sábado, 30 de septiembre de 2023

Dos perlas de Paganos y cristianos en una época de angustia , E. R. Dodds

 



Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum.


Símmaco.

("...No es posible llegar a tan grande secreto en un solo viaje...)


E. R. Dodds, "Paganos y cristianos en una época de angustia". Epígrafe  del Capítulo IV: Diálogo del paganismo con el cristianismo.



"...Comedia y juego de niños es toda la vida porque el disfraz y entra en la burla o tendrás que lamentarte..."


Palladas, siglo IV

Según lo cita Dodds en el capítulo Hombre y mundo material del referido libro.

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Cardenio canta en la sierra ... Capítulo XXVII, Primera Parte del Don Quijote. / PENTAGRAMA Don Quijote



¿Quién menoscaba mis bienes?

    ¡Desdenes!

Y ¿quién aumenta mis duelos?

    ¡Los celos!

Y ¿quién prueba mi paciencia?

    ¡Ausencia!


De este modo en mi dolencia

ningún remedio se alcanza,

pues me matan la esperanza,

desdenes, celos y ausencia.


¿Quién me causa este dolor?

    ¡Amor!

Y ¿quién mi gloria repuna?

    ¡Fortuna!

Y ¿quién consiente mi duelo?

    ¡El cielo!


De este modo yo recelo

morir deste mal extraño,

pues se aúnan en mi daño

amor, fortuna y el cielo.


¿Quién mejorará mi suerte?

    ¡La muerte!

Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?

    ¡Mudanza!

Y sus males, ¿quién los cura?

    ¡Locura!


Dese modo no es cordura

querer curar la pasión,

cuando los remedios son

muerte, mudanza y locura.


Cardenio canta en la sierra su poema, el que escuchan el cura y el barbero mientras buscan al ingenioso hidalgo...

Capítulo XXVII, Primera Parte del Don Quijote.


PENTAGRAMA
Don Quijote











Utopía - Notas, lacl / Alan Watts - Es hora de despertarAlan Watts - Es hora de despertar

 



Me temo que a la utopía tendremos que hacerla carne, si no pasto, de nuestro corazón...

lacl, Anotaciones Android 04 11 2021

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La sociedad humana, atascada en sus trastabilleos de este “tercer milenio” que se inicia es hoy, como ayer, una utopía. Y no ha tomado una gran delantera a la sociedad de las hormigas. Sus avances no deberían sustentarse en el campo de lo tecnológico, tantas veces manifestado en nuestra vida cotidiana como la práctica de una virtualidad carente de sentido. Si un avance hubiere de haber, debería sustentarse en el campo del espíritu, mas todas las vertientes posibles para el oficio de un culto espiritual, para el cuidado y riego del jardín de nuestra interioridad, fueron represadas por centurias, hasta que durante el extinto siglo XX se consumó su desarraigo del corazón humano. Uno de los más evidentes signos de ello fue y sigue siendo la proliferación de charlatanes del ánima y de todo tipo de peregrinas e insólitas sectas, propugnadoras de fangosos credos de salvación, cual si de milagrosos tónicos capilares se tratara. Todo un ritual de industria para una industria de rituales, al amparo de la divina luz de mediúmnicos reflectores, con la bendición de paternales maniobras de mercado sustentadas en el uso y abuso del flash tecnológico y la insistente oferta de nuevos encantos como el “show business”, el “reality show”, el “ciberespacio”…

Paradójicamente, para la civilización moderna, lo condenable de la dimensión espiritual ha sido la insoportable virtualidad de su semblante o su insoportable apariencia de virtualidad, su imponderable tesitura, su casi comprobable levedad.

Todo brote, todo ensayo de florecimiento del espíritu es conducido a una necrópolis, en cuyo pórtico aún puede verse un derruido rótulo que anuncia la palabra olvido. 


contracorrientes - sentencias en incertidumbre.

bidco editores, caracas, 2006 / caracas, 2013


 






Alan Watts -  Es hora de despertar


viernes, 29 de septiembre de 2023

Édouard Schuré Los Grandes Iniciados Pitágoras Capítulo IV LA ORDEN Y LA DOCTRINA / PENTAGRAMA ARABESQUES.

 

Del fascinante libro de libros de Edouard Schuré, Los grandes iniciados, va un capítulo del libro dedicado a Pitágoras. Schuré  tuvo acceso a maravillas bibliográficas. Valdría la pena adentrarse un tanto en las vicisitudes de su vida para entender de dónde bebió la palabra legada...
Salud, lacl.


Édouard Schuré, Los Grandes Iniciados. 

Pitágoras Capítulo IV.

LA ORDEN Y LA DOCTRINA

La ciudad de Crotona ocupaba la extremidad del golfo de Tarento, cerca del promontorio Laciniano, frente a la alta mar. Era, con Sybaris, la ciudad más floreciente de Italia meridional. Tenía fama su constitución dórica, sus atletas vencedores en los juegos de Olimpia, sus médicos rivales de los Asclepiades. Los Sybaritas debieron su inmortalidad a su lujo y a su vida muelle. Los Crotonios estarían quizá olvidados, a pesar de sus virtudes, si no hubieran tenido la gloria de ofrecer su asilo a la grande escuela de filosofía esotérica conocida bajo el nombre de secta pitagórica, que se puede considerar como la madre de la escuela platónica y como la antecesora de todas las escuelas idealistas. Por nobles que sean las descendientes, ella les sobrepuja con mucho. La escuela platónica procede de una iniciación incompleta; la jescuela estoica ha perdido ya la verdadera tradición. Los otros sistemas de filosofía antigua y moderna son especulaciones más o menos felices, mientras que la doctrina de Pitágoras estaba basada sobre una ciencia experimental y acompañada de una organización completa de la vida.

Como las ruinas de la ciudad desaparecida, los secretos de la orden y el pensamiento del maestro se hallan hoy profundamente sepultados bajo tierra.

Tratemos, sin embargo, de hacerlos revivir. Ello será para nosotros una ocasión de penetrar hasta el corazón de la doctrina filosófica, arcano de las religiones y de las filosofías, y de levantar una punta del velo de Isis a la claridad del genio griego.

Varias razones determinaron a Pitágoras a elegir aquella colonia dórica como centro de acción. Su objetivo no era únicamente enseñar la doctrina esotérica a un círculo de discípulos elegidos, sino también aplicar sus principios a la educación de la juventud y a la vida del Estado. Aquel plan contenía la fundación de un instituto para la iniciación laica, con la segunda intención de transformar poco a poco la organización política de las ciudades a imagen de aquel ideal filosófico y religioso. Cierto es que ninguna de las repúblicas de la Hélade o del Peloponeso hubiese tolerado tal innovación.

Hubieran acusado al filósofo de conspirar contra el Estado. Las ciudades griegas del golfo de Tarento, menos minadas por la demagogia, eran más liberales. Pitágoras no se engañó cuando esperaba encontrar una acogida favorable para sus reformas en el senado de Crotona. Agreguemos que sus miras se extendían más allá de Grecia. Adivinando la evolución de las ideas,preveía la caída del helenismo y pensaba depositar en el espíritu humano los principios de una religión científica. Al fundar su escuela en el golfo de Tarento, esparcía las ideas esotéricas por Italia, y conservaba en el vaso precioso de su doctrina la esencia purificada de la sabiduría oriental, para los pueblos del Occidente.

Al llegar a Crotona, que se inclinaba entonces hacia la vida voluptuosa de su vecina Sybaris, Pitágoras produjo allí una verdadera revolución. Porfirio y Jámblico nos pintan sus principios como los de un mago, más bien que como los de un filósofo. Reunió a los jóvenes en el templo de Apolo, y logró por su elocuencia arrancarles del vicio. Reunió a las mujeres en el templo de Juno, y las persuadió a que llevaran sus vestidos de oro y sus ornamentos a aquel mismo templo, como trofeos de la derrota de la vanidad y del lujo. Él envolvía en gracia la austeridad de sus enseñanzas. De su sabiduría se escapaba una llama comunicativa. La belleza de su semblante, la nobleza de su persona, el encanto de su fisonomía y de su voz, acababan de seducir. Las mujeres le comparaban a Júpiter, los jóvenes a Apolo hiperbóreo. Cautivaba, arrastraba a la multitud, muy admirada al escucharle de enamorarse de la virtud y de la verdad.

El Senado de Crotona, o Consejo de los mil, se inquietó de aquel ascendiente. Obligó a Pitágoras a dar razón ante él de su conducta y de los medios que empleaba para dominar los espíritus. Esto fue para él una ocasión de desarrollar sus ideas sobre la evolución, y de demostrar que lejos de amenazar a la constitución dórica de Crotona, no harían más que afirmarla.

Cuando hubo ganado a su provecto a los ciudadanos más ricos y la mayoría del senado, les propuso la creación de un instituto para él y para sus discípulos. Aquella cofradía de iniciados laicos llevaría la vida común en un edificio construido ad hoc, pero sin separarse de la vida civil. Aquellos de entre ellos que merecieran ya el nombre de maestros, podrían enseñar las ciencias físicas, psíquicas y religiosas. En cuanto a los jóvenes, serían admitidos a las lecciones de los maestros y a los diversos grados de iniciación, según su inteligencia y su buena voluntad, bajo la vigilancia del jefe de la orden. Para empezar tenían que someterse a las reglas de la vida común y pasar todo el día en el instituto, vigilados por los maestros. Los que querían entrar formalmente en la orden, debían abandonar su fortuna a un curador con libertad de volver a disfrutarla cuando quisieran. Había en el instituto una sección para las mujeres, con iniciación paralela, pero diferenciada y adaptada a los deberes de su sexo.

Aquel proyecto fue adoptado con entusiasmo por el Senado de Crotona, y al cabo de algunos años se elevaba en los alrededores de la ciudad un edificio rodeado de vastos pórticos y de jardines bellos. Los Crotonios le llamaron el templo de las Musas; y en realidad había en el centro de aquellos edificios, cerca de la modesta habitación del maestro, un templo dedicado a estas divinidades.

Así nació el instituto pitagórico, que vino a ser a la vez un colegio de educación, una academia de ciencias y una pequeña ciudad modelo, bajo la dirección de un gran maestro iniciado. Por la teoría y la práctica, por las ciencias y las artes reunidas, llegaba lentamente a aquella ciencia de las ciencias, a esa armonía mágica del alma y del intelecto con el universo, que los pitagóricos consideraban como el arcano de la filosofía y de la religión. La escuela pitagórica tiene para nosotros un interés supremo, porque ella fue la más notable tentativa de iniciación laica. Síntesis anticipada del helenismo y del cristianismo, ella injertó el fruto de la ciencia sobre el árbol de la vida; ello reconoció esa realización interna y viviente de la verdad, que únicamente puede dar la fe profunda. Realización efímera, pero de una importancia capital que tuvo la fecundidad del templo.

Para formarnos una idea, penetremos en el instituto pitagórico y sigamos paso a paso la iniciación del novicio.

EL INSTITUTO PITAGÓRICO - LAS PRUEBAS

Brillaba sobre una colina, entre los cipreses y olivos, la blanca morada de los humanos iniciados. Desde abajo, a lo largo de la costa, se distinguían sus pórticos, sus jardines, su gimnasio. El templo de las musas elevaba sobre las dos alas del edificio su columnata circular, de aérea elegancia. Desde la terraza de los jardines exteriores se dominaba la ciudad con su Printaneo, su puerto, su plaza de las asambleas. A lo lejos, el golfo se mostraba entre las escarpadas costas como una copa de ágata, y el mar Jónico cerraba el horizonte con su línea de azul. A veces se veían salir, del ala izquierda del edificio, mujeres con trajes de diversos colores, que descendían en largas filas hacia el mar, por la avenida de los cipreses. Iban a cumplir sus ritos al templo de Ceres. Con frecuencia también, del ala derecha subían hombres con túnicas blancas al templo de Apolo. Y no era el menor atractivo para la imagen curiosa de la juventud, el pensar que la escuela de los iniciados estaba colocada bajo la protección de aquellas divinidades, de las cuales una, la gran Diosa, contenía los misterios profundos de la Mujer y de la tierra, y la otra, el Dios solar, revelaba los del Hombre y del Cielo.

Se mostraba, pues, esplendorosa, fuera y encima de la urbe populosa, la pequeña ciudad de los elegidos. Su tranquila serenidad atraía los nobles instintos de la juventud, más nada se veía de lo que pasaba dentro, y se sabía que no era cosa fácil el ser admitido. Un sencillo seto vivo circundaba los jardines del instituto de Pitágoras, la puerta de entrada estaba abierta durante el día. Pero allí había una estatua de Hermes, y se leía sobre su zócalo: Eskato Bebeloi, ¡atrás los profanos!. Todo el mundo respetaba aquel mandato de los Misterios.

Pitágoras era extremadamente difícil para la admisión de los novicios, diciendo que “no toda la madera sirve para hacer un Mercurio”. Los jóvenes que querían entrar en la asociación, debían sufrir un tiempo de prueba y de ensayo. Presentados por sus padres o por uno de los maestros, les permitían al pronto entrar en el gimnasio pitagórico, donde los novicios se dedicaban a los juegos de su edad. El joven notaba al primer golpe de vista, que aquel gimnasio no se parecía al de la ciudad. Ni gritos violentos, ni grupos ruidosos, ni fanfarronería ridícula, ni la vana demostración de la fuerza de los atletas en flor, desafiándose unos a otros y mostrándose sus músculos, sino grupos de jóvenes afables y distinguidos, paseándose dos a dos bajo los pórticos o jugando en la arena. Le invitaban ellos con gracia y sencillez a tomar parte en su conversación, como si fuera uno de los suyos, sin mirarle de arriba abajo con miradas sospechosas o sonrisas burlonas. En la arena se ejercitaban en la carrera, en el lanzamiento del venablo y del disco. También ejecutaban combates simulados bajo la forma de danzas dóricas, pero Pitágoras había desterrado severamente de su instituto la lucha cuerpo a cuerpo, diciendo que era superfluo y aun peligroso desarrollar el orgullo y el odio con la fuerza y la agilidad, que los hombres destinados a practicar las virtudes de la amistad no debía comenzar por luchar unos con otros y derribarse en la arena como bestias feroces; un verdadero héroe sabría combatir con valor, pero sin furia; porque el odio nos hace inferiores a un adversario cualquiera. El recién llegado oía aquellas máximas del maestro repetidas por los novicios, orgullosos de comunicarle su precoz sabiduría. Al mismo tiempo, le incitaban a manifestar sus opiniones, a contradecirles libremente. Animado por ello, el ingenuo pretendiente mostraba bien pronto a las claras su verdadera naturaleza. Dichoso de ser escuchado y admirado, peroraba y se expansionaba a su gusto. Durante aquel tiempo, los maestros le observaban de cerca sin corregirle jamás. Pitágoras llegaba de improviso para estudiar sus gestos y palabras. Concedía él una atención particular al aire y a la risa de los jóvenes.

La risa, decía, manifiesta el carácter de una manera indudable y ningún disimulo puede embellecer la risa de un malvado. También había hecho un tan profundo estudio de la fisonomía humana que sabía leer en ella el fondo del alma. (Orígenes pretende que Pitágoras fue el inventor de la fisiognomía).

Por medio de aquellas minuciosas observaciones, el maestro se formaba una idea precisa de sus futuros discípulos. Al cabo de algunos meses, llegaban las pruebas decisivas, que eran imitaciones de la iniciación egipcia, pero menos severas y adaptadas a la naturaleza griega, cuya impresionabilidad no hubiese soportado los mortales espantos de las criptas de Memfis y de Tebas.

Hacían pasar la noche al aspirante pitagórico en una caverna de los alrededores de la ciudad, donde pretendían que había monstruos y apariciones.

Los que no tenían la fuerza de soportar las impresiones fúnebres de la soledad y de la noche, que se negaban a entrar o huían antes de la mañana, eran juzgados demasiado débiles para la iniciación y despedidos.

La prueba moral era más seria. Bruscamente, sin preparación, encerraban una mañana al discípulo en una celda triste y desnuda. Le dejaban una pizarra y le ordenaban fríamente que buscara el sentido de uno de los símbolos pitagóricos, por ejemplo: “¿Qué significa el triángulo inscrito en el círculo?”. O bien: “¿Por qué el dodecaedro comprendido en la esfera es la cifra del universo?”. Pasaba doce horas en la celda con su pizarra y su problema, sin otra compañía que un vaso de agua y pan seco. Luego le llevaban a una sala, ante los novicios reunidos. En esta circunstancia, tenían orden de burlarse sin piedad del desdichado, que malhumorado y hambriento comparecía ante ellos como un culpable. — “He aquí, decían, al nuevo filósofo. ¡Qué semblante más inspirado!. Va a contarnos sus meditaciones. No nos ocultes lo que has descubierto. De ese modo meditarás sobre todos los símbolos. Cuando estés sometido un mes a régimen, verás como te vuelves un gran sabio”.

En este preciso momento es cuando el maestro observaba la aptitud y profunda atención. Irritado por el desayuno, con la fisonomía del joven colmado de sarcasmos, humillado por no haber podido resolver el problema, un enigma incomprensible para él, tenía que hacer un gran esfuerzo para dominarse. Algunos lloraban de rabia; otros respondían con palabras cínicas; otros, fuera de sí, rompían su pizarra con furor, llenando de injurias al maestro, a la escuela y a los discípulos. Pitágoras comparecía entonces, y decía con calma, que habiendo soportado tan mal la prueba de amor propio, le rogaba no volviera más a una escuela de la cual tan mala opinión tenía, y en la que las elementales virtudes debían ser la amistad y el respeto a los maestros.

El candidato despedido se iba avergonzado y se volvía a veces un enemigo temible para la orden, como aquel famoso Cylón, que más tarde amotinó al pueblo contra los pitagóricos y produjo la catástrofe de la orden. Los que, al contrario, soportaban los ataques con firmeza, que respondían a las provocaciones con palabras justas y espirituales, y declaraban que estaban prestos a comenzar la prueba cien veces para obtener una sola parcela de la sabiduría, eran solemnemente admitidos en el noviciado y recibían las entusiastas felicitaciones de sus nuevos condiscípulos.

PRIMER GRADO - PREPARACIÓN (PARASKEIE)

EL NOVICIADO Y LA VIDA PITAGÓRICA

Únicamente entonces comenzaba el noviciado llamado preparación (paraskeié) que duraba al menos dos años y podía prolongarse hasta cinco.

Los novicios u oyentes (akusikoi) se sometían durante las lecturas que recibían, a la regla absoluta del silencio. No tenían el derecho de hacer una objeción a sus maestros, ni de discutir sus enseñanzas. Debían recibirlas con respeto y meditar sobre ellas ampliamente. Para imprimir esta regla en el espíritu del nuevo oyente, se le mostraba una estatua de mujer envuelta en amplio velo, un dedo sobre sus labios: la Musa del silencio.

Pitágoras no creía que la juventud fuese capaz de comprender el origen y el fin de las cosas. Pensaba que ejercitarla en la dialéctica y en el razonamiento, antes de haberla dado el sentido de la verdad, formaba cabezas huecas y sofistas pretenciosos. Pensaba él desarrollar ante todo en sus facultades la facultad primordial y superior del hombre: la intuición. Y para ello, no enseñaba cosas misteriosas o difíciles. Partía de los sentimientos naturales, de los primeros deberes del hombre a su entrada en la vida y mostraba su relación con las leyes universales. Al inculcar por el pronto a los jóvenes el amor a sus padres, agrandaba aquel sentimiento asimilando la idea de padre a la de Dios, el gran creador del universo. “Nada más venerable, decía, que la cualidad del padre. Homero ha llamado a Júpiter el rey de los Dioses; mas para mostrar toda su grandeza le llama padre de los Dioses y de los hombres”. Comparaba a la madre con la naturaleza generosa y bienhechora; como Cibeles celeste produce los astros, como Demeter genera los frutos y las flores de la tierra, así la madre alimenta al hijo con todas las alegrías. El hijo debía, pues, honrar a su padre y a su madre como representantes efigies terrestres de aquellas grandes divinidades. Mostraba también que el amor que se tiene por la patria procede del amor que se ha sentido en la infancia por la madre. Los padres nos son dados, no por casualidad, como el vulgo cree, sino por un orden antecedente y superior llamado fortuna o necesidad. Es preciso honrarles, pero en cuanto a los amigos, es necesario escoger. Se aconsejaba a los novicios que se agrupasen dos a dos, según sus afinidades. El más joven debía buscar en el de mayor edad las virtudes que buscaba y los dos compañeros debían excitarse a la vida mejor. “El amigo es un otro yo. Es preciso honrarle como a un Dios”, decía el maestro. Si la regla pitagórica imponía al novicio oyente una absoluta sumisión a los maestros, le devolvía su plena libertad en el encanto de la amistad; de ésta hacía el estimulante de todas las virtudes, la poesía de la vida, el camino del ideal.

Las energías individuales eran así despertadas, la moral se volvía viva y poética, la regla aceptada con amor cesaba de ser una violencia y se volvía la afirmación de una personalidad. Pitágoras quería que la obediencia fuese un asentimiento. Además, la enseñanza moral preparaba la enseñanza filosófica.

Porque las relaciones que se establecían entre los deberes sociales y las armonías del Cosmos hacían presentir la ley de las analogías y de las concordancias universales. En esta ley reside el principio de los Misterios, de la doctrina oculta y de toda filosofía. El espíritu del discípulo se habituaba a encontrar la huella de un orden invisible en la realidad visible. Máximas generales, prescripciones sucintas abrían perspectivas sobre aquel mundo superior. Mañana y tarde los versos dorados sonaban al oído del discípulo con los acentos de la lira:

Da a los inmortales Dioses el culto consagrado, Guarda firme tu fe.

Comentando esta máxima se enseñaba que los Dioses, diversos en apariencia, eran en el fondo los mismos en todos los pueblos, puesto que correspondían a las mismas fuerzas intelectuales y anímicas, activas en todo el universo. El sabio podía, pues, honrar a los Dioses de su patria, aunque formándose de su esencia una idea diferente del vulgo. Tolerancia para todos los cultos; unidad de los pueblos en la humanidad; unidad de las religiones en la ciencia esotérica: esas ideas nuevas se dibujaban vagamente en el espíritu del novicio, como divinidades grandiosas entrevistas en el esplendor del poniente. Y la lira de oro continuaba sus graves enseñanzas:

Venera la memoria

De los héroes bienhechores, espirituales semidivinos.

Tras estos versos, el novicio veía relucir, como a través de un velo, la divina Psiquis, el alma humana. La ruta celeste brillaba como un reguero de luz. Porque en el culto de los héroes y de los semidioses, el iniciado contemplaba la doctrina de la vida futura y el misterio de la evolución universal. No se revelaba al novicio este gran secreto, pero se le preparaba a comprenderlo, hablándole de una jerarquía de seres superiores a la humanidad, llamados héroes y semidioses, que son sus guías y sus protectores. Se agregaba que ellos servían de intermediarios entre el hombre y la divinidad, que por ellos podía llegar a aproximársele practicando las virtudes heroicas y divinas. “¿Pero de qué modo comunicar con esos invisibles genios? ¿De dónde viene el alma? ¿A dónde va? ¿Por qué ese sombrío misterio de la muerte?” El novicio no osaba formular estas cuestiones, pero se adivinaban en sus miradas, y por toda respuesta sus maestros le mostraban luchadores en la tierra, estatuas en los templos y almas glorificadas en el cielo, “en la ciudadela ígnea de los dioses”, adonde Hércules había llegado.

En el fondo de los misterios antiguos se relacionaban los dioses todos con el Dios único y supremo. Esta revelación, enseñada con todas sus consecuencias, venía a ser la clave del Cosmos. Por esto la reservaban por completo a la iniciación propiamente dicha. El novicio no sabía nada.

Únicamente le dejaban entrever esta verdad a través de lo que le decían de las potencias de la música y del número. Porque los números, enseñaba el maestro, contienen el secreto de las cosas, y Dios es la armonía universal. Las siete modalidades sagradas, constituidas sobre las siete notas del heptacordio, corresponden a los siete colores de la luz, a los siete planetas y a los siete modos de existencia que se reproducen en todas las esferas de la vida material y espiritual, desde la más pequeña a la más grande. Las melodías de estas modalidades, sabiamente fundidas, debían equilibrar el alma y volverla suficientemente armoniosa para vibrar de un modo preciso al soplo de la verdad.

A esta purificación del alma correspondía necesariamente la del cuerpo, que se obtenía por la higiene y la disciplina severa de las costumbres. Vencer sus pasiones era el primer deber de la iniciación. El que en su propio ser no ha formado armonía, no puede reflejar la armonía divina. Sin embargo, el ideal de la vida pitagórica nada tenía de la vida ascética, puesto que el matrimonio era considerado como santo. Pero se recomendaba la castidad a los novicios y la moderación a los iniciados, como una fuerza y una perfección. “No cedas a la voluptuosidad más que cuando consientas en ser inferior a ti mismo”, decía el maestro. Añadía que la voluptuosidad no existe por sí misma y la comparaba “al canto de las Sirenas, que al aproximarse a ellas se desvanecen, no dejando en el sitio que ocupaban más que huesos rotos y carnes sangrientas sobre un escollo roído por las olas, mientras que el verdadero goce es semejante al concierto de las Musas, que dejan en el alma una celeste armonía”. Pitágoras creía en las virtudes de la mujer iniciada, pero desconfiaba mucho de la mujer natural. A un discípulo que le preguntaba cuándo se le permitiría acercarse a una mujer, le respondió irónicamente:

“Cuando estés cansado de tu reposo”.

La jornada pitagórica se ordenaba de la manera siguiente. En cuanto el disco ardiente del sol salía de las ondas azules del mar Jónico y doraba las columnas del templo de las Musas, sobre la morada de los iniciados, los jóvenes pitagóricos cantaban un himno a Apolo, ejecutando una danza dórica de un carácter viril y sagrado. Después de las abluciones de rigor, daban un paseo al templo guardando el silencio. Cada despertar es una resurrección que tiene su flor de inocencia. El alma debía recogerse al comienzo del día y estar virgen para la lección de la mañana. En el bosque sagrado se agrupaban alrededor del maestro o de sus intérpretes, y la lección se prolongaba bajo la frescura de los grandes árboles o a la sombra de los pórticos. A mediodía se dirigía una plegaría a los héroes, a los genios benévolos. La tradición esotérica suponía que los buenos espíritus prefieren aproximarse a la tierra con la radiación solar, mientras que los malos espíritus frecuentan la sombra y se difunden en la atmósfera con la noche. La frugal comida de mediodía se componía generalmente de pan, de miel y de aceitunas. La tarde se consagraba a los ejercicios gimnásticos, luego al estudio, a la meditación y a un trabajo mental sobre la lección de la mañana. Después de la puesta del sol, se oraba en común, se cantaba un himno a los dioses cosmogónicos, a Júpiter celeste, a Minerva providencia, a Diana protectora de los muertos. Durante aquel tiempo, el incienso ardía sobre el altar al aire libre, y el himno mezclado con el perfume subía dulcemente en el crepúsculo, mientras las primeras estrellas perforaban el pálido azul. El día terminaba con la comida ele la noche, después de la cual el más joven daba lectura a un libro, comentándolo el de más edad.

Así transcurría la jornada pitagórica, límpida como un manatial, clara como una mañana sin nubes. El año se ritmaba según las grandes fiestas astronómicas. La vuelta de Apolo hiperbóreo y la celebración de los misterios de Ceres, reunían a los novicios e iniciados de todos grados, hombres y mujeres. Se veían jóvenes de púrpura y azafrán, ejecutando coros acompañados de cánticos, con los movimientos armoniosos de la estrofa y de la antiestrofa que imitó más tarde la tragedia. En medio de aquellas grandes fiestas, en que la divinidad parecía presente en la gracia ele las formas y de los movimientos, en la melodía incisiva de los coros, el novicio tenía como un presentimiento de las fuerzas ocultas, de las todopoderosas leyes del universo animado, del cielo profundo y transparente. Los matrimonios, los ritos fúnebres tenían un carácter más íntimo, pero no menos solemne. Una ceremonia original daba base al trabajo de la imaginación. Cuando un novicio salía voluntariamente del instituto para continuar su vida vulgar o cuando un discípulo había traicionado un secreto de la doctrina, lo que sólo ocurrió una vez, los iniciados le elevaban una tumba en el recinto consagrado, como si hubiera muerto. El maestro decía: “Está más muerto que los muertos, puesto que ha vuelto a la mala vida; su cuerpo se pasea entre los hombres, pero su alma ha muerto: llorémosla”. ― Y aquella tumba elevada a un vivo le perseguía como su propio fantasma y como un siniestro augurio.






PENTAGRAMA ARABESQUES. 
Claude Debussy








viernes, 22 de septiembre de 2023

Conocimiento “inútil” - Bertrand Russell / Pentagrama: Purcell

 


Russell siempre sorprende con las disquisiciones que bajan de su pluma y pensamiento, los cuales parecieran estar conectados a una razón ulterior. Al menos, esa es la humilde opinión de un servidor como lector suyo. Sus cavilaciones suelen quedarse reverberando en el aire de los propios pensamientos, generando nuevas conversaciones en las que el sentido del tiempo trastocado queda. Se presentan así diálogos suspendidos como en  un aura intangible, pero con asideros en el alma. Este ensayo es, a mi parecer, prueba de ello. Y ello es lo que me mueve a compartirlo. 
¡Salud! 
(lacl)


Conocimiento “inútil” - Bertrand Russell

Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que "el conocimiento es poder". Pero esto no es cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía -acertadamente, según ahora sabemos- que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores.

El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la joie de vivre, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente de la literatura, sino también de otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: "¡Por Dios! ¡Esto es imposible!", y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos.

Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el arte y en la especulación, que habían estado perdidas mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras.

Se descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía. Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por los nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado casi estrictamente limitada a los árabes y a los judíos, e inextricablemente entremezclada con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades alguna respetabilidad en el siglo XVIII.

Y de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y del latín, con unas nociones superficiales de geometría y quizá de astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias que habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.

En países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores de chino que leen los clásicos chinos, pero que no conocen las obras de Sun Yat-sén, que crearon la China moderna. Hay todavía personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países más actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente. En los Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil quinientas palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la persecución de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica: todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a algún propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La única escapada la permite la teología: alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original alemán, y unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.

El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en sí mismo, sino como un medio.

No crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un ingrediente de la preparación, esto es parte de la mayor integración de la sociedad, aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una mayor presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus convecinos estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o (en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica e inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de su disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos importante.

Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento "útil" es muy útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos. Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su origen en el conocimiento "útil". Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.

También tenemos que admitir que buena parte de la tradicional educación cultural era estúpida. Los jóvenes consumían muchos años aprendiendo gramática latina y griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces de leer un autor griego o latino, ni a sentir siquiera el deseo de hacerlo (excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las lenguas modernas y la historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín y al griego. No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más cultura en mucho menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que prácticamente todo lo que merecía la pena leer estaba escrito, si no en su propia lengua, en griego o en latín, estos idiomas eran indispensables llaves de la cultura. Pero desde aquellos tiempos se han desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas modernas, y el proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el conocimiento de la antigüedad se ha hecho mucho menos útil para la comprensión de nuestros problemas que el conocimiento de las naciones modernas y su historia comparativamente reciente. El punto de vista tradicional del maestro de escuela, admirable en los tiempos del resurgir cultural, se fue haciendo cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba lo que el mundo ha hecho desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas modernas, sino también la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a la cultura. Es posible, por tanto, sostener que la educación debe tener otras finalidades que la utilidad inmediata, sin defender el plan de estudios tradicional. Utilidad y cultura, cuando ambas se conciben con amplitud de miras, resultan menos incompatibles de lo que parecen a los fanáticos abogados de una y otra.

Aparte, no obstante, de los casos en que la cultura y la utilidad inmediata pueden combinarse, hay utilidad mediata, de varias clases distintas, en la posesión de conocimiento que no contribuye a la eficiencia técnica. Creo que algunos de los peores rasgos del mundo moderno podrían mejorarse con un mayor estímulo a tal conocimiento y una menos despiadada persecución de la mera competencia profesional.

Cuando la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito definido, el resultado final, para la mayoría de la gente, es el desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración nerviosa. Los hombres que dirigían la política alemana durante la guerra cometieron equivocaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a la campaña submarina, que llevó a los americanos al lado de los aliados, y que cualquier persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada hubiera estimado imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar cuerdamente a causa de la concentración mental y la falta de descanso. El mismo tipo de situación se ve dondequiera que grupos de hombres emprenden tareas que imponen un prolongado esfuerzo sobre los impulsos espontáneos. Los imperialistas japoneses, los comunistas rusos, los nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso fanatismo que procede del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de determinadas tareas que deben realizarse. Cuando las tareas son tan importantes y tan realizables como suponen los fanáticos, el resultado puede ser magnífico; pero en la mayor parte de los casos la estrechez de miras ha determinado el olvido de alguna poderosa fuerza neutralizante o ha hecho que todas aquellas fuerzas semejen la obra del diablo, que ha de cumplirse por el castigo y el terror. Los hombres, como los niños, tienen necesidad de jugar, es decir, de períodos de actividad sin más propósito que el goce inmediato. Pero si el juego sirve su propósito, ha de ser posible hallar placer e interés en asuntos no relacionados con el trabajo.

Las diversiones de los habitantes de las ciudades modernas tienden a ser cada vez más pasivas y colectivas, y a reducirse a la contemplación inactiva de las habilidosas actividades de otros. Sin duda, tales diversiones son mejores que ninguna, pero no son tan buenas como podrían serlo las de una población que tuviese, debido a la educación, un más amplio campo de intereses intelectuales conectados con el trabajo. Una mejor organización económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse de la productividad de las máquinas, conduciría a un muy grande aumento del tiempo libre, y el mucho tiempo libre tiende a ser tedioso excepto para aquellos que tienen considerables intereses y actividades inteligentes. Para que una población ociosa sea feliz, tiene que ser población educada, y educada con miras al placer intelectual, así como a la utilidad directa del conocimiento técnico.

El elemento cultural en la adquisición de conocimientos, cuando es asimilado con éxito, conforma el carácter de los pensamientos y los deseos de un hombre, haciendo que se relacionen, al menos en parte, con grandes objetivos impersonales y no sólo con asuntos de importancia inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera que, cuando un hombre ha adquirido determinadas capacidades por medio del conocimiento, las usará en forma socialmente beneficiosa. La concepción estrechamente utilitarista de la educación ignora la necesidad de disciplinar los propósitos de un hombre tanto como su práctica técnica. En la naturaleza humana no educada hay un considerable elemento de crueldad, que se muestra de muchas formas, importantes o insignificantes. Los niños en la escuela tienden a ser crueles con un nuevo niño, o con cualquiera cuyas ropas no sean totalmente convencionales. Muchas mujeres (y no pocos hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por medio de la murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de toros; los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos adquieren formas más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks en Rusia. Todo imperialismo ofrece campo para tales impulsos, y en la guerra son santificados como la más elevada forma del deber público.

De modo que se debe admitir que gente con un alto nivel de educación es a veces cruel; y creo que no puede haber duda de que esa gente es cruel mucho menos frecuentemente que aquella cuya mente se ha dejado en barbecho. El bravucón del colegio rara vez es un muchacho cuyo aprovechamiento en los estudios está por sobre el promedio. Cuando tiene lugar un linchamiento, los cabecillas son casi invariablemente hombres muy ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la mente produzca sentimientos humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más bien porque proporciona otros intereses que el mal trato a los vecinos, y otras fuentes de respeto a la propia personalidad que la afirmación de dominio. Las dos cosas más universalmente deseadas son el poder y la admiración. Los hombres ignorantes, generalmente, no pueden conseguir ninguna de las dos sino por medios brutales que llevan aparejada la adquisición de superioridad física. La cultura proporciona al hombre formas de poder menos dañinas y medios más dignos para hacerse admirar. Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo, y su poder excedió inconmensurablemente del de sus perseguidores. No tuvo, por tanto, necesidad de aspirar a ser, a su vez, perseguidor.

Quizá la ventaja más importante del conocimiento "inútil" es que favorece un estado mental contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no sólo para la acción sin la adecuada reflexión previa, sino también para cualquier clase de acción en ocasiones en que la sabiduría aconsejaría la inacción. La gente muestra sus tendencias en esta cuestión de varias curiosas maneras. Mefistófeles dice al joven estudiante que la teoría es gris pero el árbol de la vida es verde, y todo el mundo cita esto como si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que éste suponía que era probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es tenido por una terrible advertencia contra el pensamiento sin acción, pero nadie tiene a Otelo como una advertencia contra la acción sin pensamiento. Los profesores como Bergson, por una especie de culto de moda al hom bre práctico, condenan la filosofía y dicen que la vida, en su manifestación más elevada, debería parecerse a una carga de caballería. Por mi parte, estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo. El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es Probable que, tarde o temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa; sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.

Una disposición mental contemplativa tiene ventajas que van de lo más trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado "Por qué son más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan". Cuando uno se impacienta por la dificultad existente para asegurar la cooperación internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar en el santificado rey Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose con el Viejo de la Montaña, que aparece en Las mil y una noches como la oscura fuente de la mitad de la maldad del mundo. Cuando la rapacidad de los capitalistas se hace opresiva, podemos consolarnos en un instante con el recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud republicana, prestaba dinero a una ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un ejército privado para sitiarla cuando dejaba de pagarle los intereses.

El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia, llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra "albaricoque" se deriva de la misma fuente latina que la palabra "precoz", porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial "al" fue añadida por equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce.

Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron sociedades "para la difusión del conocimiento útil", con el resultado de que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor del conocimiento "inútil".

Al abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un día en que me amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una "sustancia melancólica", pero que, mientras algunos piensan que puede ser engendrada por los cuatro humores, "Galeno sostiene que solamente puede ser engendrada por tres, excluyendo la flema o pituita, y su aserción cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual que Furcio, Montalto, Montano... ¿Cómo -dicen- puede lo blanco llegar a ser negro?". A pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y Cardan, Guianerio y Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión contraria. Confortada por estas reflexiones históricas, mi melancolía, fuera producida por tres o por cuatro humores, se disipó. Como cura para una preocupación excesiva, pocas medidas más efectivas puedo imaginar que un curso sobre tales controversias antiguas.

Pero en tanto que -los placeres triviales de la cultura tienen su lugar en el alivio de los problemas triviales de la vida práctica, los méritos más importantes de la contemplación están relacionados con los males mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega marcha de las naciones hacia el desastre innecesario. Para aquellos a quienes ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la necesidad de algún sucedáneo, si la vida no se les hace polvorienta y áspera y llena de agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de iracundos y egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un todo, y dispuestos a destruir la civilización antes que retroceder una pulgada. Para esta estrechez ninguna dosis de instrucción técnica proporcionará un antídoto. El antídoto, en tanto sea cuestión de la psicología individual, ha de hallarse en la historia, en la biología, en la astronomía, en todos aquellos estudios que, sin aniquilar el respeto a la propia personalidad, capacitan al individuo para verse en su verdadera perspectiva. Lo que se necesita no es este o aquel trozo específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la extrañamente accidental y efímera posición del hombre en el cosmos -todo esto tocado por un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender-. La sabiduría brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción impersonal.

La vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en las dos centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento conduce al hombre a la trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención de grandes mitos colectivos. Pero esos alivios momentáneos no hacen a la larga sino incrementar las fuentes de sufrimiento. Tanto la desgracia privada como la pública sólo pueden ser dominadas en un proceso en que la voluntad y la inteligencia interactúen: el papel de la voluntad consiste en negarse a eludir el mal o a aceptar una solución irreal, mientras que el papel de la inteligencia consiste en comprenderlo, hallar un remedio, si es remediable, y, si no, hacerlo soportable viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como inevitable y recordando lo que queda fuera de él en otras regiones, en otras edades, y en los abismos del espacio interestelar.

Publicado en el volumen ENSAYOS IMPOPULARES, Bertrand Russell










jueves, 21 de septiembre de 2023

Respuestas de un majadero, lacl / Pentagrama / Galería de ociosos.



El caminante es Vachel Lindsay, el poeta

Si la vida humana se viviera con justeza, todo ser humano debería ser viajero, cuando no poeta... 

- Oiga, y usted, ¿qué hace, a qué se dedica? Le preguntarían a uno. 

- ¿Yo? Soy viajero, respondería uno, a pulmón henchido.

- Pero, ¿para qué? ¿con qué finalidad? ¿le pagan por eso?

- Viajo para viajar (no se complicaría uno aduciendo que por el mero gusto de ver o de vivir). Y no, no me pagan por eso, pero deberían…

- “Qué desvergonzado”, escucharía uno decir al que se aleja farfullando entre dientes.


Pentagrama

A la sombra de un león


Galería de ociosos