarse
de la vida? ¿o vamos a permitir que se imponga la tesis de anti vida que tanto
promulgan los insensatos adoradores de una contrahecha razón?
Porque no es lo
mismo la insensatez de la naturaleza que la insensatez de la malherida y
desamorada razón humana. La insensatez de la naturaleza no necesita de razones para
prestarse a ser vivida, para donarnos los goces del ser, en cuerpo y espíritu.
Y eso es algo muy distinto a la insensatez de la razón humana que pretende imponerle
moldes a ese vivir nacido de las entrañas del enigma.
Pero no porque sea un
enigma enmascarado debemos pretender desoír ni desatender sus dones. No somos
hijos del pecado. Hay que quitarse esa culpa de la cabeza y de los prestados pensamientos
que alrededor de ella sobrevuelan como enjambre.
La vida sobre la tierra (una tierra
que flota en el cielo) es caída breve y milagrosa en lo que toca a la materia,
esto es, al cuerpo, a la carne, a la sangre y a nuestra respiración; mas sin
olvidar que es por medio de nuestro respirar que el cuerpo se toca con el alma.
La vida y sus fertilidades son, entonces, un regalado milagro y nada de malo ni
de obsceno tiene el hecho de que a ellas nos entreguemos en cuerpo y espíritu. Aunque
siempre teniendo presente aquel sano consejo que nos legara alguna vez el
maestro Borges: “…Hay
que apurar la vida hasta las heces y luego desengañarse de ella…”
Luis Alejandro Contreras.
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