Se marcha ya el día,
cabizbajo y un tanto acongojado
al verse sumido en el ombligo
de un despojado silencio.
No es que haya sido un día triste,
sino ausente o, por mejor decir,
colmado de ausencias.
Porque hay días que toman
la faz de una ciudad deshabitada.
El desierto acuñado allí,
en el aire de una ciudad fantasma.
Caminas entre sombras que se cruzan
vocablos intraducibles,
escarbando entre las sobras
de una lengua muerta.
Nadie ríe ni sonríe,
sólo gesticulan y hablan sin parar,
en esa jerga incomprensible,
interminable,
de oraciones sin escuchas.
La luz ha tomado un cariz
entre ceniciento y rojizo,
como un inmenso fuego fatuo
incrustado en la sortija de las horas,
cual el dedo de un Dios muerto.
Eres el extraviado caminante,
no porque hayas perdido tu sendero,
sino porque deambulas entre avenidas y callejuelas
que han perdido su lugar
en el mapa del recuerdo.
La ciudad es ahora una maqueta;
de alma viva sólo le queda el trueque
y sus habitantes se atavían
con lienzos de sombra
para concurrir a mercados y mentideros
donde el saqueo y la usura
tomaron la plaza del ars vivendi.
Es inútil tu intento de insuflarle vida
a una ciudad deshabitada.
Lo único que obtienes de ella
es lo que te ha dado a cambio
de una moneda imaginaria,
porque hasta eso has perdido,
el gusto de portar en el bolsillo
una herrumbrosa moneda
con la desleída fecha
de un siglo ya extinguido.
Suspiras en tu camino de regreso
al alma que es la casa,
ese último reducto
que defiendes con la tuya propia,
tu alma que busca, sigilosa,
su lugar en el mundo;
pues ella sabe que allí y sólo allí,
en el recoveco del mirar
que has construido
en el seno de tu madriguera
vibra una llama silenciosa,
como el discreto fuego
de una vela ante un altar,
candor que no añora ser descubierto,
nada necesita, titilar es su existencia.
Una vez allí,
sientes la furia del frío vendaval del este,
azotando las enramadas del monte
y convirtiendo las camisas del tendero
en alborotados papagayos.
Quieres salir a contemplar
y dar cara al golpe de la brisa,
pero una voz te dice que no hay nada que contemplar afuera,
que es Wotan el que sopla, el dios del martillo,
y que tras el frío de los vientos primaverales
él intenta alentar el fuego que todo lo arrasa.
Acaso esa sea la razón,
te dices en silencio,
de que los pájaros hicieran mutis al atardecer
y se ocultaran entre las enramadas y recovecos de la montaña,
como si estuvieran de duelo
ante la pérdida de una vida ignota,
sin tiempo ni lugar para el adiós.
lacl, 26 de marzo 2024 atardecer / 27 de marzo 2024, 3 a.m.
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