Uno de mis
libros de cabecera. No hay que dejarse engañar por el título. Nada tiene que
ver con los ridículos compendios modernos de auto ayuda y superación personal,
medio tan contaminado de mercachifles, como de baratijas puede estar abarrotada
una tienda de imitaciones; sin que con ello quiera decir que todos los autores
que se dedican a los temas de ayuda sean desestimables. El libro de Russell
tiene una particularidad. Analiza el asunto en frío. Y no hace promesas de
obtención alguna de felicidad como quien reparte pildoritas. Pero luego de
leído ese libro creo, con sinceridad, que se cuenta con una visión más
descarnada de los elementos muchas veces fútiles o imaginarios que obstaculizan
un vivir más cónsono con el sosiego.
La primera
parte versa sobre las causas de la infelicidad. Y ya hemos dejado en el blog el
capítulo con que abre ese libro. La segunda, versa sobre las causas de la
felicidad. Dejamos ahora el primer capítulo de la segunda parte.
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¿ES TODAVÍA POSIBLE LA FELICIDAD? Bertrand Russell
Hasta
ahora hemos hablado del hombre desdichado; nos toca ahora la más agradable
tarea de considerar al hombre feliz. Las conversaciones y los libros de algunos
de mis amigos casi me han hecho llegar a la conclusión de que la felicidad en
el mundo moderno es ya imposible. Sin embargo, he comprobado que esa opinión
tiende a desintegrarse ante la introspección, los viajes al extranjero y las
conversaciones con mi jardinero. Ya he comentado en un capítulo anterior la infelicidad
de mis amigos literatos; en este capítulo me propongo pasar revista a la gente
feliz que he conocido a lo largo de mi vida.
Existen
dos clases de felicidad, aunque, naturalmente, hay grados intermedios. Las dos
clases a las que me refiero podrían denominarse normal y de fantasía, o animal
y espiritual, o del corazón y de la cabeza. La designación que elijamos entre
estas alternativas depende, por supuesto, de la tesis que se pretenda
demostrar. A mí, por el momento, no me interesa demostrar ninguna, sino
simplemente describir. Posiblemente, el modo más sencillo de describir las
diferencias entre las dos clases de felicidad es decir que una clase está al alcance
de cualquier ser humano y la otra solo pueden alcanzarla los que saben leer y
escribir. Cuando yo era niño, conocí a un hombre que reventaba de felicidad y
cuyo trabajo consistía en cavar pozos. Era extraordinariamente alto y tenía una
musculatura increíble; no sabía leer ni escribir, y cuando en 1885 tuvo que
votar para el Parlamento se enteró por primera vez de que existía dicha
institución. Su felicidad no dependía de fuentes intelectuales; no se basaba en
la fe en la ley natural ni en la perfectibilidad de la especie, ni en la propiedad
común de los medios de producción, ni en el triunfo definitivo de los
adventistas del Séptimo Día, ni en ninguno de los otros credos que los
intelectuales consideran necesarios para disfrutar de la vida. Se basaba en el
vigor físico, en tener trabajo suficiente y en superar obstáculos no
insuperables en forma de roca. La felicidad de mi jardinero es del mismo tipo; está
empeñado en una guerra perpetua contra los conejos, de los que habla
exactamente igual que Scotland Yard de los bolcheviques; los considera
siniestros, intrigantes y feroces, y opina que solo se les puede hacer frente
aplicando una astucia igual a la de ellos. Como los héroes del Valhalla, que se
pasaban todos los días cazando a cierto jabalí al que mataban todas las noches,
pero que volvía milagrosamente a la vida cada mañana, mi jardinero puede matar
a su enemigo un día sin el menor temor a que el enemigo haya desaparecido al
día siguiente. Aunque pasa con mucho de los setenta años, trabaja todo el día y
recorre en bicicleta veinticinco kilómetros para ir y volver del trabajo, pero
su fuente de alegría es inagotable y son «esos conejos» los que se la
proporcionan. Pero dirán ustedes que estos goces tan simples no están al alcance
de personas superiores como nosotros. ¿Qué alegría podemos experimentar
declarando la guerra a unos seres tan insignificantes como los conejos? Este
argumento, en mi opinión, no es válido. Un conejo es mucho más grande que un bacilo
de la fiebre amarilla, y, sin embargo, una persona superior puede encontrar la
felicidad en la guerra contra este último. Hay placeres exactamente similares a
los de mi jardinero, en lo referente a su contenido emocional, que están al
alcance de las personas más cultivadas. La diferencia que establece la
educación solo se nota en las actividades que permiten obtener dichos placeres.
El placer de lograr algo requiere que haya dificultades que al principio hagan
dudar del triunfo, aunque al final casi siempre se consiga. Esta es, tal vez,
la principal razón de que una confianza no excesiva en nuestras propias
facultades sea una fuente de felicidad. Al hombre que se subestima le
sorprenden siempre sus éxitos, mientras que al hombre que se sobreestima le
sorprenden con igual frecuencia sus fracasos. La primera clase de sorpresa es agradable
y la segunda desagradable. Por tanto, lo más prudente es no ser excesivamente
engreído, pero tampoco demasiado modesto para ser emprendedor.
Entre
los sectores más cultos de la sociedad, el más feliz en estos tiempos es el de
los hombres de ciencia. Muchos de los más eminentes son muy simples en el plano
emocional, y su trabajo les produce una satisfacción tan profunda que son capaces
de encontrar placer en la comida e incluso en el matrimonio. Los artistas y los
literatos consideran de rigueur ser
desgraciados en sus matrimonios, pero los hombres de ciencia, con mucha
frecuencia, siguen siendo capaces de gozar de la anticuada felicidad doméstica.
La razón es que los componentes
superiores de su inteligencia están totalmente absortos en el trabajo y no se
les permite irrumpir en regiones en que no tienen ninguna función que realizar.
En su trabajo son felices porque la ciencia del mundo moderno es progresista y
poderosa, y porque nadie duda de su importancia, ni ellos ni los profanos. En
consecuencia, no tienen necesidad de emociones complejas, ya que las emociones
más simples no encuentran obstáculos. La complejidad emocional es como la
espuma de un río. La producen los obstáculos que rompen el flujo uniforme de la
corriente. Pero si las energías vitales no encuentran obstáculos, no se produce
ni una ondulación en la superficie, y su fuerza pasa inadvertida al que no sea
observador. En la vida del hombre de ciencia se cumplen todas las condiciones
de la felicidad. Ejerce una actividad que aprovecha al máximo sus facultades y
consigue resultados que no solo le parecen importantes a él, sino también al público
en general, aunque este no entienda ni una palabra. En este aspecto es más
afortunado que el artista. Cuando el público no entiende un cuadro o un poema,
llega a la conclusión de que es un mal cuadro o un mal poema. Cuando no es
capaz de entender la teoría de la relatividad, llega a la conclusión (acertada)
de que no ha estudiado suficiente. La consecuencia es que Einstein es venerado
mientras los mejores pintores se mueren de hambre en sus buhardillas, y Einstein
es feliz mientras los pintores son desgraciados. Muy pocos hombres pueden ser
auténticamente felices en una vida que conlleve una constante autoafirmación
frente al escepticismo de las masas, a menos que puedan encerrarse en sus
corrillos y se olviden del frío mundo exterior. El hombre de ciencia no tiene
necesidad de corrillos, ya que todo el mundo tiene buena opinión de él excepto
sus colegas. El artista, por el contrario, se encuentra en la penosa situación de
tener que elegir entre ser despreciado o ser despreciable. Si su talento es de
primera categoría, le pueden ocurrir una u otra de estas dos desgracias: la primera,
si utiliza su talento; la segunda, si no lo utiliza. Esto no ha ocurrido
siempre, ni en todas partes. Ha habido épocas en que hasta los buenos artistas,
incluso siendo jóvenes, estaban bien considerados. Julio II, aunque a veces
trataba mal a Miguel Ángel, nunca le consideró incapaz de pintar bien. Al
millonario moderno, aunque arroje una lluvia de oro sobre artistas viejos que
ya han perdido sus facultades, nunca se le pasa por la cabeza que el trabajo de
estos es tan importante como el suyo. Puede que estas circunstancias tengan
algo que ver con el hecho de que los artistas sean, por regla general, menos
felices que los hombres de ciencia.
Creo
que hay que reconocer que los jóvenes más inteligentes de los países
occidentales tienden a padecer esa clase de infelicidad que se deriva de no
encontrar un trabajo adecuado para su talento. Sin embargo, no es este el caso
en los países orientales. En la actualidad, los jóvenes inteligentes son,
probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí
tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que
basar lo que crean. Los viejos han sido asesinados o exiliados, o se mueren de
hambre, o se los ha desinfectado de algún otro modo para que no puedan obligar
a los jóvenes, como se hace en todo país occidental, a elegir entre hacer daño
y no hacer nada. Al occidental sofisticado, la fe del joven ruso le puede
parecer tosca, pero ¿qué se puede decir en contra de ella? Es cierto que está
creando un mundo nuevo; el nuevo mundo es de su agrado; casi con seguridad, el
nuevo mundo, una vez creado, hará al ruso medio más feliz de lo que era antes
de la Revolución. Tal vez no sea un mundo en que pueda ser feliz un sofisticado
intelectual de Occidente, pero el sofisticado intelectual de Occidente no tiene
que vivir en él. Por tanto, según todos los criterios pragmáticos, la fe de la
joven Rusia está justificada, y condenarla diciendo que es tosca carece de justificación,
excepto en el plano teórico. En India, China y Japón, las circunstancias
exteriores de carácter político interfieren con la felicidad de la joven intelligentsia, pero
no existen obstáculos internos como los que existen en Occidente. Hay
actividades que a los jóvenes les parecen importantes, y si dichas actividades
se hacen bien, los jóvenes son felices. Sienten que tienen que desempeñar un importante
papel en la vida de la nación, y tienen objetivos que, aunque son difíciles, no
son imposibles de llevar a cabo. El cinismo que tan frecuentemente observamos
en los jóvenes occidentales con estudios superiores es el resultado de la combinación
de la comodidad con la impotencia. La impotencia le hace a uno sentir que no
vale la pena hacer nada, y la comodidad hace soportable el dolor que causa esa sensación.
En todo el Oriente, el estudiante universitario confía en poder influir en la
opinión pública mucho más que sus equivalentes del Occidente moderno, pero
tiene muchas menos posibilidades que estos de asegurarse unos ingresos elevados.
Al no sentirse ni impotente ni acomodado, se convierte en un reformista o en un
revolucionario, pero no en un cínico. La felicidad del reformista o del
revolucionario depende del curso que tomen los asuntos públicos, pero lo más
probable es que, incluso cuando le están ejecutando, goce de más felicidad real
que el cínico acomodado. Me acuerdo de un joven chino que visitó mi escuela con
la intención de fundar una similar en una zona reaccionaria de China. Suponía
que por ello le cortarían la cabeza, pero no obstante disfrutaba de una tranquila
felicidad que yo no pude menos que envidiar.
Sin
embargo, no pretendo insinuar que estas modalidades de felicidad de altos
vuelos sean las únicas posibles. De hecho, solo son accesibles para una
minoría, ya que requieren un tipo de capacidad y una amplitud de intereses que
no pueden ser muy comunes. No solo los científicos eminentes obtienen placer de
su trabajo, ni solo los grandes estadistas obtienen placer defendiendo una
causa. El placer del trabajo está al alcance de cualquiera que pueda
desarrollar una habilidad especializada, siempre que obtenga satisfacción del ejercicio
de su habilidad sin exigir el aplauso del mundo entero. Conocí a un hombre que
había perdido el movimiento de ambas piernas siendo muy joven, y aun así vivió
una larga vida de serena felicidad escribiendo una obra en cinco tomos sobre
las plagas de las rosas; según tengo entendido, era el principal experto en
este campo. No he tenido ocasión de conocer a muchos conchólogos, pero, a
juzgar por los que he conocido, el estudio de las conchas produce grandes satisfacciones
a quienes lo practican. Conocí a un hombre que era el mejor cajista del mundo,
y siempre estaba solicitado por todos los que se dedicaban a inventar tipos
artísticos; su satisfacción no se debía al genuino respeto que le tenían personas
que no concedían fácilmente su respeto, sino al placer que le producía ejercer
su oficio, un placer no muy diferente del que los buenos bailarines obtienen de
la danza. También he conocido cajistas especializados en componer tipos
matemáticos, escritura nestoriana, o cuneiforme, o cualquier otra cosa fuera de
lo normal y difícil. No llegué a saber si aquellos hombres eran felices en su
vida privada, pero en sus horas de trabajo sus instintos constructivos se veían
plenamente gratificados.
Se
oye decir con frecuencia que en esta época de maquinismo hay menos
oportunidades que antes para que el artesano se deleite en su trabajo especializado.
No estoy nada seguro de que esto sea cierto; es verdad que en la actualidad el
trabajador especializado trabaja en cosas muy diferentes de las que ocupaban la
atención de los gremios medievales, pero sigue siendo muy importante e
imprescindible en la economía maquinista. Hay personas que construyen
instrumentos científicos y máquinas delicadas, hay diseñadores, mecánicos de
aviación, conductores y otras muchas personas que tienen un oficio en el que
pueden desarrollar una habilidad casi hasta sus últimos límites. Por lo que he
podido observar, el trabajador agrícola y el campesino de las sociedades relativamente
primitivas no son tan felices como un conductor o un maquinista. Es cierto que
el trabajo del campesino que cultiva su propia tierra es variado: ara, siembra,
cosecha. Pero está a merced de los elementos y es muy consciente de esta dependencia,
mientras que el hombre que maneja un mecanismo moderno es consciente de su
poder y llega a tener la sensación de que el hombre es el amo, no el esclavo,
de las fuerzas naturales. Por supuesto, es cierto que no tiene nada de
interesante el trabajo de la gran masa de obreros que se limitan a atender
máquinas, repitiendo una y otra vez alguna operación mecánica con la menor variación
posible. Pero cuanto menos interesante sea un trabajo, más probable es que
acabe haciéndolo una máquina. El objetivo último de la producción maquinista
—del que hay que decir que aún estamos muy lejos— es un sistema en el que las
máquinas hagan todo lo que carezca de interés, reservando a los seres humanos
para las tareas que suponen variedad e iniciativa. En un mundo así, el trabajo
sería menos aburrido y menos deprimente que nunca desde la aparición de la
agricultura. Al dedicarse a la agricultura, la humanidad decidió someterse a la
monotonía y el tedio a cambio de disminuir el riesgo de morirse de hambre.
Cuando los hombres obtenían su alimento mediante la caza, el trabajo era un
gozo, como demuestra el hecho de que los ricos aún practiquen esta actividad
ancestral por pura diversión. Pero con la introducción de la agricultura, la
humanidad comenzó un largo período de mediocridad, miseria y locura, del que
solo ahora empieza a liberarse gracias a la benéfica intervención de las
máquinas. Queda muy bien que los sentimentales hablen del contacto con la tierra
y de la madura sabiduría de los campesinos filósofos de Hardy; pero los jóvenes
nacidos en el campo no piensan más que en encontrar trabajo en las ciudades
para escapar de la opresión del viento y la lluvia y cambiar la soledad de las oscuras
noches de invierno por el ambiente humano y tranquilizador de la fábrica y el
cine. La camaradería y la cooperación son elementos imprescindibles de la
felicidad del hombre normal, y son mucho más fáciles de encontrar en la industria
que en la agricultura.
Para
un gran número de personas, creer en una causa es una fuente de felicidad. No
estoy pensando solo en los revolucionarios, socialistas, nacionalistas de
países oprimidos y similares; pienso también en otras muchas creencias de tipo más
humilde. He conocido personas que creían que los ingleses eran las diez tribus
perdidas de Israel, y casi invariablemente eran felices; y la felicidad no
tenía límites para los que creían que los ingleses proceden solamente de las tribus
de Efraím y Manases. No estoy sugiriendo que el lector adopte estas creencias,
ya que no puedo abogar por una felicidad basada en lo que a mí me parece una
creencia falsa. Por la misma razón, me abstengo de recomendar al lector que crea
que los humanos deberían alimentarse exclusivamente de frutos secos, aunque,
según tengo observado, esta creencia garantiza invariablemente una felicidad
perfecta. Pero es fácil encontrar alguna causa que no sea tan fantástica, y los
que sientan un interés auténtico por dicha causa habrán encontrado ocupación
para su tiempo libre y un antídoto infalible contra la sensación de que la vida
es algo vacío. No muy diferente de la devoción a causas menores es dejarse
absorber por una afición. Uno de los matemáticos más eminentes de nuestra época
reparte su tiempo a partes iguales entre las matemáticas y el coleccionismo de
sellos. Supongo que los sellos le sirven de consuelo cuando no logra hacer progresos
en matemáticas. La dificultad de demostrar proposiciones en teoría numérica no
es la única tribulación que se puede curar coleccionando sellos, ni son los
sellos lo único que se puede coleccionar. Qué vastos campos de éxtasis se abren
a la imaginación cuando uno piensa en porcelana antigua, cajas de rapé, monedas
romanas, puntas de flecha y utensilios de sílex. Claro que muchos de nosotros
somos demasiado «superiores» para estos placeres sencillos. Todos hemos
experimentado con ellos de chicos, pero por alguna razón los hemos juzgado
indignos de un hombre hecho y derecho. Esto es un completo error; todo placer
que no perjudique a otras personas tiene su valor. Yo, por ejemplo, colecciono
ríos: me produce placer haber bajado por el Volga y subido por el Yangtsé, y
lamento mucho no haber visto aún el Amazonas ni el Orinoco. Por simples que
sean estas emociones, no me avergüenzo de ellas. Pensemos también en el gozo
apasionado del aficionado al béisbol: lee los periódicos con avidez y se
emociona oyendo la radio. Me acuerdo de cuando conocí a uno de los principales
literatos de Estados Unidos, un hombre que, a juzgar por sus libros, yo suponía
consumido por la melancolía. Pero dio la casualidad de que en aquel momento la
radio estaba informando de los resultados más importantes de la liga de
béisbol; el hombre se olvidó de mí, de la literatura y de todas las demás
penalidades de nuestra vida sublunar, y chilló de alegría porque había ganado
su equipo. Desde aquel día, he podido leer sus libros sin sentirme deprimido
por las desgracias que les ocurren a sus personajes.
Sin
embargo, en muchos casos, tal vez en la mayoría, las aficiones no son una
fuente de felicidad básica sino un medio de escapar de la realidad, de olvidar
por el momento algún
dolor
demasiado difícil de afrontar. La felicidad básica depende sobre todo de lo que
podríamos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas.
El
interés amistoso por las personas es una modalidad de afecto, pero no del tipo
posesivo, que siempre busca una respuesta empática. Esta última modalidad es,
con mucha frecuencia, una causa de infelicidad. La que contribuye a la felicidad
es la de aquel a quien le gusta observar a la gente y encuentra placer en sus
rasgos individuales, sin poner trabas
a
los intereses y placeres de las personas con que entra en contacto, y sin
pretender adquirir poder sobre ellas ni ganarse su admiración entusiasta. La
persona con este tipo de actitud
hacia
los demás será una fuente de felicidad y un recipiente de amabilidad recíproca.
Su relación con los demás, sea ligera o profunda, satisfará sus intereses y sus
afectos; no se amargará a causa de la ingratitud, ya que casi nunca la sufrirá,
y, cuando la sufra, no lo notará. Las mismas idiosincrasias que a otro le
pondrían nervioso hasta la exasperación serán para él una fuente de serena
diversión. Obtendrá sin esfuerzo resultados que para otros serán inalcanzables
por mucho que se esfuercen. Como es feliz por sí mismo, será una compañía
agradable, y esto a su vez aumentará su felicidad. Pero todo esto tiene que ser
auténtico; no debe basarse en el concepto de sacrificio inspirado por el sentido
del deber. El sentido del deber es útil en el trabajo, pero ofensivo en las
relaciones personales. La gente quiere gustar a los demás, no ser soportada con
paciente resignación. El que te gusten muchas personas de manera espontánea y
sin esfuerzo es, posiblemente, la mayor de todas las fuentes de felicidad
personal.
En
el párrafo anterior he mencionado también lo que yo llamo interés amistoso por
las cosas. Puede que esta frase parezca forzada; se podría decir que es
imposible sentir amistad por las cosas. No obstante, existe algo análogo a la amistad
en el tipo de interés que un geólogo siente por las rocas o un arqueólogo por
las ruinas, y este interés debería formar parte de nuestra actitud hacia los
individuos o las sociedades. Uno puede sentir por ciertas cosas un interés que no
es amistoso sino hostil. Es posible que un hombre se dedique a reunir datos
sobre los hábitats de las arañas porque odia a las arañas y querría vivir donde
no las hubiera. Este tipo de interés no proporciona la misma satisfacción que el
que obtiene el geólogo de sus rocas. El interés por cosas impersonales, aunque
pueda tener menos valor como ingrediente de la felicidad cotidiana que la
actitud amistosa hacia el prójimo, es, no obstante, muy impórtame. El mundo es
muy grande y nuestras facultades son limitadas. Si toda nuestra felicidad
depende exclusivamente de nuestras circunstancias personales, lo más probable
es que le pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el
método más seguro de conseguir menos de lo que sería posible. La persona capaz
de olvidar sus preocupaciones gracias a un interés genuino por, pongamos por
ejemplo, el Concilio de Trento o el ciclo vital de las estrellas, descubrirá que
al regresar de su excursión al mundo impersonal ha adquirido un aplomo y una
calma que le permiten afrontar sus problemas de la mejor manera, y mientras
tanto habrá experimentado una felicidad auténtica, aunque pasajera. El secreto
de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que
tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo
posible, amistosas y no hostiles.
En
los capítulos siguientes ampliaremos este examen preliminar de las
posibilidades de felicidad, y propondremos maneras de escapar de las fuentes
psicológicas de infelicidad.
Bertrand Russell en su voz: Las tres pasiones
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