La oveja negra
Qué infortunio el tener que asumir, en más ocasiones de las que quisiera uno, el rol del aguafiestas. Pero lo tengo que decir: ¿desde cuándo un ajusticiamiento sumario, léase ejecución premeditada, es catalogada como un acto de justicia? Consumar una vendetta, al más claro ejemplo de las mafias, no luce como la cristalina señal de un mundo libre, culto y de adelantado humanismo, frente a la más descarnada de las barbaries.
Y sé que sobre mí lloverán, seguramente, mil calumnias e imprecaciones de los que claman: ¡ojo por ojo! Pero la justicia alojada en el plomo que cegó el pulso de Bin Laden, más que a un acto de salomónica equidad, se asemeja a un género de barbarie que cultiva la etiqueta y los buenos modales. Para nada justifico el terrorismo o la tortura, como tampoco los piadosos eufemismos con que se pretende bautizar la “solución final” de toda hecatombe, ni la pedrada que derriba del árbol a un desprevenido pájaro.
Los niños que mueren en el atentado terrorista a un autobús, no suelen ser los hijos del Presidente del Club Internacional de Torturadores. Y aunque así fuera, tampoco tendría justificación su asesinato. Mas parangonarse al que asesina apuntalándose en el odio, el fanatismo o la estupidez (tres trajes con que suele acicalarse la locura), no parece ser el más diáfano ejemplo de que el hombre asciende espiritualmente en su tránsito al mañana.
Primero Rusia, luego USA, creyeron que podrían utilizar a Bin Laden y sus hipnotizadas huestes como instrumentos de sus intereses. Erraron. Y lo hicieron de manera garrafal. Y allí parece hospedarse la razón de la premeditada muerte del caudillo del terror: en causa sumaria, antes que en el dolor por la pérdida de tantas vidas inocentes inmoladas en torres, aviones, trenes y plazas del mundo. Pero el historial beligerante de cada una de esas naciones no puede ufanarse de combatir el terrorismo y predicar el humanismo. Ambas son responsables de múltiples masacres a lo largo y ancho del orbe. Y, bien mirado, pareciera que los seres humanos asesinan más por afán de dominación o por retaliación que por ninguna otra causa.
Lo lógico hubiera sido pensar, al sorprender al terrorista tan “fuertemente” custodiado por una esposa, dos mensajeros y –presumiblemente- un hijo suyo, es que se intentaría capturarlo vivo para llevarlo a juicio, no que se le ajusticiaría. Pero semejante alternativa estaba descartada de antemano. “Quiero su cabeza”, era frase acostumbrada en los despachos emitidos por los dictadores de todas las latitudes del mundo antiguo. ¿Qué es lo que ha cambiado en esta “avanzada de progreso”? Me hago la pregunta al recordar las obras de Joseph Conrad, en las que se exponen, sin paños ni afeites, los hedores de la civilización.
Un mundo acomodado a la razón, en lo que de sentido común pueda ella tener, no evadiría el culto de la vida en el espíritu y, digámoslo claramente, no aboliría el componente de la ética en todas sus manifestaciones.
Un mundo asistido por una razón afianzada en el riego del espíritu, la piedad y la ética, hubiera sentado en el banquillo al asesino, en lugar de perpetrar una aniquilación televisada para un selecto y petitte comité.
Un mundo ajustado a una razón, tal como acá se preconiza, habría mostrado sus credenciales, expondría sus argumentos y alegatos en contra de la barbarie, develaría esa perversión que pretende legitimar el terrorismo y justificar el pago de justos por pecadores, al ampararse tras el antifaz de los fanatismos religiosos, raciales o culturales.
Un mundo conforme al humanismo, mostraría la verdad.
Pero como las credenciales de los acusadores están tan mancilladas como las de los acusados, como no es de la abundancia del corazón que hablan sus bocas, porque silencian el precepto de que “por sus obras les conoceréis”, es que la balanza de su ciega justicia se ha inclinado por el ajuste de cuentas y no por el juicio.
“Quien a hierro mata no puede morir a sombrerazos”, me dirán los adagistas populares. Y comprendo el postulado. Pero si premeditadamente (subrayo esto) tomo el hierro del sanguinario, para sanguinariamente asesinar, ¿en qué me diferencio?
Rememoremos aquel axioma de Voltaire que reza: “La civilización no combate la barbarie. La perfecciona.” Y esa frase sí que encierra una gran verdad. La recogí en el aire. Pero ¿quién es, entonces, la oveja negra prenunciada en el título? ¿Quién más podría ser, sino un aguafiestas?
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Luis Alejandro Contreras
08/05/11
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