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jueves, 23 de febrero de 2012

Una locura, un sainete, un fingimiento.

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Una locura, un sainete, un fingimiento. 
 
Reconozcámoslo, Venezuela ha sido un garabato de país, desde el día en que se vociferara a los cuatro vientos nuestro “grito de independencia”. No sé, a mí siempre me ha parecido, más que un grito, un falsete, un variopinto y desfalleciente gallo escapado de un coro compuesto por solistas que sólo podían escucharse a sí mismos.
Por desgracia, el bochinche decretado por Miranda en la hora de la delación y de la traición, hora de su entrega a las fuerzas españolas por parte de quienes, se supone, eran sus compañeros de causa, se ha mantenido impertérrito, señoreando en los ocultos pensamientos (así como en los actos) de un arquetipo de ciudadano, al que podemos rápidamente vislumbrar por su desmañado afán de aparentar que se inmola o sacrifica en pro del bien común, a cambio de hacerse con el poder o, al menos, lucrarse con sus mieles y prebendas.

Una locura, un sainete, un fingimiento. Eso ha sido el país desde aquella anciana mañana de Abril del siglo 19. Una maqueta. Los años locos en permanente floración.

Al menos, eso pensaba yo hasta que los hados me sentaron a contemplar la última década del chiflado siglo 20. Me estrujaba yo los ojos y me pellizcaba los brazos, incrédulo, ante la comedia que se representaba en las tablas. Un bochinche encarnado por histriones sobreactuados. No me parecía estar yo despierto, sino inmerso en un indigesto sueño, rayano en la pesadilla. Si la pesadilla no se apoderó de mi ser, fue gracias a ese imprevisto halo de involuntario humor negro que emerge de toda comedia del ridículo, cuando se le da una segunda lectura.

Por supuesto, la década de los 90 no fue sino una infausta consecuencia o, si lo prefieren, una histérica respuesta a casi dos siglos de farsa continuada. El desplome o la asumida caída en el abismo por parte de una generación de expoliadores y el encumbramiento de una nueva especie de depredadores. En el fondo, más de lo mismo, pero con una puesta en escena altisonante, melodramática. Opera bufa en la que los antiguos dueños del teatro comenzaron a correr de un lado a otro, como enloquecidas bacantes, tratando de no perder su propiedad. ¿Quién no recuerda los desesperados movimientos de piezas que hicieron los partidos del status, los que habían mantenido el poder por cuatro décadas, para evitar que los echaran de “su” teatro por la puerta del aseo? En el fondo, lo que les dolía era que les echara una revuelta comandada por un actor de reparto que más bien lucía como un bedel sin ilustración.

Por desgracia, los aires de cambio no eran auspiciosos. Y gran parte de la nación ni lo vio, ni lo sospechó. Tan sólo querían un cambio de curul. Tan sólo querían salir, de una buena vez por todas, de esos antipáticos regentes de circo, que habían dado espaldas a su público. Y si para eso había que abrirle la puerta a la obcecación y al fanatismo como método de ejercer las políticas públicas, pues qué se le iba a hacer. Que siguiera el bochinche.

Lo pernicioso es que, tras obcecación y fanatismo, se hayan solapadamente deslizado las mismas  máculas que, como pueblo, padeciéramos en el pasado: corrupción, impunidad, autoritarismo, intolerancia, autocracia, represión y una irresoluta irresponsabilidad ciudadana con respecto al colectivo, pero con un agravante: se hizo a conciencia, transformando esas máculas en moneda política, en reglado método coercitivo de disidencias y en patrón adoctrinador de quienes no reparan en fines, sino en medios…

Salimos de una maloliente ciénaga para caer en otra más densa y fétida. Y los enroques y acomodos fueron flor del día. “Esto se acabó”, se dijeron con calculadora voz subyacente muchos de los que antes apoyaran a los antiguos dueños del tablado de la nación. Adecos, copeyanos, masistas, entre otras especies… “Allá viene una vociferante cachucha, que cacarea como un gallo de corral. Montémonos en ese carro, que esto se acabó.” Movida lógica por parte de quienes en su vida no fueron más que funcionarios, miembros de buró, especialistas en reptar por columnas para bruñir volutas palaciegas.

Pero, infortunadamente, el público agotó las entradas para contemplar este nuevo sainete. Por mi bien, me abstuve de enrolarme en clubes de fans, como lo he hecho siempre, pero no sin dejar de contemplar la escena con algo de distanciamiento.  

Quizás los años 90 hagan las veces de top de la crema de nuestros años locos. Tanto, que aún da para seguir enjabonándonos con ella. Pero no quiero cerrar estas líneas sin hacer alusión a lo que, para mí, fue una conjetural apuesta al futuro.

Hace unos 13 años apareció, creo que en la primera plana de El Nacional, una conmovedora foto que (si mal no recuerdo, además) se tomaba las ocho columnas del diario. Mostraba una imagen que me erizó la piel y me encogió el alma, pues me hizo pensar en la tétrica posibilidad de un escamoteado futuro.

Un hombre arrodillado, con la cara bañada en lágrimas, le confesaba al recién nombrado jerarca que le habían matado a su hijo. Quería compartir su dolor, pero también implorar por una mano benefactora, acaso celestial, que comenzara a enderezar los descaminados pasos de una nación convulsa, sumida en la crueldad y la injusticia, entre otras pestes.

Tomé la decisión de preservar esa página de cara al futuro, porque en aquel momento me embargó la áspera y un tanto nauseabunda sensación de que estábamos atravesando una encrucijada de la historia. Y porque tal estampa más semejaba el ícono religioso de un santo donando su piedad, que la de un servidor dispuesto a comenzar al día siguiente con sus labores burocráticas. Quise guardarla como lo que podría significar una evidencia, a posteriori, de los derroteros que se estaba jugando la nación, para arrostrar el porvenir: por un lado, la posibilidad cierta de una nueva consumación de la farsa que privilegia al clan en menoscabo de la masa (derrotero que, infaustamente, siempre lleva todas las de ganar) y, por el otro, la lejana y sempiternamente incierta posibilidad de cuajar en el presente las dádivas de un promisorio futuro.

Me dije a mí mismo y se lo dije a algunas personas: “…Mira esto, en esta foto se resume todo lo que nos deparará el mañana. Si este hombre, en el que tantos anhelan ver la representación de un milagroso arcángel, logra dar cobijo a la desesperanza, yo -que no compro discursos henchidos de mañana- estaré feliz de haberme equivocado. De no ser así, apuesto el mundo entero a que vamos a tener que lidiar con mayores y más espinosas pruebas…”

Y, no sé si por gracia o por desgracia, el periódico que yo había decidido atesorar a suerte de amuleto, fue a parar al cesto de basura, por obra de la mano inadvertida de una señora que había contratado para asear mi vivienda.

A veces he estado tentado de buscar esa imagen en la hemeroteca. Pero la verdad es que no necesito refrescarla ni rescatarla para constatar que la farsa ha copado nuevamente la escena.


P. S. Un documento incontestable y extraordinariamente vigente de Francisco de Miranda, su carta a la real audiencia de Caracas el 08 de Marzo de 1813, puede ser leído en el siguiente enlace: http://letrascontraletras.blogspot.com/2007/07/en-la-prisin-memorial-dirigido-por-el.html

lacl, febrero 23 de 2012

Miranda bien recibido. Quién hubiera imaginado que quienes lo aclamaron, lo entregarían al imperio español que por tanto tiempo había querido ponerlo tras las rejas?
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El equívoco de la soberbia y el acierto de la ambición...

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