OCIO
El día amaneció gris,
con una luz plomiza,
anciana,
cual una oquedad
de fulgores silenciados.
Y amaneció ausente
desde el preludio,
vaticinado por una orquesta
de sonidos apagados;
discurso perfecto para evocar
los tonos elegíacos
de un mundo precipitado
en un averno
de premisas elusivas
y sinuosas falsedades;
marcha puntual
para estamparle
un no en la cara
a los minuteros y semáforos
que pretenden tirarle
rieles a la realidad;
himno prestísimo
para estamparle
un no en la cara
al mundo de los hombres,
más gris
que el más anciano de los días.
Fidelísima tocata
para la ociosa fuga,
el derrotero de no intentar
dar paso alguno
si no es para, llanamente,
olvidarnos y encontrarnos
en el callar y el mirar,
en el callar y escuchar…
Para que la impasibilidad
de la montaña
tome nuestro pecho
y abra ojos
a los vívidos senderos
que pulsan un tanto más allá
de los desanimados pulsos
de embargadas fantasías…
Y un amor sin nombres,
cual único y cínico insurrecto,
se abra paso entre las ráfagas
de nuestro respirar,
rudo y sutil,
sigiloso y descarnado,
saltando sobre las horas,
mientras entreteje sus vivaces agitatos
con el andante cantábile
de nuestro atemperado fluir.
Más tarde,
y de no muy convencida gana,
le pido venias a mi amor,
como le pido venias al silencio,
para descoserme del lecho.
Afuera, en la montaña,
un cristofué abre su corazón
al desparpajo de la tarde.
Su cantilena,
premeditadamente entrecortada,
parece el intento
de revelarle al mundo
una clave ancestral,
mientras desteje la fábula
de la pasión y muerte
de un hijo de Dios.
En la lejanía,
su canto es amorosamente
correspondido por otro cristofué,
con dejos de consuelo.
Y, a pesar de que el cielo
ha levantado su capota,
la fecha sigue brindándonos
un tono humanamente gris.
Pero llega el turno de las golondrinas
que, por decenas,
comienzan a trenzar el aire,
danza ritual que precede la hora
de hacer de la montaña su morada,
arrastrando con ellas
nuestra mirada despojada…
Y una desnuda,
casi obscena iluminación
hace presencia en las hojas resecas y alargadas
de un grupo de arbustos,
semejando sables de oro
que jamás serán esgrimidos en contienda,
canto inicial de un sol
que resucitadamente se despide.
(Ensayo verbal del 18 de Enero, 2011. Como casi siempre sucede, no lo considero redondeado, pero lo dejo acá de regalo para quien le provoque leerlo....)
Debussy:
Clair de Lune, London Symphony Orchestra, Stanley Black
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