Veinte días hará que se pergeñó la
breve glosa que consigno más abajo, sobre uno de los, considero yo, grandes
males de la civilización. En los tiempos recientes, debido a lo que mis ojos
observan y mi corazón presiente alrededor, he estado siempre hilando sobre el
tema del individuo y sus relaciones consigo mismo, cuando se le coloca en
hilera junto a otros. De alguna u otra manera, las lecturas que han venido a
parar en mis manos han tenido que caer, por fuerza, en tal meollo: Borges,
Jung, Nietzsche, Lawrence, Lao Tse, Thoreau, textos sufíes, Said, entre tantas
páginas al vuelo.
Premeditada búsqueda o no, eso es
lo que me acontece. Y, claro está, tales ilaciones han de obedecer a la necesidad
de saciar una sed surgida ante la desértica realidad que nos envuelve, bien sea
en el entorno más cercano, como en aquel que traspasa los linderos de nuestras
comarcas.
Este fin de semana, dispusimos de
escaso tiempo para la lectura, realizada como es mi costumbre a la hora en que
todos (o casi todos) duermen. Tenía una deuda pendiente desde hace mucho
tiempo, como lo era leer el epílogo de Consideraciones sobre la historia actual, de Carl Gustav Jung*.
Confieso que aún no salgo de mi asombro (y, menos aún, de mi gratitud) hacia el
corpus del intellectus allí legado, para bien de toda alma que no desee
contentarse con slogans disfrazados de mandamientos, cual lo predican -a los cuatro
vientos- tantos líderes con pies de barro para sus hipnotizadas huestes, que en
ellos sienten latir la sombra del alter ego.
Muchas de las afirmaciones de Jung
en esa nota de cierre, las conforman frases que destellan por su poder de
desnudar tantas falsedades en lo que toca a masa e individuo; provoca
colocarlas cual graffitis en miles de muros de nuestras deshumanizadas
ciudades.
Al leer tal epílogo, recordé
algunas de las notas que he venido deshilando en los tiempos
recientes, particularmente ésta que ahora coloco a manera de frontispicio a un
par de citas del referido texto de Jung, las que me tomé el trabajo de
transcribir antes del canto de los gallos. La verdad es que provoca colocar, ya
no digo el epilogo de Jung entero, sino el libro por completo. Lo considero un
documento necesarísimo de cara al presente y de cara a futuro. Pues, activa las
alarmas sobre el extravío del espíritu humano y la caída del hombre en lo más
hondo de la barbarie, desde une perspectiva distinta y, a la vez, coincidente a
las de un humanista, un literato, un librepensador o un poeta, cual algunos de
los caballeros precitados en el primer párrafo.
Y si me tomo el atrevimiento de
agregar mi breve anotación, antes de las de Jung, es porque de algún modo
quiero dejar fe de aquello que el propio Jung nominara con la palabra
sincronicidad. Me siento revelado por ese texto de Jung. Y me siento
consecuencia. Albergo, además, la esperanza de no ser un oasis en el desierto,
ni una isla solitaria en el océano. Albergo la esperanza de que muchos otros,
como yo (no importa que seamos minoría), tengan ojos y corazón abiertos para
dar cuenta de ese desacato a las razones del alma y sientan necesidad de
evidenciarlo.
Esas murmuraciones del dios del
martillo que alientan en las oscuridades del alma humana, siempre nos traen a
la memoria los escritos de Jung respecto a la espeluznante amenaza de las
hecatombes forjadas en la psique, las que él no duda en catalogar como mucho
más devastadoras que cualquier catástrofe natural. Uno de tales ensayos
es Wotan (1936), en el
que se daban claras alarmas de los riesgos y graves consecuencias que
sobrevendrían de seguir prosperando las soterradas insinuaciones que insufla
este dios agitador con su aliento, hecho que luego se vio consumado en hecatombe,
con la crecida del Nacional Socialismo en Alemania. Y el otro, incontestable,
es Después de la catástrofe (1945)
en el que alega que, luego de la tarea de descombrar, se impone la necesidad de
Alemania, en primer lugar, y de Europa, en el segundo, de hacer un mea culpa
colectivo.
(lacl)
CIUDADANO
COMUN.
El ciudadano común, aquel que poco
se desvela por los vericuetos del poder, se halla feliz de dar la espalda a ese
himno a la muerte que vibra en los patronatos que otros hombres han creado para
su propia negación. Lo que tan grandilocuentemente llaman “Estado” los eruditos
de palacio, se ha transformado en el mayor enemigo del ser humano. Aunque
habría que acotar que, aquí o allá, no existe tal “Estado”. Lo que prevalece es
una usurpación. Lo que se impone, acá o allá, son cerradas hermandades,
especializadas en el fingimiento de un “orden de las cosas” que maniata al
individuo, cercenando el libre albedrío; sectas, cofradías, milicias y
misiones, perpetradores todos de bellaquerías. Es sorprendente que, a lo largo
de los siglos, podamos verificar la inveterada persistencia de ese mal.
Aceptamos que es iluso pensar en
una sociedad perfecta, porque eso sería entrar en el terreno de las fantasías.
Pero un mundo de seres humanos que digan “alto” al abuso de los usurpadores, no
es imposible. Un mundo en el que los ancestrales e inopinados valores de la
vida (como la desprendida cooperación entre unos y otros) vuelvan a su cauce,
no es inverosímil.
Quienes forman parte de los clanes
de poder, predican la necesidad de sus aherrojados credos; alegan que sin ése,
su marco legal que pone coto al “desorden”, todo se iría al traste. Los
parámetros de equitatividad con que confinan derechos y dictan deberes al vulgo
gozan de un prestigio más alto que el de la relojería suiza.
La respuesta está en nosotros. El
asunto es: ¿repararemos, algún día, en la certísima factibilidad que hay de
obrar como un “nosotros”? Lucirá como una perogrullada, pero hay que empezar
por dar la batalla en nuestro silencioso ego y vencerlo. Sin ese ajuste de
cuentas en nuestra interioridad, jamás compartiremos nada.
lacl
16/17 de febrero, 2013.
Tomado del Epilogo del libro
Consideraciones sobre la historia actual. C. G. Jung.
Un par de fragmentos que se
sostienen por sí mismos.
“…aquella desconfianza del
primitivo frente a la tribu vecina, que creíamos haber superado hace tiempo con
las organizaciones internacionales, ha vuelto a nosotros en esta guerra de
dimensiones gigantescas (1ra. Guerra mundial). Sin embargo, no nos contentaremos
con quemar un pueblo vecino, ni nos limitaremos a cortar un par de cabezas,
sino que pueblos enteros serán asolados, millones de hombres muertos. En la
nación enemiga no se dejará un hilo entero, y las propias faltas aparecerán a
los otros fantásticamente aumentadas. ¿Dónde están hoy las cabezas superiores?
Si es que existen, nadie las escucha: reina, por el contrario, una carrera
hacia la muerte, la fatalidad de un destino universal, contra el que el
individuo ya no se puede defender. Y, sin embargo, este fenómeno general se da
también en el individuo, pues la nación se compone de meros individuos. Por
eso, también el individuo debe reflexionar sobre los medios con los que se
dispone a afrontar el mal. De acuerdo con nuestra postura racionalista, creemos
poder alcanzar algo con organizaciones, leyes y demás buenas intenciones. En
realidad, sólo una transformación de los sentimientos del individuo puede
producir una renovación del espíritu de las naciones. Hay que comenzar por el
individuo. Hay teólogos y filántropos bien intencionados que desean quebrar el
principio del poder en los demás. Quiebren primero el principio del poder en sí
mismos. Entonces resultará la cosa verosímil…”
(Ueber
das Unbewusste, Scsweizerland, núm. 9 Cuaderno de junio, 1918.)
.
“…Es un hecho patente que la
moralidad de una sociedad, considerada como un todo, es inversamente
proporcional a su magnitud, pues cuantos más individuos se reúnen, tanto más se
desvanecen los factores individuales, y consiguientemente la moralidad, que
descansa sobre el sentimiento moral y la indispensable libertad del individuo.
Por eso, cada individuo es inconscientemente, y en cierto modo,
mucho peor cuando está en sociedad que cuando actúa por sí solo; pues entonces
se siente llevado por la sociedad, y la masa le despoja de su responsabilidad
individual. Una gran sociedad compuesta de hombres excelentes es comparable en
moralidad e inteligencia a un enorme, estúpido y violento animal. Cuanto
mayores son las organizaciones, tanto más inevitable resulta su inmoralidad y
ciega oscuridad (Senatus bestia, senatores boni viri). Si además la sociedad
acentúa en sus representantes individuales, de una manera automática, las
cualidades colectivas, premia con ello toda mediocridad, todo lo que trata de vegetar
en una forma vil e irresponsable: lo individual se verá inevitablemente
oprimido contra la pared. Sin libertad no puede haber moralidad. Nuestra
admiración por las grandes organizaciones desaparece al ver la otra cara del
milagro, a saber, la acumulación horrible y la acentuación de todo lo primitivo
que hay en el hombre y la inevitable destrucción de su individualidad en favor
del monstruo que es toda gran organización. Un hombre de hoy, que responda más
o menos al ideal de moralidad colectiva, ha hecho de su corazón una cueva de
asesinos, lo cual resulta fácil de probar por el análisis de su inconsciente,
aun cuando él mismo no se sienta turbado por ello. Y en la medida en que se
encuentra “aclimatado” a su medio ambiente, tampoco le turbará la mayor locura
de su sociedad, toda vez que la mayoría de sus conciudadanos creen en la
elevada moralidad de su organización social…”
(Die
Beziehungen szwischen dem Ich und dem Unbewustten, 1ra ed., Darmstadt, 1928, p.
56)
.
*
Consideraciones sobre la historia actual. C. G. Jung. Edic. Guadarrama,
Colección Punto Omega, Madrid, 1968.
.
Cara a Cara con CG Jung
Una entrevista con C G Jung...
http://www.youtube.com/watch?v=QxL5Jx4QKRQ
3 comentarios:
El siglo XX nos ha dejado testimonios imborrables de la capacidad del Estado para debilitar, destruir y sustituir las rasgos individuales de sus ciudadanos por una visión del mundo colectiva en la que, creyendo ser enteramente libres, esos mismos ciudadanos representan un mismo papel, que en realidad no es otra cosa que el mismo papel repetido tantas veces como ciudadanos haya en un momento dado, en una especie –utilizo las palabras de Fernando Navarro– de comportamiento y pensamiento “sincronizado” y previsible. El poder de los medios de comunicación para convertir en “pensamiento racional” lo que no deja de ser, en el mejor de los casos, otra cosa que visiones parciales de la vida y, en el peor, burdas representaciones de esa misma vida por un puñado de propagandistas encelados, es realmente enorme. Pero huelga decir que, siguiendo en gran medida estos mismos mecanismos espurios de manipulación ideológica de masas, el mismo siglo XX ha dejado huellas evidentes de que no es necesario abolir ese mismo estado para conseguir un grado mayor de libertad individual y de dignidad social en la sociedad humana. Claro que esto ha sido así única y exclusivamente en Europa Occidental, por razones que tal vez no sea el caso de dejar aquí. Digo esto porque, de igual modo que veo extremadamente peligrosa la relativa capacidad de los estados y de las sociedades para protegerse de los instintos totalitarios que puedan surgir en su seno, entiendo como apocalípticas que pueden derivarse de la desaparición de ese mismo Estado bajo la creencia idealista de la bondad natural del individuo.
Gracias por la inteligencia de vuestros diálogos, por el rigor y la erudición que nos regalais a manos llenas. Interesántisima, por certera, me parece la reflexión de Toro de Barro en esta ocasión. La demolición soterrada de los principios de racionalidad sobre los que se basa nuestra convivencia y la libertad del individuo y la fe en un orden nuevo que ha de venir tan instaurada en gran parte de nuestros jóvenes me resulta -como poco- inquietante.Ya que la tentación de aceptar que se vaya todo al garete a ver si esto cambia es enorme. Es como si aceptáramos ponernos una gran venda en los ojos.¿Podrá la racionalidad imponerse al deseo?
Debo confesar que no soy un ducho "bloguero", pues hoy me he dado cuenta de la multitud de comentarios que esperaban moderación / aprobación para ser publicados...
Mis sinceras excusas.
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