Otras contracorrientes, sentencias en incertidumbre…
Hay autores que se transforman en
inquisidores de su propio decir… Si alguien les comenta algo, como por ejemplo,
“esto que ha escrito tan bellamente me recuerda lo que dijera mi bisabuelo o un
hermoso pasaje que leyera en una vieja tabla persa”, responden: “¡pues no! Esto
no tiene nada que ver con persas ni con abuelos. Esto es absolutamente de mi autoría…
Y me parece que usted intenta sugerir con sus palabras que algo hay oscuro en
mi obra.”
Y yo no entiendo que les mortifique el hecho de que un lector halle
claves que enlazan voces ancestrales a las suyas. Lo que, en mi humilde opinión,
debería alegrarles, les martiriza. Uno, lo digo con la más descarnada
sinceridad, jamás debería enamorarse de aquellas cosas que ha escrito, por la
sencilla razón de que nada es de uno. Hay que dejar de creer que es uno el que
escribe. Uno es un instrumento del cielo, cuando mucho. Un recipiente, un
testigo, un auditor.
Y pienso que se agrega otra razón sencilla, pero de
suficiente peso como para que todo autor intente deslastrarse de los fuegos
fatuos de ese desmedido amor por la cosa propia: y es la razón sencilla de que
ya prácticamente todo está dicho. Lo que hay son nuevas o diversas formas de
decirlo.
(11 de Septiembre, 2014, amanecer... Reparo en la aciaga
fecha luego de estamparla en el papel…)
Debajo, imagen de un manuscrito del Tao Te Ching, poema sapiencial que bien ensenha a no enamorarse de fuegos fatuos.
Ryokan poema
The thief left it
behind
The moon
At the window
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El ladrón la dejó atrás
La luna
En la ventana
Ryokan Monje zen
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