Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Cuando empleo la palabra misticismo me estoy refiriendo a un tipo de experiencia —a un estado de conciencia, por así decirlo— que a mi entender es tan común entre los seres humanos como el sarampión. Es algo que sencillamente ocurre y no sabemos por qué. Todas las clases de técnicas afirman promoverla y tienen más o menos éxito en conseguirlo, pero hay algo curioso que le sucede a la gente. Es una experiencia que aunque se podría describir desde una serie de puntos de vista bastante distintos, estos también se podrían reunir bajo unas pocas características dominantes.
Uno normalmente siente que es un individuo separado en confrontación con un mundo extraño a sí mismo, eso que «no soy yo». Sin embargo, en la experiencia mística, ese individuo separado descubre que es uno y de la misma naturaleza o identidad que el mundo exterior. Es decir, el individuo ya no se siente un extraño en el mundo; más bien siente el mundo exterior como si fuera su propio cuerpo.
El siguiente aspecto del sentimiento místico es todavía más difícil de asimilar en nuestra inteligencia práctica ordinaria. Es la desbordante sensación de que todo lo que ocurre —todo lo que yo u otra persona hemos hecho— forma parte de un armonioso diseño y que no hay error alguno.
Ahora no estoy hablando de filosofía; no me estoy refiriendo a una racionalización o a algún tipo de teoría que haya fabricado alguien para explicar el mundo y hacer que parezca un lugar tolerable para vivir. Estoy hablando de una experiencia bastante caprichosa e impredecible, que de pronto alcanza a las personas, una experiencia que incluye este sentimiento de armonía total con todo.
Me doy cuenta de que estas palabras —la armonía total con todo—, pueden llevar una especie de carga sentimental o sentimiento de Pollyanna[3]. Hay varias religiones en nuestra sociedad actual que intentan inculcar la creencia de que todo es una armoniosa unidad. En cierto sentido quieren hacer proselitismo de esta creencia.
En mi opinión eso es una especie de pseudomisticismo. Es un intento de hacer que la cola mueva al perro o que el efecto produzca la causa, porque la auténtica sensación de la verdadera armonía de las cosas nunca se consigue insistiendo en que todo es armonioso. Cuando hacemos esto —cuando nos decimos «todas las cosas son luz, todas las cosas son Dios, todas las cosas son bellas»—, en realidad con ello estamos insinuando que no es así, porque no lo diríamos si supiéramos que es cierto.
De modo que la sensación de armonía universal no nos llega cuando la buscamos o cuando vamos tras ella para escapar de lo que sentimos realmente o para compensarlo. Llega como caída del cielo. Y cuando lo hace, es irresistiblemente convincente. Es la base de la mayor parte de las ideas profundas filosóficas, místicas, metafísicas y religiosas de la humanidad. Quien haya experimentado algo semejante ya no se puede callar. Se ha de levantar y decírselo a todo el mundo. Y, ¡ay de él!, sin darse cuenta se convierte en el fundador de una religión, porque la gente dice: «Mirad a esa persona, ¡qué feliz es!, ¡qué convicción tiene! No tiene dudas. Parece estar segura de todo».
Esto es lo maravilloso de un gran ser humano. Es como un animal o una flor. Cuando el capullo de una flor se abre, lo hace sin dudarlo.
Cuando una joven es presentada en sociedad, no sabe si va a tener éxito. Se presenta en el escenario social con algunas dudas en su mente. Por consiguiente, todo este tipo de apariciones en público son bastante enfermizas. Pero cuando el pájaro canta, se abre el huevo de la gallina o el capullo de una flor, no hay ninguna duda al respecto. Sencillamente ocurre.
Así, cuando alguien tiene una auténtica experiencia mística, sencillamente ocurre. Tiene que contárselo a todos porque observa que todos los que le rodean tienen un aspecto tremendamente serio. Parece como si tuvieran problemas. Como si para ellos el acto de vivir fuera extremadamente difícil. Pero desde el punto de vista de la persona que tiene esta experiencia, le resultan divertidos. No entienden que no hay ningún problema.
El místico ha descubierto que el sentido de estar vivo es sencillamente estarlo. Es decir, cuando miro el color de tu pelo y la forma de tus cejas, entiendo que su forma y color son su razón de ser. Y para eso es para lo que estamos todos aquí: para ser. Es así de fácil, obvio y sencillo. Sin embargo, las personas corren despavoridas como si fuera necesario conseguir algo fuera de ellas mismas. Lo más divertido es que ni siquiera están seguras de qué es lo que tienen que alcanzar, pero aun así lo intentan desesperadamente.
A la persona que se encuentra en el estado que yo denomino místico, esta frenética actividad le resulta muy extraña y absurda. No obstante, no es que pretenda hacer una crítica poco amable, sencillamente es una pena que las personas no sean conscientes de su propio absurdo.
Una de las cosas curiosas respecto a ellas es que no se den cuenta de que hay una dimensión, un aspecto en que su búsqueda es admirable. Jesús dijo: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Yo quiero darle a esta frase su sentido contrario. Quiero bendecirles —no perdonarles— por no saber lo que están haciendo. Quiero honrarles, porque las serias preocupaciones y ansiedades de la humanidad no solo parecen ser absurdas, sino también una especie de maravilla. Ellas son una maravilla, quizás de la misma forma que el color protector de la mariposa, que de algún modo ha conseguido que sus alas parezcan enormes ojos, es una maravilla. Cuando un pájaro que está a punto de devorarla se enfrenta a esos ojos que le miran, duda un poco, al igual que hacemos nosotros cuando alguien nos mira. Parece que la mariposa mire al pájaro y este fenómeno —las maravillosas alas que miran de la mariposa— parece ser el resultado de la ansiedad, de la angustia por sobrevivir a todos los problemas y luchas de la selección natural. Así, en nuestra intensa lucha, quizás todos seamos poetas desconocidos.
Una de las más grandes ideas que se han formulado es el concepto hinduista de que el mundo es un drama en el que el espíritu supremo y central que trasciende toda existencia se ha perdido y ha llegado a creer que no es ese espíritu supremo, sino todas las criaturas que existen. Ha llegado a creer en su propio talento artístico. Cuanto más involucrado, más ansioso, más finito, más limitado consigue sentirse el infinito, mayor es su arte, más profunda es la ilusión que ha creado.
En cierta manera, todo arte es ilusorio. El arte del mago es el arte de dirigir la ilusión, pero todo arte, ya sea pintura o teatro, confía en las ilusiones.
Por eso, cuanta más ansiedad hay, más incertidumbre y más éxito tiene el universo en su arte. Al igual que cuando leemos una novela, vemos una obra de teatro o una película, cuanto más intentan el autor o el actor persuadirnos de que la novela o la película son reales, más éxito tienen como artistas. En el fondo de tu mente puede que quede un vago recuerdo de que esa obra, por ejemplo, no es más que una obra. Pero cuando estás sentado en la punta de tu butaca sudando y tus manos agarran con fuerza los brazos del asiento porque la escena te sobrecoge, la obra se convierte en arte sublime.
Los hindúes creen que toda la disposición del cosmos es exactamente así: mientras en tu vida cotidiana te preguntas si tu médico es un cirujano competente o un charlatán, si has hecho una buena o mala inversión, los hindúes creen que todos esos sentimientos de crisis son exactamente lo mismo que los sentimientos que experimentas cuando estás sentado en la butaca del teatro. Tal como dirían los hindúes, eso en ti que es real y que te conecta bajo la superficie con todos los demás seres vivos, eso es el actor que interpreta todos los papeles. Es el creador de la ilusión. Es el origen del juego que te ha involucrado de esta manera. Y que lo está viviendo del mismo modo que lo viven los actores en el escenario y por la misma razón: para convencerte de que el juego es real.
A todo el mundo le gusta jugar al escondite, el juego de asustarse con la incertidumbre. Es humano. Esta es la razón por la que vamos al teatro o al cine y por la que leemos novelas. Y nuestra así denominada vida real, vista desde la perspectiva del místico, es una versión de la misma cosa. El místico es una persona que se ha dado cuenta de que el juego es un juego. Es un juego del escondite y todo lo que esté relacionado con el aspecto de «esconderse» está conectado con esos lugares en nuestro interior que, como individuos, hacen que nos sintamos solos, impotentes, decaídos, etc., es decir, el lado negativo de nuestra existencia.
En varios momentos he intentado demostrar que en realidad solo existe un sencillo principio que subyace a todas las cosas: todo lo interior tiene su homólogo exterior. No sabes lo que es lo interior, a menos que conozcas lo exterior. Ni sabes lo que es el exterior, salvo que exista un interior.
Tú —tal como te sientes a ti mismo normalmente— eres un interior. Eres un ser animado y sensible dentro de una piel. Si no hubiera un exterior de la piel, tampoco habría un interior. El exterior de la piel es todo el cosmos, las galaxias y todo lo demás. Ello va unido al interior, del mismo modo que la parte frontal va con la posterior. Si comprendes esto, entonces sentirás verdaderamente la armonía de todas las cosas. Esa es la visión del místico.
El texto de Henry David Thoreau está escrito para un presente acaso incomprensible para nuestro presente. Aunque el estilo de su nota sorprende precisamente por su modernidad. A pesar de las diferencias tecnológicas de las comunicaciones al momento en que se desarrollaron los hechos narrados por Thoreau, todo lector intuye que no hay necesidad de entrar en detalles, pues el redactor da por sentado que es un asunto que está sobre el tapete o la mesa de la actualidad. Thoreau no siente necesidad de explicar nada, ya que se trataba de un asunto que prácticamente se discutía en la sala de cada hogar de su nación: las razones o las sin razones de la esclavitud, servida estaba en todas las mesas, amén de la lucha por imponer la igualdad entre los hombres, independientemente de su raza o credo. A John Brown habría que conocerle más. Escuchar sus razones y compararlas con quienes le adversaron y defendieron la esclavitud a capa, espada y pólvora. Que la nota de Henry David Thoreau sirva de sextante.
Al día de hoy se sigue tratando a la figura de John Brown como la de un terrorista. Fue, según entiendo, la primera persona ejecutada en los EEUU de América por el cargo de traición. Ello sucedió en medio de una ola de violencia en la que John Brown no fue figura única ni, mucho menos, el iniciador de las trifulcas. Según la humilde opinión de un servidor, la creación del estado de Kansas y su factible afiliación a los Estados abolicionistas de la esclavitud fue una de las más fuertes causas del origen de la cruenta guerra civil entre Norte y Sur. No deja de causarme impresión que un hombre como Henry David Thoreau tomara público partido en defensa de John Brown, acto que tomo por señal la alerta, incitándome a investigar más las reales causas de lo que solemos catalogar como el "estudio de la historia".
Salud, lacl.
Los últimos días de John Brown, Henry David Thoreau.
La carrera de John Brown durante las últimas seis semanas de su vida fue como un meteoro, alumbrando la obscuridad en la que vivimos. No sé de algo tan milagroso en nuestra historia.
Si alguien, en esta época, en una conferencia o una conversación, se refiriese a algún antiguo ejemplo de heroísmo tal como Cato, Tell o Winkelried, omitiendo las recientes proezas y palabras de Brown, resultaría ser para cualquier audiencia de hombres inteligentes del norte estúpido e imperdonablemente sin atracción.
Por mi parte, normalmente pongo más atención a la naturaleza que al hombre, pero cualquier acontecimiento humano conmovedor puede cegar nuestros ojos a los designios naturales. Estaba tan enfrascado en él como para sorprenderme cada vez que detectaba la rutina del mundo natural aún sobreviviendo, o que encontraba personas ocupadas en sus asuntos, indiferentes. Me resultaba extraño que el pequeño mirlo estuviese aún zambulléndose tranquilamente en el río, como antaño; y me parecía que este pájaro debía continuar chapuzando aquí cuando Concord ya no existiese.
Sentía que si él, un prisionero en medio de sus enemigos y bajo sentencia de muerte, fuese consultado acerca de su futuro podría contestar más inteligentemente que todos sus paisanos. Comprendía mejor su posición; la estudiaba muy calmadamente. En comparación con John Brown todos los demás hombres del norte y del sur estaban fuera de sí. Nuestros pensamientos no podían retroceder buscando algún hombre más grande, más inteligente o mejor con quien compararlo, ya que él en este tiempo y en este lugar estaba por encima de todos ellos. El hombre que este país iba a colgar sobresalía como el más grande y el mejor.
No se necesitaron años para una revolución en la opinión pública; días, mejor dicho horas, produjeron marcados cambios en este asunto. La mitad que estaba resuelta en decir, al llegar a nuestra reunión en su honor en Concord, que debía ser colgado, no lo hubiese dicho al salir. Oyeron sus palabras leídas; vieron las serias caras de la congregación y tal vez al final se unieron cantando el himno en su loa.
El orden de los exponentes fue cambiado. Oí a aquel predicador que primero estaba disgustado y se mantenía a distancia y que, finalmente, después de que John Brown fue colgado, se sintió obligado en hacerlo el tema de un sermón en el que, en cierta medida, elogiaba al hombre pero a la vez decía que su acto era un error. Un maestro de escuela influyente creía necesario, después de las clases, decir a sus alumnos adultos que en primera instancia él pensaba como el predicador pero, que ahora opinaba que John Brown tenía razón. Por ende se comprendía que sus alumnos estaban tan adelante del maestro como él lo estaba del sacerdote; y sé con seguridad que en sus casas niños muy pequeños ya han preguntado a sus padres, en un tono de sorpresa, por qué dios no intervenía para salvarlo. En cada caso los maestros estaban sólo semiconscientes de que no llevaban la delantera sino que eran arrastrados perdiendo tiempo y poder.
Los más conscientes predicadores, los hombres de la biblia, aquellos que hablan de principios y que hacen a los demás lo mismo que uno quisiera que los demás le hicieran a uno, ¿cómo podían fallar en reconocer al más grande de todos los predicadores, a aquel que llevaba la biblia en su vida y en sus actos, a la encarnación del principio, al que realmente practicaba el precepto según el cual uno debe comportarse con los demás como uno desearía que los demás se comportasen con uno? Aquellos cuyo sentido moral había despertado y quienes tenían una vocación para predicar tomaban partido por él. ¡Qué confesiones logró extraer del indiferente y del conservador! Es extraordinario, pero considerando todas las cosas, está bien que no dio la oportunidad para que se formase una nueva secta de brownistas en nuestro medio.
Los que adentro o fuera de la iglesia se adhieren al espíritu y liberan al pensamiento, son por consiguiente llamados infieles, y fueron como siempre los primeros en reconocer a Brown. Hubo hombres que han sido colgados en el sur por intentar rescatar esclavos y el norte no estaba muy perturbado por ello. ¿Entonces, de dónde viene esta sorprendente diferencia? No estábamos convencidos de su devoción a los principios. Hicimos una distinción sutil, olvidamos las leyes humanas y rendimos homenaje a una idea. El norte, quiero decir el que vive, era súbita y totalmente trascendentalista. Iba detrás de la ley humana, del error evidente y reconoció la eterna justicia y la gloria. Generalmente los hombres viven de acuerdo a una fórmula, quedando satisfechos si el orden de la ley es respetado; pero en este caso y en cierta medida regresaron a percepciones originales lo que favoreció un leve renacimiento de la vieja religión. Ellos se percataron de que lo que era llamado orden era confusión; de que lo que era llamado justicia, era injusticia; y de que lo mejor era juzgado como lo peor. Esta actitud suponía un espíritu más inteligente y generoso que aquel que impulsaba a nuestros antepasados así como la posibilidad, al correr de los años, de una revolución a favor del otro y de un pueblo oprimido.
La mayoría de los hombres del norte y unos pocos del sur fueron sorprendentemente conmovidos por la conducta y las palabras de Brown. Vieron y sintieron que eran heróicas y nobles, y que en este país o en la historia reciente del mundo no había habido en su género algo que se les pareciera. Pero la minoría no estaba conmovida por ellas. Sólo estaba sorprendida e irritada por la actitud de sus vecinos. Veía que Brown era valiente y que él creía que había hecho lo correcto pero no detectaba ninguna otra singularidad en él. Al no estar acostumbrada a hacer finas distinciones o a apreciar magnanimidad, leía sus cartas y discursos como si no los leyera. No estaba enterada cuando había una heróica declaración -ni sabía cuando era injuriada. Tampoco sentía que Brown hablaba con autoridad, y por consiguiente esta minoría sólo recordaba que la ley debe ser ejecutada. Recordaba la vieja fórmula pero no oía la nueva revelación. El hombre que no reconoce en las palabras de Brown sabiduría y nobleza y por ende una autoridad, superior a nuestras leyes, es un demócrata moderno. He aquí la forma de descubrirlo. Este tipo de hombre no es obstinado sino que está ciego siendo consecuente con su ceguera. Aquella ha sido su vida pasada, no hay duda en ello. En semejante forma ha escrito historia y su biblia, aceptando o pareciendo aceptar la última sólo como una fórmula establecida y no porque haya sido juzgado por ésta. Uno no encontrará opiniones emparentadas en sus lecturas preferidas si es que tiene algunas.
Cuando una noble proeza está hecha, ¿quién puede apreciarla? Aquellos que son nobles. No me sorprendía cuando alguno de mis vecinos hablaba de John Brown como de un malhechor ordinario, pero ¿quiénes son ellos? En ningún sentido son naturalezas etéreas. El obscurantismo es lo que predomina en ellos. Varios de ellos son sin duda insensibles a la crítica. Digo esto con tristeza, no con ira. ¿ Cómo puede un hombre que no tiene vida interior ver la luz? Están en lo cierto desde su punto de vista, pero son incapaces de entrever otros caminos, están ciegos. Para los ilustrados luchar contra ellos equivaldría a una contienda entre águilas y lechuzas. Muéstrenme a un hombre que tenga resentimiento hacia John Brown y déjenme oír que noble versículo puede repetir. Se quedará tan mudo como si sus labios fuesen de piedra.
No cualquier hombre puede ser cristiano, incluso en un muy moderado sentido, sea cual sea la educación que se le proporcione. Es una cuestión física y mental después de todo. Conocí a muchos hombres que pretendían ser cristianos, cosa ridícula, porque no tenían genio para ello. No cualquier hombre puede ser un hombre libre. Los directores de periódicos insistieron durante un buen rato en decir que Brown estaba loco, pero finalmente sólo dijeron que era un proyecto loco, y la única evidencia proporcionada para demostrarlo era que le costó su vida. No tengo duda de que si J. Brown hubiese ido con cinco mil hombres, liberado mil esclavos, matado a cien o doscientos esclavistas, y tuviera también muchas más bajas de su lado, pero no hubiese perdido su propia vida, estos mismos periodistas hubiesen llamado este proyecto con un nombre más respetable. Ya él fue mucho más afortunado. Ha liberado a muchos miles de esclavos, del norte y del sur. Parece que estos periodistas no saben nada acerca del vivir o del morir por un principio. En aquel entonces todos lo llamaron loco; y ahora, ¿quién lo llama loco?
Con la efervescencia ocasionada por su excepcional intento y su comportamiento subsecuente, la legislatura de Massachusetts, sin tomar ninguna medida por la defensa de sus ciudadanos que fueron posiblemente transportados a Virginia como testigos y expuestos a la violencia de una gentuza esclavista, estaba totalmente enfrascada en un asunto de expendio de licores permitiéndose despreciables chistes sobre la palabra extensión.
Malos espíritus ocupaban sus pensamientos. Estoy seguro de que ningún hombre de Estado en función a la sazón pudo haber aplazado esta cuestión al menos en esta época -una cuestión muy vulgar de atender en cualquier época...
Nada podían hacer sus enemigos pero toda esta situación redundaba en su inmensa ventaja -esto es, en la ventaja de su causa. No lo colgaron inmediatamente sino que lo reservaron para que les predicara. Y luego hubo otro gran disparate. No colgaron a sus cuatro seguidores con él; esta escena aún estaba pospuesta; y de esta forma se prolongó y amplió su victoria. Ningún promotor de funciones teatrales podía haber arreglado las cosas tan inteligentemente como para demostrar en la práctica la validez del comportamiento y las palabras de Brown. Y ¿quién piensa usted, era el promotor? ¿Quién puso a la esclava y a su hijo en el camino de la cárcel a la horca para que los besara y así creara el símbolo?
Pronto vimos como él que los hombres no iban a perdonarlo o a rescatarlo. Esto lo hubiera sometido, al restituirle un material bélico, un rifle, cuando había levantado la espada del espíritu -la espada con la que realmente ha ganado sus más grandes y memorables victorias. Ahora Brown no ha hecho a un lado la espada del espíritu, porque él mismo es puro espíritu, y su espada es puro espíritu también.
No hizo o intentó nada común luego de esta memorable escena, ni llamó con espíritu vulgar a los dioses para reivindicar su irremediable derecho, sólo inclinó su hermosa cabeza como sobre una cama.
¡Qué escena esa, su horizontal cuerpo, solo, recién caído del árbol-horca! Leímos que su cadáver cierto día había pasado por Filadelphia y el sábado en la noche había llegado a Nueva York. ¡Tal como un meteoro disparado a través de la Unión desde las regiones sureñas hasta el norte!
El día de su traslado oí que estaba muerto pero no entendía que significaba esto y ni después de muchos días lo creí. De todos los hombres que fueron mis contemporáneos me parecía que John Brown era el único que no había muerto. Ahora nunca me hablan de un hombre llamado Brown -y sé de ellos muy a menudo- nunca me hablan de algún hombre particularmente valiente y serio; sin embargo, mi primer pensamiento es para John Brown. Lo encuentro en cada momento. Ahora está más vivo que nunca. Ha ganado la inmortalidad. No está confinado al North Elba ni a Kansas. Ya no está trabajando en secreto. Trabaja públicamente y en la más clara luz que brilla en esta tierra.
Un texto de hace 19 años. Este fue uno de los artículos enviados al desaparecido órgano digital elmeollo, que administraban Graciela Bonet e Israel Centeno. Lo he conseguido por causal casualidad, cuando buscaba algo de otro corte entre mis archivos. Salud, lacl.
La más genuina de las Misiones.
Las preguntas son obvias ¿Habrá llegado la hora de una respuesta distinta de parte de un grueso lote de ciudadanía venezolana ante un gobierno que, con maquillaje democrático y un sombreado asomo de carabinas, se empeña en mantener secuestrados los poderes públicos y ejercer la conducción de los destinos del país pensando sólo en una porción de conciudadanos, es decir, aquella que le apoya incondicionalmente? ¿Habrá llegado la hora de buscar una respuesta algo más precisa, cívica y concluyente que la aplicación de un artículo que nadie sabe cómo invocar, el archiconocido o archidesconocido, implorado y manoseado artículo 350 de la Constitución? Algunos hemos asomado la posibilidad de invocar aquello que Ghandi denominó Satyagraha, una forma de acción directa no violenta, basada en la no cooperación con un estado o gobierno absolutista, basándose en lo que Thoreau bautizó como desobediencia civil.
La CD y con ella muchos de quienes pusieron o pusimos nuestras esperanzas en sus gestiones de representatividad ciudadana, hemos estado encarnando un caso de "video meliora proboque, deteriora sequor", veo y apruebo lo mejor, pero sigo lo peor. En esa preferencia de seguir lo peor, no nos hemos diferenciado mucho, quienes rechazamos un gobierno autoritario, de los venezolanos que lo aprueban; los seguidores de la autocracia también "ven y aprueban lo mejor, pero siguen lo peor". La diferencia central radica en que los incondicionales de la autocracia tienen la sartén tomada por el mango, mientras que los opositores estamos dando vueltas en el centro de la paila.
Puntualicemos un tanto más. Para los incondicionales de la autocracia es natural el castigar a quien infringe la ley, pero no se detienen ni un segundo a pensar si los parámetros esgrimidos por los factores congregados hoy en el poder se ajustan a derecho. Para quienes nos encontramos en la difícil posición de tener que enrostrar un método de gobierno que incentiva la arbitrariedad y el avasallamiento sobre cualquier manifestación de disidencia, es imposible acompañar al factor de los incondicionales. Y no hace falta pertenecer a ninguna agrupación política para oponerse a tales prácticas.
Una de las "razones" que se aducen en el sector de los incondicionales del poder centralizado, hoy en manos de una agrupación que apela a la intimidación como moneda política, es que hay que saber soportar los lunares y sobrellevar los vicios propios de un sistema autoritario, pues por otra parte, se está obrando "correctamente" en algunas áreas de la vida del país. Con ello se justifica el que atendiendo a una parte de la población se desatienda a la otra. Y no me refiero precisamente, con ello, a que se esté desatendiendo un segmento de oligarcas. Eso es una aberración. Ningún fin puede justificar los medios. Menos si, con los medios utilizados, se violentan los derechos de uno solo de los ciudadanos. Léase bien: dije derechos, no he dicho prerrogativas; de esas de las que tanto usufructuaron y, penosamente, hoy siguen usufructuando unas minorías coronadas de aurora angelical.
Ahora bien, si es cierto que nunca es apropiado el hacer leña del árbol caído (cual lo es el variopinto y múltiplemente injertado árbol de la CD) *, también es cierto que ha llegado la hora de comenzar a ver el panorama con más apego a la realidad o, por lo menos, a las consecuencias innegables que estamos padeciendo los venezolanos todos: una Venezuela envilecida por el dislate y la vocinglería de políticos de agenda oculta y fines personalistas, cuando no siniestros. El asunto es, ¿estamos los venezolanos preparados para una batalla cívica como ésta? ¿Seríamos capaces de organizarnos en un movimiento de acción directa no violenta? Pudiera ser que sí, no estoy seguro. Pero será necesario que los ciudadanos se preparen, que discutan y no que se maten, que entiendan que esto es más importante que la obtención de un poder central que sempiternamente ha sido secuestrado por una etérea minoría. Si alcanzamos a superar ese obstáculo, quizás será posible el logro de una vida en armoniosa comunidad y hacer más justa la justicia. Pero mientras los venezolanos sigamos divididos en dos segmentos irreconciliables, prestando oídos al azuzamiento que predican políticos de agenda interesada, sean éstos caudillos, magnates o aprovechadores espontáneos, la nación seguirá cayendo por un despeñadero de incertidumbre y sin lograr detenerse para la necesaria edificación de la armonía general que reclama toda sociedad.
Pienso que es muy importante insistir sobre lo siguiente: secularmente las minorías gobernantes, independientemente de sus creencias políticas y del incansable argumento de actuar en nombre y en favor de las mayorías que les han puesto en el poder, se han caracterizado por el gusto de practicar una tutela despótica sobre la población o una parte de la población y en ello obran injustamente. Pareciera que basta con que lleguen al poder para transformarse en élites absolutistas. Pero llegan siempre a esa perversa condición gracias al aval de un pueblo inerte y vulnerable en cuestiones de ciudadanía y cooperación entre los individuos.
Al presente, es decisivo un entendimiento entre las partes, pero muy difícilmente, éste se manifestará o propiciará desde las cúpulas, se requiere de un entendimiento de base, entre los ciudadanos de a pie. Y si algo se demostró, fehacientemente, durante el pasado referéndum, es que los venezolanos de a pie se saben conducir mejor que sus precipitados dirigentes. Parecieran estar mejor dotados para la consecución de ese entendimiento que sus propios dirigentes políticos no logran alcanzar. Sea porque, en realidad, no lo quieren o porque, sencillamente, no conviene a sus velados fines.
Acaso nuestra Misión -y ahora sí podemos decir que una misión se justifica- sea la de redefinir nuestro horizonte como colectivo. Al menos creo que ésa es la misión que nos toca a todos aquellos que no estamos viendo espejismos, tras la ilusoria magnanimidad y el justicierismo carcelero que ejerce hoy una secta en el poder y la panacea escurridiza que nos deparan unos ya conocidos vendedores de promesas. Propagar, transferir y elevar esa misión, a los cuatro vientos, es la tarea. Una tarea cuyo horizonte lo conformen la amplitud de criterios y la aceptación del otro.
Si a los ochenta años no estás ni tullido ni inválido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe —en silencio, claro— “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!”. Si no te has quedado "culiatornillado" y si te sigue emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas ganando.
Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, dan gracias por ser del montón.
Si tuviste una buena trayectoria, como es de suponer que yo la tuve, los últimos años podrían ser los más infelices de tu vida (salvo que hayas aprendido a tragarte tus mentiras). El éxito, desde el punto de vista mundano, es la plaga del escritor que aún tiene algo que decir, pues cuando llega la época en que podría disfrutar un poquito del ocio, resulta que está más ocupado que nunca porque se ha vuelto víctima de admiradores y adeptos y de todos los que desean explotar su nombre. Aquí se enfrenta otro tipo de lucha: el problema consiste en mantenerse libre y hacer sólo lo que uno quiere.
Con todo y una visión del mundo que es producto de una gran experiencia, con todo y una filosofía elaborada para la vida diaria, uno cae en la cuenta de que los tontos se vuelven más tontos y los pelmazos más pelmazos. De uno en uno la muerte se lleva a tus amigos o a los grandes hombres que reverenciabas; mientras más viejo, más pronto se te mueren. Al final te quedas solo y ves a tus hijos o a los hijos de tus hijos cometer los mismos errores absurdos, esos errores casi siempre lamentables que cometiste tú a su edad, y ni lo que digas ni nada de lo que hagas podrá evitarlo. Sin duda al observar a los jóvenes se termina por comprender lo idiota que uno mismo fue en su momento (y tal vez lo siga siendo).
Hay algo que para mí se vuelve cada vez más claro: en lo fundamental la gente no cambia con los años. Salvo raras excepciones la gente no evoluciona ni se transforma: un roble sigue siendo un roble, un cerdo cerdo y un zopenco zopenco. Lejos de mejorar, el éxito por lo general acentúa las faltas o fracasos. No es raro que los tipos brillantes de la escuela en cierta medida dejen de serlo una vez que salen al mundo. Si en tu grupo te disgustaban ciertos chicos o si los despreciabas, después te parecerán peores convertidos en hombres de negocios, estadistas o generales de cinco estrellas. La vida nos obliga a aprender ciertas lecciones pero no necesariamente a crecer. Aquí entre nos, con dificultad cuento a una docena de individuos que logro aprender las lecciones de la vida; la gran mayoría no sabría ni su nombre si yo lo pronunciara.
En cuanto al mundo en general, no sólo no lo veo mejor que cuando era yo un niño de ocho años sino mil veces peor. Un escritor famoso alguna vez lo resumió de este modo: “el pasado me parece horrible, el presente gris y desolado y el futuro totalmente espeluznante”. Por fortuna, no comparto este sombrío punto de vista. En primer lugar, no me interesa el futuro; en cuanto al pasado, bueno o malo, le he sacado el mayor partido; lo que me quede de futuro es producto de mi pasado. El futuro del mundo se lo dejo a los filósofos y visionarios. Lo único que tenemos todos es el presente, pero muy pocos lo vivimos alguna vez a plenitud. No soy pesimista ni optimista; para mí el mundo no es esto ni aquello sino todo al mismo tiempo y así será para cada quien en su propia medida.
A los ochenta creo que soy una persona mucho más alegre que cuando tenía veinte o treinta años. Para nada querría ser adolescente otra vez: la juventud puede parecer gloriosa pero también duele sobrellevarla. Es más, lo que llamamos juventud no es tal, en mi opinión se trata más bien de algo así como una vejez prematura.
Con la maldición o la bendición de haber vivido una adolescencia eterna, alcancé cierta madurez pasados los treinta años, No fue sino hasta los cuarenta que comencé a sentirme joven en serio; para entonces ya estaba listo (Picasso dijo alguna vez: “uno comienza a volverse joven a los sesenta pero para entonces ya resulta demasiado tarde”). En esa época había perdido muchas ilusiones, pero por suerte mantenía el entusiasmo, la dicha de vivir y una curiosidad inagotable. Tal vez fue esa curiosidad —por todo y por cualquier cosa— lo que me convirtió en el escritor que soy. La curiosidad nunca me ha faltado y hasta el peor pelmazo me puede provocar interés (si aún tengo el ánimo de escuchar).
Con este atributo viene otro que valoro sobre todos los demás: el sentido del asombro. Sin importar qué tan limitado pueda volverse mi mundo, no me lo imagino sin mi capacidad de asombro; en cierto sentido creo que puedo definir esta capacidad como mi religión. No me pregunto de qué manera surgió la creación en que nos hallamos sumergidos, sólo la disfruto y la valoro. Rabiando por la condición de la vida y la forma en que la vivimos, ya dejé de creer que yo tengo el remedio. Quizá pueda modificar hasta cierto punto mi propia situación pero nunca la de los demás. Ni veo que nadie, en el pasado o el presente, por grande que fuera, haya podido realmente alterar la condition humaine.
El mayor temor de la gente al pensar en la vejez es que será incapaz de hacer nuevos amigos, mas quien tuvo alguna vez la facultad de cultivar nuevas amistades, no la perderá por viejo que sea. En mi opinión, después del amor, la amistad es lo más valioso que nos ofrece la vida, Nunca he tenido problemas para hacer amigos; de hecho, a veces esa facilidad se ha convertido en un obstáculo. Dice el dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”, pero mucho he reflexionado yo qué tan cierto es esto. Toda la vida tuve amigos provenientes de mundos totalmente disímiles, tuve y sigo teniendo amistad con personas que no son nadie y debo confesar que se cuentan entre mis mejores amigos. He sido amigo de criminales y de ricos despreciables. Mis amigos me mantienen vivo, me han dado ánimo para proseguir y también, muchas veces, me han aburrido hasta las lágrimas. En lo único que insisto con todos mis amigos, sin importar su clase social o su condición, es que hablen con la verdad; si no puedo ser abierto y franco con un migo, o él conmigo, no me interesa.
La capacidad de ser amigo de una mujer, en particular de la mujer a la que amas es, para mí, la mayor de las proezas. El amor y la amistad rara vez van de la mano. Es más fácil ser amigo de un hombre que de una mujer, sobre todo si es atractiva. En toda mi vida he conocido apenas unas cuantas parejas que son amigos además de amantes.
Tal vez lo más alentador de envejecer con gracia sea la capacidad cada día mayor de no tomar las cosas demasiado en serio. Una de las grandes diferencias entre un sabio genuino y un predicador radica en la jovialidad: cuando el sabio ríe la risa sale de la panza; cuando se ríe el predicador (raras veces) le sale de la mejilla equivocada. Al hombre sabio de verdad —¡incluso al santo!— no le interesa la moral; está por encima y más allá de tales consideraciones, tiene un espíritu libre.
Con la edad mis ideales, que por lo general niego tener, se alteran en forma definitiva. La idea es vivir sin ideales, sin principios, sin ismos ni ideologías. Quiero sumergirme en el océano de la vida como un pez en el mar. De joven me interesaba enormemente el estado del mundo; hoy, aunque todavía pataleo y me enfurezco, me contento con sólo deplorar el estado de las cosas,. Puede sonar petulante hablar así pero en realidad significa que me he vuelto más humilde, más consciente de mis limitaciones y de las de mis semejantes. Ya no intento convertir a la gente a mi propia visión, ni sanarla, ni me siento superior porque no muestra gran inteligencia. Uno puede combatir el mal, pero contra la estupidez no existe arma posible. Creo que la condición ideal de la humanidad sería vivir en un estado de paz en el amor fraterno, pero debo confesar que no conozco forma alguna de producir tal condición. He aceptado el hecho, sumamente difícil, de que los seres humanos se inclinan a portarse de una forma que ruborizaría a los propios animales. Lo irónico, lo trágico, es que muchas veces nos comportamos de manera innoble en nombre de los que consideramos motivos sublimes. La bestia no se disculpa por matar a su presa; la bestia humana, en cambio, llega a invocar la bendición de Dios cuando masacra a su prójimo, olvida que Dios no está de su lado sino a su lado.
Aunque sigo siento lector, cada día me abstengo de más libros, Mientras que en los años mozos buscaba en ellos instrucción y orientación, hoy leo sobre todo por placer. Ya no me tomo tan en serio ni los libros ni a los autores, en especial los libros de “Pensadores”. Hoy su lectura me parece letal y cuando en realidad emprendo la lectura de lo que se podría llamar u libro serio, busco más corroboración que ilustración. El arte puede ser terapéutico, como dijo Nietzsche, pero sólo de modo indirecto. Todos necesitamos estímulo e inspiración, pero éstos nos llegan por distintos caminos y casi siempre en una forma que escandalizaría a los moralistas. Cualquier camino que uno elija será como caminar en la cuerda floja.
Tengo muy pocos amigos o conocidos de mi edad o de edad cercana. Aunque suelo sentirme incómodo en compañía de ancianos, me despiertan gran respeto y admiración dos hombres muy viejos que parecen eternamente jóvenes y creativos. Me refiero a Pablo Cassals y a Pablo Picasso, ambos hoy de más de noventa años. Esos nonagenarios juveniles ponen en vergüenza a los jóvenes, a hombres y mujeres de mediana edad y clase media, decrépitos en verdad, cadáveres vivientes, por así decirlo, esclavos de sus cómodas rutinas que imaginan que el status quo ha de durar siempre, o que tienen tanto miedo de que sea otro el desenlace que se retiran a sus refugios mentales para esperar el fin.
Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa. De niño tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos: la capacidad para admirar a otros —aunque no necesariamente implique hacer lo mismo que ellos— me parece de suma importancia; pero importa más tener un maestro, el punto es cómo y donde encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado.
Pienso que el Maestro (con mayúscula) tiene la misma calidad del sabio y el profeta. Es una pena no poder criar ese tipo de ejemplares. Lo que suele llamarse educación para mí es una tontería absoluta que impide el crecimiento. A pesar de todos los cataclismos sociales y políticos por los que pasamos, los métodos educativos aceptados en todo el mundo civilizado siguen siendo, al menos a mi modo de ver, arcaicos y estúpidos; sólo contribuyen a perpetuar los males que nos hacen inválidos. William Blake dijo: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación”. Yo no aprendí nada de valor en la escuela; dudo que pudiera pasar un examen de primaria en cualquier materia incluso hoy. Aprendí más de los idiotas y de los don nadie que de los profesores de esto y aquello. La vida es el maestro, no el Consejo de Educación, Por extraño que parezca, me inclino a coincidir con aquel miserable nazi que dijo: “Cuando escucho la palabra Kultur me dan ganas de empuñar mi revólver”.
Nunca me han interesado los deportes organizados;: me importa un carajo quién rompe ese récord o aquél. Los héroes del béisbol, el fútbol y el básquetbol me son prácticamente desconocidos. Me disgustan los juegos de competencia: uno no debe jugar para ganar sino para disfrutar el juego, sea lo que sea. Prefiero jugar en vez de hacer ejercicios y hacerlo solo en vez de formar parte de un equipo. Nadar, andar en bicicleta, caminar en el bosque o jugar pong pong satisface toda mi necesidad de ejercicio. No creo en las lagartijas, ni en levantar pesas ni en el fisicoculturismo; no creo que haya que hacer músculos a menos que se utilicen para algún fin vital, Creo que las artes de autodefensa deberían enseñarse desde una edad temprana y utilizarse sólo como tales (y si la guerra es el orden del día para las generaciones futuras, entonces debemos dejar de mandar nuestros hijos al catecismo y mejor enseñarles a convertirse en asesinos profesionales).
No creo en la alimentación sana ni en las dietas; lo más seguro es que no haya comido adecuadamente durante toda mi vida y estoy bien. Como para disfrutar mi comida; haga lo que haga, primero ha de ser para disfrutar. No creo en los exámenes médicos; si algo me falla prefiero no saberlo, pues sólo me preocuparía y agravaría mi mal. Con frecuencia la naturaleza se encarga de nuestras dolencias mejor que cualquier médico. No creo que exista receta médica alguna para una larga vida; además, ¿quién quiere vivir cien años?, ¿qué caso tendría? Una vida breve y alegre es mucho mejor que una larga vida sustentada por el miedo, la cautela y la perpetua vigilancia médica. Con todo y el progreso de la medicina aún tenemos todo un santoral de enfermedades incurables; las bacterias y microbios siempre parecen tener la última palabra. Cuando todo falla, el cirujano sale a escena, nos corta en pedazos y nos despoja hasta del último centavo, ¿es eso el progreso?
Lo que le falta a nuestro mundo actual es grandeza, belleza, amor, compasión y libertad. Se fueron los días de los grandes hombres, los grandes líderes, los grandes pensadores. Para sustituirlos creamos un engendro de monstruos, asesinos, terroristas, que parecen inoculados de violencia, crueldad, hipocresía. Al citar lo nombres de las figuras ilustres del pasado, como Pericles, Sócrates, Dante, Abelardo, Leonardo da Vinci, Shakespeare, William Blake o aun el loco de Luis de Baviera, se olvida uno de que aun en tiempos más gloriosos hubo extrema pobreza, tiranía, crímenes inconfesables, horrores de guerra, malevolencia y traición. Siempre han existido el bien y el mal, la fealdad y la belleza, lo noble y lo innoble, la esperanza y la desesperación. Parece imposible que los contrarios dejen de coexistir en lo que llamamos mundo civilizado.
Si no podemos mejorar las condiciones en que vivimos podemos al menos ofrecer una salida inmediata y sin dolor, Hay una forma de escape mediante la eutanasia, ¿por qué no se le ofrece a los millones de miserables desahuciados que carecen de toda posibilidad de disfrutar siquiera una viuda de perros? No pedimos nacer, ¿por qué negársenos el privilegio de dejar el mundo cuando las cosas se vuelven insufribles]? ¿Debemos esperar a que la bomba atómica nos acabe a todos juntos?
No me gusta terminar con una nota amarga. Como bien lo saben mis lectores, mi lema de toda la vida ha sido “siempre contento y siempre luminoso”. Tal vez por eso nunca me canso de citar a Rabelais: “para todos tus males te doy la risa”. Al mirar hacia el pasado, veo mi vida llena de momentos trágicos pero la contemplo más como una comedia que como una tragedia. Una de esas comedias en las que mientras te doblas de risa también sientes que se te quiebra el corazón. ¿Qué mejor comedia podrá haber? El hombre que se toma demasiado en serio no tiene salvación.
La tragedia que vive la gran mayoría de los seres humanos es otro asunto: para ello no veo elemento de alivio alguno, Cuando hablo de una salida sin dolor para los millones de personas que sufren no hablo con cinismo o como quien no ve esperanza alguna para la humanidad. En sí, la vida no tiene nada de malo., es el océano en el que nadamos y se trata de adaptarse o hundirse, pero nuestra capacidad como seres humanos radica en no contaminar las aguas de la vida, no destruir el espíritu que nos infunde aliento.
Lo más difícil para un individuo creativo es evitar el impulso de ver el mundo según su propia conveniencia y aceptar al prójimo por lo que es, malo o bueno o indiferente. Uno tiene que poner todo su esfuerzo aunque nunca resulte suficiente.
Finis
Henry Miller, Al cumplir ochenta, México, UNAM (Colección Pequeños Grandes Ensayos, n° 20), 2004
De Jorge Luis Borges cabría decir: ¿cómo no iba a escribir todo lo que escribió, si habló todo lo que habló, conversó todo lo que quiso conversar, aquí o allá? He sido un fiel seguidor de sus conversas. Provengo de una familia de conversadoras y conversadores. Quizás debería comenzar por mi padre Luis Amado, con quien cualquier persona podía pasar horas entregándose al placer de la palabra. Claro, agreguemos al caso que mi padre fue siempre un excelente anfitrión. Y ¿qué mayor cualidad ha de tener un anfitrión, si no es el don de la palabra que une, recrea y ensalza? Por fortuna, mi madre nunca se quedó atrás, aunque las tenidas conversatorias se las tomara con mucho mayor recato que mi padre.
En tal sentido, no nos ha de caber duda de que en la casa de Borges se conversaba muy explayadamente y sin sentido del horario. Es un gusto escuchar a una persona y sentir que hablas con alguien muy tuyo, incluso, con varias personas contenidas en una sola voz. Porque la memoria, haciendo uso de su magia transmigratoria puede recuperar palabras del ayer y ligarlas a palabras de un supuesto mañana; eso siente uno cuando escucha a un conversador como Don Jorge Luis. Y esa es la razón por la que tuve un raptus de alegría cuando en una librería caraqueña me topé, hace muchos años, con ese libro que se institula Borges profesor. Por fortuna algunas de sus clases fueron registradas y uno puede leer lo conversado, lo cual también genera otro placer. Así que aquí dejamos esa clase número 13, número mágico de conversa, pues ese número contiene la unidad y la tríada, amén de sumar las cuatro esquinas de todo recinto. 13 fue número de suerte para el conversador de mi padre, pues nació un martes 13 y nunca se abstuvo de celebrarlo...
Salud, lacl
Borges professor, clase Nro. 13.
Samuel Taylor Coleridge, Henry James, Macedonio Fernández, William Shakespeare, Truman Capote…
Una de las obras más importantes de un escritor —quizá la más importante de todas— es la imagen que deja de sí mismo a la memoria de los hombres, más allá de las páginas escritas por él. Ahora bien, personalmente Wordsworth fue un poeta superior a Samuel Taylor Coleridge, de quien hoy hablaremos. Pero pensar en Wordsworth es pensar en un caballero inglés de la época victoriana, parecido a tantos otros. En cambio, pensar en Coleridge es pensar en un personaje de novela. Todo esto es interesante para el análisis crítico y para la imaginación, y así lo sintió el gran novelista americano Henry James. La vida de Coleridge fue un conjunto de fracasos, de frustraciones, de no cumplidas promesas, de vacilaciones. Hay un cuento de Henry James titulado «La Fundación Coxon»231 que le fue inspirado por la lectura de una de las primeras biografías de Coleridge. El protagonista de ese cuento es un hombre de genio, un conversador de genio, mejor dicho, que pasa la vida en casa de sus amigos. Estos esperan de él una gran obra. Saben que para ejecutar esa obra necesita tiempo y descanso. Y la heroína es una chica a quien la suerte le pone en las manos la elección del candidato para esa fundación, Coxon, dejada por una tía suya, Lady Coxon. Y la muchacha sacrifica la posibilidad de su casamiento, sacrifica toda su vida para que la persona que reciba esa fundación sea el hombre de genio. Éste acepta esa anualidad, que es considerable, y luego el autor nos deja entender —o lo declara, no recuerdo— que el gran hombre no escribe nada, apenas deja algunos borradores. Y lo mismo podríamos decir de Samuel Taylor Coleridge: fue el centro de un círculo brillante, el de los, llamados «poetas laquistas», porque vivían en las inmediaciones de los lagos. Fue amigo de Wordsworth, maestro de De Quincey. Fue amigo del poeta Robert Southey,232 que ha dejado entre sus muchas obras un poema llamado «A tale of Paraguay», «Un cuento del Paraguay», basado en los textos del jesuita Dobrizhoffer,233 que fue misionero en el Paraguay. En este grupo se consideraba a Coleridge como maestro, se juzgaban personalmente inferiores a él. Sin embargo, la obra de Coleridge, que abarca muchos volúmenes, consta en realidad de unos pocos poemas —poemas inolvidables, eso sí—y de algunas páginas en prosa. Algunas están en la Biographia Literaria,234 otras pertenecen a las conferencias que dictó sobre Shakespeare. Veamos en primer término la vida de Coleridge, y luego entraremos en el examen de su obra, no pocas veces inintelegible, tediosa, plagiada también.
Coleridge nace en el año 1772, es decir dos años después del nacimiento de Wordsworth, que corresponde, según saben ustedes, al año 1770, muy fácilmente recordable. Digo esto ya que estamos en vísperas de examen. Y Coleridge muere el año 1834. Su padre es un pastor protestante del sur de Inglaterra. El reverendo Coleridge fue pastor de un pueblo de campo, e impresionaba mucho a sus oyentes porque solía intercalar en sus sermones lo que llamaba «the inmediate tongue to the Holy Ghost», La lengua inmediata al Espíritu Santo. Es decir, largos pasajes en hebreo que sus rústicos feligreses no comprendían, pero que veneraban más por eso mismo. Cuando murió el padre de Coleridge, sus feligreses sintieron algún desprecio por su sucesor, porque éste no intercalaba pasajes inintelegibles en el idioma inmediato del Espíritu Santo.
Coleridge se educó en Christ Church, donde fue condiscípulo de Charles Lamb,235 que ha dejado una suerte de retrato escrito de él. Luego se educó en la Universidad de Cambridge, donde conoció a Southey, con quien planeó una colonia socialista en una región remota y peligrosa de los Estados Unidos. Y luego, por una razón que nunca se ha explicado del todo, pero que es uno de esos misterios que son parte de la vida de Coleridge, Coleridge se alistó en un regimiento de dragones. «Yo —diría Coleridge después—, el menos ecuestre de los hombres.» No aprendió nunca a andar a caballo. Al cabo de dos meses, uno de los oficiales lo encontró escribiendo versos griegos en una de las paredes del cuartel, versos en los que él expresaba su desesperación ante ese imposible destino de jinete que él había inexplicablemente elegido. El oficial conversó con él, consiguió que lo dieran de baja, y Coleridge regresó a Cambridge y planeó poco después la fundación de un periódico que aparecería todas las semanas. Coleridge recorrió Inglaterra buscando suscriptores para esa publicación. El mismo nos cuenta que llegó a Bristol, que conversó con un caballero, que este caballero le preguntó si había leído el diario, y él le contestó que no creía que entre los deberes de un cristiano estuviera el de leer diarios, lo que causó alguna hilaridad, porque todos sabían que el propósito de su viaje a Bristol era el de conseguir suscriptores para su periódico. Coleridge, luego que lo invitaron a una conversación y le ofrecieron trabajo, tomó la extraña precaución de llenar la pipa con sal hasta la mitad y la otra mitad con tabaco. Pero a pesar de eso no estaba acostumbrado a fumar y se enfermó. Aquí tenemos uno de los episodios inexplicables en la vida de Coleridge, la ejecución de actos absurdos.
Finalmente el periódico se publicó. Se llamaba The Watchman, algo así como «el sereno» o «el vigilante», y constó en realidad de una serie de sermones, más que noticias, y murió al cabo de un año. Coleridge colaboró además con Southey en un drama, The Fall of Robespierre, «La caída de Robespierre»,236 en otro sobre Juana de Arco, a la que hace hablar, por ejemplo, sobre Leviatán, sobre magnetismo, temas que sin duda no figuraron en las conversaciones de la santa, y mientras tanto puede decirse que no hizo otra cosa que conversar. Y escribió algunos poemas que ya examinaremos más adelante, que se titulan «El viejo marinero», «The Ancient Mariner»... Otro se titula «Christabel», y otro «Kubla Khan», el nombre de aquel emperador de la China que protegió a Marco Polo.
La conversación de Coleridge era una conversación muy curiosa. Dice De Quincey, que fue su discípulo y admirador, que cada vez que Coleridge conversaba era como si trazara en el aire un círculo. Es decir, iba apartándose del tema inicial y luego volvía a él, pero muy lentamente. La conversación de Coleridge podía durar dos o tres horas. Al cabo se descubría que, describiendo un círculo, había vuelto al punto de partida. Pero generalmente los interlocutores habían durado menos en la conversación y se habían ido. De modo que la impresión que llevaban era la de una serie de digresiones inexplicables.
Sus amigos pensaron que una buena salida para el genio de Coleridge serían las conferencias. Efectivamente, se anunciaban las conferencias, había mucha gente que se suscribía para esa serie de conferencias. Generalmente cuando llegaba la fecha indicada Coleridge no aparecía, y cuando aparecía hablaba de cualquier tema menos el tema prometido. Y hubo algunas veces en que habló de todo, y aun del tema de la conferencia. Pero estas ocasiones fueron raras.
Coleridge se casó bastante joven. Se cuenta que visitaba una casa en la que había tres hermanas. El estaba enamorado de la segunda, pero pensó que si la segunda se casaba antes que la primera, él pensó —según le dijo a De Quincey— que esto podía herir el orgullo sexual de la primera. Y entonces, por delicadeza, se casó con la primera, de la que no estaba enamorado. Y no es demasiado sorprendente saber que este matrimonio fracasó. Coleridge se desentendió de su mujer y de sus hijos, y vivió después en casa de sus amigos. Sus amigos se consideraban honrados con estas visitas de Coleridge, honrados. Al principio se suponía que estas visitas durarían una semana, luego duraban un mes, y en algunos casos llegaron a durar años. Y Coleridge aceptaba esta hospitalidad con, no ingratitud, sino con una especie de distracción, porque Coleridge fue el más distraído de los hombres.
Coleridge viajó a Alemania, y se dio cuenta de que no había visto nunca el mar, a pesar de que lo había descrito admirablemente, inolvidablemente, en su poema «The Ancient Mariner». Pero el mar no lo impresionó. El mar de su imaginación era más vasto que el mar de la realidad. Luego, otro rasgo de Coleridge era el de anunciar obras ambiciosas: Historia de la filosofía, Historia de la literatura inglesa, Historia de la literatura alemana. Y él escribía a sus amigos —que sabían que él mentía, y él sabía que ellos sabían también— que tal o cual obra estaba muy adelantada. Y sin embargo no había escrito una línea.
Entre las obras que ejecutó figura una traducción de la trilogía Wallenstein, de Schiller,237 que según algunos jueces, algunos alemanes entre ellos, es superior al original. Uno de los temas que más han preocupado a la crítica es el de los plagios de Coleridge. En su Biographia Literaria, éste anuncia, por ejemplo, que va a dedicar el próximo capítulo a explicar la diferencia que existe entre la razón y el entendimiento, o entre la fantasía y la imaginación. Y luego el capítulo en el cual él traza esa diferencia importante resulta ser una traducción de Schelling238 o de Kant, a quienes él admiraba. Se ha dicho que Coleridge se había comprometido con la imprenta a entregar un capítulo, y que entregó un capítulo plagiado.239 Ahora, lo más posible es que Coleridge se hubiera olvidado de que lo había traducido. Coleridge vivió una vida, digamos, casi puramente intelectual. El pensamiento le interesaba más que la escritura del pensamiento. Yo tuve un amigo más o menos famoso, Macedonio Fernández, a quien le pasaba lo mismo. Recuerdo que Macedonio Fernández vivía mudándose de una pensión a otra, y que cada vez que se mudaba dejaba en el cajón una serie de manuscritos. Yo le dije que por qué perdía así lo que había escrito, y Macedonio Fernández me contestaba: «Pero, ¿vos creés que somos lo bastante ricos como para perder algo? Lo que se me ocurrió una vez volverá a ocurrírseme, de manera que no pierdo nada». Quizá Coleridge pensaba lo mismo. Hay un artículo de Walter Pater,240 uno de los prosistas más famosos de la literatura inglesa, que dice que Coleridge por lo que pensó, por lo que soñó, por lo que ejecutó y, más aún, por lo que dejó de ejecutar —«for what he failed to do»—, representa el arquetipo, casi podríamos decir, del hombre romántico. Más que Werther, más que Chateaubriand, más que ningún otro. Y la verdad es ésa, que hay algo en Coleridge que parece colmar la imaginación. Es la misma vida, que es de demoras, de promesas no cumplidas, de conversación brillante. Todo esto corresponde a un tipo humano.
Lo curioso es que la conversación de Coleridge ha sido recogida, como fue recogida la conversación de Johnson, pero cuando leemos las páginas de Boswell, esas páginas llenas de epigramas, de frases breves y agudas, comprendemos por qué Johnson fue tan admirado como conversador. En cambio, los volúmenes de Table Talk, de conversaciones de sobremesa de Coleridge, son raras veces admirables. Abundan en trivialidades también. Pero quizás en una conversación, más importante que lo que se dice es lo que el interlocutor siente como existiendo detrás de las palabras pronunciadas. Y sin duda había en la conversación de Coleridge una especie de magia que no estaba en las palabras sino en lo que las palabras dejaban adivinar, en lo que se traslucía detrás de esas palabras.
Además, hay desde luego pasajes admirables en la prosa de Coleridge. Hay por ejemplo una teoría de los sueños. Decía Coleridge que en los sueños estamos pensando, salvo que no pensamos por medio de razonamientos, sino por medio de imágenes. Coleridge sufrió de pesadillas, y le llamó la atención el hecho de que, aunque una pesadilla sea espantosa, a los pocos minutos de haber despertado, el horror de la pesadilla ha desaparecido. Y lo explicaba así: decía que en realidad —en la vigilia, quiero decir, porque las pesadillas para quien las sueña son reales—, en la vigilia un hombre ha podido enloquecerse por un fantasma falso, por el simulacro de un fantasma ejecutado por obra de una broma. En cambio, tenemos sueños horribles y cuando nos despertamos, aunque nos despertemos temblando, nos dejan tranquilos al cabo de unos cinco o diez minutos. Y Coleridge lo explicaba así: Coleridge decía que nuestros sueños, aun los más vívidos, las pesadillas, corresponden a operaciones intelectuales. Es decir, un hombre está durmiendo, siente una opresión en el pecho y entonces, para explicarse esa opresión, sueña que se ha acostado un león sobre él. Luego, el horror de esa imagen lo despierta, pero todo esto ha correspondido a una operación intelectual. Así explicaba Coleridge las pesadillas, son razonamientos imperfectos, atroces, pero son obra de la imaginación, es decir, son operaciones intelectuales, y por eso no dejan mayor huella en nosotros.
Y esto de los sueños es muy importante tratándose de Coleridge. En la clase pasada referí un sueño de Wordsworth. En la próxima hablaré del poema más famoso de Coleridge, «Kubla Khan», basado en un sueño. Y esto nos recordará el caso del primer poeta de Inglaterra, Caedmon, que soñó un ángel que lo obliga a componer un poema sobre los primeros versículos del Génesis, sobre la fundación del mundo.
Luego, Coleridge es uno de los primeros que en Inglaterra respaldan el culto de Shakespeare. Dice George Moore, un escritor irlandés de principios de este siglo, que si en Inglaterra cesara el culto de Jehová, sería reemplazado inmediatamente por el culto de Shakespeare. Y uno de quienes instauraron ese culto, junto con algunos pensadores alemanes, fue Coleridge. Y hablando de pensadores alemanes, el pensamiento de los filósofos alemanes era casi desconocido en Inglaterra. Inglaterra, a principios del siglo XIX, había olvidado casi del todo su origen sajón. Y Coleridge estudió alemán, como lo estudiaría Carlyle, y recordó a los ingleses su vinculación con Alemania y con las naciones escandinavas. Esto había sido olvidado en Inglaterra. Pero luego llegaron las Guerras Napoleónicas, los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas en la victoria de Waterloo contra Napoleón, y los ingleses sintieron esa antigua y olvidada fraternidad. Y los alemanes, por obra de Shakespeare, la sintieron también.
Entre las muchas páginas manuscritas que ha dejado Coleridge, hay muchas páginas escritas en alemán. Él vivió en Alemania también. En cambio, no logró nunca aprender el francés, a pesar de que más de la mitad del vocabulario inglés, casi las dos terceras partes, consta de palabras francesas. Y esas palabras son las que corresponden al intelecto, al pensamiento. Se cuenta que a Coleridge le pusieron en una mano un libro en francés y en la otra su traducción al inglés. Coleridge leyó la traducción inglesa y luego se volvió al texto francés y no pudo comprenderlo. Es decir, hubo una afinidad entre Coleridge y el pensamiento alemán, al tiempo que él se sentía muy lejos del pensamiento francés. Coleridge dedicó parte de su vida a una reconciliación quizás imposible entre las doctrinas de la iglesia anglicana, «the Church of England», y la filosofía idealista de Kant, a quien veneraba. Es raro que a Coleridge le haya interesado más Kant que Berkeley,241 ya que en el idealismo de Berkeley hubiera podido encontrar más fácilmente eso que él buscaba.
Y ahora llegamos al pensamiento de Coleridge sobre Shakespeare. Coleridge había estudiado la filosofía de Spinoza. Ustedes recordarán que esa filosofía está basada en el panteísmo, es decir, en la idea de que sólo existe un ser real en el Universo, y ese ser es Dios. Nosotros somos atributos de Dios, adjetivos de Dios, momentos de Dios, pero no existimos realmente. Sólo existe Dios. Hay un verso de Amado Nervo.242 En ese verso está expresada esta idea: «Dios sí existe. Nosotros somos los que no existimos». Y Coleridge hubiera estado plenamente de acuerdo con este verso de Amado Nervo. En la filosofía de Spinoza, como en la filosofía de Escoto Erígena, se habla de la naturaleza creadora y de la naturaleza ya creada, natura naturans y natura naturata. Y es sabido que Spinoza, para hablar de Dios, usa una palabra como sinónima de Dios: Deus sive natura, «Dios o la naturaleza», como si ambas palabras significaran la misma cosa. Salvo que Deus es la natura naturans, la fuerza, el ímpetu de la naturaleza —the Life Force, diría Bernard Shaw—. Y esto lo aplica Coleridge a Shakespeare. Dice que Shakespeare fue como el Dios de Spinoza, una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas. Y así, según Coleridge, Shakespeare se basó en la observación para la creación de su vasta obra. Shakespeare sacó todo de sí.243
En estos últimos años hemos tenido el caso de un novelista americano, Truman Capote, que supo que se había cometido un horrible asesinato en un estado mediterráneo de Estados Unidos. Habían entrado dos ladrones en casa de un señor para robarlo —se trataba del hombre más rico del pueblo—. Estos dos ladrones entraron en su casa, mataron al padre, a la mujer y a una hija suya.244 El menor de los asesinos, de los ladrones, quiso ultrajar a la hija del señor, pero el otro le hizo observar que ellos no podían dejar testigos con vida, y además que le parecía inmoral ultrajar a una mujer, y que tenían que atenerse a su plan primitivo, que era el de matar a todos los testigos posibles. Luego, mataron a balazos a los tres,245 fueron detenidos. Truman Capote, que hasta entonces había escrito páginas de prosa muy cuidadas —a la manera de Virginia Woolf, digamos—, se trasladó a ese pueblo perdido, obtuvo permiso para visitar periódicamente a los procesados, y para que éstos se hicieran amigos de él les contó hechos bochornosos de su propia vida. El proceso, gracias a la habilidad de los abogados, duró un par de años. El escritor visitaba continuamente a los asesinos, les llevaba cigarrillos, se hizo amigo de ellos. Estuvo con ellos cuando los ejecutaron, volvió en seguida a su hotel y estuvo toda la noche llorando. Antes él había ejercitado su memoria en tomar notas, porque sabía que cuando a una persona le preguntan algo tiende a contestar de manera brillante, y él no quería eso, quería saber la verdad. Y luego publicó un libro, In Cold Blood, «A Sangre Fría», que ha sido traducido a muchos idiomas. Ahora bien, todo esto le hubiera parecido absurdo a Coleridge, y al Shakespeare de Coleridge. Coleridge se imaginaba a Shakespeare como una sustancia infinita semejante al Dios de Spinoza. Es decir, Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no había condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo. Shakespeare había pensado qué es un asesino, cómo un hombre puede llegar a ser un asesino, y así se imaginó a Macbeth. Y así como se imaginó a Macbeth, se imaginó a Lady Macbeth, a Duncan, a las tres brujas, a las tres Parcas. Se había imaginado a Romeo, a Julieta, a Julio César, al Rey Lear, a Desdémona, al espectro de Banquo, a Hamlet, al espectro del padre de Hamlet, a Ofelia, a Polonio, a Rosencrantz, a Guildenstern, a todos ellos. Es decir, Shakespeare había sido cada uno de los personajes de su obra, aun los más efímeros. Y entre tantas personas, había sido también el actor, empresario y prestamista William Shakespeare. Recuerdo que Frank Harris proyectó y completó una biografía de Bernard Shaw, y le escribió a Shaw una carta pidiéndole datos sobre su vida íntima. Y Shaw le contestó que casi no tenía vida íntima, que él, como Shakespeare, era todas las cosas y todos los hombres. Y al mismo tiempo agregó: «Soy nada y soy nadie», «I have been all things and all men, and at the same time I’m nobody, I’m nothing».
Tenemos pues a Shakespeare equiparado a Dios por Coleridge, y Coleridge en una carta a uno de sus amigos confiesa que hay escenas en la obra de Shakespeare que le parecen injustificables. Por ejemplo, le parece injustificable que en la tragedia King Lear le arranquen los ojos en el escenario a uno de los personajes. Pero agrega piadosamente, quizá con más piedad que convicción: «Yo muchas veces he querido encontrar errores en Shakespeare, y después he visto que en Shakespeare no hay errores, he visto que siempre tenía razón». Es decir, Coleridge fue un teólogo de Shakespeare, como los teólogos lo son de Dios, y como lo sería después Víctor Hugo. Víctor Hugo cita algunas groserías, cita errores de Shakespeare, cita distracciones de Shakespeare, y luego las justifica diciendo majestuosamente: «Shakespeare está sujeto a ausencias en lo infinito». Y agrega después: «Tratándose de Shakespeare, admito todo como un animal». Y dice Groussac que este mismo exceso prueba la insinceridad de Hugo. No sabemos si esta insinceridad existió algunas veces en Coleridge o si él se la impuso.
Hoy hemos visto algo de la prosa de Coleridge. En la próxima clase examinaremos, no todos los poemas de Coleridge, pero sí —examinarlos todos sería imposible— sí los tres más importantes, los que corresponden, según un reciente crítico suyo, al Infierno, al Purgatorio, al Paraíso.
Viernes 18 de noviembre de 1966
Notas
231 Este cuento, cuyo título original es «The Coxon Fund», apareció en la revista The Yellow Book en julio de 1894 y por primera vez en forma de libro en Terminations, publicado en Londres por Heinemann y en New York por la casa Harper, en 1895.
232 Robert Southey, poeta e historiador inglés (1774-1843).
233 Martino Dobrizhoffer, jesuita austríaco (1717-1791). Fue pastor de los abipones, tribu del norte de la zona guaranítica, y compañero del padre Florian Baucke o Paucke a mediados del siglo XVIII. La versión original de su libro está escrita en latín y consta de tres tomos. Se titula Historia de Abiponibus equestri, bellicosaque Paraquariae natione, copiosis barbararum gentium. Fue publicado en Viena por Joseph Nob. de Kurzbek en 1784 y traducida primero al alemán, en ese mismo año, y luego al inglés, en 1822. Existe un ejemplar del original en latín en la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional de Argentina.
234 Biographia Literaria, publicada originariamente en 1817.
235 Charles Lamb, literato inglés (1775-1834).
236 The Fall of Robespierre fue publicada por primera vez en 1794.
237 Friedrich von Schiller, historiador, poeta y dramaturgo alemán (1759-1805).
238 Friedrich W. J. von Schelling, filósofo alemán (1775-1854).
239 Según John Spencer Hill, «En la Biographia entera... encontramos claros indicios de una composición apresurada; pero en ninguna otra parte resulta este hecho más evidente que en los capítulos 12 y 13, que fueron los últimos en ser escritos, en septiembre de 1815. Como se ha sabido ya por largo tiempo, el capítulo 12 de la Biographia consiste en su mayoría en párrafos traducidos, algunos de ellos copiados literalmente y ninguno de ellos atribuidos a su autor, de las obras de F.W.J. Schelling tituladas Abhandlungen zur Erláuterung des Idealismus der Wissenschañslehrey System des transcendentalen Idealismus. El capítulo 12 no es la única parte, ni Schelling el único filósofo alemán que Coleridge plagió en su Biographia Literaria, pero el hecho es que la mayoría de los plagios aparecen en este capítulo, que Coleridge debió escribir con el libro de Schelling abierto ante sus ojos. Resulta obvio que el apuro en terminar la obra no basta para justificar esta conducta (...) pero sí explica hasta cierto punto por qué los plagios son tan largos y frecuentes en esa parte del libro». A Coleridge Companion, pág. 218.
240 Walter Horatio Pater, crítico y ensayista inglés (1839-1894). Estudió en el King’s School de Canterbury y en la Universidad de Oxford, donde luego trabajó y enseñó. Entre sus obras: Studies in the History of the Renaissance (1873), Imaginary Portraits (1887), Platon and Platonism (1893), Miscellaneous Studies (1895) y la novela Marius the Epicurean (1885).
241 George Berkeley, filósofo y prelado irlandés (1685-1753).
242 Amado Nervo, poeta mexicano (1870-1919).
243 En el capítulo XV de su Biographia Literaria, Coleridge afirma que «Shakespeare no fue un mero hijo de la naturaleza, ni un autómata del genio, ni un vehículo pasivo de inspiración poseído por el espíritu, ni poseyéndolo; primero estudió pacientemente, meditó en forma profunda, comprendió de manera minuciosa, hasta que el conocimiento, habiéndose vuelto en él habitual e intuitivo, se unió a sus sentimientos habituales y dio al fin a luz a aquel poder estupendo (...) Shakespeare atrae todas las formas y cosas hacia sí, hacia la unidad de su propio ideal (...) [Shakespeare] se convierte en todas las cosas, sin dejar de ser jamás él mismo».
244 Y también a un hijo, que Borges no recuerda.
245 Se entiende, a los cuatro.
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Libro: Borges profesor
Cursos de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Martín Arias & Martín Hadis