sábado, 30 de abril de 2022

Enrique Bernardo Núñez, Uno de los nuestros. / PENTAGRAMA Allá en la tierra. / Cubagua. Audiovisual

 


Me atrevería a decir que es una de las novelas más hermosas escritas no sólo en Venezuela, sino en Las Américas, durante los años treinta del siglo 20. Tal parece que a la novela le ha sucedido lo mismo que a la isla. Se ha convertido, como su homónima Cubagua, en otra isla abandonada, con pocos visitantes. Luego de que leyera "La diosa blanca", ese hermoso, sugestivo y revelador tratado mitográfico sobre los orígenes de la poesía, escrito por Robert Graves, a mí no me cupo duda que entre sus páginas encontramos un canto de alabanza a la diosa blanca, en otra de sus múltiples manifestaciones. Estamos hablando de una novela. Pero no por el hecho de que se trate de narrativa deja de ser un libro cargado de ensoñaciones poéticas. A eso me refiero; hay que leer la novela para comprenderlo o, mejor aún, para percibirlo, sentirlo en la magia que suscitan ciertos pasajes de la obra. Por lo demás, es una narrativa puntillista, cargada de memoración y evocaciones, una sucinta obra maestra, si tomamos en cuenta que no se trata de una novela de largo aliento, en lo que se refiere a su física extensión.

Dejamos, como abreboca, un capítulo de esa novela que se anticipa a las técnicas literarias que luego cobrarían auge durante el Boom de la narrativa en Latinoamérica. 

Salud, lacl. 


Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez.

Capítulo VI: El areyto


Ven!

Maquinalmente, Leiziaga obedeció. Se detuvieron en la cuadra. Primero una escalerilla, un sótano, antiguo dormitorio de esclavos. Un corredor abría su boca profunda, después otra. Fray Dionisio encendió un hachón. Los peldaños viscosos de humedad se empurparon. Unos murciélagos surgieron de las tinieblas tocándoles con su vuelo helado y silencioso. El trabajo de los nepentes había cubierto las galerías de prodigiosas talladuras verde y oro, de labores confusas que descendían de las bóvedas y recordaban rojas guirnaldas de bosques.

Leiziaga tropezó con la frente. De la techumbre pendía un ancla enorme en cuyos brazos pintados de blanco se alcanzaba a leer: SAN PEDRO ALCÁNTARA1. Se hallaron ante una puerta. Se vieron en aquel espejo, tan brillante, tan fina, tan blanca era la madera. En la otra galería flotaban dorados reflejos. La luna quizás penetraba allí, pero luego fueron precisándose formas extrañas: ídolos, asientos, aves de oro. Toda la plata de Paria, el oro de los Omeguas, las riquezas de Guaramental, Chapachauru y Quarica. El oro de los reinos esfumados en la niebla de los ríos. Las perlas rebosaban en urnas de tierras derramando un brillo estelar.

Un tañido ligero llegaba hasta ellos, el rumor de una música sepultada centenares de años, nunca oída de los extranjeros. Una música que antes se escuchaba en las islas, en los umbrales, encendiendo su alegría misteriosa en el corazón. Caminaban silenciosamente. Sus pies resbalaban en la humedad. Arrimadas a los muros se veían tinajas de barro, onobis, con restos humanos. Fray Dionisio apuró el paso.

—Tal día como hoy debo partir para las Misiones de Oriente —dice como hablando consigo mismo.

Al fin se hallaron en un vasto espacio circular, alumbrado apenas. Y he aquí lo que vio Leiziaga: las paredes estaban cubiertas con planchas de oro y a trechos colgaban rodelas, macanes, escudos de oro. Y al fondo, en vuelto en ancha túnica blanca con dibujos bermejos, los brazos sobre el pecho, las piernas cruzadas sobre unas mantas de algodón fino, tan menudo que casi desaparecía en los pliegues de su vestidura: Vocchi. Su rostro espectral se inclinaba agobiado de perlas.

Él se había apoderado del anillo de Leiziaga y observaba aquel león rampante, de gules, en campo de plata. Una sonrisa irónica se dibujaba en su rostro. Sus mismos ojos eran dos largas sonrisas.

Leiziaga comenzaba a sentir indignación, disgusto. ¿No era él descendiente de conquistadores? A su alcance tenía un dorado que sobrepasaba a todos sus proyectos. Oro tangible. Pero su voluntad le abandonaba y él hacía vanos esfuerzos para recobrarla. Toda su vida dependía de aquel momento. Se irguió con semblante altanero. Vocchi frunció el ceño.

—Me asombro de que hables español.

Él se incorporó a medias y Leiziaga creyó reconocer la melancolía que le velaba el rostro. Enmudeció bajo aquella mirada aguda, punzante, tomó el polvo que le ofrecía en una concha de nácar y a imitación suya empezó a absorberlo por la nariz. Veía su anillo en el dedo de Vocchi. Hombres tatuados, con plumajes resplandecientes y mujeres con los senos dorados y adornadas de conchas se enlazaban de la mano. En medio de ellos estaba Nila. Las perlas derramaban en sus trenzas, en la piel cobriza, un resplandor de vía láctea. Las salutaciones se elevaron a coro, de uno a otro extremo:

—¡Thenoca!

—¡Ratana!

—¡Erecomay!

Los luengos canutos de cinco palmos y los atabales marcan un paso lento. Girando en torno de Nila, daban comienzo al areyto. Sus plumajes trazaban un arcoiris, Alaumoulu, penacho de Dios. El colibrí se desprende de la verde selva. Era una danza religiosa, de liturgias bárbaras. Su melancolía cobraba expresión en el semblante de Vocchi, la misma melancolía de ciertos bailes y canciones. Toda su vida está impregnada de esa nostalgia, pero no sabrían explicarla, acaso porque nunca pudieron volver a encontrarse. Nostalgia de la propia alma perdida. ¿No tiene también la Historia ese mismo carácter?

Cantaban historias de sus pasados. Erocomay era bella y fuerte. Reinaba entre mujeres. Todos los años en el tiempo de la cosecha venían a reunirse con ellas los mancebos más valerosos y diestros de otras tribus, y había danzas y juegos. Erocomay guiaba su tribu en la guerra y a las cacerías de monstruos que moraban en las cavernas y a la orilla de los ríos. Grande era su poder y su amor deseado y temido. Era como la noche que embriagaba dulcemente y como el alba que es también oscura en su iniciación. Los blancos a quienes dio hospitalidad la llevaban cautiva, pero ella pudo saltar en un corcel que el jinete había dejado según costumbre, mientras buscaba oro entre las cenizas. Huían asustadas las tropas de ciervos, de dantas, ante aquel tropel que las perseguía, y su manto bermejo flotaba en el bosque, en el cual comenzaba a brillar un rocío de lucciolas. Tal es la historia de Erocomay. Su alma es eterna y sus ojos permanecen abiertos en las selvas, en las serranías.

Vocchi tomó un cráneo y lo llenó con vino de palma. Hecha su libación, los demás bebieron. Leiziaga acercó también a sus labios los bordes de aquella copa. Danzaban y a cada momento bebían. Cada uno alzaba un cráneo y éste era el de un hombre blanco. Vocchi encendió después unas hojas retorcidas de tabaco. Sus ojos oscuros y tiernos se abrían a ratos y se posaban con deleite en el tumulto de la danza. De pronto las flautas desfallecieron. Ahora era el aire de una pastoral fúnebre. Los niños —refieren— han desaparecido; las doncellas también desaparecieron, y las fiestas. Creían que los astros iban también a morir, pero las resinas de los bosques se derramaban en la noche y el cielo resplandecía como siempre. Ellos llegaban tal como les había anunciado el viajero aquel que les enseñó a venerar la Cruz con la cual señalaban los caminos para ahuyentar a los demonios. Indiferentes a los hombres son las penas y las alegrías de los que han muerto. Por eso hay tanta piedad en recordarlos. Las fuentes lo saben, pues ellos aman los arroyos donde sus sombras se dibujan junto a la luciérnaga celeste. Se les ve salir de las grutas y subir a las montañas a contemplar los valles desiertos. Su sueño está poblado de imágenes que andan fugitivas hasta confundirse la una con la otra, de tal modo que no podrían distinguirse, y sentados bajo las copas cargadas de flores aguardan la hora en que Maguadarado, el racimo de mayas, se oculta.

En aquel tiempo pasaban hechos prodigiosos. La luna tenía siete halos trágicos. Los cemíes no acudían a la cita de los piaches. La llanura abría su ojo inmenso, amarilloso, al sentir aquel vértigo. Los barrancos estaban erizados de picas. Había hambre en la tierra. Por todas partes se escuchaban lamentos. El mar estaba rojo, rojo. Pero ahora hay otros signos. A la luz de los astros, los árboles de los caminos, mudos tanto tiempo, han dicho…

La danza se hizo vertiginosa. Comenzaban a tumbarse embriagados. En el delirio los cráneos rodaban por el suelo con un chasquido. Su anillo brillaba en los dedos de Vocchi como un punto de fuego. Sus ojos se cerraban. Entonces vio por última vez a Fray Dionisio, que arrodillado en un rincón, muy apartado, rezaba el Oficio matutino. Llamó a Nila, pero su voz volaba inútilmente.

El lucero del alba brillaba cual otra luna.

Ya Pedro Cálice trabajaba en su cuaderno de cuentas, ante una mesa en la cual se veían desperdicios de frutas, monedas y billetes de banco. Junto a él ardía en reverbero con el café montado. Al ver a Leiziaga, cerró el cuaderno marcando la página con un dedo.

—¿Ya estamos aquí? Todo el día lo esperamos ayer. La gente andaba intranquila.

—Imposible…

—Bueno, pregúntelo a su gente.

—Dígame primero. ¿Y Nila?

El rostro de Cálice se ensombreció. Su mirada se volvió turbia, lejana:

—Pero bien: ¿qué tengo yo que hacer con Nila? ¿Acaso es hija mía? No es mi hija. Se llama así por un capricho o para tener más libertad en sus andanzas. Es decir, he llegado a creer que se trata de una venganza. ¿Pero no se ha fijado en el nombre de su goleta? La Tirana. Se llama así en honor suyo. Su verdadero nombre ya lo sabe usted. Muchas veces me ha dicho, es decir, me decía, porque ha estado ausente mucho tiempo, enseñándome ese valle: «¿Te acuerdas, Cálice?» Pero realmente yo de nada me acuerdo aquí como no sea de ella.

Vagamente Leiziaga recordó los cráneos en que había bebido. Cálice se quedó mirándolo con sorna y después se encogió de hombros:

—Cuando se muere lentamente, importa poco ver morir a los otros.

Se vieron en silencio. El mar se borraba. Un perro saltó y corrió aullando entre los breñales. Cálice continuó:

—Puede dormir en el cuarto de Fray Dionisio. Él se fue ayer, se fueron. En Cubagua es preciso cuidarse del aire y de las arañas cuyas picaduras producen vivos dolores.

—¡Qué vivas muchos años, Pedro Cálice!

Con paso vacilante, la cabeza aturdida, se encaminó Leiziaga a la habitación de Fray Dionisio. No veía el mar y no oía los ruidos furtivos en la arena.











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