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sábado, 12 de octubre de 2024

Misterio de Navidad, un retablo de nuestra memoria. lacl.



Este Misterio de Navidad es un hermoso y emotivo regalo que recibo de manos de mi prima Natalia. La música es de nuestro tío Antonio y la letra de Manuel Alfredo Rodríguez. Ojalá y pudieran hacerse todos los registros a lugar de una ingente suma de composiciones de nuestro terruño, las cuales esperan salir a la luz y a la escucha. No he escuchado esta versión en el más deseable de los dispositivos disponibles para ello. Lo he escuchado en el móvil. Luego le escuché incorporando unos buenos parlantes a este aparatito. Volveré a hacerlo con más detenimiento.

Sin embargo, algo me queda de esta escucha. Y es que musicalmente es una pieza que capto como modernamente incidental, tanto en la introducción como en su desarrollo; ello, hasta el momento en que irrumpen las maracas y se abre un villancico, El Ángel tuvo razón, con el aire típico de nuestras melodías vernáculas, caracterizadas por ese sentimiento desbordado que suele asomar en nuestras voces de manera espontánea. Mi madre siempre decía que era uno de los más bellos villancicos que haya escuchado. Y desde que tuve uso de gusto y razón, siempre le he acompañado en ese juicio. A ese ángel que tuvo razón lo escuchamos desde muy chicos y llegamos a cantarle innumerables veces en nuestras parrandas navideñas, en las que afloraban los cantos tradicionales de aguinaldos y villancicos alternando con otros aires, como el de la fulía oriental o el de la gaita zuliana. En fin, les dejo este enlace en ofrenda, con la alegría de saber que se están rescatando esas composiciones musicales del repertorio de quienes dedicaron sus vidas a componerle una melodía al alma del colectivo...

Salud, lacl. 

Dejo aquí el enlace:

https://youtu.be/t9xV0hu6Bl8?si=i1uNy7fbUZRAY43z








martes, 8 de octubre de 2024

MARK TWAIN, LA MAS HILARANTE DE LAS AUTOBIOGRAFÍAS...

 



Pocas veces me he reído con tanto disfrute como cuando leyera esta sincera y descarnada autobiografía. Y debo volver, de cuando en cuando, a estas páginas. Este hombre, dicho sea de paso, no tiene ningún pudor en revelar la trastrocada alcurnia de sus ancestros. Y en ello opera de manera muy distinta a quienes, en el campo de la ética, arrojan la piedra y esconden la mano. Lo vemos a diario en nuestra plaza. Y lo vemos, a diario, en todas las plazas del mundo
Salud, lacl.

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MARK TWAIN, AUTOBIOGRAFÍA


Dos o tres personas me escribieron en diferentes ocasiones diciéndome que si yo publicaba mi autobiografía tal vez la leerían cuando sus ocupaciones se lo permitieran. En vista de este interés frenético, creo que debo acceder a las demandas del público.

Aquí está, entonces, mi autobiografía:

  Soy de ascendencia ilustre, mi familia tiene una trayectoria de una antigüedad incalculable. El primero de los Twain que recuerda la historia no fue un Twain, sino un amigo de la familia, apellidado Higgins. Esto ocurría en el siglo XI, y nuestros antepasados vivían entonces en Aberdeen, condado de Cork, Inglaterra. Hasta hoy no hemos podido averiguar la causa misteriosa de que nuestra familia llevara el nombre materno de Twain, en vez del paterno de Higgins.

  Tenemos ciertas razones domésticas muy poderosas para no haber continuado con la investigación de ese enigma histórico. En algunos casos, los Twain adoptaron algunos alias, y siempre lo hicieron para evitar trastornos enojosos con funcionarios y policías. Pero, volviendo al asunto Higgins, si mis lectores tienen una curiosidad muy intensa, dense por satisfechos con saber que el misterio se redujo a un incidente vago y romántico. ¿Qué familia antigua y de linaje no conserva el perfume de esas sombras poéticas sobre su paternidad y filiación?

Al primero, siguió Arturo Twain, cuyo nombre fue famoso en las crónicas de las encrucijadas inglesas.

Arturo tendría treinta años cuando se dirigió a una de las playas más aristocráticas de Inglaterra, llamada vulgarmente presidio de Newgate, y muchas personas presenciaron su repentina muerte en ese lugar de recreo.

Su descendiente, Augusto Twain, estaba de moda allá por el año 1160.

Este Twain era un humorista extraordinario. Tenía en su poder un viejo sable del mejor acero conocido en estos tiempos. Augusto Twain afilaba muy bien la brillante hoja de su sable y se ubicaba en un lugar conveniente del bosque a saludar a los caminantes. A medida que pasaban, Augusto los ensartaba con su sable sólo por el placer de ver cómo saltaban, porque como ya dije, era muy original en sus diversiones.

Parece que por la perfección artística de su obra, llamó la atención pública más allá de lo conveniente.

Algunas autoridades que estaban en el tema y habían tenido conocimiento de los rasgos humorísticos de Augusto, lo espiaron por la noche y de apropiaron de su persona en el preciso momento en que llevaba adelante una de sus bromas. Los representantes de esas autoridades recibieron la orden de separar la extremidad superior de Augusto, y llevarla a un lugar elevado en Temple Bar. Todo el vecindario se congregaba diariamente para ver aquella parte de la persona de Augusto Twain, que nunca antes había ocupado un lugar tan eminente.

Durante los doscientos años que siguieron, es decir, hasta el siglo XIV, la familia fue enaltecida por las proezas de muchos héroes, a los que les tocó en suerte – de otro modo habrían muerto en la oscuridad –, seguir el camino victorioso de los ejércitos, cubriendo siempre la retirada y ser los primeros en abrir la marcha cuando se daba la orden de regresar a los cuarteles después de la batalla. Se engañaba Froissart al asegurar que el árbol genealógico de nuestra familia sólo tenía dos ramas en ángulo recto con el tronco, y que se distinguía de otros árboles en que daba frutos durante todo el año. Esa es una calumnia y una tontería del viejo cronista.

Llegamos al siglo XV. En esa época floreció Twain el Hermoso, también llamado el Letrado o El de la Plumade Oro. Tenía una habilidad insuperable para imitar la letra y la firma de todos los mercaderes de aquel país. La gente caía muerta de risa al ver cómo sacaba ganancia de ese don en el que alcanzó una completa perfección.

No se podía pedir más.

Desgraciadamente, parece que, a causa de una de esas firmas, mi antepasado se comprometió a servir de picapedrero en una carretera durante un largo período de  años, y que la rudeza del trabajo le echó a perder la mano para una obra delicada como era la de su práctica caligráfica.

De vez en cuando, dejaba el penoso trabajo de la carretera, pero poco tiempo después volvía a engancharse por algunos años, y así estuvo, con breves interrupciones, cerca de medio siglo, mejorando las vías de comunicación y empeorando sus ya debilitadas facultades para el manejo de la pluma.

  Todo tiene compensaciones. Tal erar la satisfacción de los capataces de la carretera, que en los últimos años mi glorioso antepasado no se alejaba más de una semana del lugar de sus tareas, y los representantes de la autoridad lo convencían muy fácilmente para que volviese al servicio público.

  Así murió, honrado y llorado por todos. Perteneció a la Orden de la Cadena. Llevaba siempre el cabello muy corto, y demostraba un gusto especial por la ropa de tela con rayas. Casi nunca usaba otra, y el Gobierno se la proporcionaba gratuitamente. He dicho que la patria lloró la muerte de mi antepasado, sin duda a causa de sus servicios; pero más que nada por la periodicidad que adquirió en el trabajo de las carreteras.

  Pasados ciertos años, nuestra familia se ilustró con el glorioso nombre de Juan Morgan Twain. Vino a los Estados  Unidos en compañía de Colón, aunque como simple pasajero de su carabela.

  Parece que mi antecesor era un hombre de cáscara amarga. Durante la travesía no dejó de quejarse al patrón del buque, por la mala comida, y amenazaba con quedarse en la playa si no mejoraba el servicio.

Insistía sobre todo en que se le diera róbalo fresco, aunque no hay en los mares de América. Andaba siempre en cubierta, con las manos en los bolsillos del pantalón, y cuando pasaba junto a don Cristóbal, se reía groseramente en su cara. Decía mil horrores contra él en los grupos de pasajeros y tripulantes. Entre otras cosas, aseguraba que Colón no tenía la menor idea sobre América, y que había emprendido el camino a ciegas,

puesto que aquel era su primer viaje al Nuevo Mundo. Cuando uno de los marineros gritó: “Tierra” todos se conmovieron. Sólo él permaneció indiferente. Contempló la mancha gris con un vidrio ahumado, – que, según ciertos cronistas era un pedazo de botella –, y exclamó con desdén: “No hay tierra. ¡Que me cuelguen si lo que vemos no es una balsa de indios americanos!”.

  Al embarcarse, no traía más que un envoltorio de periódico, en el que había un pañuelo, una media de lana, una de algodón, un camisón y no sé qué otro objeto. Cada pieza tenía iniciales diferentes. Sin embargo, durante el viaje inventó la novela de su baúl y no cesaba de hablar de su baúl.

  Todos los pasajeros juntos desaparecían y quedaban anulados cuando se presentaba mi antepasado en la cubierta. Si el buque hundía la proa, mi bisabuelo llamaba a los marineros para que llevaran su baúl a popa y se colocaba en el lugar conveniente con el fin de ver lo que estaba sucediendo. Si se sumergía la popa, al instante mi célebre antepasado buscaba a Colón para sugerirle la maniobra indicada, y ofrecía su baúl. Lui

  ¿Quieren saber qué contenía ese baúl? Les responderé en pocas palabras que mi antepasado era un hombre extraordinario. Consulten el Diario de Colón, y verán lo que dice el Almirante de las Indias. No acusa a mi antepasado. No hace una indicación que, aunque disimuladamente, sugiera la idea de una conducta incorrecta.

Colón se limita a afirmar que aquel periódico y aquellos pares de medias se convirtieron durante el viaje en un gran cargamento. Ya no se hablaba de un baúl, sino de los baúles del Sr. Twain. Eran tantos, que no entraban en la bodega, y estaban sobre cubierta. Los marineros no podían hacer la maniobra ni oír las órdenes, por la acumulación de los objetos que formaban la propiedad exclusiva e indiscutible de mi bisabuelo.

Al desembarcar, mi antepasado entregó a los cargadores de América cuatro grandes baúles y cuatro cestas de mimbre, dos de ellas eran las que contenían el champán con que fue celebrado el descubrimiento. Mi

antepasado volvió a bordo y le reclamó a Colón, exigiéndole que detuviera a los otros pasajeros, ya que sospechaba que le habían robado. Hubo un alboroto en la carabela, y Morgan Twain fue echado de cabeza al agua.

  Todos se asomaron a la borda para ver su agonía; pero, a pesar de que permanecieron largo rato con los ojos clavados en la superficie del mar, no aparecieron ni las burbujas indicadoras de la muerte del célebre viajero. El interés crecía de momento a momento, en presencia de aquel acontecimiento tan extraordinario.

  En esto se observó que la carabela iba a merced de las olas porque el cable del ancla de proa flotaba sobre el agua. La desesperación fue general y profunda. Si se consultan los papeles de Colón, se encontrará esta curiosa nota: 

"E Descubrióse que el pasagero ynglés se había apoderado del ancla, e vendióla por cierto oro e otras cosas de la tierra a los dichos salvajes, e decíales quera un amuleto”.


Sin embargo, sería imposible negar los buenos instintos de mi antepasado. Él fue el primero que trabajó por la disciplina y superación de los habitantes de América, pues construyó una gran cárcel y puso enfrente una horca. Aunque la crónica de donde sacamos estas noticias deja en blanco muchos hechos de mi ilustre antepasado, cuenta que un día, al ir a ver el funcionamiento de la horca, por un accidente voluntario de parte de los indígenas, Twain quedó colgado de ella. A él le corresponde, por lo tanto, el honor de haber sido el primer blanco que mecieron las brisas americanas, con el cuello amarrado al extremo inferior de una cuerda europea. La cuerda, al parecer, le causó lesiones en el cuello, y el primer Twain de América falleció a los pocos instantes de colgado.

  Dije que Morgan Twain fue mi bisabuelo; pero debe entenderse esto en sentido figurado. Uno de los descendientes de aquel malogrado precursor, floreció en mil seiscientos y tantos. Se le conocía en muchos países con el nombre de Almirante. La historia lo menciona y le atribuye otros títulos de los que hablaremos en su oportunidad. Comandaba embarcaciones muy rápidas. La velocidad era parte esencial para el negocio de las flotas de aquel antepasado. También se preocupaba mucho por llevarlas bien provistas y armadas con muchos cañones, carabinas y armas de abordaje.

  Prestó grandes servicios para hacer más activo el comercio marítimo. En efecto, cuando mi antepasado llevaba cierto rumbo, los navíos que iban delante desplegaban todas sus velas para cruzar el Océano. Si alguna embarcación se atrasaba y por alguna de las tantas causas que mi antepasado no tenía bien en claro, quedaba cerca de las flotas del Almirante, este sufría un acceso de violencia y castigaba al buque que se había retrasado llevándolo con él. Al tranquilizarse, conservaba el navío, con su tripulación y cargamento, en espera de los armadores y de los destinatarios de la mercancía; pero estos hombres eran tan indolentes, que no iban a reclamar los bienes de su legítima propiedad, y mi antepasado tenía que apropiárselos para que no se perdieran. A veces los tripulantes de los navíos eran tan perezosos, que el Almirante les recetaba baños de mar, y los marineros que tomaban esos baños gustaban mucho de ellos. Pocas veces volvía a pisar la cubierta después de comenzar el higiénico chapuzón.

  Un acontecimiento desgraciado cortó la carrera del Almirante. Su viuda creía que si en vez de la carrera de su esposo se hubiera cortado la cuerda de que se le suspendió, no habría muerto aquel hombre en plena madurez y en pleno triunfo. Estos le valieron que la historia le designase con el nombre de pirata.

Carlos Enrique Twain vivió a fines del siglo XVII. Era un misionero tan celoso en el cumplimiento de sus deberes, como grande por el poder que alcanzaron sus habilidades. Convirtió a 16.000 naturales de las islas del Pacífico. Tenía tal conocimiento de los textos sagrados, que convenció a aquellos infelice paganos de la insuficiencia de un callar de dientes de perro y unos anteojos para cubrir la desnudez del cuerpo durante las ceremonias del culto divino. Sus feligreses le querían tanto y tanto le apreciaron que, cuando murió, se chupaban los dedos y decían que aquel era el más delicioso de los misioneros. Hubieran querido otros como él para repetir el banquete fúnebre. Pero no todos los días nacen misioneros que dejen un sabor tan agradable en los paladares del trópico.

La segunda mitad del siglo XVIII tuvo por gloria y esplendor la vida del más intrépido de los Twain. Era nombrado entre sus compatriotas – los pieles rojas – con un nombre revelador: se lo llamaba el Gran Cazador de Ojo de Cerdo (Pagago–Pagagua–Puquequivi) y fue quien prestó sus servicios a Inglaterra contra el tirano Washington. Este guerrero indio, antepasado mío, fuel el que disparó diecisiete veces contra el mencionado

Washington, ocultándose en el tronco de un árbol. Es exacto, por lo tanto, el relato poético que hacen los libros escolares; pero estos engañan al público cuando afirman que después del disparo número diecisiete de su mosquetón, el guerrero dijo: “El Gran Espíritu reserva a este hombre para una importante misión”, y que ya no se atrevió a seguir disparando. Lo que dijo fue: “Yo no pierdo mi pólvora y mis balas. Ese hombre está, borracho, y no puedo hacer blanco”. Tal es la verdad histórica. ¿No les parece que debemos preferir los relatos que nos recomienda el sentido común y que tienen el tono y el aroma de la posibilidad?

  A mí me gustaban mucho las anécdotas de indios, en los libros escolares; pero no vamos a creer que por el simple hecho de errarle dos tiros a un blanco, todo indio va a creer que el soldado había escapado sano y salvo porque está predestinado por el Gran Espíritu para una misión futura. Y si alguien me dice que fueron diecisiete los disparos contra Washington, yo contestaré que en un siglo la historia convierte dos tiros en diecisiete y aun en diecisiete mil. Sería curioso que de todos los indios videntes, sólo acertase el de Washington, si no en los tiros, en la predicción. No habría suficientes libros para consignar predicciones que han hecho los indios y otras personas graduadas en la misma facultad; es decir, las predicciones que no se cumplieron.

Ahora, si tomamos las que se cumplieron, yo podría llevarlas a todas en los bolsillos de mi abrigo, y me sobrarían bolsillos. Debo advertir de paso, que muchos de mis antepasados fueron muy conocidos por sus apodos. Como la historia los ha hecho famosos, creo que no vale la pena extenderse en este punto de la vida terrenal de nuestra familia. ¿Quién no sabe que fueron miembros de ella el famoso pirata Kidd; Jack, el Destripador, y aquel incomparable Barón de Münchhausen, gloria de las letras? Tampoco mencionaré a los parientes lejanos, y hablando de ellos globalmente, diré solamente que se distinguieron de la rama principal en un rasgo curioso. Efectivamente, los Twain murieron colgados; los otros murieron en sus camas, de muerte natural, lamentados por los compañeros de presidio.

  Yo aconsejo a todos los que escriban autobiografías que se detengan al borde de los tiempos modernos. Así, alcanza con una mención vaga y general del bisabuelo. De allí se salta al autobiografiado.

Siguiendo este consejo diré que yo nací completamente privado de dientes. En esto me superó Ricardo III; pero no nací con joroba, y en esto, le gané yo. Mis padres no fueron excesivamente pobres ni llamativamente honrados.

Al llegar a este punto, me invade un pensamiento. ¿Escribiré una autobiografía que parecería descolorida, comparada con la de mis antiguos antepasados? Es de personas sabias cambiar de opinión, y después de haberlo pensado bien, creo que mi vida no merecerá escribirse sino cuando me hayan llevado a la horca. ¡Qué feliz sería el público si las biografías de otros hombres se hubieran limitado a hablar de sus antepasados, aguardando el acontecimiento al que estoy haciendo mención!





viernes, 4 de octubre de 2024

El Whitman de Borges. Prólogo de Borges a Hojas de hierba . / Walt Whitman, poemas.




Dejemos de lado, en principio, todas las consideraciones críticas o biográficas sobre un hombre que ha dado tanto de qué hablar como lo ha sido Walt Whitman. Ya su nombre había sonado mucho en mis oídos en mis años de adolescencia y pubertad, mucho antes de leer cualquiera línea suya. Lo cual no deja de ser de importancia, toda vez que su figura cobró el perfil mitológico de seres imaginarios pero también reales, como la de Don Quijote y su otro yo, el de Don Miguel de Cervantes. 

Puedo decir que le leí temprano, en ediciones prestadas que circularon en casa. Y que le leí con sigilo y prudencia, pues revelaba un ser que en cierta forma ya se dibujaba no sólo en mi fuero interior, puesto que sentía que ese ser se dibujaba en todo ser humano. Y pensé que no estaba preparado para eso, así que, repito, le leí con mucho tiento, paso a paso, deteniéndome en cada estancia, como si caminara sobre un piso mojado. Eran aguas sobre las que poco habíamos navegado, aunque sí presentido. 

Ya recién inaugurada la adultez, mi hermana Maruja me regaló la traducción de Borges y luego me hice con sus obras completas, cuya traducción el propio Borges encomiara y comencé a leerle igualmente de manera tranquila, ocasional pero consuetudinaria, detenida y, si se me permite, extática, como muchos de sus versos. 

Años después, cuando entablé amistosa hermandad con mi compadre Mario Amengual, la obra de Whitman estuvo siempre salpimentando nuestras luengas y gratas tertulias. Mario ya era un fiel lector del viejo Walt cuando le conocí y le había leído en las mismas traducciones que un servidor. Recuerdo mucho algo sobre lo que yo le insistía en esas innumerables tertulias mantenidas en alguna barra o mesa caraqueña. Solía apuntarle que me parecía que había cierto fervor vivencialista de parte de Borges hacia la existencia (excusándome ante la evidente redundancia) y que tal fervor era tan intenso, puro y entregado como el de Henry Miller. No soy del gusto de encasillar nada ni a nadie, pero quizás estemos de acuerdo en que a Borges le podemos situar más cercano al culto de un arte apolíneo que dionisíaco, tanto como a Miller podemos imaginarle más relajado y complacido ante las apariciones de Dionisio entre sus páginas.

Y es en esa minucia donde se centra la paradoja. Borges, un ser gobernado por el pudor, sentía tanto fervor -como el que más- por la defensa de todos aquellos dones que se representan en el regalo de vivir. El hecho de que fuese un escritor ganado por el recato no impide que fuera un amante defensor de los dones connaturales a toda humana vida. No ha de extrañarnos entonces, la fascinación que causaran los versos del viejo Walt en las horas de desvelo de Don Jorge Luis. 

El prólogo de Borges a la obra de Whitman es una joya de introducción, como suelen serlo las suyas. Y apunta en breves páginas lo esencial que hay que destacar en la poética del bardo de Manhattan. Quizás en otra ocasión podríamos hacer alusión a sus palabras, pero ya me he extendido lo suficiente sobre el asunto de su estilo, engañosamente apolíneo. 
Sin más el prólogo de Borges y alguna de sus traducciones. 

Salud, lacl.

Prólogo de Jorge Luis Borges a Hojas de hierba, de Walt Whitman.   

Quienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de las piadosas biografías del escritor, se sienten siempre defraudados. En las grisáceas y mediocres páginas que he mencionado, buscan al vagabundo semidivino que les revelaron los versos y les asombra no encontrarlo. Tal, por lo menos, ha sido mi experiencia personal y la de todos mis amigos. Uno de los propósitos de este prólogo es explicar, o intentar una explicación, de esa desconcertante discordia. 

Dos libros memorables aparecieron en Nueva York el año 1855, ambos de índole experimental, ambos muy distintos. El primero, inmediatamente famoso y ahora relegado a las antologías escolares o a la curiosidad de los eruditos y de los niños, fue el Hiawatha de Longfellow. Este quiso donar a los pieles rojas que habían habitado New England una epopeya profética y mitológica en lengua inglesa. En pos de un metro que no recordara los habituales y que pudiera parecer aborigen, recurrió al Kalevala finlandés que había forjado —o reconstruido— Elías Lönnrot. El otro libro, entonces ignorado y ahora inmortalizado, fue Hojas de hierba. 

He escrito que los dos eran distintos. Innegablemente lo son. Hiawatha es la obra meditada de un buen poeta que ha explorado las bibliotecas y que no carece de imaginación y de oído; Hojas de hierba, la inaudita revelación de un hombre de genio. Las diferencias son tan notorias que resulta increíble que ambos volúmenes fueran contemporáneos. Un hecho, sin embargo, los une: los dos son epopeyas americanas. 

América era entonces el símbolo famoso de un ideal, ahora un tanto gastado por el abuso de las urnas electorales y por los elocuentes excesos de la retórica, aunque millones de hombres le hayan dado, y sigan dándole, su sangre. El orbe entero tenía puestos los ojos en América y en su «atlética democracia». Entre los testimonios innumerables, básteme ahora recordar al lector uno de los epígrafes de Goethe (Amerika, du hast es besser…). Bajo el influjo de Emerson, que de algún modo siempre fue su maestro, Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo: la democracia americana. No olvidemos que la primera de las revoluciones de nuestro tiempo, la que inspiró la revolución francesa y las nuestras, fue la de América y que la democracia fue su doctrina. 

¡Cómo cantar de un modo condigno esa nueva fe de los hombres! Había una respuesta evidente; la que hubiera elegido, tentado por las facilidades de la retórica o por la mera inercia, casi cualquier otro escritor. Urdir laboriosamente una oda o tal vez una alegoría, no desprovista de interjecciones vocativas y de letras mayúsculas. Whitman, felizmente, la rechazó. 

Pensó que la democracia era un hecho nuevo y que su exaltación requería un procedimiento no menos nuevo. 

He hablado de epopeya. En cada uno de los modelos ilustres que el joven Whitman conocía y que llamó feudales, hay un personaje central —Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando, El Cid, Sigfrido, Cristo— cuya estatura resulta superior a la de los otros, que están supeditados a él. Esta primacía, se dijo Whitman, corresponde a un mundo abolido o que aspiramos a abolir, el de la aristocracia. Mi epopeya no puede ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable y absoluta igualdad de todos los hombres. Semejante necesidad parece conducir fatalmente a un mero fárrago de la acumulación y del caos; Whitman, que era un hombre de genio, sorteó prodigiosamente ese riesgo. Ejecutó con felicidad el experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra. 

Hablar de experimentos literarios es hablar de ejercicios que han fracasado de una manera más o menos brillante, como las Soledades de Góngora o la obra de Joyce. El experimento de Whitman salió tan bien que propendemos a olvidar que fue un experimento. 

En algún verso de su libro, Whitman recuerda telas medievales con muchos personajes, algunos aureolados y preeminentes, y declara que se propone pintar una tela infinita, poblada de infinitos personajes, todos con us aureolas. ¿Cómo ejecutar semejante hazaña? Whitman, increíblemente, lo hizo. 

Necesitaba, como Byron, un héroe, pero el suyo, símbolo de la populosa democracia, tenía que ser innumerable y ubicuo, como el disperso dios de los panteístas. Elaboró una extraña criatura que no hemos acabado de entender y le dio el nombre de Walt Whitman. Esa criatura es de naturaleza biforme; es el modesto periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América. Así, en alguna página de la obra, Whitman nace en Long Island; en otras en el Sur. Así, en una de las piezas más auténticas del Canto de mí mismo, refiere un episodio heroico de la guerra de México y dice haberlo oído contar en Texas, donde no estuvo nunca. Así, declara haber sido testigo de la ejecución del abolicionista John Brown. Los ejemplos podrían multiplicarse abrumadoramente; casi no hay página en que no se confundan el Whitman de su mera biografía y el Whitman que anhelaba ser y que ahora es, en la imaginación y en el afecto de las generaciones humanas. 

Whitman ya era plural; el autor resolvió que fuera infinito. Hizo del héroe de Hojas de hierba una trinidad; le sumó un tercer personaje, el lector, el cambiante y sucesivo lector. Este ha tendido siempre a identificarse con el protagonista de la obra; leer Macbeth es de algún modo ser Macbeth. Walt Whitman, que sepamos, fue el primero en aprovechar hasta el fin, hasta el interminable y complejo fin, esa identificación momentánea. Al principio recurrió al diálogo; el lector conversa con el poeta y le pregunta qué oye y qué ve o le confía la tristeza que siente por no haberlo conocido y querido. 

Whitman responde a sus preguntas: 

«Veo al gaucho que cruza la llanura, veo al incomparable jinete de caballos con el lazo en la mano, veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.» 

Y también: 

«Estos son en verdad los pensamientos de todos los hombres en todas las épocas y países; no son originales míos. 

Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada, 

Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada, 

Si no son tan cercanos como lejanos, son nada. 

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua, 

Este es el aire común que baña el planeta». 

Innumerables son los que han imitado, con éxito diverso, la entonación de Whitman: Sandbourg, Lee Masters, Maiakovski, Neruda… Nadie, salvo el autor del inextricable y ciertamente ilegible Finnegans Wake, ha vuelto a acometer la creación de un personaje múltiple. Whitman, insisto, es el modesto hombre que fue desde 1819 hasta 1892 y el que hubiera querido ser y no acabó de ser y también cada uno de nosotros y de quienes poblarán el planeta. 

Mi conjetura de un triple Whitman, héroe de su epopeya, no se propone insensatamente anular, o de algún modo disminuir, lo prodigioso de sus 

páginas. Antes bien, se propone su exaltación. Tramar un personaje doble y triple y a la larga infinito, pudo haber sido la ambición de un hombre de letras meramente ingenioso; llevar a feliz término ese propósito es la proeza no igualada de Whitman. En una polémica de café sobre la genealogía del arte, sobre los diversos influjos de la educación, de la raza y del medio ambiente, el pintor Whistler se limitó a decir: Art happens (El arte sucede), lo cual equivale a admitir que el hecho estético es, por esencia, inexplicable. Así lo comprendieron los hebreos, que hablaban del Espíritu; así los griegos, que invocaban la musa. 

En cuanto a la traducción… Paul Valéry ha dejado escrito que nadie como el ejecutor de una obra conoce a fondo sus deficiencias; pese a la superstición comercial de que el traductor más reciente siempre ha dejado muy atrás a sus ineptos predecesores, no me atreveré a declarar que una traducción aventaje a las otras. No las he descuidado, por lo demás; he consultado con provecho la de Francisco Alexander (Quito, 1956), que sigue pareciéndome la mejor, aunque suele incurrir en excesos de literalidad, que podemos atribuir a la reverencia o tal vez a un abuso del diccionario inglés-español. 

El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y 

recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pop y Lawrence con la Odisea. Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía, que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado. 

Un hecho me conforta. Recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto camino; Whitman también lo hará. 

JORGE LUIS BORGES 

Buenos Aires, 19 de junio de 1969.


*** *** ***


Los portones del granero están abiertos de par en par, 

El pasto seco de la cosecha carga el pesado carro, 

La clara luz juega sobre los vaivenes del verde, del pardo y del gris, 

Las brazadas colman el granero repleto. 

Estoy ahí, trabajo, he venido tendido sobre la carga, 

He sentido las mansas sacudidas, una pierna sobre la otra, 

Salto de las lanzas y tomo a manos llenas el trébol y la alfalfa, 

Y doy vueltas de carnero y el pasto se enreda en mi cabello. 


Walt Whitman, traducción de Jorge Luis Borges.


Ser en cualquier forma, ¿qué es eso? 

(Giramos y giramos para volver al mismo punto, todos nosotros, sin fin), 

Si no hubiera nada más evolucionado que la almeja en su insensible valva, 

eso bastaría. 

Mi valva no es insensible, 

Tengo instantáneos conductores que recorren mi cuerpo, en el movimiento o 

en la inquietud, 

Se apoderan de cada cosa y hacen que sin dolor entren en mí. 

Me basta remover, apretar, sentir con los dedos para ser feliz. 

Apenas puedo resistir el roce de mi cuerpo o el de otro. 


Walt Whitman, traducción de Jorge Luis Borges







miércoles, 2 de octubre de 2024

Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos sobre política. /. Texto en edición...



(  Vendrán otros fragmentos, texto en edición.  )

Friedrich Nietzsche. Unas dosis de su pensamiento suelen actuar como revulsivo contra tanto malestar generado por una imperante y secular sociopatía. Acaso sirvan esas lecturas -eso alberga mi esperanza- para corregir el abuso de las tergiversaciones en que tantos sociópatas han sumido su pensamiento. 

Salud, lacl. 

***

Máxima: no tratar a ningún hombre que participe en la charlatanería mentirosa de las razas. 

(¡Cuánta mendacidad y agua pantanosa se necesita para agitar la cuestión racial del actual E‹uropa› mezclada!)


***

Cien profundas soledades construyen juntas la ciudad de Venecia: éste es su embrujo, una imagen para los hombres del futuro. 


***

El otro día me ha escrito un tal señor Theodor Fritsch de Leipzig. No hay banda más sinvergüenza y estúpida en Alemania que estos antisemitas. En agradecimiento, le he respondido por carta mandándole un puntapié conveniente. Esta chusma se atreve a mencionar el nombre de Zaratustra, ¡asco!, ¡asco!, ¡asco!


***

Friedrich Nietzsche, Escritos póstumos sobre política.


Friedrich Nietzsche,

Fragmentos póstumos sobre política (Verano de 1886 - Otoño de 1887)

Uno de mis libros preferidos...

Editorial Trotta, Madrid, 2004.





lunes, 30 de septiembre de 2024

Frances Yates, El arte de la memoria. Un fragmento, texto en edición)





(Un fragmento, texto en edición)


El arte de la memoria es un caso muy claro de materia marginal, a la que no se reconoce pertenezca a ninguna de las disciplinas normales, habiéndosela pasado por alto porque era asunto de nadie. 

Frances A. Yates,

EL ARTE DE LA MEMORIA. 

Taurus, Madrid, 1974







Memoria y visión / Sentido común, Anotaciones Android, lacl

 

El presente está cargado de futuro, pues siempre está viniendo. Pero tendríamos que convenir en algo, también está cargado de pasado, pues siempre se está yendo. La memoria, a veces difusa, a veces clara como solitario manantial, hunde las manos del mirar en ese flujo, buscando peces que quieren seguir su curso. Y un pensamiento anticipado busca echar la red hacia adelante, al observar aquello indefinido que se aviene. Memoria y visión son parte del corpus intangible que, como flama, aviva en nuestro corazón...


lacl, Anotaciones Android, 15 de septiembre 2024


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Qué diría hoy Bertrand Russell de su tan alabado sentido común? Lo llamaría común? Ante tal pérdida de equilibrio en lo que toca a razón, pareciera que ese sentido se ha "descomunizado". Pero no vamos a ir tan lejos. El sentido común pervive, sí, mas viviendo entre catacumbas.


lacl, anotaciones android, 30 de septiembre 2017




Fragmentarias... Cioran, Erasmo, Cage, Rumi, Stevens, Billón...




Llorar de admiración, única excusa de este universo, puesto que necesita una.

Emil Cioran


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“…Lamentar todo aquello que se deriva de la propia naturaleza es confundir los conceptos…”

Habla la locura o estulticia (en la sección de elogio de la ignorancia – la Edad de Oro, por boca de Easmo).




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Daniel Charles: - ¿Y en qué se convierte el compositor?

John Cage: - En oyente. Se pone a escuchar

.(Para los pájaros, John Cage – Conversaciones con Daniel Charles, Monte Avila Editores, Caracas, 1981)


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Quien ama de veras, sale de sí mismo. Quien sale de sí, se desnuda de sí.

Rumi


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La vida es más hermosa que las ideas.

Wallace Stevens


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Miserias hacen mal obrar a la gente

y el hambre hace salir al lobo del bosque.


Francois Villon, El testamento, XXI, estrofas finales 


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