Édouard Schuré, Los Grandes Iniciados.
Pitágoras Capítulo IV.
LA ORDEN Y LA DOCTRINA
La ciudad de Crotona ocupaba la extremidad del golfo de Tarento, cerca del promontorio Laciniano, frente a la alta mar. Era, con Sybaris, la ciudad más floreciente de Italia meridional. Tenía fama su constitución dórica, sus atletas vencedores en los juegos de Olimpia, sus médicos rivales de los Asclepiades. Los Sybaritas debieron su inmortalidad a su lujo y a su vida muelle. Los Crotonios estarían quizá olvidados, a pesar de sus virtudes, si no hubieran tenido la gloria de ofrecer su asilo a la grande escuela de filosofía esotérica conocida bajo el nombre de secta pitagórica, que se puede considerar como la madre de la escuela platónica y como la antecesora de todas las escuelas idealistas. Por nobles que sean las descendientes, ella les sobrepuja con mucho. La escuela platónica procede de una iniciación incompleta; la jescuela estoica ha perdido ya la verdadera tradición. Los otros sistemas de filosofía antigua y moderna son especulaciones más o menos felices, mientras que la doctrina de Pitágoras estaba basada sobre una ciencia experimental y acompañada de una organización completa de la vida.
Como las ruinas de la ciudad desaparecida, los secretos de la orden y el pensamiento del maestro se hallan hoy profundamente sepultados bajo tierra.
Tratemos, sin embargo, de hacerlos revivir. Ello será para nosotros una ocasión de penetrar hasta el corazón de la doctrina filosófica, arcano de las religiones y de las filosofías, y de levantar una punta del velo de Isis a la claridad del genio griego.
Varias razones determinaron a Pitágoras a elegir aquella colonia dórica como centro de acción. Su objetivo no era únicamente enseñar la doctrina esotérica a un círculo de discípulos elegidos, sino también aplicar sus principios a la educación de la juventud y a la vida del Estado. Aquel plan contenía la fundación de un instituto para la iniciación laica, con la segunda intención de transformar poco a poco la organización política de las ciudades a imagen de aquel ideal filosófico y religioso. Cierto es que ninguna de las repúblicas de la Hélade o del Peloponeso hubiese tolerado tal innovación.
Hubieran acusado al filósofo de conspirar contra el Estado. Las ciudades griegas del golfo de Tarento, menos minadas por la demagogia, eran más liberales. Pitágoras no se engañó cuando esperaba encontrar una acogida favorable para sus reformas en el senado de Crotona. Agreguemos que sus miras se extendían más allá de Grecia. Adivinando la evolución de las ideas,preveía la caída del helenismo y pensaba depositar en el espíritu humano los principios de una religión científica. Al fundar su escuela en el golfo de Tarento, esparcía las ideas esotéricas por Italia, y conservaba en el vaso precioso de su doctrina la esencia purificada de la sabiduría oriental, para los pueblos del Occidente.
Al llegar a Crotona, que se inclinaba entonces hacia la vida voluptuosa de su vecina Sybaris, Pitágoras produjo allí una verdadera revolución. Porfirio y Jámblico nos pintan sus principios como los de un mago, más bien que como los de un filósofo. Reunió a los jóvenes en el templo de Apolo, y logró por su elocuencia arrancarles del vicio. Reunió a las mujeres en el templo de Juno, y las persuadió a que llevaran sus vestidos de oro y sus ornamentos a aquel mismo templo, como trofeos de la derrota de la vanidad y del lujo. Él envolvía en gracia la austeridad de sus enseñanzas. De su sabiduría se escapaba una llama comunicativa. La belleza de su semblante, la nobleza de su persona, el encanto de su fisonomía y de su voz, acababan de seducir. Las mujeres le comparaban a Júpiter, los jóvenes a Apolo hiperbóreo. Cautivaba, arrastraba a la multitud, muy admirada al escucharle de enamorarse de la virtud y de la verdad.
El Senado de Crotona, o Consejo de los mil, se inquietó de aquel ascendiente. Obligó a Pitágoras a dar razón ante él de su conducta y de los medios que empleaba para dominar los espíritus. Esto fue para él una ocasión de desarrollar sus ideas sobre la evolución, y de demostrar que lejos de amenazar a la constitución dórica de Crotona, no harían más que afirmarla.
Cuando hubo ganado a su provecto a los ciudadanos más ricos y la mayoría del senado, les propuso la creación de un instituto para él y para sus discípulos. Aquella cofradía de iniciados laicos llevaría la vida común en un edificio construido ad hoc, pero sin separarse de la vida civil. Aquellos de entre ellos que merecieran ya el nombre de maestros, podrían enseñar las ciencias físicas, psíquicas y religiosas. En cuanto a los jóvenes, serían admitidos a las lecciones de los maestros y a los diversos grados de iniciación, según su inteligencia y su buena voluntad, bajo la vigilancia del jefe de la orden. Para empezar tenían que someterse a las reglas de la vida común y pasar todo el día en el instituto, vigilados por los maestros. Los que querían entrar formalmente en la orden, debían abandonar su fortuna a un curador con libertad de volver a disfrutarla cuando quisieran. Había en el instituto una sección para las mujeres, con iniciación paralela, pero diferenciada y adaptada a los deberes de su sexo.
Aquel proyecto fue adoptado con entusiasmo por el Senado de Crotona, y al cabo de algunos años se elevaba en los alrededores de la ciudad un edificio rodeado de vastos pórticos y de jardines bellos. Los Crotonios le llamaron el templo de las Musas; y en realidad había en el centro de aquellos edificios, cerca de la modesta habitación del maestro, un templo dedicado a estas divinidades.
Así nació el instituto pitagórico, que vino a ser a la vez un colegio de educación, una academia de ciencias y una pequeña ciudad modelo, bajo la dirección de un gran maestro iniciado. Por la teoría y la práctica, por las ciencias y las artes reunidas, llegaba lentamente a aquella ciencia de las ciencias, a esa armonía mágica del alma y del intelecto con el universo, que los pitagóricos consideraban como el arcano de la filosofía y de la religión. La escuela pitagórica tiene para nosotros un interés supremo, porque ella fue la más notable tentativa de iniciación laica. Síntesis anticipada del helenismo y del cristianismo, ella injertó el fruto de la ciencia sobre el árbol de la vida; ello reconoció esa realización interna y viviente de la verdad, que únicamente puede dar la fe profunda. Realización efímera, pero de una importancia capital que tuvo la fecundidad del templo.
Para formarnos una idea, penetremos en el instituto pitagórico y sigamos paso a paso la iniciación del novicio.
EL INSTITUTO PITAGÓRICO - LAS PRUEBAS
Brillaba sobre una colina, entre los cipreses y olivos, la blanca morada de los humanos iniciados. Desde abajo, a lo largo de la costa, se distinguían sus pórticos, sus jardines, su gimnasio. El templo de las musas elevaba sobre las dos alas del edificio su columnata circular, de aérea elegancia. Desde la terraza de los jardines exteriores se dominaba la ciudad con su Printaneo, su puerto, su plaza de las asambleas. A lo lejos, el golfo se mostraba entre las escarpadas costas como una copa de ágata, y el mar Jónico cerraba el horizonte con su línea de azul. A veces se veían salir, del ala izquierda del edificio, mujeres con trajes de diversos colores, que descendían en largas filas hacia el mar, por la avenida de los cipreses. Iban a cumplir sus ritos al templo de Ceres. Con frecuencia también, del ala derecha subían hombres con túnicas blancas al templo de Apolo. Y no era el menor atractivo para la imagen curiosa de la juventud, el pensar que la escuela de los iniciados estaba colocada bajo la protección de aquellas divinidades, de las cuales una, la gran Diosa, contenía los misterios profundos de la Mujer y de la tierra, y la otra, el Dios solar, revelaba los del Hombre y del Cielo.
Se mostraba, pues, esplendorosa, fuera y encima de la urbe populosa, la pequeña ciudad de los elegidos. Su tranquila serenidad atraía los nobles instintos de la juventud, más nada se veía de lo que pasaba dentro, y se sabía que no era cosa fácil el ser admitido. Un sencillo seto vivo circundaba los jardines del instituto de Pitágoras, la puerta de entrada estaba abierta durante el día. Pero allí había una estatua de Hermes, y se leía sobre su zócalo: Eskato Bebeloi, ¡atrás los profanos!. Todo el mundo respetaba aquel mandato de los Misterios.
Pitágoras era extremadamente difícil para la admisión de los novicios, diciendo que “no toda la madera sirve para hacer un Mercurio”. Los jóvenes que querían entrar en la asociación, debían sufrir un tiempo de prueba y de ensayo. Presentados por sus padres o por uno de los maestros, les permitían al pronto entrar en el gimnasio pitagórico, donde los novicios se dedicaban a los juegos de su edad. El joven notaba al primer golpe de vista, que aquel gimnasio no se parecía al de la ciudad. Ni gritos violentos, ni grupos ruidosos, ni fanfarronería ridícula, ni la vana demostración de la fuerza de los atletas en flor, desafiándose unos a otros y mostrándose sus músculos, sino grupos de jóvenes afables y distinguidos, paseándose dos a dos bajo los pórticos o jugando en la arena. Le invitaban ellos con gracia y sencillez a tomar parte en su conversación, como si fuera uno de los suyos, sin mirarle de arriba abajo con miradas sospechosas o sonrisas burlonas. En la arena se ejercitaban en la carrera, en el lanzamiento del venablo y del disco. También ejecutaban combates simulados bajo la forma de danzas dóricas, pero Pitágoras había desterrado severamente de su instituto la lucha cuerpo a cuerpo, diciendo que era superfluo y aun peligroso desarrollar el orgullo y el odio con la fuerza y la agilidad, que los hombres destinados a practicar las virtudes de la amistad no debía comenzar por luchar unos con otros y derribarse en la arena como bestias feroces; un verdadero héroe sabría combatir con valor, pero sin furia; porque el odio nos hace inferiores a un adversario cualquiera. El recién llegado oía aquellas máximas del maestro repetidas por los novicios, orgullosos de comunicarle su precoz sabiduría. Al mismo tiempo, le incitaban a manifestar sus opiniones, a contradecirles libremente. Animado por ello, el ingenuo pretendiente mostraba bien pronto a las claras su verdadera naturaleza. Dichoso de ser escuchado y admirado, peroraba y se expansionaba a su gusto. Durante aquel tiempo, los maestros le observaban de cerca sin corregirle jamás. Pitágoras llegaba de improviso para estudiar sus gestos y palabras. Concedía él una atención particular al aire y a la risa de los jóvenes.
La risa, decía, manifiesta el carácter de una manera indudable y ningún disimulo puede embellecer la risa de un malvado. También había hecho un tan profundo estudio de la fisonomía humana que sabía leer en ella el fondo del alma. (Orígenes pretende que Pitágoras fue el inventor de la fisiognomía).
Por medio de aquellas minuciosas observaciones, el maestro se formaba una idea precisa de sus futuros discípulos. Al cabo de algunos meses, llegaban las pruebas decisivas, que eran imitaciones de la iniciación egipcia, pero menos severas y adaptadas a la naturaleza griega, cuya impresionabilidad no hubiese soportado los mortales espantos de las criptas de Memfis y de Tebas.
Hacían pasar la noche al aspirante pitagórico en una caverna de los alrededores de la ciudad, donde pretendían que había monstruos y apariciones.
Los que no tenían la fuerza de soportar las impresiones fúnebres de la soledad y de la noche, que se negaban a entrar o huían antes de la mañana, eran juzgados demasiado débiles para la iniciación y despedidos.
La prueba moral era más seria. Bruscamente, sin preparación, encerraban una mañana al discípulo en una celda triste y desnuda. Le dejaban una pizarra y le ordenaban fríamente que buscara el sentido de uno de los símbolos pitagóricos, por ejemplo: “¿Qué significa el triángulo inscrito en el círculo?”. O bien: “¿Por qué el dodecaedro comprendido en la esfera es la cifra del universo?”. Pasaba doce horas en la celda con su pizarra y su problema, sin otra compañía que un vaso de agua y pan seco. Luego le llevaban a una sala, ante los novicios reunidos. En esta circunstancia, tenían orden de burlarse sin piedad del desdichado, que malhumorado y hambriento comparecía ante ellos como un culpable. — “He aquí, decían, al nuevo filósofo. ¡Qué semblante más inspirado!. Va a contarnos sus meditaciones. No nos ocultes lo que has descubierto. De ese modo meditarás sobre todos los símbolos. Cuando estés sometido un mes a régimen, verás como te vuelves un gran sabio”.
En este preciso momento es cuando el maestro observaba la aptitud y profunda atención. Irritado por el desayuno, con la fisonomía del joven colmado de sarcasmos, humillado por no haber podido resolver el problema, un enigma incomprensible para él, tenía que hacer un gran esfuerzo para dominarse. Algunos lloraban de rabia; otros respondían con palabras cínicas; otros, fuera de sí, rompían su pizarra con furor, llenando de injurias al maestro, a la escuela y a los discípulos. Pitágoras comparecía entonces, y decía con calma, que habiendo soportado tan mal la prueba de amor propio, le rogaba no volviera más a una escuela de la cual tan mala opinión tenía, y en la que las elementales virtudes debían ser la amistad y el respeto a los maestros.
El candidato despedido se iba avergonzado y se volvía a veces un enemigo temible para la orden, como aquel famoso Cylón, que más tarde amotinó al pueblo contra los pitagóricos y produjo la catástrofe de la orden. Los que, al contrario, soportaban los ataques con firmeza, que respondían a las provocaciones con palabras justas y espirituales, y declaraban que estaban prestos a comenzar la prueba cien veces para obtener una sola parcela de la sabiduría, eran solemnemente admitidos en el noviciado y recibían las entusiastas felicitaciones de sus nuevos condiscípulos.
PRIMER GRADO - PREPARACIÓN (PARASKEIE)
EL NOVICIADO Y LA VIDA PITAGÓRICA
Únicamente entonces comenzaba el noviciado llamado preparación (paraskeié) que duraba al menos dos años y podía prolongarse hasta cinco.
Los novicios u oyentes (akusikoi) se sometían durante las lecturas que recibían, a la regla absoluta del silencio. No tenían el derecho de hacer una objeción a sus maestros, ni de discutir sus enseñanzas. Debían recibirlas con respeto y meditar sobre ellas ampliamente. Para imprimir esta regla en el espíritu del nuevo oyente, se le mostraba una estatua de mujer envuelta en amplio velo, un dedo sobre sus labios: la Musa del silencio.
Pitágoras no creía que la juventud fuese capaz de comprender el origen y el fin de las cosas. Pensaba que ejercitarla en la dialéctica y en el razonamiento, antes de haberla dado el sentido de la verdad, formaba cabezas huecas y sofistas pretenciosos. Pensaba él desarrollar ante todo en sus facultades la facultad primordial y superior del hombre: la intuición. Y para ello, no enseñaba cosas misteriosas o difíciles. Partía de los sentimientos naturales, de los primeros deberes del hombre a su entrada en la vida y mostraba su relación con las leyes universales. Al inculcar por el pronto a los jóvenes el amor a sus padres, agrandaba aquel sentimiento asimilando la idea de padre a la de Dios, el gran creador del universo. “Nada más venerable, decía, que la cualidad del padre. Homero ha llamado a Júpiter el rey de los Dioses; mas para mostrar toda su grandeza le llama padre de los Dioses y de los hombres”. Comparaba a la madre con la naturaleza generosa y bienhechora; como Cibeles celeste produce los astros, como Demeter genera los frutos y las flores de la tierra, así la madre alimenta al hijo con todas las alegrías. El hijo debía, pues, honrar a su padre y a su madre como representantes efigies terrestres de aquellas grandes divinidades. Mostraba también que el amor que se tiene por la patria procede del amor que se ha sentido en la infancia por la madre. Los padres nos son dados, no por casualidad, como el vulgo cree, sino por un orden antecedente y superior llamado fortuna o necesidad. Es preciso honrarles, pero en cuanto a los amigos, es necesario escoger. Se aconsejaba a los novicios que se agrupasen dos a dos, según sus afinidades. El más joven debía buscar en el de mayor edad las virtudes que buscaba y los dos compañeros debían excitarse a la vida mejor. “El amigo es un otro yo. Es preciso honrarle como a un Dios”, decía el maestro. Si la regla pitagórica imponía al novicio oyente una absoluta sumisión a los maestros, le devolvía su plena libertad en el encanto de la amistad; de ésta hacía el estimulante de todas las virtudes, la poesía de la vida, el camino del ideal.
Las energías individuales eran así despertadas, la moral se volvía viva y poética, la regla aceptada con amor cesaba de ser una violencia y se volvía la afirmación de una personalidad. Pitágoras quería que la obediencia fuese un asentimiento. Además, la enseñanza moral preparaba la enseñanza filosófica.
Porque las relaciones que se establecían entre los deberes sociales y las armonías del Cosmos hacían presentir la ley de las analogías y de las concordancias universales. En esta ley reside el principio de los Misterios, de la doctrina oculta y de toda filosofía. El espíritu del discípulo se habituaba a encontrar la huella de un orden invisible en la realidad visible. Máximas generales, prescripciones sucintas abrían perspectivas sobre aquel mundo superior. Mañana y tarde los versos dorados sonaban al oído del discípulo con los acentos de la lira:
Da a los inmortales Dioses el culto consagrado, Guarda firme tu fe.
Comentando esta máxima se enseñaba que los Dioses, diversos en apariencia, eran en el fondo los mismos en todos los pueblos, puesto que correspondían a las mismas fuerzas intelectuales y anímicas, activas en todo el universo. El sabio podía, pues, honrar a los Dioses de su patria, aunque formándose de su esencia una idea diferente del vulgo. Tolerancia para todos los cultos; unidad de los pueblos en la humanidad; unidad de las religiones en la ciencia esotérica: esas ideas nuevas se dibujaban vagamente en el espíritu del novicio, como divinidades grandiosas entrevistas en el esplendor del poniente. Y la lira de oro continuaba sus graves enseñanzas:
Venera la memoria
De los héroes bienhechores, espirituales semidivinos.
Tras estos versos, el novicio veía relucir, como a través de un velo, la divina Psiquis, el alma humana. La ruta celeste brillaba como un reguero de luz. Porque en el culto de los héroes y de los semidioses, el iniciado contemplaba la doctrina de la vida futura y el misterio de la evolución universal. No se revelaba al novicio este gran secreto, pero se le preparaba a comprenderlo, hablándole de una jerarquía de seres superiores a la humanidad, llamados héroes y semidioses, que son sus guías y sus protectores. Se agregaba que ellos servían de intermediarios entre el hombre y la divinidad, que por ellos podía llegar a aproximársele practicando las virtudes heroicas y divinas. “¿Pero de qué modo comunicar con esos invisibles genios? ¿De dónde viene el alma? ¿A dónde va? ¿Por qué ese sombrío misterio de la muerte?” El novicio no osaba formular estas cuestiones, pero se adivinaban en sus miradas, y por toda respuesta sus maestros le mostraban luchadores en la tierra, estatuas en los templos y almas glorificadas en el cielo, “en la ciudadela ígnea de los dioses”, adonde Hércules había llegado.
En el fondo de los misterios antiguos se relacionaban los dioses todos con el Dios único y supremo. Esta revelación, enseñada con todas sus consecuencias, venía a ser la clave del Cosmos. Por esto la reservaban por completo a la iniciación propiamente dicha. El novicio no sabía nada.
Únicamente le dejaban entrever esta verdad a través de lo que le decían de las potencias de la música y del número. Porque los números, enseñaba el maestro, contienen el secreto de las cosas, y Dios es la armonía universal. Las siete modalidades sagradas, constituidas sobre las siete notas del heptacordio, corresponden a los siete colores de la luz, a los siete planetas y a los siete modos de existencia que se reproducen en todas las esferas de la vida material y espiritual, desde la más pequeña a la más grande. Las melodías de estas modalidades, sabiamente fundidas, debían equilibrar el alma y volverla suficientemente armoniosa para vibrar de un modo preciso al soplo de la verdad.
A esta purificación del alma correspondía necesariamente la del cuerpo, que se obtenía por la higiene y la disciplina severa de las costumbres. Vencer sus pasiones era el primer deber de la iniciación. El que en su propio ser no ha formado armonía, no puede reflejar la armonía divina. Sin embargo, el ideal de la vida pitagórica nada tenía de la vida ascética, puesto que el matrimonio era considerado como santo. Pero se recomendaba la castidad a los novicios y la moderación a los iniciados, como una fuerza y una perfección. “No cedas a la voluptuosidad más que cuando consientas en ser inferior a ti mismo”, decía el maestro. Añadía que la voluptuosidad no existe por sí misma y la comparaba “al canto de las Sirenas, que al aproximarse a ellas se desvanecen, no dejando en el sitio que ocupaban más que huesos rotos y carnes sangrientas sobre un escollo roído por las olas, mientras que el verdadero goce es semejante al concierto de las Musas, que dejan en el alma una celeste armonía”. Pitágoras creía en las virtudes de la mujer iniciada, pero desconfiaba mucho de la mujer natural. A un discípulo que le preguntaba cuándo se le permitiría acercarse a una mujer, le respondió irónicamente:
“Cuando estés cansado de tu reposo”.
La jornada pitagórica se ordenaba de la manera siguiente. En cuanto el disco ardiente del sol salía de las ondas azules del mar Jónico y doraba las columnas del templo de las Musas, sobre la morada de los iniciados, los jóvenes pitagóricos cantaban un himno a Apolo, ejecutando una danza dórica de un carácter viril y sagrado. Después de las abluciones de rigor, daban un paseo al templo guardando el silencio. Cada despertar es una resurrección que tiene su flor de inocencia. El alma debía recogerse al comienzo del día y estar virgen para la lección de la mañana. En el bosque sagrado se agrupaban alrededor del maestro o de sus intérpretes, y la lección se prolongaba bajo la frescura de los grandes árboles o a la sombra de los pórticos. A mediodía se dirigía una plegaría a los héroes, a los genios benévolos. La tradición esotérica suponía que los buenos espíritus prefieren aproximarse a la tierra con la radiación solar, mientras que los malos espíritus frecuentan la sombra y se difunden en la atmósfera con la noche. La frugal comida de mediodía se componía generalmente de pan, de miel y de aceitunas. La tarde se consagraba a los ejercicios gimnásticos, luego al estudio, a la meditación y a un trabajo mental sobre la lección de la mañana. Después de la puesta del sol, se oraba en común, se cantaba un himno a los dioses cosmogónicos, a Júpiter celeste, a Minerva providencia, a Diana protectora de los muertos. Durante aquel tiempo, el incienso ardía sobre el altar al aire libre, y el himno mezclado con el perfume subía dulcemente en el crepúsculo, mientras las primeras estrellas perforaban el pálido azul. El día terminaba con la comida ele la noche, después de la cual el más joven daba lectura a un libro, comentándolo el de más edad.
Así transcurría la jornada pitagórica, límpida como un manatial, clara como una mañana sin nubes. El año se ritmaba según las grandes fiestas astronómicas. La vuelta de Apolo hiperbóreo y la celebración de los misterios de Ceres, reunían a los novicios e iniciados de todos grados, hombres y mujeres. Se veían jóvenes de púrpura y azafrán, ejecutando coros acompañados de cánticos, con los movimientos armoniosos de la estrofa y de la antiestrofa que imitó más tarde la tragedia. En medio de aquellas grandes fiestas, en que la divinidad parecía presente en la gracia ele las formas y de los movimientos, en la melodía incisiva de los coros, el novicio tenía como un presentimiento de las fuerzas ocultas, de las todopoderosas leyes del universo animado, del cielo profundo y transparente. Los matrimonios, los ritos fúnebres tenían un carácter más íntimo, pero no menos solemne. Una ceremonia original daba base al trabajo de la imaginación. Cuando un novicio salía voluntariamente del instituto para continuar su vida vulgar o cuando un discípulo había traicionado un secreto de la doctrina, lo que sólo ocurrió una vez, los iniciados le elevaban una tumba en el recinto consagrado, como si hubiera muerto. El maestro decía: “Está más muerto que los muertos, puesto que ha vuelto a la mala vida; su cuerpo se pasea entre los hombres, pero su alma ha muerto: llorémosla”. ― Y aquella tumba elevada a un vivo le perseguía como su propio fantasma y como un siniestro augurio.
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