sábado, 30 de abril de 2022

Guarida de los poetas. El venturoso, José Antonio Ramos Sucre


Siempre asombra el arte acrisolado que brota de la pluma de Ramos Sucre. Logra sustraerse a las inmensurables distancias de los mitos, de los sueños, del tiempo o de los tiempos en los que se conjuntan imago y realidad. Sus escritos lucen a veces surgidos como de la mano de un demiurgo o de un mago visionario. Un viaje entre tiempos y dimensiones por medio del cual logra situarse en la otredad ya vivida y cantada por escribas y rapsodas. 

En esta fábula parece ser un griego escapado de un templo. 

En su periplo aparece una emisaria de la diosa blanca, que en sus manos deja "su veste de gasa lunar."

Continúa su itinerario para dar en un lejano paraje, en clara alusión a los hijos de la antigua Etiopía, rindiendo culto al sol en honor de Memnón, que junto a sus guerreros había emprendido marcha en defensa de Troya y quien fuera muerto en batalla por el puñal de Aquiles.

lacl


EL VENTUROSO


Yo salí, a la hora prohibida, del templo solar y me adelanté más allá de la torre coronada de una estrella, emblema y recuerdo de Hércules.

Acudí en servicio de una mujer desfallecida sobre la ribera de un mar inmóvil y de aguas negras, en donde zozobraba un arrebol extravagante. Ostentaba la corona de violetas de la penitencia y pedía a voces el alivio del sueño. Desapareció dejando en mis manos su veste de gasa lunar.

Yo había perdido el camino del regreso y seguí los pasos de un gato salvaje encarnizado en la persecución de un faisán.

Vine a dar en un paraje cerril y hallé gracia entre unos cazadores magnánimos. Combatían el elefante al arma blanca, auxiliados de unos perros de la casta maravillada por Alejandro, el vencedor de los persas. Uno solo bastaba para estrangular al león.

Adopté fácilmente sus costumbres. Se decían los preferidos del sol y los hombres más cercanos de donde nace.

He llegado hasta presidir la única ceremonia de su religión. Elevan al amanecer un coro de lamentos en memoria del hijo de la Aurora, sacrificado por Aquiles.


Jose Antonio Ramos Sucre, LAS FORMAS DEL FUEGO










Walt Whitman visto desde los ojos y el corazón de José Martí. / Walter Whitman, poeta de eternidad

 


EL POETA WALT WHITMAN, por JOSÉ MARTÍ

Ante la extensión de esta semblanza que nos ofrenda José Martí sobre Walt Whitman no caben palabras introductorias. Ninguno de los dos necesita presentación. Así que les dejamos con esta hermosa glosa de Martí.
Salud., lacl

“Un poeta.—Walt Whitman.—Su vida, su obra y su genio.—Una fiesta literaria en Nueva York.”

Nueva York, abril 23 de 1887.

Señor Director de La Nación:

“Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, la mano en un cayado.” Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de setenta años, a quien los críticos profundos, que siempre son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su época. Sólo los libros sagrados de la antigüedad, ofrecen una doctrina comparable por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro pasmoso está prohibido.

¿Cómo no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los hombres de manera que ya no se conocen; en vez de echarse unos en brazos de otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como placeras, por diferencias de meros accidentes como el pudín sobre la budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo: las escuelas filosóficas, religiosas o literarias, encogollan a los hombres, como al lacayo la librea: los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su hierro: de modo que cuando se ven delante del hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente; del hombre que camina, que ama, que pelea, que rema; del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt Whitman, huyen como de su propia conciencia, y se resisten a reconocer a esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie, descolorida, encasacada, amuñecada.

Dice el diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable, Gladstone, acababa de aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la justicia de conceder un gobierno propio a Irlanda, parecía él como mastín pujante, erguido sin rival entre la turba, y ellos a sus pies como un tropel de dogos. Así parece Whitman con su “persona natural”, con su “naturaleza sin freno en original energía”, con sus “miríadas de mancebos hermosos y gigantes”, con su creencia en que “el más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte”, con el recuento formidable de pueblos y razas en su “saludo al mundo”, con su determinación de “callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y a admirarse a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas”; así parece Whitman, “el que no dice estas poesías por un peso”, el que “está satisfecho, y ve, baila, canta y ríe”, el que “no tiene cátedra, ni filosofía, ni escuela”, cuando se le compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo aspecto, “poetas de aguamiel, de patrón, de libro”, figurines filosóficos o literarios!

Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi está al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, el retrato de Víctor Hugo; Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le echaba el brazo por el hombro y le llamó su amigo; Tennyson, que es de los que ven las raíces de las cosas, envía desde su silla de roble en Inglaterra, tiernísimos mensajes al “gran viejo”.

Robert Buchanan, el inglés de palabra briosa, “¿qué habéis de saber de letras —grita a los norteamericanos—, si estáis dejando correr, sin los honores eminentes que le corresponden, la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?”. La verdad es que su poesía, aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por el empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalescencia. Él se crea su gramática y su lógica: él lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja: “Ese que limpia suciedades de vuestra casa, ese es mi hermano”. Su irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte.

Él no vive en Nueva York, su “Manhattan querida”, su Manhattan de rostro soberbio y un millón de pies “a donde se asoma cuando quiere entonar el canto de lo que ve a la libertad”; vive, cuidado por “amantes amigos”,—pues sus libros y conferencias apenas le producen para comprar pan,—en una casita arrinconada en un ameno recodo del campo, de donde en un carruaje de anciano le llevan los caballos que ama a ver a los “jóvenes forzudos” en sus diversiones viriles, a los “camaradas” que no temen codearse con este iconoclasta que quiere establecer “la institución de la camaradería”, a ver los campos que crían, los amigos que pasan cantando del brazo, las parejas de novios, alegres y vivaces como las codornices. Él lo dice en su Calamus, el libro enormemente extraño en que canta el amor de los amigos: “Ni orgías, ni ostentosas paradas, ni la continua procesión de las calles, ni las ventanas atestadas de comercios, ni la conversación con los eruditos me satisface, sino que al pasar por mi Manhattan los ojos que encuentro me ofrezcan amor: amantes, continuos amantes es lo único que me satisface”.

Él es como los ancianos que anuncia al fin de su libro prohibido, sus Hojas de yerba: “Anuncio miríadas de mancebos gigantescos, hermosos y de fina sangre; anuncio una raza de ancianos salvajes y espléndidos.”

Vive en el campo, donde el hombre natural labra al sol que lo curte, junto a sus caballos plácidos, la tierra libre; mas no lejos de la ciudad amable y férvida, con sus ruidos de vida, su trabajo graneado, su múltiple epopeya, el polvo de los carros, el humo de las fábricas jadeantes, el sol que lo ve todo,—”los gañanes que charlan a la merienda sobre las pilas de ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de caerse de un andamio, la mujer sorprendida en medio de la turba por la fatiga augusta de la maternidad”. Pero ayer vino Whitman del campo para recitar ante un concurso de leales amigos, su oración sobre aquel otro hombre natural, aquella alma grande y dulce, “aquella poderosa estrella muerta del oeste”, aquel Abraham Lincoln.

Todo lo culto de Nueva York asistió en silencio religioso a aquella plática resplandeciente, que por sus súbitos quiebros, trenos vibrantes, hímnica fuga, olímpica familiaridad, parecía a veces como un cuchicheo de astros. Los criados a leche latina, académica o francesa, no podrían acaso entender aquella gracia heroica.

La vida libre y decorosa del hombre en un continente virgen ha creado una filosofía sana y robusta que está saliendo al mundo en epodos atléticos. A la mayor suma de hombres libres y trabajadores que vio jamás la tierra, corresponde una poesía de conjunto y de fe, tranquilizadora y solemne, que se levanta, como el sol del mar, incendiando las nubes, bordeando de fuego las crestas de las olas, despertando en las selvas fecundas las flores fatigadas y los nidos. Vuela el polen, los picos cambian besos, se aparejan las ramas; buscan el sol las hojas, exhala todo músicas con ese lenguaje de luz ruda habló Whitman de Lincoln.

Acaso una de las más bellas producciones de la poesía contemporánea es la mística trenodia que Whitman compuso a la muerte de Lincoln. La naturaleza entera acompaña en su viaje a la sepultura el féretro llorado. Los astros lo predijeron. Las nubes venían ennegreciéndose un mes antes. Un pájaro gris cantaba en el pantano un canto de desolación. Entre el pensamiento y la seguridad de la muerte viaja el poeta por los campos conmovidos, como entre dos compañeros. Con arte de músico agrupa, esconde y reproduce estos elementos tristes en una armonía total de crepúsculo. Parece, al acabar la poesía, como si la tierra toda estuviese vestida de negro, y el muerto la cubriera desde un mar al otro. Se ven las nubes, la luna cargada que anuncia la catástrofe, las alas largas del pájaro gris. Es mucho más hermoso, extraño y profundo que El Cuervo de Poe. El poeta trae al féretro un gajo de lilas.

Su obra entera es eso:—

Ya sobre las tumbas no gimen los sauces, la muerte es “la cosecha, la que abre la puerta, la gran reveladora”: lo que está siendo, fue y volverá a ser: en una grave y celeste primavera se confunden las oposiciones y penas aparentes: un hueso es una flor. Se oye de cerca el ruido de los soles, que buscan con movimiento majestuoso su puesto definitivo en el espacio: la vida es un himno: la muerte es una forma oculta de la vida: santo es el sudor y el entozoario es santo: los hombres, al pasar, deben besarse en la mejilla: abrásense los vivos en amor inefable: amen la yerba, el mar, el animal, a muerte; el sufrimiento es menos para las almas que el amor alegra: la vida no tiene penas para el que entiende a tiempo su sentido: de un mismo germen son la miel, la luz y el beso: en la sombra, que esplende en paz como una bóveda maciza de estrellas, levántase con música suavísima, por sobre los mundos, dormidos como canes a sus pies, un apacible y enorme árbol de lilas.

Cada Estado social trae su expresión a la literatura, de tal modo que por las diversas fases de ella pudiera contarse la historia de los pueblos, con más verdad que por sus cronicones y sus décadas.

No puede haber contradicciones en la naturaleza: la misma aspiración humana a hallar en el amor durante la existencia y en lo ignorado después de la muerte un tipo perfecto de gracia y hermosura, demuestra que en la vida total han de ajustarse con gozo los elementos que en la porción actual de vida que atravesamos parecen desunidos y hostiles. La literatura que anuncie y propague armonía final y dichosa de las contradicciones aparentes; la literatura que como espontáneo consejo y enseñanza de la naturaleza promulgue la identidad en una paz superior de los dogmas y pasiones rivales que en el Estado elemental de los pueblos los dividen y ensangrientan; la literatura que inculque en el espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia y belleza definitivas que las deformidades y penurias de la existencia ni los acibaren ni los descorazonen, —no sólo revelará un Estado social más cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que, hermanando felizmente la razón y la gracia, proveerá a la humanidad, ansiosa de maravilla y de poesía, con la religión que confusamente aguarda desde que conoció la oquedad e insuficiencia de sus credos antiguos.

¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que la poesía les da el deseo y la fuerza de la vida. ¿A dónde irá un pueblo de hombres que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos? Los mejores, los que unge la naturaleza con el sacro deseo de lo futuro, perderán, en un aniquilamiento doloroso y sordo, todo estímulo para sobrellevar las fealdades humanas; y la masa, lo vulgar, la gente de apetitos, los comunes, procrearán sin santidad hijos vacíos, elevarán a facultades esenciales las que tienen servirles de meros instrumentos, y aturdirán con el bullicio de una prosperidad siempre incompleta la aflicción irremediable del alma, que sólo se complace en lo bello y grandioso.

La libertad debe ser, fuera de otras razones, bendecida, porque su goce inspira al hombre moderno,—privado a su aparición de la calma, estímulo y poesía de la existencia,—aquella paz suprema y bienestar religioso que produce el orden del mundo en los que viven en él con la arrogancia y serenidad de su albedrío. Ved sobre los montes, poetas que regáis con lágrimas pueriles los altares desiertos. Creíais la religión perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo. Ella aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro, y explica el propósito inefable y seductora bondad del universo.

Oíd lo que canta este pueblo trabajador y satisfecho, oíd a Walt Whitman. El ejercicio de sí lo encumbra a la majestad, la tolerancia a la justicia, y el orden a la dicha. El que vive en un credo autocrático es lo mismo que una ostra en su concha, que sólo ve la prisión que la encierra y cree en la oscuridad, que aquello es el mundo: la libertad pone alas a la ostra. Y lo que oído en lo interior de la concha parecía portentosa contienda, resulta a la luz del aire ser el natural movimiento de la savia en el pulso enérgico del mundo.

El mundo para Walt Whitman, fue siempre como es hoy. Basta con que una cosa sea para que haya debido ser, y cuando ya no deba ser, no será. Lo que ya no es, lo que no se ve, se prueba por lo que es y se está viendo; porque todo está en todo, y lo uno explica lo otro, y cuando lo que es ahora no sea, se probará a su vez por lo que esté siendo entonces. Lo infinitésimo colabora para lo infinito, y todo está en su puesto, la tortuga, el buey, los pájaros, “propósitos alados”. Tanta fortuna es morir como nacer, porque los muertos están vivos: “¡nadie puede decir lo tranquilo que está él sobre Dios y la muerte!”. Se ríe de lo que llaman disolución, y conoce la amplitud del tiempo: él acepta absolutamente el tiempo. En su persona se contiene todo: todo él está en todo: donde uno se degrada, él se degrada: él es la marea, el flujo y reflujo: ¿cómo no ha de tener orgullo en sí, si se siente parte viva e inteligente de la naturaleza? ¿Qué le importa a él volver al seno de donde partió, y convertirse, al amor de la tierra húmeda, en vegetal útil, en flor bella? Nutrirá a los hombres, después de haberlos amado. Su deber es crear: el átomo que crea es de esencia divina: el acto en que se crea es exquisito y sagrado.

Convencido de la identidad del universo, entona el Canto de mí mismo. De todo teje el canto de sí: —de los credos que contienden y pasan, del hombre que procrea y labora, de los animales que le ayudan, ¡ah! de los animales, entre quienes “ninguno se arrodilla ante otro, ni es superior al otro, ni se queja”. Él se ve como heredero del mundo. Nada le es extraño, y lo toma en cuenta todo, el caracol que se arrastra, el buey que con sus ojos misteriosos lo mira, el sacerdote que defiende una parte de la verdad como si fuese la verdad entera. El hombre debe abrir los brazos, y apretarlo todo contra su corazón, la virtud lo mismo que el delito, la suciedad lo mismo que la limpieza, la ignorancia lo mismo que la sabiduría: todo debe fundirlo en su corazón, como en un horno: sobre todo debe dejar caer la barba blanca. Pero, eso sí: “ya se ha denunciado y tonteado bastante”; regaña a los incrédulos, a los sofistas, a los habladores; ¡procreen en vez de querellarse y añadan al mundo! ¡Créese con aquel respeto con que una devota besa la escalera del altar!

Él es de todas las castas, credos y profesiones, y a todas halla justicia y poesía. Mide las religiones sin ira; pero cree que la religión perfecta está en la Naturaleza. La religión y la vida están en la Naturaleza. Si hay un enfermo: “idos”, dice, al médico y al cura, “yo me apegaré a él, abriré las ventanas, le amaré, le hablaré yo al oído: ya veréis como sana!: vosotros sois palabra y yerba, pero yo puedo más que vosotros, porque soy amor”.

El Creador es el verdadero amante, el camarada perfecto. Todos los hombres son “camaradas”, y valen más mientras más aman y creen, aunque “todo lo que ocupe su lugar y su tiempo vale tanto como cualquiera”; mas vean todos el mundo por sí, porque él, Walt Whitman, sabe, por lo que el Sol y el aire libre le enseñan, que una salida de Sol le revela más que el mejor libro. Piensa en los mundos, apetece a las mujeres, se siente poseído de amor frenético y universal oye levantarse de las escenas de la creación y de los oficios del hombre un concierto que le inunda de ventura y cuando se asoma al río, a la hora en que se cierran los talleres y el Sol de puesta enciende el agua, siente que tiene cita con el Creador; reconoce que el hombre es definitivamente bueno; y ve que de su cabeza, reflejada en la corriente, surgen aspas de luz.

Pero ¿qué dará idea de su vasto y ardientísimo amor? Con el fuego de Safo ama este hombre al mundo. A él le parece el mundo un lecho gigantesco. El lecho es para él un altar. “Yo haré ilustres, dice, las palabras y las ideas que los hombres han prostituido con su sigilo y su falsa vergüenza: yo canto y consagro lo que consagraba el Egipto.” Una de sus fuentes de su originalidad es la fuerza hercúlea con que postra a las ideas, como si fuera a violarlas, cuando sólo va a darles un beso, con la pasión de un santo.

Otra fuente es la forma material, brutal, corpórea, con que expresa sus más delicadas idealidades. Ese lenguaje ha parecido lascivo a los que son incapaces de entender su grandeza: imbéciles ha habido que cuando celebra en Calamus, con las imágenes más vehementes de la lengua humana, el amor de los amigos, creyeron ver, con remilgos de colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de Virgilio por Cebetes y de Horacio por Gyges y Lycisco. Y cuando canta en Los Hijos de Adán el pecado divino, en cuadros ante los cuales palidecen los más calurosos del Cantar de los Cantares, tiembla, se encoge, se vierte y dilata, enloquece de orgullo y virilidad satisfecha, recuerda al dios del Amazonas que cruzaba sobre los bosques y los ríos esparciendo por la tierra las semillas de la vida: “¡mi deber es crear!” “Yo canto al cuerpo eléctrico, dice en Los Hijos de Adán; y es preciso haber leído en hebreo las genealogías patriarcales del Génesis, es preciso haber seguido por las selvas no holladas las comitivas desnudas y carnívoras de los primeros hombres, para hallar apropiada semejanza a la enumeración de satánica fuerza en que describe, como un héroe ahíto que se relame los labios sanguinosos, las pertenencias del cuerpo femenino. ¿Y decís que este hombre es brutal?: oíd esta composición, que, como muchas suyas, no tiene más que dos versos, —sus Mujeres hermosas. “Las mujeres se sientan, o se mueven de un lado para otro, jóvenes algunas, algunas viejas: las jóvenes son hermosas, pero las viejas son más hermosas que las jóvenes.” Y esta otra: Madre y niño. Veo el niño que duerme anidado en el regazo de su madre. La madre que duerme, y el niño: ¡silencio! Los estudio largamente, largamente”. Él prevé que, como ya se juntan en grado extremo la virilidad y la ternura en los hombres de genio superior, en la paz deleitosa en que descansará la vida han de juntarse, con solemnidad y júbilo dignos del universo, las dos energías que han necesitado dividirse para continuar la faena de la creación.

Si entra en la yerba, dice que la yerba le acaricia, que “ya siente mover sus coyunturas”; y el más inquieto novicio no tendría palabras tan fogosas para describir la alegría de su cuerpo, que él mira como parte de su alma, al sentirse abrazado por el mar. Todo lo que vive le ama. La tierra, la noche, el mar le aman; “¡penétrame, oh mar, de humedad amorosa!” Paladea el aire. Se ofrece a la atmósfera como un novio trémulo. Quiere puertas sin cerraduras y cuerpos en su belleza natural. Cree que santifica cuanto toca o le toca, y halla virtud a todo lo corpóreo. El es “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, turbulento, carnoso, sensual que come, bebe y engendra, ni más ni menos que todos los demás.” Pinta a la verdad como una amante frenética, que invade su cuerpo y, ansiosa de poseerle lo liberta de sus ropas. Pero cuando en la clara medianoche, emancipada el alma de ocupaciones y de libros, emerge entera, silenciosa y contemplativa del día noblemente empleado, medita en los temas que más la complacen, en la noche, el sueño y la muerte; en el “canto de lo universal, para beneficio del hombre común”; en que es muy dulce morir avanzando” y caer al pie del árbol primitivo, mordido por la última serpiente del bosque con el hacha en las manos.

Imagínese qué nuevo y extraño efecto producirá ese lenguaje henchido de animalidad soberbia cuando celebra la pasión que ha de unir a los hombres. Recuerda en una composición del Calamus los goces más vivos que debe a la naturaleza y a la patria; pero sólo a las olas del océano halla dignas de corear, a la luz de la luna, su dicha al ver dormido junto a sí al amigo que ama. Él ama a los humildes, a los caídos, a los heridos, hasta a los malvados. No desdeña a los grandes, porque para él sólo son grandes los útiles.

Echa el brazo por el hombro a los carreros, a los marineros, a los labradores. Caza y pesca con ellos, y en la siega, sube con ellos al tope del carro cargado. Más bello que un emperador triunfante le parece el negro vigoroso que apoyado en la lanza detrás de sus percherones guía su carro sereno por el revuelto Broadway. Él entiende todas las virtudes, recibe todos los premios, trabaja en todos los oficios, sufre con todos los dolores. Siente un placer heroico cuando se detiene en el umbral de una herrería, y ve que los mancebos, con el torso desnudo, revuelan los martillos por sobre sus cabezas y golpean cada uno a su turno.

Él es el esclavo, el preso, el que pelea, el que cae, el mendigo. Cuando el esclavo llega a su puerta, perseguido y sudoroso, le llena la bañadera, lo sienta a su mesa: en el rincón tiene cargada la escopeta para defenderlo: si se lo vienen a atacar, matará a su perseguidor, y volverá a sentarse a la mesa, ¡como si hubiera muerto una víbora!

Walt Whitman, pues, está satisfecho: ¿qué orgullo le ha de punzar, si él sabe que se para en tierra o flor? ¿qué orgullo tiene un clavel, una hoja de salvia, una madreselva?, ¿cómo no ha de mirar él con serenidad los dolores humanos, si sabe que por sobre ellos está un ser inacabable a quien aguarda la inmersión venturosa en la naturaleza? ¿Qué prisa le ha de azuzar, si cree que todo está donde debe, y que la voluntad de un hombre no ha de desviar el camino del mundo? Padece, sí, padece; pero mira como un ser menor y acabadizo al que en él sufre, y siente por sobre las fatigas y miserias a otro ser que no puede sufrir, porque conoce la universal grandeza. Ser como es le es bastante, y asiste impasible y alegre al curso, silencioso o loado, de su vida. De un solo bote echa a un lado, como excrecencia inútil la lamentación romántica: “¡No he de pedirle al Cielo que baje a la Tierra para hacer mi voluntad!” Y ¿qué majestad no hay en aquella frase en que dice que ama a los animales “porque no se quejan”?. La verdad es que ya sobran los acobardadores: urge ver cómo es el mundo para no convertir en montes las hormigas: dése fuerzas a los hombres, en vez de quitarles con lamentos las pocas que el dolor les deja: pues los llagados, ¿van por las calles enseñando sus llagas?—Ni las dudas ni la ciencia le mortifican: “Vosotros sois los primeros, dice a los científicos; pero la ciencia no es más que un departamento de mi morada: no es toda mi morada: ¡qué pobres parecen las argucias ante un hecho heroico! A la ciencia, salve, y salve al alma, que está por sobre toda la ciencia.” Pero en aquello en que su filosofía ha domado enteramente el odio, como mandan los magos, es en la frase, no exenta de la melancolía de los vencidos, con que arranca de raíz toda razón de envidia; ¿por qué tendría yo celos, dice, de aquel de mis hermanos que haga lo que yo no puedo hacer?: “aquel que cerca de mí posee un pecho más ancho que el mío, demuestra la anchura del mío”. “Penetre el Sol la Tierra, hasta que toda ella sea luz clara y dulce, como mi sangre. Sea universal el goce: yo canto la eternidad de la existencia, la dicha y sentido de nuestra vida; y la hermosura implacable del universo: Yo uso zapato de becerro, un cuello espacioso y un bastón hecho de una rama de árbol”.

Y todo eso lo dice en frase apocalíptica. ¿Rimas o acentos? ¡Oh no! su ritmo está en las estrofas, ligadas, en medio de aquel caos aparente de frases superpuestas y convulsas, por una sabia composición que maneja en grandes grupos musicales las ideas, como la natural forma poética de un pueblo que no fabrica piedra a piedra, sino a enormes bloqueadas.

El lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado hasta hoy por los poetas, corresponde por la pujanza y extrañeza, a su cíclica poesía y a la humanidad nueva, congregada sobre un continente fecundo con tales portentos, que en verdad no caben en liras ni serventesios remilgados.

Ya no se trata de amores escondidos, ni de damas que mudan de galanes, ni de la queja estéril de los que no tienen la energía necesaria para domar la vida, ni la discreción que conviene a los cobardes. No de rimillas se trata y dolores de alcoba, sino del nacimiento de una era, del alba de la religión definitiva, y de la renovación del hombre: trátase de una fe que ha de sustituir a la que ha muerto, y surge con un claror radioso de la arrogante paz del hombre redimido: trátase de escribir los libros sagrados de un pueblo que reúne, al caer del mundo antiguo, todas las fuerzas nuevas de la libertad a las ubres y pompas ciclópeas de la salvaje naturaleza: trátase de reflejar en palabras el ruido de las muchedumbres que se asientan, de las ciudades que trabajan y de los mares domados y los ríos esclavos. ¿Apareará consonantes Walt Whitman, y pondrá en mansos dísticos estas montañas de mercaderías, bosques de espiras, pueblos de barcos, combates donde se acuestan a abonar el derecho millones de hombres, y sol que en todo impera, y se derrama con límpido fuego por el vasto paisaje?

Oh no: Walt Whitman habla en versículos, sin música aparente, aunque a poco de oírla se percibe que aquello suena como el casco de la tierra, vienen por él, descalzos y gloriosos, los ejércitos triunfantes.

En ocasiones parece el lenguaje de Whitman el frente colgado de reses de una carnicería: otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro, con la suave tristeza del mundo a la hora en que el humo, se pierde en las nubes: suena otras veces como un beso brusco, como un forzamiento, como el chasquido del cuero reseco que revienta al sol: pero jamás pierde la frase su movimiento rítmico de ola. Él mismo dice cómo habla en “alaridos proféticos”: “estas son, dice, unas pocas palabras indicadoras de lo futuro”. Eso es su poesía: índice. El sentido de lo universal pervade el libro entero, y le da, en la confusión superficial, una regularidad grandiosa; pero sus frases desligadas, flagelantes, incompletas, sueltas, más que expresan, emiten: “Lanzo mis imaginaciones sobre las canosas montañas”. “Di tierra, viejo nudo montuoso, ¿qué quieres de mí?” “Hago resonar mi bárbara fanfarria sobre los techos del mundo”.

No es él, no, de los que echan a andar un pensamiento pordiosero, que va tropezando y arrastrando bajo la opulencia risible de sus vestiduras regias: él no infla tomeguines para que parezcan águilas; él riega águilas, cada vez que abre el puño, como un sembrador riega granos. Un verso tiene cinco sílabas, el que le sigue cuarenta, y diez el que le sigue. Él no esfuerza la comparación, y en verdad no compara, sino que dice lo que ve o recuerda con un complemento gráfico e incisivo, y dueño seguro de la impresión de conjunto que se dispone a crear, emplea su arte, que oculta por entero, en reproducir los elementos de su cuadro con el mismo desorden con que los observó en la naturaleza. Si desvaría, no disuena, porque así vaga la mente sin orden ni esclavitud, de un asunto a sus análogos; mas luego, como quien si sólo hubiera aflojado las riendas sin soltarlas, recógelas de súbito y guía de cerca con puño de domador la cuadriga encabritada: sus versos van galopando, y como engullendo la tierra a cada movimiento: unas veces relinchan ganosos, como cargados sementales; otras, espumantes y blancos, ponen el casco sobre las nubes; otras se hunden, osados y negros, en lo interior de la tierra, y se oye por largo tiempo el ruido.

Esboza, pero dijérase que con fuego. En cinco líneas agrupa, como un haz de huesos recién roídos, todos los horrores de la guerra. Un adverbio le basta para dilatar o encoger la frase, y un adjetivo para sublimarla. Su método ha de ser grande, puesto que su efecto lo es; pero pudiera parecer que procede sin método alguno, sobre todo en el uso de las palabras, que mezcla con nunca visto atrevimiento, poniendo las augustas y casi divinas al lado de las que pasan por menos apropiadas y decentes. Ciertos cuadros no los pinta con epítetos, que en él son siempre vivaces y profundos, sino por sonidos, que compone y desvanece con destreza cabal, sosteniendo así con el turno de los procedimientos el interés que la monotonía de un modo exclusivo pondría en riesgo. Por reproducciones atrae la melancolía, como los salvajes. Su cesura, inesperada y cabalgante cambia sin cesar, aunque se percibe un orden sabio en sus evoluciones, paradas y quiebros. Acumular le parece el modo mejor de describir, y su raciocinio no toma jamás las formas pedestres del argumento, ni las altisonantes de la oratoria, sino el misterio de la intimación el fervor de la certidumbre y el giro ígneo de la profecía. A cada paso se hallan en su libro estas palabras nuestras: Viva, camarada, libertad, americanos. Pero ¿qué pinta mejor su carácter que las voces francesas que, con arrobo perceptible, y como para dilatar su significación, incrusta introduce en sus versos?: ami, exalté, nonchalant, ensemble; ensemble, sobre todas, le seduce, porque él ve el cielo de la vida, de su pueblo y del mundo. Al italiano ha tomado una palabra: ¡bravura!

Así, celebrando el músculo y el arrojo, invitando a los transeúntes a que pongan en él sin miedo su mano al pasar; oyendo, con las palmas abiertas al aire, el canto de las cosas; sorprendiendo y proclamando con deleite fecundidades gigantescas; recogiendo en versículos édicos las semillas, las batallas y los orbes; señalando a los tiempos pasmados las colmenas radiantes de hombres que por los valles y cumbres americanos se extienden, y rozan con sus alas de abeja la fimbria de la vigilante libertad; pastoreando los siglos amigos hacia el remanso de la calma eterna,—aguarda Walt Whitman, mientras sus amigos le sirven en manteles campestres la primera pesca de la primavera rociada con champaña, la hora feliz en que lo material se aparte de él, después de haber revelado al mundo un hombre veraz, sonoro y amoroso, y abandonado a los aires purificadores, germine y arome, “¡desembarazado, triunfante, muerto!”.


JOSÉ MARTÍ

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Walt Whitman, poeta de eternidad
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Enrique Bernardo Núñez, Uno de los nuestros. / PENTAGRAMA Allá en la tierra. / Cubagua. Audiovisual

 


Me atrevería a decir que es una de las novelas más hermosas escritas no sólo en Venezuela, sino en Las Américas, durante los años treinta del siglo 20. Tal parece que a la novela le ha sucedido lo mismo que a la isla. Se ha convertido, como su homónima Cubagua, en otra isla abandonada, con pocos visitantes. Luego de que leyera "La diosa blanca", ese hermoso, sugestivo y revelador tratado mitográfico sobre los orígenes de la poesía, escrito por Robert Graves, a mí no me cupo duda que entre sus páginas encontramos un canto de alabanza a la diosa blanca, en otra de sus múltiples manifestaciones. Estamos hablando de una novela. Pero no por el hecho de que se trate de narrativa deja de ser un libro cargado de ensoñaciones poéticas. A eso me refiero; hay que leer la novela para comprenderlo o, mejor aún, para percibirlo, sentirlo en la magia que suscitan ciertos pasajes de la obra. Por lo demás, es una narrativa puntillista, cargada de memoración y evocaciones, una sucinta obra maestra, si tomamos en cuenta que no se trata de una novela de largo aliento, en lo que se refiere a su física extensión.

Dejamos, como abreboca, un capítulo de esa novela que se anticipa a las técnicas literarias que luego cobrarían auge durante el Boom de la narrativa en Latinoamérica. 

Salud, lacl. 


Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez.

Capítulo VI: El areyto


Ven!

Maquinalmente, Leiziaga obedeció. Se detuvieron en la cuadra. Primero una escalerilla, un sótano, antiguo dormitorio de esclavos. Un corredor abría su boca profunda, después otra. Fray Dionisio encendió un hachón. Los peldaños viscosos de humedad se empurparon. Unos murciélagos surgieron de las tinieblas tocándoles con su vuelo helado y silencioso. El trabajo de los nepentes había cubierto las galerías de prodigiosas talladuras verde y oro, de labores confusas que descendían de las bóvedas y recordaban rojas guirnaldas de bosques.

Leiziaga tropezó con la frente. De la techumbre pendía un ancla enorme en cuyos brazos pintados de blanco se alcanzaba a leer: SAN PEDRO ALCÁNTARA1. Se hallaron ante una puerta. Se vieron en aquel espejo, tan brillante, tan fina, tan blanca era la madera. En la otra galería flotaban dorados reflejos. La luna quizás penetraba allí, pero luego fueron precisándose formas extrañas: ídolos, asientos, aves de oro. Toda la plata de Paria, el oro de los Omeguas, las riquezas de Guaramental, Chapachauru y Quarica. El oro de los reinos esfumados en la niebla de los ríos. Las perlas rebosaban en urnas de tierras derramando un brillo estelar.

Un tañido ligero llegaba hasta ellos, el rumor de una música sepultada centenares de años, nunca oída de los extranjeros. Una música que antes se escuchaba en las islas, en los umbrales, encendiendo su alegría misteriosa en el corazón. Caminaban silenciosamente. Sus pies resbalaban en la humedad. Arrimadas a los muros se veían tinajas de barro, onobis, con restos humanos. Fray Dionisio apuró el paso.

—Tal día como hoy debo partir para las Misiones de Oriente —dice como hablando consigo mismo.

Al fin se hallaron en un vasto espacio circular, alumbrado apenas. Y he aquí lo que vio Leiziaga: las paredes estaban cubiertas con planchas de oro y a trechos colgaban rodelas, macanes, escudos de oro. Y al fondo, en vuelto en ancha túnica blanca con dibujos bermejos, los brazos sobre el pecho, las piernas cruzadas sobre unas mantas de algodón fino, tan menudo que casi desaparecía en los pliegues de su vestidura: Vocchi. Su rostro espectral se inclinaba agobiado de perlas.

Él se había apoderado del anillo de Leiziaga y observaba aquel león rampante, de gules, en campo de plata. Una sonrisa irónica se dibujaba en su rostro. Sus mismos ojos eran dos largas sonrisas.

Leiziaga comenzaba a sentir indignación, disgusto. ¿No era él descendiente de conquistadores? A su alcance tenía un dorado que sobrepasaba a todos sus proyectos. Oro tangible. Pero su voluntad le abandonaba y él hacía vanos esfuerzos para recobrarla. Toda su vida dependía de aquel momento. Se irguió con semblante altanero. Vocchi frunció el ceño.

—Me asombro de que hables español.

Él se incorporó a medias y Leiziaga creyó reconocer la melancolía que le velaba el rostro. Enmudeció bajo aquella mirada aguda, punzante, tomó el polvo que le ofrecía en una concha de nácar y a imitación suya empezó a absorberlo por la nariz. Veía su anillo en el dedo de Vocchi. Hombres tatuados, con plumajes resplandecientes y mujeres con los senos dorados y adornadas de conchas se enlazaban de la mano. En medio de ellos estaba Nila. Las perlas derramaban en sus trenzas, en la piel cobriza, un resplandor de vía láctea. Las salutaciones se elevaron a coro, de uno a otro extremo:

—¡Thenoca!

—¡Ratana!

—¡Erecomay!

Los luengos canutos de cinco palmos y los atabales marcan un paso lento. Girando en torno de Nila, daban comienzo al areyto. Sus plumajes trazaban un arcoiris, Alaumoulu, penacho de Dios. El colibrí se desprende de la verde selva. Era una danza religiosa, de liturgias bárbaras. Su melancolía cobraba expresión en el semblante de Vocchi, la misma melancolía de ciertos bailes y canciones. Toda su vida está impregnada de esa nostalgia, pero no sabrían explicarla, acaso porque nunca pudieron volver a encontrarse. Nostalgia de la propia alma perdida. ¿No tiene también la Historia ese mismo carácter?

Cantaban historias de sus pasados. Erocomay era bella y fuerte. Reinaba entre mujeres. Todos los años en el tiempo de la cosecha venían a reunirse con ellas los mancebos más valerosos y diestros de otras tribus, y había danzas y juegos. Erocomay guiaba su tribu en la guerra y a las cacerías de monstruos que moraban en las cavernas y a la orilla de los ríos. Grande era su poder y su amor deseado y temido. Era como la noche que embriagaba dulcemente y como el alba que es también oscura en su iniciación. Los blancos a quienes dio hospitalidad la llevaban cautiva, pero ella pudo saltar en un corcel que el jinete había dejado según costumbre, mientras buscaba oro entre las cenizas. Huían asustadas las tropas de ciervos, de dantas, ante aquel tropel que las perseguía, y su manto bermejo flotaba en el bosque, en el cual comenzaba a brillar un rocío de lucciolas. Tal es la historia de Erocomay. Su alma es eterna y sus ojos permanecen abiertos en las selvas, en las serranías.

Vocchi tomó un cráneo y lo llenó con vino de palma. Hecha su libación, los demás bebieron. Leiziaga acercó también a sus labios los bordes de aquella copa. Danzaban y a cada momento bebían. Cada uno alzaba un cráneo y éste era el de un hombre blanco. Vocchi encendió después unas hojas retorcidas de tabaco. Sus ojos oscuros y tiernos se abrían a ratos y se posaban con deleite en el tumulto de la danza. De pronto las flautas desfallecieron. Ahora era el aire de una pastoral fúnebre. Los niños —refieren— han desaparecido; las doncellas también desaparecieron, y las fiestas. Creían que los astros iban también a morir, pero las resinas de los bosques se derramaban en la noche y el cielo resplandecía como siempre. Ellos llegaban tal como les había anunciado el viajero aquel que les enseñó a venerar la Cruz con la cual señalaban los caminos para ahuyentar a los demonios. Indiferentes a los hombres son las penas y las alegrías de los que han muerto. Por eso hay tanta piedad en recordarlos. Las fuentes lo saben, pues ellos aman los arroyos donde sus sombras se dibujan junto a la luciérnaga celeste. Se les ve salir de las grutas y subir a las montañas a contemplar los valles desiertos. Su sueño está poblado de imágenes que andan fugitivas hasta confundirse la una con la otra, de tal modo que no podrían distinguirse, y sentados bajo las copas cargadas de flores aguardan la hora en que Maguadarado, el racimo de mayas, se oculta.

En aquel tiempo pasaban hechos prodigiosos. La luna tenía siete halos trágicos. Los cemíes no acudían a la cita de los piaches. La llanura abría su ojo inmenso, amarilloso, al sentir aquel vértigo. Los barrancos estaban erizados de picas. Había hambre en la tierra. Por todas partes se escuchaban lamentos. El mar estaba rojo, rojo. Pero ahora hay otros signos. A la luz de los astros, los árboles de los caminos, mudos tanto tiempo, han dicho…

La danza se hizo vertiginosa. Comenzaban a tumbarse embriagados. En el delirio los cráneos rodaban por el suelo con un chasquido. Su anillo brillaba en los dedos de Vocchi como un punto de fuego. Sus ojos se cerraban. Entonces vio por última vez a Fray Dionisio, que arrodillado en un rincón, muy apartado, rezaba el Oficio matutino. Llamó a Nila, pero su voz volaba inútilmente.

El lucero del alba brillaba cual otra luna.

Ya Pedro Cálice trabajaba en su cuaderno de cuentas, ante una mesa en la cual se veían desperdicios de frutas, monedas y billetes de banco. Junto a él ardía en reverbero con el café montado. Al ver a Leiziaga, cerró el cuaderno marcando la página con un dedo.

—¿Ya estamos aquí? Todo el día lo esperamos ayer. La gente andaba intranquila.

—Imposible…

—Bueno, pregúntelo a su gente.

—Dígame primero. ¿Y Nila?

El rostro de Cálice se ensombreció. Su mirada se volvió turbia, lejana:

—Pero bien: ¿qué tengo yo que hacer con Nila? ¿Acaso es hija mía? No es mi hija. Se llama así por un capricho o para tener más libertad en sus andanzas. Es decir, he llegado a creer que se trata de una venganza. ¿Pero no se ha fijado en el nombre de su goleta? La Tirana. Se llama así en honor suyo. Su verdadero nombre ya lo sabe usted. Muchas veces me ha dicho, es decir, me decía, porque ha estado ausente mucho tiempo, enseñándome ese valle: «¿Te acuerdas, Cálice?» Pero realmente yo de nada me acuerdo aquí como no sea de ella.

Vagamente Leiziaga recordó los cráneos en que había bebido. Cálice se quedó mirándolo con sorna y después se encogió de hombros:

—Cuando se muere lentamente, importa poco ver morir a los otros.

Se vieron en silencio. El mar se borraba. Un perro saltó y corrió aullando entre los breñales. Cálice continuó:

—Puede dormir en el cuarto de Fray Dionisio. Él se fue ayer, se fueron. En Cubagua es preciso cuidarse del aire y de las arañas cuyas picaduras producen vivos dolores.

—¡Qué vivas muchos años, Pedro Cálice!

Con paso vacilante, la cabeza aturdida, se encaminó Leiziaga a la habitación de Fray Dionisio. No veía el mar y no oía los ruidos furtivos en la arena.











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Guarida de los poetas, una bagatela. Mélange Adultère de Tout, T. S. Eliot. / A un siglo de La Tierra Baldía

 



La primera vez que leí algún verso de Thomas Stearns Eliot no quedé gratamente impresionado; era yo un muchacho y lo que leía era prácticamente un divertimento, un texto escrito en francés y no en la lengua madre del poeta. El volumen afortunadamente era bilingüe, una antología de Poesía Inglesa Contemporánea, así se intitula el volumen,  con traducción a cargo de E. L. Revol para Ediciones Librerías Fausto. 

Atribuyo en parte esa impresión a las ligerezas propias de la juventud que anda en búsqueda de algo que confiera sentido a su vida (el tipo de búsquedas que se emprenden muchas veces con mayor seriedad y rigidez de la que requieren), pero también lo atribuyo un poco al hecho de ser ese el texto seleccionado para abrir la colecta de versos de Eliot para esa edición, el cual pudiera no ser el más representativo de su obra. Luego vendrían otras lecturas, Cuatro cuartetos, Tierra baldía, entre otros grandes poemas de Eliot. Hace unos meses, mientras leía otra antología de Eliot, recordaba el poema, aunque sin poder leerlo, debido a que no encontraba la referida edición en mi biblioteca. Sonreía soslayadamente al recordarlo, como quien mira al pasado por un rabillo del ojo mientras se dibuja la sonrisa. 

La razón de ello es que a pesar de que se trata, como digo, de una bagatela o un divertimento del poeta, con los años colegí que lo lúdico y la parodia no están reñidos con la poesía. Al contrario es bueno -pienso yo- para un poeta, que pueda servirse  del juego y la parodia para el enrostramiento con la diaria lidia de la vida. Y no otra cosa que una parodia es esa "mezcla adúltera de todo" cifrada en ese breve poema. Juega con las mil y una ocupaciones que debe desempeñar una persona (no se diga un poeta) a lo largo de su vida. Pero también veladamente pinta la proteica condición del poeta, que goza de esa extraña condición de de ser o estar en distintas partes o de convertirse un poco en cada cosa para poder cantarlas o versar sobre ellas. El breve poema es prácticamente intraducible, sin embargo, al leerlo se traduce la intención poética del mismo. Dejo en primer término la versión de Revol al español, y luego agrego el original en francés. 

Agregamos más abajo un buen documental sobre un poema capital de la modernidad, La Tierra Baldía.

Salud, lacl.


Mezcla adúltera de todo. T. S. Eliot


En América profesor; 

en Inglaterra periodista;

solo a trancos y con sudor 

lograrán seguirme la pista. 

En Yorkshire, conferenciante; 

En Londres, algo banquero, 

me tomarían bien el pelo. 

En París es donde me cubro 

con casco negro de rico tipo. 

En Alemania, filósofo 

sobreexcitado por Emporheben 

al aire libre de Bergsteigleben. 

Me muevo siempre de aquí para allá 

con diversos toques de tra-la-la

Desde Damasco hasta Omaha. 

Celebré mi cumpleaños

en un oasis de África

vestido con piel de jirafa.


Se mostrará mi cenotafio en

las costas ardientes de Mozambique.


Mélange Adultère de Tout, T. S. Eliot


En Amerique, professeur;

En Angleterre, journaliste;

C’est à grands pas et en sueur

Que vous suivrez à peine ma piste.

En Yorkshire, conférencier;

A Londres, un peu banquier,

Vous me paierez bein la tête.

C’est à Paris que je me coiffe

Casque noir de jemenfoutiste.

En Allemagne, philosophe

Surexcité par Emporheben

Au grand air de Bergsteigleben;

J’erre toujours de-ci de-là

A divers coups de tra là là

De Damas jusqu’à Omaha.

Je célébrai mon jour de fête

Dans une oasis d’Afrique

Vetu d’une peau de girafe.


On montrera mon cénotaphe

Aux côtes brulantes de Mozambique.

*  *  *

Una versión en inglés tomada de la red ...

Adulterous mix of everything

Thomas Stearns Eliot ( T. S. Eliot )


In America, professor;

In England, journalist;

It’s fast and sweaty

That you will hardly follow my trail.

In Yorkshire, lecturer;

In London, a bit of a banker,

You will pay my head well.

It's in Paris that I do my hair

Black jemenfoutist's helmet.

In Germany, philosopher

Overexcited by Emporheben

In the open air of Bergsteigleben;

I always wander here and there

At various strokes of tra la la

From Damascus to Omaha.

I will celebrate my feast day

In an African oasis

Dressed in a giraffe skin.


We will show my cenotaph

To the burning coasts of Mozambique.

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A un siglo de La Tierra Baldía. The Waste Land.





viernes, 29 de abril de 2022

Edouard Schuré – Los Grandes Iniciados LIBRO V ORFEO LOS MISTERIOS DE DIONISOS. / Galería de Orfeo: Orpheus Odissey. - Lamma Bada Yatathanna



Orfeo - Edouard Schuré, Los Grandes Iniciados. Segunda entrega. lacl. 

Del libro del cual conseguí una síntesis cuando tenía 16 o 17 años, en la Librería Centro de orientación filosófica, que estaba en la avenida México, esquina de puente Brion (estación de Bellas Artes). A esa edad sólo me interesaban los asuntos esotéricos, iniciaticos o secretos, vaya uno a saber por qué o en virtud de cuál razón. La edición de KIER solamente traía los capítulos dedicados a Orfeo, Pitágoras y Platón. Años después conseguiría la versión completa del libro de Edouard Schuré. Cuando no existía el modismo de los best sellers, 1926, escribía el autor un breve prólogo para agradecer la nonagésima primera edición... Dejaré acá ahora un capítulo de la sección dedicada a Orfeo.
Cuenta con una virtud ese libro, practica la consonancia... Esta, entre muchas otras. 
Otra de ellas es que está bellamente contado; su prosa fluye como el hilo de un rumoroso río, a pesar de tratar de asuntos que requieren estudio y erudición. Atrapa como si se tratara de una de esas novelas que cautivan al lector...
Salud, lacl

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Edouard Schure – Los Grandes Iniciados 

LIBRO V 

ORFEO 

LOS MISTERIOS DE DIONISOS 

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LA GRECIA PREHISTÓRICA - LAS BACANTES 

APARICIÓN DE ORFEO

   ¡Cómo se agitan en el inmenso universo, cómo se arremolinan y se buscan esas almas innúmeras que brotan de la grande alma del Mundo!. Ellas van de un planeta a otro y lloran en el abismo la patria perdida... Son tus lágrimas, Dionisos... ¡Oh gran Espíritu!, ¡Oh libertador!, vuelve tus hijas a tu seno de luz. 

             Fragmento órfico. 



¡Eurydíce! ¡Oh Luz divina!, dijo Orfeo al morir. — ¡Eurídice!, gimieron al romperse las siete cuerdas de su lira.— Y su cabeza, que rueda para siempre por el río de los tiempos, clama aún: —¡Eurídice!, ¡Eurídice!. 

             Leyenda de Orfeo. 


En los santuarios de Apolo, que poseían la tradición órfica, una fiesta misteriosa se celebraba en el equinocio de la primavera. Era el momento en que los narcisos florecían al lado de la fuente de Gastaba. Los trípodes, las liras del templo vibraban por sí mismos y el Dios invisible se decía volver del país de los Hiperbóreos, sobre un carro tirado por cisnes. Entonces la gran sacerdotisa vestida (la Musa, coronada de laureles, la frente ceñida por cintas sagradas, cantaba ante los iniciados solos el nacimiento de Orfeo, hijo de Apolo y de una sacerdotisa del Dios. Ella invocaba el alma de Orfeo, padre de los mitos, salvador melodioso de los hombres: Orfeo, soberano inmortal y tres veces coronado, en los infiernos, en la tierra y en el cielo; el que marcha con una estrella en la frente por entre los astros y los dioses. El canto místico de la sacerdotisa de Delfos aludía a uno de los numerosos secretos guardados por los sacerdotes de Apolo e ignorados por la multitud. Orfeo fue el genio animador de la Grecia sagrada, el despertador de su alma divina. Su lira de siete cuerdas abarca el universo. Cada una de ellas responde a una modalidad del alma humana, contiene la ley de una ciencia y de un arte. Hemos perdido la clave de su plena armonía, pero los modos diversos no han cesado de vibrar en nuestros oídos. La impulsión teúrgica y dionysíaca que Orfeo supocomunicar a Grecia, se transmitió por ella a toda Europa. Nuestro tiempo no cree va en la belleza, en la vida. Si a pesar de todo guarda de ella una profunda reminiscencia, una secreta e invencible esperanza, lo debe a aquél sublime Inspirado. Saludemos en él al gran iniciador de Grecia, al Patriarca de la Poesía y de la Música, concebidas como reveladoras de la verdad eterna. Pero antes de reconstituir la historia de Orfeo, por el fondo mismo de los santuarios, digamos qué era Grecia cuando él apareció. Era en tiempo de Moisés, cinco siglos antes de Homero, trece siglos antes de Jesucristo. La India se hundía en su Kali-Yuga, en su ciclo de tinieblas, y no ofrecía más que una sombra de su antiguo esplendor. Asiria, que por la tiranía de Babilonia había desencadenado sobre el mundo el azote de la anarquía, continuaba tiranizando al Asia. Egipto, muy grande por la ciencia de sus sacerdotes y por sus faraones, resistía con todas sus fuerzas a esta descomposición universal; pero su acción se detenía en el Eufrates y el Mediterráneo. Israel iba a levantar en el desierto el principio del Dios masculino y de la unidad divina por la voz tonante de Moisés; pero la tierra no había aún oído sus ecos. Grecia estaba profundamente dividida por la religión y por la política. La península montañosa que muestra sus finos cortes en el Mediterráneo y rodean millares de islas, estaba poblada hacía miles de años por un brote de la raza blanca, emparentada con los Getas, los Escitas y los Celtas primitivos. Aquella raza había sufrido las mezclas, las impulsiones de todas las civilizaciones anteriores. Colonias de la India, de Egipto y Palestina habían enjambrado en aquellas orillas, poblado sus promontorios y sus valles de razas, de costumbres, de divinidades múltiples. Las flotas pasaban a velas des-plegadas bajo las piernas del coloso de Rodas, colocado sobre los dos diques del puerto. El mar de las Cíclades, donde, en los días claros, el navegante ve siempre alguna isla o ribera en el horizonte, era surcado por las proas rojas de los Fenicios y las proas negras de los piratas de Lidia. Ellos llevaban en sus naves todas las riquezas de Asia y África: marfil, objetos pintados de cerámica, telas de Siria, vasos de oro, púrpura y perlas; fervientemente, mujeres arrebatadas de alguna costa salvaje. Por medio de aquel cruzamiento de razas se había moldeado un idioma armonioso y fácil, mezcla de celta primitivo, del zend, del sánscrito y del fenicio. Esa lengua, que pintaba la majestad del Océano en el nombre de Poseidón y la serenidad del cielo en la de Urano, imitaba todas las voces de la Naturaleza, desde el canto de los pajarillos hasta el choque de las espadas y el estruendo de la tempestad. Era multicolor como su mar de un intenso azul de narices cambiantes; multisonante como las olas que murmuran en sus golfos o mugen sobre sus innumerables arrecifes, poluphlosboio Thalasa, como dice Homero. Con aquellos comerciantes o aquellos piratas, iban con frecuencia sacerdotes que les dirigían o les mandaban como dueños. Escondían ellos en sus barcas una imagen de madera ele una divinidad cualquiera. La imagen estaba sin duda groseramente tallada, y los marineros de entonces tenían por ella el mismo fetichismo que muchos de nuestros marinos tienen por su madona. Pero aquellos sacerdotes no dejaban de estar en posesión de ciertas ciencias, y la divinidad que llevaban de su templo a un país extranjero representaba para ellos una concepción de la naturaleza, un conjunto de leyes, una organización civil y religiosa. Porque en aquellos tiempos toda la vida intelectual descendía de los santuarios. Se adoraba a Juno en Argos; a Artemis en Arcadia; a Paphos en Corinto; la Astarté fenicia se había convertido en la Afrodita nacida de la espuma de las olas. Varios iniciadores habían aparecido en el Atica. Una colonia egipcia había llevado a Eleusis el culto de Isis bajo la forma de Deméter (Ceres), madre de los Dioses. Erechtea había establecido entre el monte Hymeto y el Pentélico el culto de una diosa virgen, hija del cielo azul, amiga del olivo y de la sabiduría. Durante las invasiones, a la primera señal de alarma, la población se refugiaba en el Acrópolis y se agrupaba alrededor de la diosa como alrededor de una viviente victoria. Sobre las divinidades locales reinaban algunos dioses masculinos y cosmogónicos. Pero relegados a las altas montañas, eclipsados por el cortejo brillante de las divinidades femeninas, tenían poca influencia. El Dios solar, Apolo délfico, (Según la antigua tradición de los Tracios, la poesía había sido inventada por Olen. Este nombre quiere decir en fenicio el Ser universal. Apolo tiene la misma raíz. Ap Olen o Ap Wholón significa Padre universal. Primtivamente se adoraba en Delfos al Ser universal bajo el nombre de Olen. El culto de Apolo fue introducido por un sacerdote innovador, bajo el impulso de la doctrina del verbo solar que recorría entonces los santuarios de la India y de Egipto. Este reformador identificó al Padre universal con su doble manifestación: la luz hiperfísica y el sol visible. Pero esta reforma no salió casi de las profundidades del santuario. Orfeo fue quien dio un poder nuevo al verbo solar de Apolo, reanimándolo y electrizándolo por medio de los misterios de Dionisos. (Véase Fabre d’Olivet: Les Vers dorés de Pythagore), existía ya, pero sólo jugaba un papel secundario y borroso. Había sacerdotes de Zeus el Altísimo al pie de las cimas nevadas del Ida, en las alturas de la Arcadia y bajo las encinas de Dodona. Pero el pueblo prefería al Dios misterioso y universal, las diosas que representaban a la naturaleza en sus potencias seductoras o terribles. Los ríos subterráneos de la Arcadia, las cavernas de las montañas que descienden hasta las entrañas de la tierra, las erupciones volcánicas en las islas del mar Egeo, habían llevado desde remotos tiempos a los griegos hacia el culto de las fuerzas misteriosas de la tierra. En sus alturas como en sus profundidades, la naturaleza era presentida, temida y venerada. Como todas aquellas divinidades no tenían centro social ni síntesis religiosa, se hacían entre sí una guerra encarnizada. Los templos enemigos, las ciudades rivales, los pueblos divididos por el rito, por la ambición de los sacerdotes y de los reyes, se odiaban, desconfiaban unos de otros y se combatían en sangrientas luchas. 

Pero tras la Grecia estaba la Tracia salvaje y ruda. Hacia el Norte, enfiladas de montañas cubiertas de robles gigantescos y coronadas de peñascos, se seguián en grupos ondulantes, se desarrollaban en circos enormes o se enmarañaban en macizos nudosos. Los vientos del Septentrión desgastaban sus flancos y un cielo, con frecuencia tempestuoso, barría sus cimas. Los pastores de los valles y los guerreros de las llanuras pertenecían a la fuerte raza blanca, a la gran reserva de los Dorios de Grecia. Raza varonil por excelencia, que se marca en la belleza por la acentuación de los rasgos, la decisión del carácter, y en la fealdad, por lo terrible y grandioso que se encuentra en la careta de las medusas y de las antiguas Gorgonas. Como todos los pueblos antiguos que recibieron su organización de los Misterios, como Egipto, como Israel, como la Etruria, Grecia tuvo su geografía sagrada, en que cada comarca venía a ser el símbolo de una región puramente intelectual y supraterrena del espíritu. ¿Por qué la Tracia fue siempre considerada por los griegos como el país santo por excelencia, el país de la luz y la verdadera patria de las Musas?. (Thrakia, según Fabre d’Olivet, deriva del fenicio Rakhiwa, el espacio etéreo o el firmamento. Lo que hay de cierto es que, para los poetas y los iniciados de Grecia, como Píndaro, Esquilo o Platón, el nombre de la Tracia tenia un sentido simbólico y significaba el país de la pura doctrina y de la poesía sagrada que de ella procede. Esta palabra tenía, pues, para ellos un sentido filosófico e histórico. — Filosóficamente, designaba una región intelectual: el conjunto de las doctrinas y de las tradiciones que hacen proceder al mundo de una inteligencia divina. 

— Históricamente, aquel nombre recordaba al país y la raza donde la doctrina y la poesía dóricas, este vigoroso brote del antiguo espíritu ario, habían aparecido al principio para florecer en seguida en Grecia por el santuario de Apolo. 

— El uso de este género de simbolismo está probado por la historia posterior. En Delfos había una clase de sacerdotes tracios. Eran los guardianes de la alta doctrina. El tribunal de los Anfictiones estaba antiguamente defendido por una guardia tracia, es decir, por una guardia de guerreros iniciados. La tiranía de Esparta suprimió aquella falange incorruptible y la reemplazó por los mercenarios de la fuerza bruta. Más tarde, el verbo tracisar fue aplicado irónicamente a los devotos de la antigua doctrina). Es porque aquellas altas montañas tenían los más antiguos santuarios de Kronos, de Zeus y de Uranos. De allí habían descendido en ritmos eumólpicos la Poesía, las Leyes y las Artes sagradas. Los poetas fabulosos de la Tracia dan de ello fe. Los nombres de Thamyris, de Linos y de Amphión responden quizá a personajes reales; pero ante todo  personifican, según el lenguaje de los templos, otros tantos géneros de poesía. Cada uno de ellos consagra la victoria de una teología sobre otra. En los templos de entonces sólo alegóricamente se escribía la historia. El individuo no era nada; la doctrina y la obra, todo. Thamyris que cantó la guerra de los Titanes y fue cegado por las Musas, anuncia la derrota de la poesía cosmogónica por nuevas modas. Linos, que introdujo en Grecia los cantos melancólicos del Asía y fue muerto por Hércules, revela la invasión en Tracia de una poesía emocionante, desolada y voluptuosa, que rechazó al principio el viril espíritu de los Dorios del Norte. Significa al mismo tiempo la victoria de un culto lunar sobre un culto solar. Amfión, por el contrario, que según la leyenda alegórica movía las piedras con sus cantos y construía templos a los sones de su lira, representa la fuerza plástica que la doctrina solar y la poesía dórica ortooxa ejercieron sobre las artes y sobre toda la civilización helénica. (Estrabón asegura positivamente que la poesía antigua sólo era el lenguaje de la alegoría. Dionisio de Halicarnaso lo confirma y confiesa que los misterios de la naturaleza y las más sublimes concepciones de la moral han sido cubiertos con un velo. No es, pues, por metáfora por lo que la antigua poesía se llamó la Lengua de los Dioses. Ese sentido secreto y mágico, que constituye su fuerza y su encanto, está contenido en su nombre mismo. La mayor parte de los lingüistas han derivado la palabra poesía del verbo griego poiein, hacer, crear. Etimología simple y muy natural en apariencia, pero poco conforme a la lengua sagrada de los templos, de donde salió la poesía primitiva. Es más lógico admitir con Fabre d’Olivet que poiesis viene del fenicio phohe (boca, voz, lenguaje, discurso) y de ish (Ser superior, ser principio, o, en sentido figurado, Dios). El etrusco Aes o Aesa, el galo Aes, el escandinavo Ase, el concepto Os (Señor), el egipcio Osiris tienen la misma raíz). Bien distinta es la luz con que relumbra Orfeo. Brilla él a través de las edades con el rayo personal de un genio creador, cuya alma vibra de amor, en sus viriles profundidades, por el Eterno-Femenino — y en sus últimas profundidades le respondió ese Eterno-Femenino que vive y palpita bajo una triple forma en la Naturaleza, en la Humanidad y en el Cielo. La adoración de los santuarios, la tradición de los iniciados, el grito de los poetas, la voz de los filósofos — y más que todo su obra, la Grecia orgánica — atestiguan su viviente realidad. En aquellos tiempos, la Tracia era presa de una lucha profunda, encarnizada. Los cultos solares y los cultos lunares se disputaban la supremacía. Esta guerra entre los adoradores del sol y de la luna, no era, como podría creerse, la fútil disputa de dos supersticiones. Estos dos cultos representaban dos teologías, dos cosmonogías, dos religiones y dos organizaciones sociales absolutamente opuestas. Los cultos uránicos y solares tenían sus templos en las alturas y las montañas; sacerdotes varones; leyes severas. Los cultos lunares reinaban en las selvas, en los valles profundos; tenían sacerdotisas-mujeres, ritos voluptuosos, la práctica desarreglada de las artes ocultas y el gusto de la orgía. Había guerra a muerte entre los sacerdotes del sol y las sacerdotisas de la luna. Lucha de sexos, lucha antigua, inevitable, abierta o escondida, pero eterna entre el principio masculino y el principio femenino entre el hombre y la mujer, que llena la historia con sus alternativas y en la que se juega el secreto de los mundos. Del mismo modo que la fusión perfecta del masculino y del femenino constituye la esencia misma y el misterio de a divinidad, así el equilibrio de estos dos principios puede únicamente producir las grandes civilizaciones. En toda Tracia, como en Grecia, los dioses masculinos, cosmogónicos y solares habían sido relegados a las altas montañas, a los países desiertos. El pueblo les prefería el cortejo inquietante de las divinidades femeninas que evocaba las pasiones peligrosas y las fuerzas de la naturaleza. Estos últimos cultos atribuían a la divinidad suprema del sexo femenino. Espantosos abusos comenzaban a resultar de este estado de cosas. — Entre los Tracios las sacerdotisas de la luna o de la triple Hécate habían hecho acto de supremacía apropiándose el viejo culto de Baco, dándole un carácter sangriento y temible. En signo de su victoria, habían tomado el nombre de Bacantes, como para marcar su dominio, el reino soberano de la mujer, su poder sobre el hombre. Alternativamente magas, seductoras y sacrificadoras sangrientas de víctimas humanas, tenían su santuario en valles salvajes y recónditos. ¿Por qué sombrio encanto, por qué ardiente curiosidad hombres y mujeres eran atraídos hacia aquellas soledades de vegetación tropical y grandiosa?. Formas desnudas — danzas lascivas en el fondo de un bosque..., luego risas, un gran rito — y cien Bacantes se lanzaban sobre el profano que debía jurarles sumisión o perecer. Las Bacantes domesticaban panteras y leones, que hacían aparecer en sus fiestas. Por la noche, con serpientes enroscadas en los brazos, se prosternaban ante la triple Hécate; luego, en rondas frenéticas, evocaban a Baco subterráneo, de doble sexo y de cabeza de toro. Pero desgraciado del extranjero, desgraciado del sacerdote de Júpiter o de Apolo que fuera a espiarlas. Inmediatamente era descuartizado. (El Baco con cabeza de toro se vuelve a encontrar en el XXIX himno órfico. Es un recuerdo del antiguo culto que en ningún modo pertenece a la pura tradición de Orfeo. Porque éste depuró completamente y transfiguró el Baco popular en Dionisos celeste, símbolo del espíritu divino que evoluciona a través de todos los reinos de la naturaleza. — Cosa curiosa, volvemos a encontrar el Baco infernal de las Bacantes en el Satán de cabeza de toro que adoraban las brujas de la Edad Media en sus aquelarres nocturnos. Es el famoso Baphomet; la Iglesia, para desacreditar a los templarios, les acusó de pertenecer a la secta que le adoraba). Las Bacantes primitivas fueron pues las druidesas de Grecia. Muchos jefes tracios continuaban fieles a los viejos cultos varoniles. Pero las Bacantes se habían insinuado entre algunos de sus reyes que reunían a las costumbres bárbaras el lujo y los refinamientos del Asia. Ellas les habían seducido por la voluptuosidad y dominado por el terror. De este modo los Dioses habían dividido la Tracia en dos campos enemigos. Pero los sacerdotes de Júpiter y de Apolo, sobre sus cimas desiertas, acompañados por cl rayo, eran impotentes contra Hécate, que vencía en los valles ardientes y que desde sus profundidades comenzaba a amenazar a los altares de los hijos de la luz. En esta época había aparecido en Tracia un hombre joven, de raza real y dotado de una seducción maravillosa. Se decía que era hijo de una sacerdotisa de Apolo. Su voz melodiosa tenía un encanto extraño. Hablaba de los dioses en un ritmo nuevo y parecía inspirado. Su blonda cabellera, orgullo de los Dorios, caía en ondas doradas sobre sus hombros y la música que fluía de sus labios prestaba un contorno suave y triste a las comisuras de su boca. Sus ojos, de un profundo azul, irradiaban fuerza, dulzura y magia. Los feroces Tracios evitaban su mirada; pero las mujeres versadas en el arte de los encantos decían que aquellos ojos mezclaban en su filtro de azul las flechas del sol con las caricias de la luna. Las mismas Bacantes, curiosas de su belleza, merodeaban con frecuencia a su alrededor como panteras amorosas, y sonreían a sus palabras incomprensibles. De repente, aquel joven, que llamaban el hijo de Apolo, desapareció. Se dijo que había muerto, descendiendo a los infiernos. Había huido secretamente a Samotracia, luego a Egipto, donde había pedido asilo a los sacerdotes de Memphis. Después de atravesar sus Misterios, volvió al cabo de veinte años bajo un nombre de iniciación que había conquistado por sus pruebas y recibido de sus maestros, como un signo de sumisión. Se llamaba ahora Orfeo o Arpha, (Palabra fenicia, compuesta de aur, luz, y de rophae, curación), lo que quiere decir: Aquel que cura por la luz.

El más viejo santuario de Júpiter se elevaba entonces sobre el monte Kaukaión. En otro tiempo sus hierofantes habían sido grandes pontífices. Desde la cumbre de aquella montaña, al abrigo de un golpe de mano, habían reinado sobre toda la Tracia. Pero desde que las divinidades de abajo habían dominado, sus adeptos eran escasos, su templo estaba casi abandonado. Los sacerdotes del monte Kaukaión acogieron como a un salvador al iniciado de Egipto. Por su ciencia y por su entusiasmo, Orfeo arrastró tras sí a la mayor parte de los Tracios, transformó completamente el culto de Baco y subyugó a las Bacantes. Pronto su influencia penetró en todos los santuarios de Grecia. Él fue quien consagró la majestad de Zeus en Tracia, la de Apolo en Delfos, donde ínstituvó las bases del tribunal de los anfictiones que llegó a ser la unidad social de la Grecia. En fin: por la creación de los misterios, formó el alma religiosa de su patria. Porque, en la cumbre de la iniciación, fundió la religión de Zeus con la de Dionisos en un pensamiento universal. Los iniciados recibían por sus enseñanzas la pura luz de las verdades sublimes; y aquella luz llegaba al pueblo más templada, pero no menos bienhechora, bajo el velo de la poesía y de fiestas encantadoras. 

De este modo Orfeo había llegado a ser pontífice de Tracia, gran sacerdote del Zeus olímpico, y, para los iniciados, el revelador del Dionisos celeste.










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