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miércoles, 28 de noviembre de 2012

Letras contra Letras La línea de sombra, derrotero de un rito Notas sobre un relato de Joseph Conrad






Letras contra Letras
La línea de sombra, derrotero de un rito
Notas sobre un relato de Joseph Conrad


Luis Alejandro Contreras


Si bien es cierto que La línea de sombra es una narración que muestra, sin excesivos ambages y en una diáfana “línea” de desarrollo, cuál es la intención primordial de su asunto (que no es otro que la experiencia de migración de un estado vivencial a otro en el ser humano —aun cuando la modestia de Conrad le haga acotar que se trata de la experiencia de un individuo “en un estado particular”-), tampoco deja de ser cierto que esta breve obra resulta ser un complejo enjambre de reminiscencias que se extienden mucho más allá de la mera proposición o enunciado de su asunto (el mismo Conrad admite, en la nota que precede al relato, que “...es, no obstante su brevedad, una obra bastante compleja...”).

La verdadera riqueza de La línea de sombra descansa en lo que “se dice” por intermedio de las reminiscencias del verbo. Pero hagamos un alto en este punto y démosle un vistazo al paisaje para, luego volver con nuevos bríos a la avenida principal. El verbo tiene un sentido. Y hay un sentido en el que todos, mal que bien, nos podemos emplazar, bien sea para encontrarnos, bien para desencontrarnos. Pero el verbo tambiénes sentido; experiencia vivida revelada en la palabra. Y de la conjunción del verbo con el verbo surge una recreación del sentido de la vida. Se produce un acercamiento entre nuestro íntimo presente y la imagen que albergamos de nuestros soledosos e individuados pasos por el mundo en el camino hacia la muerte. Y este sentido de nuestro paso por el mundo se hace arte en la palabra, a merced de la palabra misma. Espero no será difícil advertir la enorme distancia que media entre ese sentido de la vida de que hablo y las nociones del “sentido de la vida” que enarbolan ciertas posturas moralistas o filosofantes, en las que el afán de querer explicar absolutamente todo revela una intensa sed de manipular conciencias.

Retornando a la avenida principal, al postular que la riqueza de La línea de sombra deviene de las reminiscencias del verbo, hemos querido decir que nos parece imposible leer esta obra sin que se produzcan resonancias en nuestra interioridad; resonancias que, obviamente, nos dicen mucho más que las externas peripecias de un joven marino recientemente nombrado capitán. Hay un tono arquetípico evidente en la obra. En la primera página del relato nos lo advierte Conrad, cuando al referirse a su vivencia —puesto que se trata de una confesión, no hay que olvidarlo—, la adjetiva como universal; claro está, salvando las distancias que median de individuo a individuo. Y todas las metáforas, imágenes y símbolos e, inclusive, los diversos planos de acontecimientos del relato (que no tienen otra finalidad que la de ser metáforas, imágenes y símbolos), contribuyen a labrar el tono arquetípico de lo que se nos narra.

Particularmente, se nos representa este relato como la descripción, el itinerario de un rito de iniciación. La iniciación del joven que ha de tomar el mando de su propio yo. Y, quizás, esto no signifique mucho dentro del marco de la naturaleza, excepto para nosotros mismos. Es el paso inevitable que todo joven ha de dar, sea cual sea la vida que viva. A menos que decida quedarse en el umbral.

“...Pero, tan pronto comprendí que en aquel viejo y estéril universo, objeto de mi descontento, existía algo así como un mando que tomar, recobré mis facultades locomotivas...”, dice el joven capitán.

Es el inexorable camino de la existencia. No hay otro. Tarde o temprano debemos enfrentarnos al hecho de tomar nuestro propio derrotero. No podemos negarlo. Debemos ir hacia él. O él vendrá hacia nosotros. Y vaya usted a saber lo que resulte en cada caso. Se manifiesta como una imperiosa necesidad de cambio, una urgencia de librar esa línea de sombra que se abre ante nuestro horizonte. E implica una transformación.

La aparición y la figura del capitán Giles puede parangonarse a la de un chamán, un iniciador. Recordemos que la primera impresión que produce en el joven es la de un sacristán; un hombre de quien se pueden esperar prudentes consejos. Es, además, un perito, un “conocedor”. Sin embargo, es más que consejo lo que le ofrece al joven. Lo prepara. Le abre las puertas del camino a seguir y lo conmina a adentrarse en él. Y más no puede hacer. El joven ha de aventurarse en la soledad de la experiencia. Debe pasar por el trance que entraña el tomar las riendas del sí mismo.

Pues bien, es aquí donde la gran virtud creadora de un escritor llamado Conrad hace su aparición y comienza a hacer de las suyas. Porque todos los sucesos del relato, bien sean intrínsecos o extrínsecos a la persona de este joven capitán, se nos revelan en una suerte de consubstanciación. Y no todos los hombres (para no decir muy pocos) han sido obsequiados con ese don de la palabra que nos puede despertar las resonancias de las experiencias. Esta consubstanciación es un tono permanente del relato. Nos encontramos con todo un cúmulo de analogías entre ese camino de penetración en la búsqueda de sí mismo que debe emprender nuestro joven personaje, y el camino que —a brazo partido— debe abrirse en el mundo exterior. En este sentido, podemos decir que el barco del que toma posesión es una imagen de su propio yo.

Y para llegar a “aquel barco desconocido” debe aventurarse por una región de “tierras anfractuosas”. Este paso por regiones anfractuosas es una imagen del camino tortuoso de toda iniciación.

¿Y no hay, también, una analogía entre la posesión del barco y la posesión del sí mismo cuando, al hacerle entrega de su nombramiento, el capitán Ellis le dice al novel capitán: “Ya es usted dueño de sí mismo”?

Uno de los pasajes que nos despiertan más vívidamente esas reminiscencias del verbo a que hacemos alusión al inicio de este escrito, es aquel en que el joven capitán ha de afrontar, junto a su tripulación, el acaecimiento de una larga calma chicha, impidiendo la partida de su barco a otros derroteros; este pasaje que no es sino una representación del trance por el que ha de pasar todo iniciado. No nos es posible medir la longitud o el espesor de esa línea de sombra. En todo caso, no es tan corta o tan delgada como para que el cruzarla no nos genere conmociones.

Las imágenes con que nos obsequia Conrad tienen la cualidad del susurro. Aquí va otra, que citamos por puro gusto:

“...El chasquido de nuestras amarras al caer al agua transformó por completo mis sentimientos. Era como el alivio imperfecto de un hombre que sale de una pesadilla...”.

Esto lo dice nuestro personaje luego de desprenderse del puerto plagado de peste, tras una larga espera. Es la imagen de un joven ansioso por iniciarse; la imagen del momento en que nos desprendemos del último puerto de la juventud, para iniciarnos, por nuestros propios pasos, en el océano de la vida.

En suma, cuando Conrad nos habla del alma del mando, se refiere no sólo al desempeño del hombre entre los hombres, sino al mando y desempeño del hombre sobre sí mismo.

Si no tenemos mando sobre el barco que somos, si andamos a la deriva, si no sabemos vérnoslas con el velamen de nuestra interioridad, ¿cómo podemos manifestarnos ante los hombres? ¿y cómo pretender el mando de nada de lo que se nos da en la vida?

Publicado previamente en Letralia, Nº 143 19 de junio de 2006


Originalmente publicado en forma impresa en la Revista "Papel abierto", Barquisimeto, Venezuela.

Se ha traspapelado la revista en mi biblioteca y, por los momentos, no puedo dejar señas de la publicación.

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