Esto escribí yo hace algunos años:
“…Es uno de los pasajes que más vivamente
conservo en el memorial de mis lecturas. Me refiero a aquel pasaje en que Ana
Magdalena hace recuerdo del milagro de la música perdida, aquella epifanía de
la creación que por las tardes Johann Sebastian, sentado ante el templo del
órgano, regalaba a los cuatro vientos, en fugas, contrapuntos, cadencias y
armonías. Milagro que nacía del matrimonio del alma con el redentor fuego del
firmamento que baja de los cielos. Una música maravillosa que sólo se
escucharía una vez en la vida y a la que servirían de cofres los aires y oídos
de unos cuantos escuchas, puesto que era el arte del improvisar. He allí, creo,
una de las claves de ese libro humilde y prodigioso. El arte regalado sin
afanes de registro, ni culto a la posteridad. Siempre he albergado la intuición
de que allí ha de haberse consumado una especie de misticismo dionisíaco, sin
contradicción aparente para con las creencias religiosas. Todo músico (acaso
todo poeta, todo artista) ha de contar con su Apolo y su Dionisio…”
Todo ello lo relata Esther Meynell en un
libro magnífico, escrito en forma de memorias, un género literario de ficción,
pero que no puede ser catalogado estrictamente como novela, sino como la ficción
de una memoria. La primera vez que leí estas “memorias”, lo confieso, quedé
arrobado y cuasi enamorado de esa mujer que narraba con tan atinada emoción sus
años de convivencia con ese ángel encarnado en la persona de un humilde músico
llamado Johann Sebastian. Años después, me tocó descubrir que lo que mucha
gente tomaba (yo entre ellos) y sigue tomando como las revelaciones y desahogos
de una esposa amorosa, no eran sino el fruto creativo de una escritora llamada
Esther Meynell. Siempre me llamó poderosamente la atención el tono juvenil de
estos amorosos recuerdos. Habla una mujer que, según el relato, sin haber
cumplido aún los sesenta años, se considera ya una anciana, pero habla o,
mejor, escribe con una lozanía que sólo hace pensar en una tensión amorosa
perpetua o eternamente renovada, como si el amor más profundo y entregado
pudiera contar con la virtud de reverdecer la vida en cuerpo y alma de quien lo
goza y hasta, pudiéramos decir, lo padece, algo que para nada nos luce desatinado.
La señora Meynell era inglesa y escribió
esta Pequeña crónica de Ana Magdalena Bach en su lengua madre. La confusión
con respecto a la autoría de este hermoso libro corresponde por entero al
editor de la novela, quien al lograr su traducción al alemán y su posterior publicación
en la republica germana, le propuso a la autora “omitir” su nombre y publicar el
libro simplemente como “La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach”, propuesta
con la que estuvo de acuerdo la señora Meynell; ello ha de haberlo planteado el
editor con el objeto de lograr una mejor colocación del texto, pues mucha
gente, como efectivamente ocurrió, tomaría estas memorias como las verdaderas
confesiones de Ana Magdalena y sus años al lado del maestro Turingia.
Por mi parte debo decir que, más allá de la
crítica que ha calificado a estas memorias como un desafío romántico, a este
libro lo he tomado siempre como un intento de permitir que sea la propia música,
el arte y milagro creador de un hombre llamado Johann Sebastian, los que gobernaran
las peripecias de lo narrado.
Cuando, por poner un ejemplo, uno se detiene
en alguno de los filmes de Tarkovski, en los que la música de Bach pasa a ser
parte principalísima de un acontecimiento que no se puede narrar si no es desde
el sentir, percibe acaso que hay un personaje más en el aire, en la memoria, en
el alma y, de pronto, se haya sumido en un cuasi indescriptible acto de anagnórisis
(reconocimiento).
Es el arte del sentir profundo, no sólo el
arte de la mera técnica, el que toma la palabra y cobra cuerpo en el alma. La técnica
es otro instrumento. Sin técnica, dedicación y trabajo continuo no se puede
aspirar a una elevación que ande en busca de la perfección, ello, si se
entiende que en toda vida la búsqueda de perfección será siempre una continua e
inconclusa aspiración. Por mi parte, puedo decir que, con Esther Meynell, yo no
dudo que cualquier escucha, no sólo Ana Magdalena, que haya podido contar con
la fortuna de estar en los alrededores del templo en el que Johan Sebastian improvisara
sus fugas, contrapuntos y corales en el órgano, haya sentido el ingobernable anhelo
de volar entre las nubes, aún con la visión nublada por las lágrimas.
Salud, lacl
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