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Despachos desde Tierras de Nadie. Primera entrega.
1ro de Diciembre, 2011
Ha llegado diciembre y, como tantas veces ha sucedido en los años recientes (desde el aciago día en que lo que era un simulacro, un esparadrapo de nación, se convirtiera en un arrogante y pugnaz principado), lo ha hecho acompañado de colosales tormentas e inundaciones.
Amaneció el día con un claro y promisorio sol, luego de una lluvia continuada a lo largo de la noche -tal como viene ocurriendo desde hace varias fechas- para luego irse ennegreciendo, y conferirle a las jornadas ese aire de desencanto que signa la amargada arrogancia de quienes salen a la calle dispuestos a comerse a sus conciudadanos.
No sé cómo describirlo exactamente, pero yo intuyo o presiento como si fuera una cierta tesitura petulante, una insolente jactancia, lo que ha tomado el protagonismo de las gentes que conviven en esta tierra de gracia. No de toda la gente, pero sí de una grandísima parte, aquella que es precisamente la que -con la destemplanza de una común soberbia- desguaza al país como si fuera un mapa en disputa.
Tengo un compromiso en los altos mirandinos y, aunque salgo con una hora y media de anticipación, no puedo asegurar que llegue a tiempo o, siendo más realista, ni siquiera que simplemente llegue a mi destino.
Apenas al salir constato que será una misión cuasi irrealizable. Autopista y avenidas lucen como cementerios mecánicos. Me devuelvo y decido, sin embargo, tentar la suerte tomando por los caminos verdes, acaso engañándome a mí mismo; más por el estímulo de tomar una carretera suburbana, menos viajada, y en caso de que se me haga imposible cumplir con el compromiso, sentarme en algún rinconcito criollo a contemplar las escasas horas de diafanidad, mientras me bebo una cerveza y me recreo en la soledad de mis pensamientos aliterados con los tiempos.
Ha pasado más de una hora cuando comienzo a remontar la vía de Hoyo de la Puerta. Me detengo en una sencilla fonda, un lugar en el que se preparan los mejores platos de comida criolla. Me confirman el presagio: desde la última vez que pasé por allí, las lluvias torrenciales culminaron su trabajo y echaron abajo lo que ya era una calamitosa carretera. Pero ahora sí es verdad que no hay paso hacia las cumbres.
Uno de los taberneros me comenta que sí hay dinero para realizar una faraónica cumbre de presidentes, pero que no lo hay para resolver ese problema que afecta a los innumerables barrios y comunidades que han hecho vida al borde de esa carretera.
- Claro, agrega luego, como el gobernador de este Estado no es de los suyos…. Ese hombre (se refiere al Príncipe) no sabe más que de odios. Y lo peor es que va a volver a ganar a punta de regalarle migajas al pueblo, ya usted verá.
Tan sólo me aventuro a decirle que dejemos que sean los odios los que alimenten a quienes ceban odios; que ya comienza a ser visible la indigestión que causan. Se sonríe y me dice: Tiene razón, ¿qué le apetece hermano?
- Pues ya que no puedo llegar adonde iba, me contentaré con una buena jarra de cerveza y más luego pediremos algo de comer…
He bajado el portafolio con mis libros y cuadernos del momento. Descorro el cierre, pero no saco nada. La vista es tan plácida hacia los valles del Tuy y hay tanto verdor en los alrededores que no provoca ni pensar. Además, mis pensamientos de estos días han estado ausentes de verdor, un poco influenciados por la oscurantina (sé que invento una palabra, pero así me ha salido) que ha signado nuestros días, esa lánguida nube gris que se ha posado sobre nuestros sueños y nuestra aparente vigilia.
Hoy he recibido una grata invitación del poeta Roberto Resendiz, para participar en un Encuentro de poesía que él organiza en Michoacán, México, lo que por una parte me llena de alegría. Le respondía yo que llegaba en buen momento este convite, pues "... acá los tiempos (todos los tiempos) se hallan turbios... Pero la poesía hace saltar los brillos donde todo parece acabado, sin salida..." Mas, por otra parte, me vuelve a colocar en aquella encrucijada con la que me he topado toda mi vida: ¿soy yo poeta?
Quiero decir, ¿tengo el derecho, no a expresarlo, pues eso es cosa fácil, sino a considerarlo así? A juzgar por la alegría que me causó tal convite, pareciera que me considero poeta. Pero, si hemos de hablar de corazón, siempre he dudado de mi sino… Porque desde niño deduje, a fuerza de corazonadas, que la poesía es una religión, algo sagrado. Sé que hay quienes la consideran como un culto desacralizador. Pero incluso cuando se sirve de ella para expurgar a dioses y demonios, esto se cumple rindiendo un culto.
Y siempre me ha asaltado la duda de si seré yo tan fiel pretendiente como para transitar, de corazón, ese camino. ¿Cómo podía ser así, me decía yo sin comprender por qué, si desde aquellos desabrigados tiempos de la infancia, sobre todo desde sus largas noches, ya me angustiaba el rumor de la muerte de dios? Si debiera asomar un por qué ante tal duda -y ahora me siento animado a hacerlo- diría que, quizás porque el niño que fui, cada noche era emplazado por la sombra que palpitaba con sus luces más arriba del techo de mi cuarto; acaso porque, más de una vez, se vio cruzar ese techo para abrazarse con el cosmos. Acaso porque aquel niño que se aterraba con la fábula de que ya dios había muerto, lograba –sin saber cómo- transmigrar de manera incomprensible a los confines de la inmensidad y, luego, no tenía a quién decirle nada, pues no sabría explicarlo.
¿Es ésa razón suficiente para considerarse alguien poeta? ¿Un poeta no es alguien que canta, esto es, que enuncia, prorrumpe en verbo, emite una dicción? Sí lo es, me hallé afirmándome desde mis más tempranas remembranzas. Pero el poeta ha de ser alguien que, ante todo, escucha, me decía también. Es más -continuaba divagando-, no hay una palabra que sea suya, porque todo es dictado por una voz que jamás se alcanza a avizorar… Ella te lo dice todo, tú sólo te atienes a repetir lo dictado. Además, muchos de sus cantos viajan para siempre en silencio. Todo le vino al niño desde la oquedad de la noche. Y ese niño me lo concedió a mí por medio de sus cartas silenciosas.
¿Escribir poemas te hará poeta? No hay garantías, pero es parte del culto. Sólo que no hay que escribirlos porque sí; hay que escribirlos porque es mandato del cielo o de la voz o de los hados o de un inexplicable resplandor. Hay que escribirlos porque, de otro modo, no encontrarás el modo de respirar contigo. De modo que ser poeta y, sobre todo, comunicárselo a otros es empresa irrelevante. Es preferible callar en cuanto a ese tema.
Una vez fui atacado como por una reprimida fuerza y me encontré confesándome, de manera estentóreamente silenciosa, que era poeta, me dije: soy poeta… Y lo hice (remedando al querido Borges) con un conato de poema, evidentemente inédito. Fue una suerte de ineludible espaldarazo como para mitigar tanto escarnio, tanta indagatoria, tanta duda en carne propia… Aunque me causara asombro hablar y escribir así, tan afirmativamente sobre una condición de la que, por un inmenso respeto, jamás me he atrevido a hablar a vox populi. Líneas que vine a recordar en virtud de una larga y casual conversa que sostuvimos mi compadre Mario Amengual y este servidor con Rafael Cadenas, en las exequias de Don Armando Córdoba. Una de las expresiones que Cadenas nos soltó aquella tarde fue: - Uno no le dice a nadie: yo soy poeta. Uno no se presenta así. Luego añadió: - Tampoco diría, yo soy novelista (en el caso de que lo fuera…). Obviamente conversábamos sobre ese tema, sobre la diaria apelación que se hace de los rótulos y patrones, por encima de la esencia de las cosas. Fui incapaz de comentarles mi pecado. Pero me atreveré a dejarlo más abajo, porque he llegado a un punto de mi vida en el que poco me importa exponer máculas o particularidades…
Llevo unas cinco cervezas. Suficiente. Pido una deliciosa ración de carne en vara y ordeno para llevar dos hallacas que (luego lo descubriremos) resultan ser las más divinas que nos hayamos comido en años… Vuelvo a casa y en el camino me consigo con el presente que me han pedido este año Yineska y Sebastián, un árbol de navidad para vestir la casa…
Nada como la casa, nada como el entusiasmo que con ella intercambiamos, para avivar el fuego que alienta, a veces desapercibido, en el seno de nuestros “discursos amorosos”…
Introito antipoético
Yo soy poeta.
Me importa un comino todo lo demás.
Soy un poeta solitario.
He tenido que aceptarlo, a mi pesar
y a pesar de los demás.
Soy un miserable poeta, un maldito;
no un poeta maldito,
ni alguien que añora ampararse
bajo la figura romanticona
o mítica del espejo de Narciso,
jugando a ser el poeta
o el elegido;
sino un hombre como cualquiera,
que padece el arrobamiento
del extraño mundo que inventaron
otros hombres como yo;
un hombre que tan solo querría vivir
cantando a cántaros,
hacia sus adentros,
buscando, sin prisas,
armonizar con la voz
que brota del fondo de sí mismo
y desde más allá;
esa voz arcaica y lejana
que se solaza y se besa
con cada esquina del cielo
y nos canta los padeceres
y el ritmo de un mundo
que, a fin de cuentas,
no fue inventado
por hombre alguno.
Yo soy poeta.
He tenido que convenirlo.
No soy un buen poeta o un mal poeta,
no es eso lo que busco o me desvela
-ni literaria, ni estilísticamente hablando-
pues, no se elige ser poeta;
sólo soy un hombre que vive en secreto,
delirando a sottovoce,
a espaldas del organigrama de vida
que predica el invento de un mundo
en el que deponemos nuestro respirar.
Soy poeta
a pesar de mis intentos sobrehumanos
-como los de un tozudo Sísifo-
por acoplarme a la miseria de orden
que se me exige ostentar,
como las plumas de un pavo real,
para luego poder demostrar en el circo
que cumplo con las metas
de un arduo oficio sin sentido
que no genera bien a nadie;
ocupación más absurda aún
que el pírrico esfuerzo de Sísifo.
Soy poeta a pesar de mí mismo,
un hombre que vive en la noche,
sigilosamente contemplando
las visitas de la luna desde su cama
o devanando, en la barra de un bar
y ante la vista de cualquiera,
el hilo con el que habrá de coser las telas
de la angustia y la serena esperanza.
Yo soy poeta.
Nunca se lo dije a nadie,
ni tampoco se lo he aceptado a nadie,
porque la poesía, su descubrimiento,
es, acaso, lo único sagrado
que haya vivido en mi vida,
amén de los naturales dones
que nos sirve la vida misma.
Porque la poesía, su revelación,
está en la vida misma: tan cercana,
tan a flor de piel, tan parecida al asombro
y tan pocas veces convocada;
qué perogrullada decir esto, pero es así,
ella es la única religión
que no clama por golpes de pecho,
mi único culto posible,
tan vivido y padecido, como para andar por allí
mancillándolo con reiterativas y egóticas arengas,
que no son sino una grosera e imperdonable
falta de respeto hacia la madre de todas las cosas
y hacia nosotros mismos, sus engreídos bastardos.
Pero hoy me encuentro agotado
de tanta doble mentira
y de trajear, por tanto tiempo
tan solemne vestimenta.
Y hoy quiero decir
(confesar, sería la palabra justa),
por una vez,
que soy poeta,
muy a mi pesar
y a pesar de los demás.
Y que hoy estoy más huérfano que nunca.
Caracas, a pleno sol del seis de diciembre de 1996.
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