viernes, 4 de octubre de 2024

El Whitman de Borges. Prólogo de Borges a Hojas de hierba . / Walt Whitman, poemas.




Dejemos de lado, en principio, todas las consideraciones críticas o biográficas sobre un hombre que ha dado tanto de qué hablar como lo ha sido Walt Whitman. Ya su nombre había sonado mucho en mis oídos en mis años de adolescencia y pubertad, mucho antes de leer cualquiera línea suya. Lo cual no deja de ser de importancia, toda vez que su figura cobró el perfil mitológico de seres imaginarios pero también reales, como la de Don Quijote y su otro yo, el de Don Miguel de Cervantes. 

Puedo decir que le leí temprano, en ediciones prestadas que circularon en casa. Y que le leí con sigilo y prudencia, pues revelaba un ser que en cierta forma ya se dibujaba no sólo en mi fuero interior, puesto que sentía que ese ser se dibujaba en todo ser humano. Y pensé que no estaba preparado para eso, así que, repito, le leí con mucho tiento, paso a paso, deteniéndome en cada estancia, como si caminara sobre un piso mojado. Eran aguas sobre las que poco habíamos navegado, aunque sí presentido. 

Ya recién inaugurada la adultez, mi hermana Maruja me regaló la traducción de Borges y luego me hice con sus obras completas, cuya traducción el propio Borges encomiara y comencé a leerle igualmente de manera tranquila, ocasional pero consuetudinaria, detenida y, si se me permite, extática, como muchos de sus versos. 

Años después, cuando entablé amistosa hermandad con mi compadre Mario Amengual, la obra de Whitman estuvo siempre salpimentando nuestras luengas y gratas tertulias. Mario ya era un fiel lector del viejo Walt cuando le conocí y le había leído en las mismas traducciones que un servidor. Recuerdo mucho algo sobre lo que yo le insistía en esas innumerables tertulias mantenidas en alguna barra o mesa caraqueña. Solía apuntarle que me parecía que había cierto fervor vivencialista de parte de Borges hacia la existencia (excusándome ante la evidente redundancia) y que tal fervor era tan intenso, puro y entregado como el de Henry Miller. No soy del gusto de encasillar nada ni a nadie, pero quizás estemos de acuerdo en que a Borges le podemos situar más cercano al culto de un arte apolíneo que dionisíaco, tanto como a Miller podemos imaginarle más relajado y complacido ante las apariciones de Dionisio entre sus páginas.

Y es en esa minucia donde se centra la paradoja. Borges, un ser gobernado por el pudor, sentía tanto fervor -como el que más- por la defensa de todos aquellos dones que se representan en el regalo de vivir. El hecho de que fuese un escritor ganado por el recato no impide que fuera un amante defensor de los dones connaturales a toda humana vida. No ha de extrañarnos entonces, la fascinación que causaran los versos del viejo Walt en las horas de desvelo de Don Jorge Luis. 

El prólogo de Borges a la obra de Whitman es una joya de introducción, como suelen serlo las suyas. Y apunta en breves páginas lo esencial que hay que destacar en la poética del bardo de Manhattan. Quizás en otra ocasión podríamos hacer alusión a sus palabras, pero ya me he extendido lo suficiente sobre el asunto de su estilo, engañosamente apolíneo. 
Sin más el prólogo de Borges y alguna de sus traducciones. 

Salud, lacl.

Prólogo de Jorge Luis Borges a Hojas de hierba, de Walt Whitman.   

Quienes pasan del deslumbramiento y del vértigo de Hojas de hierba a la laboriosa lectura de las piadosas biografías del escritor, se sienten siempre defraudados. En las grisáceas y mediocres páginas que he mencionado, buscan al vagabundo semidivino que les revelaron los versos y les asombra no encontrarlo. Tal, por lo menos, ha sido mi experiencia personal y la de todos mis amigos. Uno de los propósitos de este prólogo es explicar, o intentar una explicación, de esa desconcertante discordia. 

Dos libros memorables aparecieron en Nueva York el año 1855, ambos de índole experimental, ambos muy distintos. El primero, inmediatamente famoso y ahora relegado a las antologías escolares o a la curiosidad de los eruditos y de los niños, fue el Hiawatha de Longfellow. Este quiso donar a los pieles rojas que habían habitado New England una epopeya profética y mitológica en lengua inglesa. En pos de un metro que no recordara los habituales y que pudiera parecer aborigen, recurrió al Kalevala finlandés que había forjado —o reconstruido— Elías Lönnrot. El otro libro, entonces ignorado y ahora inmortalizado, fue Hojas de hierba. 

He escrito que los dos eran distintos. Innegablemente lo son. Hiawatha es la obra meditada de un buen poeta que ha explorado las bibliotecas y que no carece de imaginación y de oído; Hojas de hierba, la inaudita revelación de un hombre de genio. Las diferencias son tan notorias que resulta increíble que ambos volúmenes fueran contemporáneos. Un hecho, sin embargo, los une: los dos son epopeyas americanas. 

América era entonces el símbolo famoso de un ideal, ahora un tanto gastado por el abuso de las urnas electorales y por los elocuentes excesos de la retórica, aunque millones de hombres le hayan dado, y sigan dándole, su sangre. El orbe entero tenía puestos los ojos en América y en su «atlética democracia». Entre los testimonios innumerables, básteme ahora recordar al lector uno de los epígrafes de Goethe (Amerika, du hast es besser…). Bajo el influjo de Emerson, que de algún modo siempre fue su maestro, Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo: la democracia americana. No olvidemos que la primera de las revoluciones de nuestro tiempo, la que inspiró la revolución francesa y las nuestras, fue la de América y que la democracia fue su doctrina. 

¡Cómo cantar de un modo condigno esa nueva fe de los hombres! Había una respuesta evidente; la que hubiera elegido, tentado por las facilidades de la retórica o por la mera inercia, casi cualquier otro escritor. Urdir laboriosamente una oda o tal vez una alegoría, no desprovista de interjecciones vocativas y de letras mayúsculas. Whitman, felizmente, la rechazó. 

Pensó que la democracia era un hecho nuevo y que su exaltación requería un procedimiento no menos nuevo. 

He hablado de epopeya. En cada uno de los modelos ilustres que el joven Whitman conocía y que llamó feudales, hay un personaje central —Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando, El Cid, Sigfrido, Cristo— cuya estatura resulta superior a la de los otros, que están supeditados a él. Esta primacía, se dijo Whitman, corresponde a un mundo abolido o que aspiramos a abolir, el de la aristocracia. Mi epopeya no puede ser así; tiene que ser plural, tiene que declarar o presuponer la incomparable y absoluta igualdad de todos los hombres. Semejante necesidad parece conducir fatalmente a un mero fárrago de la acumulación y del caos; Whitman, que era un hombre de genio, sorteó prodigiosamente ese riesgo. Ejecutó con felicidad el experimento más audaz y más vasto que la historia de la literatura registra. 

Hablar de experimentos literarios es hablar de ejercicios que han fracasado de una manera más o menos brillante, como las Soledades de Góngora o la obra de Joyce. El experimento de Whitman salió tan bien que propendemos a olvidar que fue un experimento. 

En algún verso de su libro, Whitman recuerda telas medievales con muchos personajes, algunos aureolados y preeminentes, y declara que se propone pintar una tela infinita, poblada de infinitos personajes, todos con us aureolas. ¿Cómo ejecutar semejante hazaña? Whitman, increíblemente, lo hizo. 

Necesitaba, como Byron, un héroe, pero el suyo, símbolo de la populosa democracia, tenía que ser innumerable y ubicuo, como el disperso dios de los panteístas. Elaboró una extraña criatura que no hemos acabado de entender y le dio el nombre de Walt Whitman. Esa criatura es de naturaleza biforme; es el modesto periodista Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de América. Así, en alguna página de la obra, Whitman nace en Long Island; en otras en el Sur. Así, en una de las piezas más auténticas del Canto de mí mismo, refiere un episodio heroico de la guerra de México y dice haberlo oído contar en Texas, donde no estuvo nunca. Así, declara haber sido testigo de la ejecución del abolicionista John Brown. Los ejemplos podrían multiplicarse abrumadoramente; casi no hay página en que no se confundan el Whitman de su mera biografía y el Whitman que anhelaba ser y que ahora es, en la imaginación y en el afecto de las generaciones humanas. 

Whitman ya era plural; el autor resolvió que fuera infinito. Hizo del héroe de Hojas de hierba una trinidad; le sumó un tercer personaje, el lector, el cambiante y sucesivo lector. Este ha tendido siempre a identificarse con el protagonista de la obra; leer Macbeth es de algún modo ser Macbeth. Walt Whitman, que sepamos, fue el primero en aprovechar hasta el fin, hasta el interminable y complejo fin, esa identificación momentánea. Al principio recurrió al diálogo; el lector conversa con el poeta y le pregunta qué oye y qué ve o le confía la tristeza que siente por no haberlo conocido y querido. 

Whitman responde a sus preguntas: 

«Veo al gaucho que cruza la llanura, veo al incomparable jinete de caballos con el lazo en la mano, veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.» 

Y también: 

«Estos son en verdad los pensamientos de todos los hombres en todas las épocas y países; no son originales míos. 

Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada, 

Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada, 

Si no son tan cercanos como lejanos, son nada. 

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua, 

Este es el aire común que baña el planeta». 

Innumerables son los que han imitado, con éxito diverso, la entonación de Whitman: Sandbourg, Lee Masters, Maiakovski, Neruda… Nadie, salvo el autor del inextricable y ciertamente ilegible Finnegans Wake, ha vuelto a acometer la creación de un personaje múltiple. Whitman, insisto, es el modesto hombre que fue desde 1819 hasta 1892 y el que hubiera querido ser y no acabó de ser y también cada uno de nosotros y de quienes poblarán el planeta. 

Mi conjetura de un triple Whitman, héroe de su epopeya, no se propone insensatamente anular, o de algún modo disminuir, lo prodigioso de sus 

páginas. Antes bien, se propone su exaltación. Tramar un personaje doble y triple y a la larga infinito, pudo haber sido la ambición de un hombre de letras meramente ingenioso; llevar a feliz término ese propósito es la proeza no igualada de Whitman. En una polémica de café sobre la genealogía del arte, sobre los diversos influjos de la educación, de la raza y del medio ambiente, el pintor Whistler se limitó a decir: Art happens (El arte sucede), lo cual equivale a admitir que el hecho estético es, por esencia, inexplicable. Así lo comprendieron los hebreos, que hablaban del Espíritu; así los griegos, que invocaban la musa. 

En cuanto a la traducción… Paul Valéry ha dejado escrito que nadie como el ejecutor de una obra conoce a fondo sus deficiencias; pese a la superstición comercial de que el traductor más reciente siempre ha dejado muy atrás a sus ineptos predecesores, no me atreveré a declarar que una traducción aventaje a las otras. No las he descuidado, por lo demás; he consultado con provecho la de Francisco Alexander (Quito, 1956), que sigue pareciéndome la mejor, aunque suele incurrir en excesos de literalidad, que podemos atribuir a la reverencia o tal vez a un abuso del diccionario inglés-español. 

El idioma de Whitman es un idioma contemporáneo; centenares de años pasarán antes que sea una lengua muerta. Entonces podremos traducirlo y 

recrearlo con plena libertad, como Jáuregui lo hizo con la Farsalia, o Chapman, Pop y Lawrence con la Odisea. Mientras tanto, no entreveo otra posibilidad que la de una versión como la mía, que oscila entre la interpretación personal y el rigor resignado. 

Un hecho me conforta. Recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto camino; Whitman también lo hará. 

JORGE LUIS BORGES 

Buenos Aires, 19 de junio de 1969.


*** *** ***


Los portones del granero están abiertos de par en par, 

El pasto seco de la cosecha carga el pesado carro, 

La clara luz juega sobre los vaivenes del verde, del pardo y del gris, 

Las brazadas colman el granero repleto. 

Estoy ahí, trabajo, he venido tendido sobre la carga, 

He sentido las mansas sacudidas, una pierna sobre la otra, 

Salto de las lanzas y tomo a manos llenas el trébol y la alfalfa, 

Y doy vueltas de carnero y el pasto se enreda en mi cabello. 


Walt Whitman, traducción de Jorge Luis Borges.


Ser en cualquier forma, ¿qué es eso? 

(Giramos y giramos para volver al mismo punto, todos nosotros, sin fin), 

Si no hubiera nada más evolucionado que la almeja en su insensible valva, 

eso bastaría. 

Mi valva no es insensible, 

Tengo instantáneos conductores que recorren mi cuerpo, en el movimiento o 

en la inquietud, 

Se apoderan de cada cosa y hacen que sin dolor entren en mí. 

Me basta remover, apretar, sentir con los dedos para ser feliz. 

Apenas puedo resistir el roce de mi cuerpo o el de otro. 


Walt Whitman, traducción de Jorge Luis Borges







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