Mi padre siempre tenía una palabra o, mejor, una
lacónica expresión para significar la hora del fracaso o del revés. “Los
imponderables” decía… y dejaba a la deriva su enunciado cabalgando sobre el
aire, como albergando la esperanza de que su barca alcanzara puerto de escucha.
Cuando siendo un niño (e, incluso, en mi
adolescencia) le escuchaba esa expresión, me parecía estar plantado ante el
título de un intrincado teorema del misterio.
Hombre organizado y metódico, amén de ganado para
la laboriosidad, ello no le indujo a marginar su sencillez y, menos aún, su
cuota de candor originario, pues la llama del corazón -para bien o para mal-
fue siempre luz orientadora de sus pasos.
A lo largo de los años con los que la gracia nos
donó de afectiva convivencia me tocó sospechar, algunas veces, que mi padre
había sufrido algún percance, dado que en tales ocasiones su temperamento se
volvía taciturno, perdía locuacidad. Pues no había intenciones en él de
compartir cargas pesadas.
Pero ese sucinto giro lingüístico para demarcar la
derrota era, generalmente, proferido en su intención de señalar yerros humanos;
quiero decir, que salía a flote por develar bajezas de temperamento, antes que
para señalar los golpes del azar, de la causalidad o de la providencia. Acaso
el karma no estuviera contemplado en su enunciado, aunque no excluido.
Eso lo comprobé después, cuando tuve edad para
servir de confidente a sus más hondas preocupaciones o de repositorio a sus más
profundos anhelos en la vida, no otros que los de ponerle rieles a la felicidad
de sus seres más queridos, tal como él siempre quiso servir a los demás (aun
cuando algunos no se percataran de ello o no lo comprendieran). “…Los imponderables…” era, pues, lacónico
enunciado para la hora de tener que tragarse la mala fe de algún querido amigo
o, incluso, la más dolorosa de algún familiar. Y lo vi desprenderse
dolorosamente de sus engañados afectos, como quien se despoja de una mano, para
no verles nunca más, a expensas de extrañarles en silencio…
Pero jamás fue, tal
enunciado, propicio para la hora de la peor de las derrotas, como cuando nos
tocó padecer la pérdida de algunos seres queridos cortados en flor por las
inconmovibles parcas. Ante tales eventos, no era infrecuente sorprenderlo
mientras se decía, como para sí mismo: “…somos hijos de la muerte…”
(28 de Abril, 2012)
Luis Amado, que tal ha sido su nombre, fue un amante de la música. Dejamos aquí un regalo que siempre me agradeció... La música de Mahler. En especial el Adagietto de la Quinta y el Adagio de la Sinfonía 10 o La Inconclusa... Gustaba de sentarse por las tardes a contemplar la montana del Avila mientras Mahler acompañaba sus pensamientos.
Esta semana se ha cumplido la centena de años de su venida al mundo físico. Por ese motivo subo esta anotación escrita hace unos cuatro años.
https://www.youtube.com/watch?v=vHyV8noUXC0
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