La fiesta de La democracia, Mario Amengual.
Palabras de presentación
Muy buenos días.
Les confieso que cuando Mario Amengual me comunicó su deseo de que yo presentara esta obra suya, por milésimas de segundo pensé en negarme rotundamente a asumir ese rol, esa responsabilidad. Pero no habían pasado dos segundos cuando de mi garganta prorrumpió un concluyente “claro, Mario, ¿cómo no?”, mientras pensaba en cuales caprichos de la percepción iría yo a basar mis palabras de presentación. No es que quisiera evadir el reto, especialmente cuando lo que Mario hacía era devolverme la suerte de entrar al ruedo, tal como cuando -hace unos cuatro años- yo le pidiera que hiciera otro tanto con un libro mío. Doble responsabilidad (hoy me toca verlo desde el otro lado del convite) la de hablar de aquellas cosas que son hechura de un amigo de uno. Porque justeza, pienso yo, ha de ser la mano regidora de toda catadura del entendimiento. Por fortuna, esta amistad que cultivamos desde una lejana noche en que decidiéramos salir a compartir unas cervezas e intercambiar pareceres, al salir de una sesión de la escuela de Letras de la UCV, jamás ha sido complaciente. Y como la genuina amistad es siempre agradecida, sé que Mario, como yo, ha sabido dar las gracias al hecho de que Mery Sananes y un hechicero curso suyo de lectura dirigida hicieran las veces de vasos comunicantes para la simpatía.
Pero pasemos al asunto que nos ocupa.
Quien quiera que, desavisada o inopinadamente, tomara entre sus manos un libro cuyo título reza La fiesta de La Democracia, antes de pasear sus ojos por las palabras de preámbulo o de la contra carátula, podría pensar, quizás justificadamente, que se trata de una obra que discurre sobre los esplendores y miserias de ese anhelo incumplido que pretende hacernos creer que la soberanía de un gobierno es ejercida por consenso del pueblo. Democracia es la palabra más ultrajada por quienes, en algún momento de sus vidas, fungen como autoridad, independientemente de la doctrina que prediquen. Quizás ello haya sido el motivo de la breve y esclarecedora nota de preámbulo que exhibe este relato, una ajustada y concisa paráfrasis que Mario Amengual sintió como una necesaria nota al margen.
Mi memoria da marcha atrás y me veo sentado junto a Mario en una tasca de Sabana Grande, enfrascados en una de nuestras largas y gratas conversas. En mi alforja cargo un ejemplar de la Utopía de Tomas Moore, que sale a flote. Nos quedamos maravillados con la propuesta de traducción que Quevedo le expusiera a Medinilla, su traductor: No hay tal lugar. Y el caso es que, años después, vuelve Mario a darnos cuenta de las peripecias del joven Mauro Zumeta, no sin antes acotarnos que (y cito el preámbulo):
“…La Democracia puede definirse como Quevedo tradujo Utopía: “No hay tal lugar”. Pero a diferencia de Utopía, es un lugar de cuya existencia puede darse fe, pero lo que esa palabra expresa es un ideal inalcanzado.
La Democracia, como la Revolución, puede ser proclamada e instituida legalmente, pero ambos alardes no aseguran su realización. En todo caso, La Democracia de las páginas que siguen es y no es el lugar que mucha gente conoce y mucha más gente desconoce; sólo que La Democracia que muchos quisiéramos no es un punto alguno de la tierra: es una ilusión, es un hecho anhelado, pero ¿será posible?
De esa contradicción entre el lugar llamado con ese nombre y la pretensión espiritual para consagrarla, sobreviven los episodios que en estas páginas intentan describirla, la aluden y tratan de comprenderla, a pesar de la imposibilidad de descifrarla...”
Quisiera rescatar una frase de esta nota introductoria, aquella que nos versa de una pretensión espiritual –antes que intelectual o ideológica- para consagrar a esa utopía que suspira debajo de la noción de democracia. Me parece clave resaltar este apunte y (¿por qué no?) esta apuesta, en tiempos como los que vivimos, en los que con tanto afán se cultivan los credos desleídos.
La Fiesta de La Democracia es, pues, en el más llano sentido de la palabra, una relación de los avatares de Mauro Zumeta, un joven estudiante de periodismo que se ha visto forzado a hacer un alto en el camino, un descanso necesario para, si se quiere, desandar el derrotero andado e iniciar o reiniciar la búsqueda de su propio ombligo. Hay, en su sangre gotas de taimado Lazarillo, pues la picardía no le es ajena o esquiva ni a él, ni a muchos de los personajes que le acompañan en esta suerte de memoria y cuenta en que se va tejiendo el discurso.
Pero las abundantes intercalaciones de humor en la ficción no nos impiden constatar que Mauro es un robusto soñador, un soñador consecuente que no evade el poetizar de esa gema que nos es legada a todos en nuestra entrega al onirismo. Y, una vez devuelto a este lado del sueño que nominamos realidad, va a mezclarse -permítanme la expresión- muy whitmanianamente con las mujeres y hombres de la calle: con mecánicos o futbolistas retirados, con los vikingos de la zona: esa tribu de nómadas que cargan su economía en inmensas bolsas de latas vacías, o con la desconsolada madre del fallecido amigo. Se refocila Mauro en las sencilleces de la vida, como haciendo culto de un minimalismo vernáculo.
Y acaso sea esta la primera y última vez en mi vida que me apoye en esa palabra, minimalismo, pues no consigo otra más apropiada para denotar los rasgos de estilo que deseo destacar. Y lo hago sonriendo, además, al recordar a Adriano González León, a quien le encantaba bromear cuando afirmaba que hay que incluir, de cuando en cuando, palabras altisonantes, palabras de prestigio, en el discurso para poder luego uno echárselas de culto. Válganos traer a Adriano a la memoria, habida cuenta de que la colección en que ve la luz La fiesta de La Democracia, ostenta el título de la primera novela suya de largo aliento: País portátil.
Mas para retomar la senda por la que veníamos andando, esa sencillez, esa circunspección que adorna a nuestro personaje, esa economía de lo mínimo, de la escasez o de la parquedad de que hace gala, se ve representada también en el siluetado estilo con que es plasmado el mirar. Veamos un breve ejemplo, no exento de sosegado humor:
Mientras fue a buscar lo ofrecido, Mauro observó con regocijo el orden y la pulcritud de aquella modesta sala. En las paredes colgaban, en marcos de bambú barnizado, las fotos de sus hijos; en las repisas pintadas de azul pastel reposaban, sobre pañitos tejidos, recuerdos de bautizos, animalitos y muñequitos de cerámica de molde, pintados con colores brillantes y trazos dorados; el sofá donde estaba sentado y las butacas del mismo juego de recibo estaban cubiertos con una tela a cuadros pequeños, negros y ocres, que disimulaban con minucioso decoro el mal estado de esos muebles, que ya una de las nalgas de Mauro comprobaba; las vigas de madera sobre las que se apoyaba el techo de cinc estaban pintadas de negro mate; hacia el fondo inmediato de la sala, la puerta entreabierta dejaba ver una nevera picada de óxido y una mesa cuadrada cuyo mantel era de hule y estampado con cuadros verdes y blancos y frutas tropicales.
¿Quién no ha contemplado una escena como ésta en algún hogar de la deslustrada Venezuela?
Pero al unísono de este puntillismo escritural que, repito, no soslaya el humor o la ironía, discurre otro elemento, como lo es un discurso subyacente, soterrado; un sordo musitar que fluye como un río en lo que no está dicho. A lo largo de la historia vibra en el aire una acallada conjetura. Partiendo de un evento que nuestro joven protagonista no sabe explicarse, una extraña comparecencia festiva en el meollo de la noche y en las inmediaciones de un barrio que llaman La Democracia, comienza a orquestarse en su psique y, me atrevo a decir, en la del lector, un mundo no visible, pero como aromado de presentimientos y vagas premoniciones, un sentimiento indefinido que en algo roza una intuitiva ansiedad, un enigma escondido, subterráneo como un afluente cavernario que, sospecha uno, al lado de Mauro, podría hacer violenta irrupción de un momento a otro.
Eso no dicho de la historia, ese tenue murmullo que pareciera alentar en las oscuridades del alma humana, me llevaron a recordar un escrito de Jung de 1936, titulado Wotan, en el que se dan claras alarmas de los riesgos y graves consecuencias que sobrevendrían de seguir prosperando las soterradas insinuaciones que insufla tal dios agitador con su aliento, hecho que luego se vio consumado en hecatombe, con la crecida del Nacional Socialismo en Alemania.
Inscrita en el estilo de tono iniciático, la narración tampoco deja de aludir a una educación sentimental, en la que la memoria hace las veces de Cicerón o de dorado hilo de Ariadna para el alma del protagonista (y, en ocasiones, agonista) de esta fábula. Discurso de lo mínimo, de viaje al interior, La fiesta de La Democracia se tiende y, tiendo a decir, se extiende sobre el papel, como una larga y continuada pregunta, cuyo signo de interrogación que ha de cerrarla o de englobarla, no termina de estamparse. Porque, no habiendo tal lugar, ¿qué mejor derrotero que buscar asilo en la contemplación?
Luis Alejandro Contreras
30/04/11
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