Notas de Guerra, I.
Deseo incorporar al blog unas viejas glosas que versan sobre el tema de la guerra. Fueron publicadas en el quincenario Letras durante la década de los 90. la primera entrega incluye textos de Zweig, Canetti y un par poemas de la antigua China. El texto introductorio sufrió una leve reedición cuando estaba por enviarlo al desaparecido portal de elmeollo.com. Mis notas van en cursivas para que puedan ser fácilmente diferenciadas de los textos citados. De antemano me excuso por su largura. Ojalá y que encuentren algún lector…
Salud!
Notas de Guerra, I.
La guerra es y ha sido una de las facetas que han caracterizado la civilización desde tiempos inmemoriales. Tal parece que el hombre no pudiera vivir sin darle rienda suelta a la expresión de un espíritu de confrontación con aquellos que, paradójicamente, cataloga como sus prójimos. Acaso haya sido el miedo producido por las capacidades de otro u otros semejantes la que haya disparado el detonador de las disputas; acaso el paso del tiempo haya refinado el carácter humano, dándole a la envidia el preponderante puesto que hoy goza en la escala secreta de nuestros amañados corazones. Un refinamiento que ha alcanzado un grado de perfección tal, que se estremece uno, cuando puede disponer del tiempo necesario para dedicarse a una serena reflexión de los motivos que exponen hoy algunos mandatarios, o gran parte de aquellos hombres formados a la sombra de la moral belicista que hoy campea en casi todas partes del mundo, donde se profesa la asfixiante y kafkiana institución del estado moderno como forma de gobierno. Parecieran todos esgrimir un mismo credo: "el fin justifica los medios", y no importa cuántas almas deban dar el paso a mejor vida, si con ello logramos el triunfo de nuestra moral competitiva.
De mi juventud guardo todavía el borroso recuerdo de un infausto personaje que, en una de esas no menos turbias películas que ensalzan las bondades de Occidente, le decía con muy fina ironía a un héroe con licencia para todo, que el hombre moderno estaba perdiendo el espíritu deportivo cuando le señalaba al héroe en cuestión, algo así como las debilidades y sutilezas en que se desmoronan ciertos elementos de nuestra raza, a la hora de tomar decisiones que puedan implicar el exterminio de sus semejantes. Lo catalogaba como un insano ejemplo de ineptitud o falta de carácter. Pues bien, intuyo que cada día se hace más llevadera y comprensible esa "tarea" de exterminio de los seres humanos por los seres humanos. Y hablo, incluso, de los niños. Lo ven en la TV, en las tiras cómicas. Lo escuchan de sus padres y abuelos. Lo fomentan otros niños ya adoctrinados por ese estigma del espíritu. Y uno se pregunta, ¿cómo fue que salimos de la curva?, ¿cómo vinimos a dar en este atolladero? ¿cómo es posible que el hombre no se percate de que está acabando consigo al acabar con el vecino? Humanismo, un término que manoseamos mucho, ha perdido la fuerza de su real significado. Somos tierra, humus; pero hemos perdido el terráqueo sabor de la humildad. Y somos parte de esta maravillosa experiencia que es el estar rodando por el cielo a millares de kilómetros por hora entre una constelación de trozos de materia análogos a la tierra. Pero el tiempo y la mayor parte de nuestras vidas se nos va en apostar a quién tiene más fuerza en los biceps.
De paso, no es de criticar la ejercitación del músculo; al contrario, cabe allí uno de los placeres más grandes de la vida común. El sudor que produce nuestro cuerpo cuando podamos un árbol y recogemos sus frutos, puede ser más gratificante que el grueso cheque librado a nuestro nombre, para resarcirnos por las aburridas o, cuando mucho, estresantes labores de quince días de un trabajo realizado por estricta necesidad. Hay una cierta libertad en aquellas actividades o trabajos que realizamos por cuenta propia. Incluso aquellas labores que obedecen a una necesidad de subsistencia son un laborar en libertad, producto de la propia decisión; muy distinto de ese laborar enajenante que se ha instaurado como statu quo y según el cual cada uno tiene que vender su tiempo vital, para que, inmensas o pequeñas, pero siempre informes organizaciones sigan creciendo hasta explotar y continúen amasando un dinero que no produce bien común. Quizás allí radique otra de las razones del ejercicio de la guerra: el hombre común, el individuo anónimo (usted o yo), vive en un estado de perenne castración. Y como si la vida no fuese ya una verdadera intriga, que reclama de nosotros una dedicación completa a descubrir o redescubrir lo que en realidad somos, nos las hemos ingeniado para que una minoría guíe nuestros pasos y decida qué es lo mejor para nosotros. Y lo hemos hecho de un modo tan perfecto que ya no sabemos cómo retomar el camino de la humana convivencia con aquello más preciado, aquello de lo que somos parte, en tanto que somos naturaleza. Así que es muy fácil, para las minorías gobernantes, soliviantar los ánimos de aquellos cuyos corazones están hastiados de tanta podredumbre, vacíos de creativa libertad.
A manera de breve antología se reproducen algunos textos sobre este tema de la guerra y su expresión por la calle de las letras. Nuestras excusas anticipadas si algunos pueden parecer extensos, pero hay pasajes que no se pueden cercenar sin que se resienta su sentido. Por otra parte, quiero aclarar que no ensalzamos la obsesión con ese pathos indomeñable de la psique, como lo es la beligerancia, lo cual no sería un pecado, si nos atenemos a la creciente ola de masacres de todo tipo y en cualquier rincón del mundo y por la más nimia “razón”. Sucede que se nos hace insuficiente el espacio para resucitar las palabras de aquellos que han vivido o padecido la violencia del hombre contra el hombre.
(lacl)
Zweig y Rilke
EL MUNDO DE AYER, por Stefan Zweig.
En primer lugar quiero rescatar fragmentos de un libro que trata algunos sucesos que marcaron definitivamente la vida del hombre moderno. Un libro que nos pinta, de un modo asombrosamente sencillo, la pérdida de la inocencia del moderno mundo occidental. Su autor es Stefan Zweig y el libro es El Mundo de Ayer. Un libro de memorias a un tiempo delicado y avasallante, que retrata implacablemente la crisis del hombre en tiempos de guerra. Quizás pudiera alguien decir que no es, Zweig, el novelista insignia del siglo XX, al menos en los estertores del fenecido siglo pasado o en los albores de este incipiente, artificioso y demacrado siglo XXI. Que fue un escritor de obras menores, biografías, o que se ocupó de temas circunscritos a vidas estrechas. O cualquier otro tonto argumento o menudencias que nos desvíen del corazón del asunto, que nos es otro que la reflexión acerca de lo humano y la moderna expresión de lo humano. Pero sucede que ese libro de memorias es un impresionante fresco de la miseria del hombre; impresionan las páginas dedicadas a la Alemania o, mejor, la Europa de Hitler, toda vez que el libro fue publicado antes de que cesara la guerra y de que se supiera cuál de los bandos en conflicto resultaría "triunfador". No debemos olvidar la confusa versión del suicidio de Zweig en Brasil, junto a su compañera; se argumentó en su momento, que él pensaba inevitable el triunfo y la implantación del régimen Nazi y las llamadas Potencias del Eje, en todo el mundo. En todo caso, el libro es un documento al que, sin duda, atribuyo más importancia para el hombre que cualquier moda literaria bien vendida y mejor predicada por las infalibles técnicas de esa ciencia de nuestro siglo que fue bautizada con el nombre de mercadeo. En fin, sea el lector quien juzgue la valía o no de tal obra. Aquí le entregamos un pequeño ramillete de frases e ideas de El Mundo de Ayer. No conocía versión reciente de tal libro, pero me han informado que existe reedición. El ejemplar que yo tengo, ya amarillento y manchado por los hongos, lo conseguí por casualidad -años atrás- en un remate del centro. Fue publicado en Argentina, bajo el sello de Editorial Claridad y data del año 1942 (tómese nota del año, aún no había terminado la segunda guerra mundial y ya había sido traducido a nuestro idioma este libro que debería ser expurgado del olvido).
(lacl)
Guerra del 14, primera hecatombe del Siglo XX
Capítulo IX
La lucha por la confraternidad espiritual.
No servía, pues, de nada retirarse. La atmósfera continuaba opresiva. Y por eso mismo cobré conciencia de que una actitud meramente pasiva y negarse a participar de esas injurias rabiosas contra el enemigo, no era suficiente. Al fin y al cabo, uno era escritor, dueño de la palabra y, por consiguiente, estaba en el deber de expresar su convicción, hasta donde ello era posible en una época de censura. Procuré hacerlo. Escribí un artículo titulado "A mis amigos en tierra enemiga", donde discrepando brusca y directamente con las fanfarrias del odio de los demás, expresaba la confesión de que guardaría fidelidad a todos los amigos del extranjero, aunque momentáneamente resultase imposible establecer ningún contacto, para en la primera oportunidad volver a colaborar con ellos en la tarea común de la reconstrucción de una cultura europea. Remití ese trabajo al diario más leído de Alemania. Con gran sorpresa mía, el Berliner Tagleblatt no titubeó en publicarlo sin mutilación. Una sola frase -"a quien quiera que corresponda el triunfo"- cayó víctima de la censura, porque en ese entonces no se toleraba ni aun la más remota duda de que Alemania saldría naturalmente victoriosa de la guerra mundial. Pero aun con esa limitación, el artículo me valió varias cartas indignadas de algunos super patriotas que manifestaron no poder comprender que en una hora semejante se pudiera tener todavía algo en común con esos "bribones". Lo cual, por cierto, no me hería mayormente. En toda mi vida no he tenido nunca la intención de convertir a otras personas a mis convicciones. Me bastaba exponerlas y, sobre todo, poder manifestarlas paladinamente. Quince días después, cuando ya había olvidado aquella nota, encontré una carta con estampilla suiza y con el sello de la censura; reconocí los trazos familiares de la mano de Romain Rolland. Debía haber leído el artículo, pues me escribía: "Non, je ne quitterai jamais mes amis". Comprendí en seguida que esas pocas líneas significaban un ensayo para averiguar si sería posible, durante la guerra, ponerse en contacto epistolar con un amigo austríaco. Contesté inmediatamente. Desde entonces nos escribimos con regularidad, y ese intercambio de cartas se prolongó después por espacio de más de veinticinco años, hasta que la segunda guerra mundial -más brutal aún que la primera- interrumpió toda comunicación entre unos y otros países.
Aquella carta constituyó uno de los grandes momentos de felicidad en mi vida: salía como una paloma blanca del arca de la animalidad que vociferaba, pateaba y se conducía frenéticamente. Dejé de sentirme solitario; me hallaba de nuevo ligado a un modo de pensar aquí. Me sentí robustecido por la superior fortaleza de ánimo de Rolland. Porque supe, a través de las fronteras, cuán maravillosamente Rolland había confirmado su humanidad. Había encontrado el único camino certero que en tales tiempos corresponde emprender a un autor: no participar de la destrucción, del asesinato, sino -conforme al ejemplo magnífico de Walt Whitman, que durante la guerra de secesión había prestado servicios de enfermero- cooperar en obras de ayuda y de humanidad. Radicado en Suiza y libre de todo servicio militar en atención a su precario estado de salud, se había puesto inmediatamente a disposición de la Cruz Roja de Ginebra, donde se hallaba al estallar la guerra, y allí, en habitaciones repletas de archivos, trabajaba en la obra magnífica a la que más tarde procuré rendir público homenaje en un ensayo: "El corazón de Europa" ...
... la Cruz Roja se encargó de la misión de liberar a los hombres, en medio del espanto y de la crueldad, siquiera de una parte del sufrimiento, la más atroz: la martirizante incertidumbre acerca del destino de los seres queridos, dirigiendo la correspondencia de los prisioneros desde los países enemigos a las respectivas patrias. A fines de 1914 eran ya treinta mil las cartas a las que cada día daba curso; y al final, en el estrecho Museo Rath de Ginebra, se apretujaban mil doscientas personas para dar abasto a la labor abrumadora y poder tramitar toda la correspondencia diaria. Y en medio de ellas, en vez de dedicarse a su propia obra, trabajaba el más humano de los escritores: Romain Rolland.
Pero no había olvidado tampoco su deber particular, el deber del artista de manifestar su convencimiento aunque fuera contra la oposición de su país hasta contra la indignación del mundo beligerante. En el mismo otoño de 1914, cuando la mayoría de los escritores gritaban, a cual más fuerte, su odio, vociferaban y se ladraban unos a otros, él había escrito su memorable profesión de fe: Au-dessus de la méllé, donde combatía el encono espiritual entre las naciones y exigía del artista justicia y humanidad, incluso, en medio de la guerra. Fue un artículo que como ningún otro de aquella época, provocó las más enconadas opiniones y dejó tras de sí como una estela de literatura adversa y en contra.
Porque eso diferencia la primera guerra mundial de un modo bienhechor de la segunda: el verbo aún tenía poder en ese entonces. Todavía no lo había asfixiado la mentira organizada: la "propaganda"; todavía los hombres atendían a la palabra escrita, y la esperaban.
Zweig y Rolland - Suiza, 1933
HITLER, SEGÚN SPEER,
Por Elías Canetti.
Reproduzco igualmente un trozo del capítulo: ¡Victorias!¡Victorias!, del ensayo ‘Hitler, Según Speer’, escrito por Elías Canetti y basado en las Memorias de Albert Speer, quien fuera arquitecto de cabecera o, más bien, maquillador de los sueños de grandeza de un hombre que signó nuestro siglo con las más sorprendentes demostraciones de locura, aunque quizás nunca tan sorprendentes como la hecatombe de la locura colectiva, en la que la masa informe de millones de personas fuera despertada por ese símbolo de poder encarnado en la figura de un sólo hombre y por el que se embarcaron en una aventura de consecuencias impensadas. Tuve la fortuna y desgracia de leer ese libro cuando era todavía un niño, en la biblioteca de mi padre. Debo decir que, a la luz de mi incipiente conciencia de lector, ese libro tuvo un impacto profundo sobre mí. Recuerdo que incluía una gran cantidad de fotos, cuyos temas y motivos principales no eran el, no sé si bien llamado, “teatro de operaciones”, sino los paseos de Hitler por París, o la revisión de sus faraónicos proyectos arquitectónicos sobre una mesa. Es increíble la magnitud de las barbaridades que cuenta Speer. No me refiero a los ríos de sangre, sino a las barbaridades que expresaba la conciencia de un hombre tenido (y temido), en cierto momento, como el más poderoso de la tierra. Nunca me he resignado a la pérdida de ese libro.
(lacl)
iVictorias! iVictorias!
¡Victorias! ¡Victorias! Si hay en Hitler alguna fatalidad que supera todas las otras, es su fe en las victorias. En cuanto dejan de vencer, los alemanes ya no son su pueblo, y él, sin mayores titubeos les niega el derecho a la vida. Han demostrado ser los más débiles: no merecen piedad alguna y él desea su hundimiento, pues se lo merecen. Si hubieran seguido venciendo, como era habitual bajo sus órdenes, habrían sido un pueblo diferente a sus ojos. Los hombres que vencen son hombres diferentes, aunque sigan siendo los mismos. El hecho de que tanta gente crea todavía en él, aunque sus ciudades yazcan en ruinas y prácticamente nada las defienda de los ataques aéreos del enemigo, no produce ninguna impresión en Hitler. El fracaso de Goering después de tantas promesas vacías (y él estaba consciente, pues lo recriminaba por ellas) es, en última instancia, imputado nuevamente a la masa de los alemanes, pues ya no se hallan en condiciones de vencer.
Es un hecho que Hitler guarda rencor a su ejército por cada palmo de terreno conquistado que los soldados abandonen. Mientras le sea posible, se opondrá tenazmente a ceder cualquier tipo de posición obtenida, sin dar importancia al número de víctimas. Pues todo lo conquistado es para Hitler como un trozo de su propio cuerpo. Su decaimiento físico durante las últimas semanas de Berlín, decaimiento que Speer describe muy detalladamente y que le inspira compasión a pesar de todo lo que Hitler emprendió contra él, no es otra cosa que la disminución de su poderío. El cuerpo del paranóico es su poder, y con él medra o se marchita. Hasta el último momento el dictador se esfuerza por impedir que el enemigo profane aquel cuerpo. Es cierto que organiza la última batalla en torno a Berlín para morir combatiendo, un lugar común extraído de la trastería de la historia, de la que su cerebro está imbuido. Sin embargo, le dice a Speer: “No combatiré; corro el enorme peligro de ser solamente herido y caer vivo en manos de los rusos. Tampoco me gustaría que mis enemigos trataran mi cuerpo como una carroña: he ordenado que me incineren.” Así, pues, él morirá sin combatir mientras los otros combaten; y al margen de lo que pueda sucederles a quienes combatan por él, su única preocupación es que no le ocurra nada a su cuerpo muerto, pues este cuerpo era, para él, idéntico a su poder: lo contenía.
Goebels, sin embargo, que morirá muy cerca de él, aún logrará superarlo en la muerte. Obliga a su mujer y a sus hijos a morir con él. “Mi mujer y mis hijos no deben sobrevivirme. Los norteamericanos los adiestrarían para hacer propaganda contra mi'’.”
Finalmente incluyo un par de textos clásicos de la literatura china que, si bien tocan en su momento las penurias o iniquidades a que son sometidos los pueblos por aquellos que detentan el poder, lo hacen de un modo tan especialmente lírico, que cada texto, por breve que sea, se proyecta en la conciencia de quien lee, como una partida de ajedrez escenificada en el alma.
(lacl)
FOSA COMUN
A la orilla del Huai la batalla ha terminado,
de nuevo el camino se abre para los viajeros.
Atropelladamente los cuervos pasan y repasan
graznando por el cielo frío. iAy!, una sola
tumba encierra los blancos huesos de todos los
que han perecido por la gloria del general.
Chang Pung, Siglo IX
LA CANCION DE JANG
Trabajo cuando el sol se eleva. Cuando él
se acuesta me acuesto. Para beber cabo mi
pozo. Para comer trabajo mi campo...
¿Qué me importa el poderío del Emperador?
Anónimo, Siglo I.
Las imágenes de soporte son obra de uno de los padres del fotomontaje, John Heartfield (Helmut Herzfeld), quien tuvo que huir de la Alemania nazi.
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