lunes, 11 de noviembre de 2019

El lenguaje no pertenece a la lengua, sino al corazón. Paracelso - James Hillman en el epígrafe de El Pensamiento del corazón. / La realidad psíquica. – James Hillman / MISA GAIA.





"...El lenguaje no pertenece a la lengua, sino al corazón. La lengua es sólo el instrumento con el que se habla. Quien es mudo es mudo en el corazón, no en la lengua. [...] Déjame oírte hablar y te diré cómo es tu corazón..."

El fragmento es de Paracelso. Lo cita James Hillman en el epígrafe de El Pensamiento del corazón.

Creo que los políticos y sus más allegados colaboradores, aquellas personas que se autodenominan "hombres de empresa" (lo que incluye tanto a figuras públicas como a quienes operan tras bastidores) son, entre todos los seres humanos, más propensos a echarle un tijerazo al cordón de plata que va del corazón a la lengua que cualquier persona que se dedique a otras actividades, sean serviles o non serviles.

Pero se ha visto también cómo algunas personas que inicialmente se presentaban como poetas, pintores, músicos, filósofos, es decir, seres que cultivan (o cultivaban) una actividad propiamente non servil, pueden apelar a las tijeras para sumarse a una más rentable y servil labor como redactores de panegíricos o creadores de un "arte" que coquetea con la adulación.

Escriben y hablan con el instrumento, pero no usan la tinta que bombea el corazón...

lacl

P. S. El libro de Hillman, capital desde mi punto de vista, incluye dos trabajos, el que da título al libro, obra magna, y Ánima Mundi, no menos encomiable, del que dejamos un fragmento. La edición que tengo la fortuna de poseer es la de Siruela. Aclaro que la traducción del presente texto no es exacta, al cien por ciento, a la de Siruela, aunque traslada la misma esencia del texto de Hillman.

(lacl)

La realidad psíquica. – James Hillman

Para hablar, para ser escuchado hoy en el mundo, es necesario dirigirse al mundo, pues el mundo está entre el público que está escuchando lo que decimos. Por lo tanto estas palabras van dirigidas al mundo, a sus problemas, a su sufrimiento en el alma. Hablaré como psicólogo, como hijo del alma que le habla a la psique.

Decir “hijo del alma” es hablar de una manera renacentista, florentina, siguiendo los pasos de Marsilio Ficino, que fue el primero en situar el alma en el centro de su visión, una visión que no excluye ningún elemento del mundo porque la psique incluye el mundo: todas las cosas ofrecen alma. Todas y cada una de las cosas de nuestra artificial vida urbana tienen importancia psicológica.

El renacimiento de una psicología que le devuelva la realidad psíquica al mundo encontrará su punto de partida en la psicopatología, en las situaciones en las que se produce el sufrimiento de la propia psique, allí donde siempre nace la psicología profunda, y no en una concepción psicológica de esa realidad. En ningún otro lugar la divergencia entre la realidad psíquica efectiva y los conceptos de la psicología se revelan tan claramente como en la propia psicología, que hoy está más agotada que los pacientes que recurren a ella. La psicología profunda busca su propio renacimiento. Se ha encerrado en sí misma, se ha vuelto pretenciosa y comercial, impregnándose de la mauvaise foi (mala fe) que caracteriza al poder camuflado; esa mala fe que ya no refleja aquel sentimiento ficiniano, sino que se adapta insidiosamente a un mundo que desatiende cada vez más al alma. Sin embargo, la psicología refleja al mundo en el que opera; esto implica que el retorno del alma a la psicología, el renacimiento de su profundidad, requiere un retorno a las profundidades psíquicas del mundo.

Veo que los pacientes son ahora más sensitivos que el mundo en el que viven: no es que no sean capaces de percibir las cosas y de adaptarse “de manera realista”, sino más bien que la realidad de los fenómenos del mundo parece incapaz de adaptarse a la sensibilidad de los pacientes. Me asombra su vitalidad y su belleza, en contraste con la inercia y la fealdad del mundo en el que viven. La conciencia cada vez mayor de las realidades subjetivas -ese refinamiento del alma resultante de cien años de psicoanálisis- se ha vuelto incompatible con el atraso de la realidad externa, que durante esos cien años ha degenerado en una brutal uniformidad y en una enorme degradación.

Cuando digo que los trastornos de los pacientes son reales, quiero decir realistas, conformes al mundo exterior. Es decir que las distorsiones de la comunicación, la sensación de acoso y alienación, la falta de intimidad en el entorno, el sentimiento de falsedad y de vacío interior, que implacablemente experimentamos en esta nuestra morada común, son auténticas valoraciones realistas y no sólo percepciones de nuestro yo intrasubjetivo. Mi profesión me enseña que ya no puedo distinguir claramente entre neurosis del yo y neurosis del mundo, entre psicopatología del yo y psicopatología del mundo. Me enseña también que ubicar las neurosis y psicopatologías exclusivamente en la realidad personal es una represión imaginaria de lo que estamos experimentando verdadera y realmente. Esto implica que mis teorías de la neurosis y las categorías de la psicopatología deben ser ampliadas radicalmente para no alimentar las patologías mismas que me dedico a curar.

No hace mucho tiempo el trastorno del paciente estaba solo en el paciente. Un problema psicológico era considerado intra-subjetivo, y la terapia consistía en reordenar la dinámica de la psique interna. Complejos, funciones, estructuras, recuerdos, emociones… la persona debía ser readaptada, liberada, desarrollada en su interior. Más recientemente, con las terapias de grupo y las terapias de familia, el trastorno del paciente fue localizado en sus relaciones sociales: el problema psicológico era considerado inter-subjetivo, y la terapia consistía en reordenar las psicodinámicas interpersonales en las relaciones entre los compañeros, o entre los diversos miembros de la familia. En ambos casos, la realidad intrapsíquica y la realidad interpsíquica estaba focalizada en lo subjetivo. En ambos casos el mundo seguía siendo exterior, material y muerto, un mero telón de fondo en el cual y alrededor del cual la subjetividad seguía haciendo su aparición. El mundo no era, pues, el centro de la atención terapéutica. Los terapeutas que se centraban en él eran de un orden inferior, más superficial: trabajadores sociales, asistentes, consejeros. El trabajo en profundidad se llevaba a cabo en la subjetividad psíquica de la persona.

Es cierto que la psiquiatría social, ya sea conductista, marxista o social en sentido propio, da mucha importancia a las realidades externas y sitúa los orígenes de la psicopatología en factores determinantes objetivos. Según esta teoría, lo que está “ahí fuera” determina en gran medida lo que hay “aquí dentro”. Así era el sueño americano, un sueño de inmigrantes: cambia el mundo y cambiarás al sujeto. Sin embargo estos determinantes sociales siguen siendo condiciones externas -económicas, culturales o sociales-; no son psíquicos o subjetivos en sí mismos. Lo exterior puede causar sufrimientos pero el ser humano no los padecía psíquicamente. Pese a todo su interés por el mundo exterior, la psiquiatría social se mueve también dentro de la idea del mundo que nos han transmitido Santo Tomás, Descartes, Locke y Kant. Esa visión del mundo como algo externo y no subjetivo es precisamente lo que necesita una nueva elaboración.

Antes de seguir adelante con ella, es preciso recordar la idea de realidad que suele caracterizar a la psicología profunda. Los diccionarios de psicología y las escuelas de todas las tendencias coinciden en que hay dos tipos de realidad. En primer lugar, el término alude a la totalidad de los objetos materiales existentes, o bien a la suma de las condiciones del mundo exterior. La realidad es pública, objetiva, social y habitualmente física. En segundo lugar, hay una realidad psíquica, que no se extiende en el espacio y constituye la esfera de la experiencia privada, que es interior, imaginativa, y está cargada de deseo. Habiendo separado la realidad psíquica de la realidad concreta o externa, la psicología elabora diversas teorías para relacionar los dos órdenes, pues su separación resulta en verdad inquietante. Ello significa que la realidad psíquica no es ni pública, ni objetiva, ni física, mientras que la realidad exterior, que es la suma de las condiciones y los objetos materiales existentes, carece por completo de alma: puesto que el alma ha sido privada del mundo, así también el mundo ha sido privado del alma.

Por consiguiente, cuando algo va mal en la vida de una persona, la psicología profunda sigue buscando la causa y la terapia en la intrasubjetividad y en la intersubjetividad. El mundo público, objetivo y físico de las cosas -edificios y formularios burocráticos, colchones y señales de tráfico, cartones de leche y autobuses- está excluido, por definición, de la etiología y de la terapia psicológica. Las cosas están situadas fuera del alma.

La psicoterapia ha intervenido con éxito en el campo de la realidad psíquica entendida como subjetividad, pero no ha revisado el concepto de subjetividad propiamente dicho. Y ahora se pone en duda incluso su éxito, porque los trastornos de los pacientes revelan problemas que ya no son sólo subjetivos en el sentido inicial. Cada vez que la psicoterapia consigue elevar la conciencia de la subjetividad humana, el mundo en el que están situadas todas las subjetividades se desmorona. El derrumbamiento se produce ahora en otros lugares: Vietnam y Watergate, escándalos bancarios que salpican al gobierno, contaminación y delincuencia callejera, disminución del número de personas que saben leer y escribir, aumento de la basura, el engaño y la ostentación. Ahora encontramos la patología en la psique de la política y de la medicina, en el lenguaje y en el diseño, en los alimentos que comemos. La enfermedad está ahora “ahí fuera”.

El uso contemporáneo de la palabra “derrumbamiento” muestra lo que quiero decir. Las centrales nucleares como Three Mile Island y Chernóbil constituyen ejemplos evidentes de derrumbamientos crónicos y posiblemente incurables. El sistema del tráfico, los sistemas educativos, el sistema judicial, los gigantes de la industria, los gobiernos municipales, la economía, la banca… todo está en crisis, se derrumba, o debe ser apuntalado ante la amenaza de un colapso. Los términos “colapso”, “desorden funcional”, “estancamiento”, “disminución de la productividad”, “depresión”, y “derrumbamiento” son aplicables tanto a las personas como a los sistemas públicos objetivos y a las cosas que hay dentro de esos sistemas. El derrumbamiento se extiende a todos los componentes de la vida civil porque la vida civil es ahora una vida artificial: ya no vivimos en un mundo biológico en el que la descomposición, la fermentación, la metamorfosis y el catabolismo son los equivalentes de la disfunción de las cosas artificiales.

Robert Sardello, colega y amigo mío, escribe:

En el siglo XIX era el individuo el que acudía a la terapia; en el siglo XX, en cambio, el paciente que sufre el derrumbamiento es el propio mundo (…). Los nuevos síntomas son la fragmentación, la especialización, la “maestría”, la depresión, la inflación, la pérdida de energía, las jergas y la violencia. Nuestros edificios están anoréxicos, nuestras empresas paranoicas, nuestra tecnología neurótica.

Allí donde se manifiesta el lenguaje de la psicopatología (crisis, derrumbamiento, colapso), la psique habla de sí misma en términos patologizados y se presenta como sujeto del pathos. De la misma manera que el derrumbamiento aparece en todos los síntomas de la lista de Sardello, así también aparece la psique o la realidad psíquica. 
Precisamente gracias a su derrumbamiento, el mundo está entrando en una nueva fase de conciencia: al llamar la atención sobre sí mismo por medio de sus síntomas, puede comenzar a tomar conciencia de sí mismo como realidad psíquica. El mundo es ahora objeto de un enorme sufrimiento y presenta una serie de síntomas graves y llamativos, por medio de los cuales se defiende del colapso. A la psicoterapia y a quienes la practican corresponde, pues, retomar aquella línea iniciada por Freud y que consiste en examinar la cultura con ojos de patólogo. Freud, en las páginas finales de El malestar en la cultura, escribió:

Hay una pregunta que me resulta difícil rehuir. Si el desarrollo de la civilización tiene (…) tantas semejanzas con la evolución del individuo (…) ¿no estará justificado el diagnóstico según el cual algunas civilizaciones -y posiblemente toda la humanidad- se han vuelto neuróticas? Una disección analítica de tales neurosis podría dar lugar a recomendaciones terapéuticas de gran interés práctico.

Traslademos lo que Freud pensaba sobre la neurosis y su análisis terapéutico, desde los individuos individualmente hasta la esfera comunitaria. 

Este análisis, así como el eros terapéutico que lleva al psicólogo hacia el mundo convertido en paciente, está viciado desde el principio, desde que se intentó localizar en la subjetividad individual la disfunción del mundo. La psicología profunda ha sostenido que la arquitectura no podrá cambiar, como tampoco la política o la medicina, mientras los arquitectos, políticos y médicos no se psicoanalicen; y ha insistido en que la patología del mundo exterior deriva simplemente de la patología del mundo interior. Los trastornos del mundo son obra del hombre, son representaciones y proyecciones de la subjetividad humana.

Pero esta visión ¿no es acaso, por parte de la psicología, una negación de las cosas tal como son a fin de conservar su propia visión del mundo? ¿No será que la psicología no es consciente de sus propias “defensas yoícas”? Si la psicología profunda se equivoca en este punto, entonces habrá que darle la vuelta a otra de sus defensas: la idea de proyección. No es sólo que mi patología se proyecte sobre el mundo, sino que éste me inunda porque no escucho su sufrimiento. Después de los cien años de soledad del psicoanálisis, soy más consciente de lo que proyecto hacia el exterior que de lo que la inconsciencia del mundo proyecta sobre mí.

Trabajar con un paciente dos o incluso cinco horas a la semana, y ampliar ese trabajo hacia una terapia del entorno, de la familia o de los compañeros de oficina, no puede impedir que la infección psíquica se extienda como una epidemia. No podemos vacunar al alma individual, ni aislarla contra las enfermedades del alma del mundo. Un matrimonio que se rompe puede ser analizado en sus raíces intra- e inter-subjetivas, pero mientras no tomemos también en consideración los aspectos materiales y la decoración de las habitaciones donde reside este matrimonio, el lenguaje que utiliza, la ropa con la que se viste, los alimentos y el dinero que comparte, los fármacos y cosméticos que usa, los sonidos, olores y sabores que a diario entran el corazón de este matrimonio, mientras la psicología no deje entrar al mundo en la esfera de la realidad psíquica, no habrá ninguna mejoría; antes bien, cargando el peso sobre las relaciones humanas y las esferas subjetivas, olvidaremos la inconsciencia reprimida que se proyecta desde el mundo de las cosas, y estaremos contribuyendo así a la destrucción de este matrimonio.

La inclusión de estos materiales en la terapia puede tener un efecto práctico inmediato. Los dos cónyuges ya no se concentrarán sólo en sí mismos y en su relación, sino que volverán juntos la mirada sobre las ofensas que les inflige el mundo. La rabia personal mutua se transforma en indignación con el mundo que los rodea, e incluso en compasión, a medida que despiertan de su anestesiado sopor subjetivo. Salen de la gruta con una nueva actitud ante la posibilidad de amistad, para adentrarse como compañeros de armas entre la luz solar saturada de smog, que el psicoanálisis les había presentado como un lugar de meras sombras, simple escenario y maquinaria sobre cuyo telón de fondo ponían en escena su drama inter- e intra-subjetivo. Ahora pueden analizar las fuerzas sociales, las condiciones ambientales, el diseño de las cosas que los rodean, con la misma agudeza que hasta entonces habían reservado solo para sí mismos. Quienes hacían una terapia de pareja se convierten así en la pareja terapéutica que tiene al mundo por paciente.


MISA GAIA 
 













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