David herbert Lawrence.
De su libro Apocalipsis dejamos acá el capítulo I. Como suele suceder con Lawrence, sus planteamientos escarban zonas inimaginadas o no previstas por la tradición. Y suelen brotar igualmente derroteros no transitados por un pensamiento acostumbrado a tomar siempre las mismas vías. David Herbert escribió, escribió y escribió; y durante los últimos momentos de su breve paso por este mundo se dedicó a dejarnos este legado de la revelación a una luz asaz distinta. Debido a la extensión de su tratado no podemos colocar aquí el libro completo, pero iremos dejando algunos capítulos en el transcurso de los tiempos venideros, si los buenos hados nos lo permiten. La intención de publicar estos contenidos no es la de generar polémicas o sembrar rencillas respecto a creencias religiosas o espirituales sino a abrir un derrotero que amplíe la visión más allá de los dogmas. Lo que plantea Lawrence en el primer capítulo es apenas la punta del iceberg, es tan solo el abre boca. No se crea que su libro es un ensayo de imprecaciones, nada más alejado de ello. Como hijo de minero David Herbert incursiona en una veta en búsqueda del mineral puro de la revelación y hay que leer los capítulos siguientes para comprenderlo. Razón por la cual pienso agregar algunos capítulos más en el hilo del tiempo venidero.
Nunca dejaré de agradecerle lo suficiente al querido maestro Rafael Cadenas el habernos presentado a este caballero de la pluma, el pensamiento y la vida anímica que fue David Herbert Lawrence.
Salud, lacl.
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I
Apocalipsis significa sencillamente Revelación, aunque esto no tiene nada de sencillo: los hombres se han devanado los sesos durante cerca de dos mil años para averiguar lo que revela exactamente toda esa orgía de misterio. A la mente moderna, en conjunto, le desagrada el misterio, y por ello quizá de entre los libros que componen la Biblia, la Revelación le resulta el menos atrayente.
Yo mismo experimento, en principio, ese sentimiento. Desde mi infancia hasta la edad adulta, como cualquier otro niño inconformista, me vertieron a diario la Biblia en mi conciencia impotente, hasta casi llegar a un punto de saturación. Mucho antes de que uno pudiera pensar o siquiera comprender vagamente, su mente y su conciencia recibían la ducha de ese lenguaje bíblico, de esas «porciones» del Libro, hasta que le empapaban y se convertían en una influencia que afectaría todos los procesos de la emoción y el pensamiento. Y por eso hoy, aunque he «olvidado» mi Biblia, sólo tengo que empezar a leer un capítulo para darme cuenta de que la «conozco» de una manera tan determinada que casi provoca náuseas, y debo confesar que mi primera reacción es de desagrado, repulsión e incluso resentimiento. La Biblia es ofensiva para mis instintos.
Ahora veo con bastante claridad el motivo de que esto sea así. No sólo vertieron la Biblia, dividida en porciones, en mi conciencia infantil día tras día, año tras año, de buen o mal grado, tanto si la conciencia podía asimilarla como si no, sino que también día tras día, año tras año, me la explicaron dogmáticamente y siempre desde un punto de vista moral, tanto en la escuela normal como en la dominical, en casa o en organizaciones como la Asociación de la Esperanza o el Esfuerzo Cristiano. La interpretación era siempre la misma, tanto si quien la daba era un doctor en teología desde el púlpito, como el corpulento herrero que era mi maestro en la escuela dominical. No sólo hollaban verbalmente la conciencia con la Biblia, como innumerables pisadas en una superficie dura, sino que las huellas de esas pisadas eran siempre mecánicamente iguales, la interpretación estaba fija, por lo que todo interés verdadero se perdía.
Ése es un proceso que frustra sus propios fines. Si bien la poesía judía cala en las emociones y la imaginación, y la moralidad judía afecta a los instintos, la mente se vuelve testaruda, resistente y, al final, repudia toda la autoridad de la Biblia y se aparta de todo el conjunto del Libro con una especie de repugnancia. Esto es lo que les ha ocurrido a muchos hombres de mi generación.
Un libro vive en la medida en que no ha sido sondeado; en cuanto su misterio se desentraña, muere enseguida. Resulta asombroso lo distinto que es un libro cuando lo releemos al cabo de cinco años. Algunos libros ganan inmensamente, son algo nuevo, diferentes hasta el extremo de hacer que uno se interrogue por su propia identidad. Y a la inversa, hay libros que pierden muchísimo. Cuando releí Guerra y paz, me sorprendió descubrir cuán poco me conmovía, y casi me espantó pensar en el entusiasmo que experimenté en otro tiempo y que ya no sentía.
Así pues, cuando se desentraña el misterio de un libro, cuando se le conoce y su significado queda fijo o establecido, ese libro muere. Un libro sólo vive mientras tiene el poder de conmovernos, y conmovernos de una manera distinta; mientras nos parezca diferente cada vez que lo leemos. Debido a la inundación de libros superficiales que realmente se agotan con una sola lectura, la mente moderna tiende a pensar que todos los libros son iguales, que se consumen con una sola lectura, pero esto no es cierto y, gradualmente, la mente moderna lo comprenderá de nuevo. La auténtica alegría que proporciona un libro radica en la posibilidad de leerlo una y otra vez y encontrarlo siempre diferente, en tropezar con otros sentidos y hallar otro nivel de significado. Como de costumbre, es una cuestión de valores: estamos tan abrumados por las cantidades de libros que ya apenas nos damos cuenta de que un libro puede ser valioso, así como una joya o un precioso cuadro son valiosos, objetos que uno puede contemplar con una atención creciente, obteniendo cada vez una experiencia más profunda. Es muchísimo mejor leer un libro seis veces, a intervalos, que leer seis libros distintos, porque si un libro determinado puede atraerte para que lo leas seis veces, la experiencia será más profunda en cada ocasión y enriquecerá todo tu espíritu, tanto en el aspecto emotivo como en el intelectual, mientras que seis libros leídos una sola vez no son más que una acumulación de interés superficial, la cargante acumulación de los tiempos modernos, la cantidad sin valor auténtico.
Ahora veremos al público lector dividido de nuevo en dos grupos: la gran masa, que lee por diversión y por un interés momentáneo, y la pequeña minoría, la cual sólo quiere los libros que tienen valor en sí, libros que proporcionan experiencia y cuya relectura permite profundizar en esa experiencia.
La Biblia es un libro que nos han matado temporalmente, o así ha sido para alguno de nosotros, al fijar su significado de una manera arbitraria. Tal es nuestro conocimiento de este libro, en su significado superficial o popular, que está muerto y ya no nos ofrece nada más, y lo que aun es peor, por un viejo hábito que casi equivale a un instinto, nos impone una clase de sentimiento que ahora nos repugna.
Detestamos el sentimiento de «capilla» y de escuela dominical que la Biblia debe imponernos necesariamente. Queremos librarnos de toda esa vulgaridad, pues éste es el término más apropiado.
Tal vez el más detestable de todos esos libros de la Biblia, tomada superficialmente, es la Revelación. Estoy seguro de que hacia los diez años de edad, había escuchado la lectura de ese libro, y lo había leído más de diez veces incluso, sin prestarle realmente atención; y a pesar de mi desconocimiento y de que no pensaba en ello, no me cabe ninguna duda de que siempre me produjo un enorme desagrado.
Ya desde mi primera infancia, y al principio sin percatarme siquiera, detesté la manera beata, ampulosa, solemne y siniestra en que todo el mundo leía la Biblia, tanto los párrocos, como los maestros o como la gente corriente. No me gusta la voz del párroco que remacha su sermón en mi cerebro, y recuerdo que esa voz, siempre desagradable, lo era en grado sumo cuando hablaba de algún fragmento de la Revelación. Incluso cuando recuerdo las frases que me fascinan, no puedo dejar de estremecerme, porque sigo oyendo la declamación siniestra de un clérigo no conformista: «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama […]». Al llegar aquí mi recuerdo se detiene de súbito, borrando a propósito las siguientes palabras: «Fiel y Veraz». Ya de niño detestaba la alegoría, que la gente tuviera nombres de meras cualidades, como ese individuo del caballo blanco, llamado «Fiel y Veraz». De la misma manera, nunca pude leer El caminar del peregrino. En mi infancia aprendí de Euclides que «el todo es mayor que la parte», y supe de inmediato que eso resolvía para mí el problema de la alegoría. Un hombre es más que un cristiano, un jinete en un caballo blanco debe ser más que una mera encarnación de la Fidelidad y la Verdad, y cuando las personas no son más que personificaciones de cualidades, dejan de ser personas para mí. Aunque de joven casi amaba a Spenser y su Faerie Queen, tenía que tragar en seco su alegoría.
Siempre, desde mi niñez, el Apocalipsis y yo hemos sido antagónicos. En primer lugar, su espléndido lenguaje figurado es desagradable debido a su falta absoluta de naturalidad. «Delante del trono había como un mar transparente semejante al cristal.
En medio del trono, y en torno al trono, cuatro bestias llenas de ojos por delante y por detrás. La primera bestia, como un león; la segunda bestia, como un novillo; la tercera bestia tiene un rostro como de hombre; la cuarta bestia es como un águila en vuelo. Las cuatro bestias tienen cada una seis alas, están llenas de ojos por fuera y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: “Santo, Santo, Santo Señor, Dios
Todopoderoso, Aquél que era, que es y que va a venir”». Un pasaje como éste era enojoso e irritante para mi mentalidad infantil, debido a su pomposa falta de naturalidad. Si es lenguaje figurado, sus imágenes son inimaginables. ¿Cómo es posible que cuatro bestias estén «llenas de ojos por delante y por detrás», y cómo pueden estar «en medio del trono y en torno al trono»? No pueden estar en un sitio y en otro al mismo tiempo. Pero éste es el tenor del Apocalipsis.
Gran parte de las imágenes carecen por completo de sentido poético y son arbitrarias, algunas resultan francamente repugnantes, como atravesar ríos de sangre, el manto del jinete empapado en sangre y la gente que se lava con la sangre del Cordero. Frases como «la ira del Cordero» son en principio ridículas. Pero tal es la fraseología imponente y el lenguaje figurado de las capillas no conformistas (disidentes de la Iglesia anglicana), todos los Bethels de Inglaterra y Estados Unidos, todos los Ejércitos de Salvación. En todas las épocas se ha dicho que la religión vital se encuentra entre las gentes iletradas.
Precisamente entre las gentes iletradas sigue extendida la Revelación, la cual, a mi modo de ver, ha tenido, y quizá sigue teniendo, una influencia real aún mayor que la de los Evangelios o las grandes Epístolas. La furibunda denuncia de reyes y gobernantes, y de la prostituta que se sienta sobre las aguas, despierta totalmente las simpatías de una congregación de mineros del carbón y sus esposas, reunidos la noche del martes en la gran capilla pentecostalista semejante a un establo. Y las palabras en mayúsculas: MISTERIO, BABILONIA LA GRANDE, LA MADRE DE RAMERAS Y ABOMINACIONES DE LA TIERRA emocionan hoy a los viejos mineros como emocionaron a los campesinos puritanos escoceses y los más feroces de los cristianos primitivos. Para aquellos cristianos de las catacumbas, Babilonia la
Grande significaba Roma, la más grande ciudad y el mayor imperio que los persiguió.
Y mayor fue la satisfacción de denunciarla y conducirla a lo máximo, máximo dolor y destrucción, con sus reyes, su riqueza y su arrogancia. Después de la Reforma,
Babilonia fue una vez más identificada con Roma, pero ahora se identificaba con el Papa, y en la Inglaterra y la Escocia disidentes y protestantes se sucedían las condenas de Juan el Divino con el grito imponente: «¡Cayó, cayó la Gran Babilonia!
¡Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, en guarida de toda clase de aves inmundas y detestables!». Hoy siguen pronunciándose esas palabras, y a veces todavía se arrojan contra el Papa y los católicos romanos, quienes parecen levantar de nuevo sus cabezas. Pero todavía con mayor frecuencia, Babilonia se identifica hoy con los ricos y malvados que viven en el lujo y practican la prostitución allá en la vaga distancia, en Londres y Nueva York, en París, el peor lugar de todos, y que jamás en su vida han pisado la «capilla».
Es muy agradable, si uno es pobre pero no humilde —y los pobres pueden ser serviles, pero casi nunca son realmente humildes, en el sentido cristiano— provocar la caída, la destrucción total y el desconcierto de los poderosos enemigos mientras uno asciende a la grandeza. Y en ningún otro lugar sucede esto de un modo tan espléndido como en la Revelación. El gran enemigo a los ojos de Jesús era el fariseo, que insistía en la letra de la ley. Pero el fariseo es demasiado remoto y sutil para el minero y el obrero industrial. El Ejército de Salvación que predica en la esquina de la calle no suele bramar contra los fariseos, sino que lo hace acerca de la Sangre del Cordero, Babilonia, el pecado y los pecadores, la gran ramera y los ángeles que gritan ¡ay, ay, ay!, y los recipientes que vierten plagas horribles. Y, por encima de todo, hablan de la Salvación, de que nos sentaremos en el Trono con el Cordero, reinaremos en la Gloria y tendremos una vida eterna, viviremos en una gran ciudad de jaspe con puertas de perlas, una ciudad que «no necesita sol ni luna que la alumbren». Si uno escucha al Ejército de Salvación, oirá que van a ser realmente imponentes cuando lleguen al cielo. Entonces te abrirán los ojos y te pondrán en el lugar que te corresponde, a ti, persona que te crees superior, hijo de Babilonia: irás a revolcarte en el azufre del infierno.
Así es todo el tono de la Revelación. Cuando hemos leído unas cuantas veces ese libro altivo, nos damos cuenta de que Juan el Divino tenía, a primera vista, un proyecto grandioso de extirpar y aniquilar a cuantos no pertenecieran a los elegidos, el pueblo elegido, en una palabra, y de ascender él mismo directamente al trono de Dios. Los miembros de las sectas disidentes en Inglaterra, se apropiaron de la idea judía del pueblo elegido. Ellos eran los elegidos o «salvados», e hicieron suya la idea judía del triunfo final y el reinado del pueblo elegido. Dejarían de ser perros famélicos en la tierra para ser perros bien cuidados en el cielo, y si no llegaban a sentarse en el trono, por lo menos se sentarían en el regazo del Cordero entronizado.
Esa doctrina puede oírse cualquier noche al Ejército de Salvación o en cualquier Bethel o capilla pentecostalista. Si no es Jesús, es Juan, si no es el Evangelio, es la Revelación. Se trata de religión popular, distinta de la religión seria.
(CONTINUARÁ...)
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