sábado, 12 de marzo de 2022

LA TRANSFORMACIÓN DE LA VIDA, ALAN WATTS. / ALAN WATTS, En su voz.

 



Un capítulo de sabiduría de la inseguridad de Alan Watts. Me eximo por los momentos de agregar una explícita nota introductoria, puesto que pienso que es un texto que se basta por sí solo. Tan solo agrégaré que la vida poética no está excluida de estas consideraciones de Watts. Y tiene mucho que agregar sobre el descompuesto mundo en que vivimos y en el que privan únicamente intereses pasajeros y generalmente basados en una enfermedad del alma.

Les dejo, pues, con esta maravilla; así lo considero: maravilla.

Salud, lacl

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LA TRANSFORMACIÓN DE LA VIDA,  ALAN WATTS

El hombre blanco se considera una persona práctica que quiere «conseguir resultados». Le impacienta la teoría y toda discusión de aspectos que no puedan tener de inmediato una aplicación práctica. Por eso el comportamiento de la civilización occidental podría describirse, en general, como «mucho ruido por nada». El significado auténtico de «teoría» no es especulación ociosa sino visión, y se decía con propiedad que «donde no hay visión la gente perece».

Pero visión en este sentido no significa sueños e ideales para el futuro, sino la comprensión de la vida tal como es, de aquello que somos y lo que estamos haciendo. Sin esa comprensión, es sencillamente ridículo hablar de ser prácticos y obtener resultados. Es como empeñarse en caminar en medio de una espesa niebla: uno sólo da vueltas y más vueltas. No sabemos adónde vamos ni los resultados que realmente queremos.

Para quienes piensan de esta manera, lo que acabamos de comentar hasta aquí puede parecerles demasiado teórico. Estas ideas están muy bien, pero ¿tienen efecto? Entonces debo preguntar: «¿Qué entiende usted por tener efecto?» La «prueba de efecto» habitual de una filosofía es si hace a la gente mejor y más feliz, si sus resultados son la paz, la cooperación y la prosperidad. No obstante, este criterio carece de sentido sin mucha comprensión «teórica». ¿Qué se entiende por felicidad? ¿Para qué es mejor la gente «mejor»? ¿Acerca de qué cooperaremos? ¿Qué haremos con la paz y la prosperidad?

La respuesta a estas preguntas depende por entero de lo que somos y lo que realmente queremos ahora. Si, por ejemplo, queremos al mismo tiempo la paz y el aislamiento, la hermandad y la seguridad del «Yo», la felicidad y la permanencia, nuestros deseos son contradictorios. Sus resultados, por muy prácticos que seamos para obtenerlos, constituirán nuevas contradicciones. Es el antiguo dilema de querer quedarse con el pastel y comerlo a la vez, lo cual sólo tiene una conclusión posible: meterlo en el estómago y mantenerlo ahí hasta tener una indigestión violenta.

Si hemos de ser nacionalistas y tener un estado soberano, tampoco podemos esperar que exista la paz mundial. Si queremos conseguirlo todo al costo más bajo posible, no podemos esperar obtener la mejor calidad posible, pues el equilibrio entre ambas cosas es la mediocridad. Si tenemos el ideal de ser moralmente superiores, no podemos al mismo tiempo evitar el fariseísmo. Si nos aferramos a la creencia en Dios, no podemos además tener fe, ya que la fe no es aferrarse sino abandonarse.

Cuando hemos decidido lo que queremos hacer, quedan por resolver muchos problemas prácticos y técnicos, pero es totalmente inútil discutirlos hasta que hayamos tomado nuestra decisión. A la vez, no existe ninguna posibilidad de tomar una decisión mientras nuestra mente esté dividida, mientras «Yo» soy una cosa y la «experiencia» otra. Si la mente es la fuerza directora detrás de la acción, hay que corregir a la mente y su visión de la vida antes de que la acción pueda ser otra cosa que conflicto.

Así pues, hemos de decir algo sobre la visión corregida de la vida que es el producto de la conciencia plena, pues conlleva una profunda transformación de nuestra visión del mundo. En la medida en que es posible describirla, esta transformación consiste en conocer y sentir que el mundo es una unidad orgánica.

Por lo común, sabemos esto por los datos que nos suministra la información, pero no sentimos su verosimilitud. Desde luego, la mayoría de la gente se siente separada de todo cuanto les rodea. En un lado estoy yo y en el otro el resto del universo. No estoy arraigado en la tierra como un árbol, sino que me muevo precipitadamente, independientemente de los demás. Parezco ser el centro de todo, y, no obstante, estoy apartado y solo. Puedo percibir lo que sucede en el interior de mi cuerpo, pero sólo puedo suponer lo que sucede dentro de los demás. Mi mente consciente debe tener sus raíces y orígenes en las profundidades más insondables de mi ser, pero da la impresión de que vive sola dentro de este cráneo pequeño y hermético.

Sea como fuere, la realidad física es que mi cuerpo sólo existe en relación con este universo, y la verdad es que estoy adherido a él y dependo de él como una hoja está unida a la rama. Me siento separado únicamente por la división que existe en mi interior, porque intento separarme de mis propios sentimientos y sensaciones. En consecuencia, lo que siento y percibo me parece extraño. Y al ser consciente de la irrealidad de esta división, el universo deja de parecer extraño.

Soy lo que conozco; lo que conozco es yo. La sensación de una casa al otro lado de la calle o de una estrella en el espacio exterior forma parte de mi yo tanto como un picor en la planta del pie o una idea en mi cerebro. En otro sentido, también soy lo que no conozco. No soy consciente de mi propio cerebro como tal cerebro. De la misma manera, no soy consciente de la casa al otro lado de la calle como un objeto separado de mi sensación de él. Conozco mi cerebro como pensamientos e impresiones, y conozco la casa como sensaciones. De la misma manera que no conozco mi propio cerebro o la casa como un objeto en sí mismo, no conozco los pensamientos privados del cerebro ajeno.

Pero mi cerebro, que es también yo, el cerebro ajeno y los pensamientos que contienen así como la casa al otro lado de la calle, son todos ellos formas de un proceso entrelazado de un modo inextricable llamado mundo real. Consciente, inconscientemente o como sea, es todo yo en el sentido en que el sol, el aire y la sociedad humana son igualmente vitales para mí, tanto como el cerebro o los pulmones. Entonces, si éste es mi cerebro —aunque sea inconsciente de él— el sol es mi sol, el aire es mi aire y la sociedad es mi sociedad.

Desde luego, no puedo ordenar al sol que adopte forma de huevo ni obligar al cerebro de otra persona a que píense de un modo diferente. No puedo ver el interior del sol ni puedo compartir los sentimientos privados de otra persona. Pero tampoco puedo cambiar la forma o la estructura de mi propio cerebro, ni tener la sensación de que es un objeto, como una coliflor. Pese a ello, si mi cerebro es yo, el sol es yo, el aire es yo y la sociedad, de la que usted forma parte, es yo también, pues todas estas cosas son tan esenciales para mi existencia como mi cerebro.

La existencia del sol, aparte de la sensación que tenga de él, es una inferencia. El hecho de que tenga cerebro, aunque no pueda verlo, es igualmente una inferencia. Sabemos estas cosas sólo en teoría y no por la experiencia inmediata. Pero este mundo «externo» de objetos teóricos es, aparentemente, una unidad, tanto como lo es el mundo «interno» de la experiencia. Infiero que existe a partir de la experiencia, y como la experiencia es una unidad —soy mis sensaciones— asimismo debo inferir que este universo teórico es una unidad, que mi cuerpo y el mundo forman un proceso único.

Ha habido muchas teorías acerca de la unidad del universo, pero no han librado a los seres humanos del aislamiento del egotismo, del conflicto y del temor a la vida, porque hay un mundo de diferencia entre una inferencia y una sensación. Es posible razonar que el universo es una unidad sin sentir que es así; es posible establecer la teoría de que nuestro cuerpo es un movimiento en un proceso continuo que incluye a todos los soles y estrellas, y, no obstante, seguir sintiéndonos separados y solitarios, pues la sensación no corresponde a la teoría hasta que hayamos descubierto también la unidad de la experiencia interna. A pesar de todas las teorías, en tanto que estemos interiormente divididos, sentiremos que estamos aislados de la vida.

Dejamos de sentirnos aislados cuando reconocemos, por ejemplo, que no tenemos una sensación del cielo, sino que somos esa sensación. Por lo que respecta a la sensibilidad, nuestra sensación del cielo es el cielo, y no existe un «tú» separado de lo que sientes, percibes y conoces. Por esta razón los místicos y muchos poetas expresan con frecuencia la sensación de que son «uno con el Todo», o que están «unidos con Dios», o, como lo expresó Sir Edwin Arnold:

Renunciando a uno mismo, el universo se convierte en mí

En efecto, a veces esta sensación es puramente sentimental y el poeta es «uno con la naturaleza» mientras ésta tenga un comportamiento intachable.

No vivo en mí, sino que me convierto En parte de lo que me rodea; y para mí Las altas montañas son una sensación, pero el rumor De las ciudades humanas me tortura: no puedo ver Nada ocioso en la naturaleza, excepto ser Un eslabón renuente en una cadena carnosa, Clasificado entre las criaturas, cuando el alma puede huir,

Y con el cielo, la cumbre, la ondulante llanura 

Del océano, o las estrellas, se mezcla, y no es en vano.


Este arrobamiento rural de Byron está totalmente fuera de lugar. El poeta sólo ha llegado a un acuerdo con la naturaleza en la medida en que se ha hecho amigo de su propia naturaleza humana. A la mosca le gusta la dulzura de la miel, pero no su viscosidad, que le convierte en

Un eslabón renuente en una cadena carnosa,

Clasificado entre las criaturas.

El sentimental no mira las profundidades de la naturaleza y ve

Indolentes existencias que pacen ahí, suspendidas o

lentamente

arrastrándose cerca del fondo:…

El tiburón soñoliento, la morsa, la tortuga, el hirsuto leopardo marino y la raya con púa,

Hay ahí pasiones, guerras, persecuciones, tribus… visión en esas

profundidades marinas, respiración que espesa el

aire respirable.


El hombre ha de descubrir que todo cuanto contempla en la naturaleza —el viscoso y extraño mundo de las profundidades oceánicas, los desiertos de hielo, los reptiles del pantano, las arañas y escorpiones, los desiertos de planetas sin vida— tiene su contrapartida en su propio interior. El hombre no está, pues, en armonía consigo mismo hasta que se da cuenta de que esta «parte inferior» de la naturaleza y los sentimientos de horror que le produce son también «yo».

Todas las cualidades que admiramos u odiamos en el mundo que nos rodea, son reflejos de nuestro interior, si bien un interior que es también un más allá, inconsciente, vasto, desconocido. Nuestros sentimientos acerca del mundo reptante del nido de avispas y la madriguera de la serpiente son sentimientos de aspectos ocultos de nuestro propio cuerpo y cerebro, y de todas sus potencialidades de reptación y escalofríos desconocidos, de enfermedades horrendas y dolores inimaginables.

No sé si será cierto, pero se dice que algunos de los grandes sabios y «santos» tienen un poder en apariencia sobrenatural sobre las fieras y los reptiles que son siempre peligrosos para los mortales ordinarios. De ser esto verdad, se debe sin duda a que son capaces de vivir en paz con las «fieras y reptiles» en sí mismos. No necesitan llamar al elefante salvaje Bhemoth o al monstruo marino Leviatán, sino que se dirigen a ellos familiarmente como «Nariz larga» y «Pegajoso».

No obstante, la sensación de unidad con el «Todo» no es un estado mental nebuloso, una especie de trance, en el que queda abolida toda forma de distinción, como si el hombre y el universo se fundieran en una niebla luminosa de color malva claro. Del mismo modo que proceso y forma, energía y materia, yo y la experiencia, son nombres que se aplican a una misma cosa, y diversas maneras de contemplarla, así uno y muchos, unidad y multiplicidad, identidad y diferencia, no son contrarios que se excluyan mutuamente: cada uno es el otro, más o menos del mismo modo que los diversos órganos son el mismo cuerpo. Descubrir que los muchos son uno, y que uno es muchos, es darse cuenta de que ambos elementos son palabras y sonidos que representan lo que es a la vez evidente para el sentido y la percepción, y un enigma para la lógica y la descripción.

Un joven que buscaba la sabiduría espiritual, acudió para instruirse a un célebre santo. El sabio hizo de él su sirviente personal, y al cabo de unos meses el joven se quejó de que hasta entonces no había recibido ninguna instrucción.

- ¿Qué quieres decir? —exclamó el santón—. ¿No me comí el arroz cuando me lo trajiste? ¿No me tomé el té que me serviste? ¿No te devolví el saludo cuando me saludaste? ¿Cuándo he dejado de darte instrucción?

- Me temo que no comprendo —dijo el joven, totalmente confuso.

- Cuando quieras ver una cosa, mírala directamente —respondió el sabio—. Cuando empiezas a pensar en ella, la pierdes por completo.

Recoger crisantemos a lo largo de la valla oriental;

Contemplar en silencio las colinas meridionales;

Las aves que vuelan de regreso a su hogar en parejas

Por el suave aire de la montaña en el crepúsculo…

En estas cosas hay un significado profundo,

Pero cuando nos disponemos a expresarlo,

De súbito olvidamos las palabras.

El significado no es la atmósfera contemplativa, crepuscular y, quizá, superficialmente idílica que aman los poetas chinos. Esto ya se ha expresado, y el poeta no dora la píldora. Al contrario que tantos poetas occidentales, no se convertirá en un filósofo y dirá que es «uno con» las flores, la valla, las colinas y las aves. Esto también es dorar la píldora o, en su propio modismo oriental, «ponerle patas a una serpiente», pues cuando uno comprende realmente qué es lo que ve y sabe, no echa a correr por el campo pensando «soy todo esto». Es sencillamente «todo eso».

La sensación de que estamos enfrentados al mundo, desconectados y apartados, ejerce la mayor influencia sobre el pensamiento y la acción. Los filósofos, por ejemplo, a menudo dejan de reconocer que sus observaciones acerca del universo se aplican también a ellos mismos y a sus observaciones. Si el universo carece de significado, afirmar que así es también carece de significado. Si este mundo es una trampa malvada, también lo es su acusador, y, como dice un proverbio inglés, «la olla llama negra a la tetera».

En el sentido más estricto, no podemos pensar realmente en la vida y la realidad, puesto que esto incluiría el pensar sobre el pensamiento y así ad infinitum. Sólo es posible intentar una filosofía racional y descriptiva del universo si se supone que uno está totalmente separado de ella. Pero si tú y tus pensamientos son parte de este universo, no puedes separarte de ellos para describirlos. Este es el motivo de que todos los sistemas filosóficos y teológicos deban desmoronarse en última instancia. Para «conocer» la realidad, no puedes colocarte fuera de ella y definirla; debes penetrar en ella, ser ella y sentirla.

La filosofía especulativa, tal como la conocemos en Occidente, es casi por completo un síntoma de la mente dividida, del hombre que trata de permanecer fuera de sí mismo y su experiencia a fin de verbalizarla y definirla. Es un círculo vicioso, como todo lo demás que intenta la mente dividida.

Por otro lado, darse cuenta de que la mente no está en realidad dividida, debe tener una influencia correspondiente de largo alcance en el pensamiento y la acción. Así como el filósofo intenta permanecer fuera de sí mismo y de su pensamiento, así, como hemos visto, el hombre ordinario trata de permanecer fuera de sí mismo y sus emociones y sensaciones, sus sentimientos y deseos. El resultado es una fantástica confusión y desorientación de la conducta a las que debe poner fin el descubrimiento de la unidad de la mente.

Mientras la mente esté dividida, la vida es conflicto, tensión, frustración y desilusión perpetuos. Los sufrimientos se acumulan, lo mismo que los temores y el hastío. Cuanto más se debate la mosca para salir de la miel, más se adhiere. Bajo la presión de tanta tensión y futilidad no es de extrañar en absoluto que todos los hombres busquen liberación en la violencia y el sensacionalismo, así como en la temeraria explotación de sus cuerpos, sus apetitos, el mundo material y su prójimo. Lo que esto puede añadir a los dolores necesarios e inevitables de la existencia es incalculable.

Pero la mente no dividida está libre de esta tensión de intentar siempre permanecer fuera de uno mismo y estar en cualquier parte menos aquí y ahora. Cada momento se vive completamente, y hay así una sensación de plenitud y totalidad. La mente dividida se sienta a la mesa y picotea de un plato y de otro, apresurándose sin digerir nada para encontrar uno de ellos mejor que el anterior. Nada le parece bueno, porque en realidad, no saborea nada.

Por otro lado, cuando usted se da cuenta de que vive en este momento, de que es este ahora y ningún otro, de que aparte de éste no hay pasado ni futuro, debe relajarse y saborearlo plenamente, tanto si es un momento de dolor como de placer. En seguida resulta evidente por qué existe el universo, por qué han sido creados los seres conscientes, por qué hay órganos sensibles, espacio, tiempo y cambio. Todo el problema de justificar la naturaleza, de tratar de hacer que la vida signifique algo desde el punto de vista del futuro, desaparece por completo. Es evidente que todo existe para este momento. Es una danza, y cuando bailas no intentas llegar a alguna parte. Das vueltas y más vueltas, pero no con la ilusión de que vas en busca de algo o que huyes de las fauces del infierno.

¿Cuánto tiempo llevan los planetas dando vueltas alrededor del sol? ¿Y llegan a alguna parte, aumentan su velocidad a fin de llegar? ¿Con qué frecuencia ha regresado la primavera a la tierra? ¿Llega más rápido y lujoso cada año, para asegurarse de ser mejor que la primavera pasada, y apresurarse en su camino para ser la primavera que las superará a todas?

El significado y el objetivo de danzar es la danza. Igual que la música, se realiza plenamente en cada momento de su curso. No se toca una sonata para llegar al acorde final, y si el significado de las cosas estuviera simplemente en los finales, los compositores sólo escribirían últimos movimientos. Sin embargo, podría observarse de pasada que la música especialmente característica de nuestra cultura es progresiva en algunos aspectos, y que a veces parece dirigirse decididamente hacia un punto culminante futuro. Pero cuando llega ahí, no sabe qué hacer consigo misma. Beethoven, Brahms y Wagner fueron especialmente culpables de crear apogeos y conclusiones colosales, y luego seguir atacando el mismo acorde una y otra vez, arruinando el momento al ser reacios a abandonarlo.

Cuando cada momento se convierte en una expectativa, la vida queda privada de realización plena y se teme la muerte, pues parece que la expectación debe terminar. Mientras hay vida, hay esperanza…, y si uno vive de la esperanza, la muerte es realmente el fin. Mas para la mente no dividida, la muerte es otro momento, completo como todo momento, y no puede ceder su secreto a menos que se viva plenamente…

Y me tiendo en la tierra con ganas.

La muerte es el epítome de la verdad de que en cada momento nos vemos lanzados a lo desconocido. Cuando llega la muerte, ya no es posible seguir aferrándose a la seguridad, y cuando el pasado y la seguridad se abandonan, tiene lugar la renovación de la vida. La muerte es lo desconocido donde todos nosotros hemos vivido antes de nacer.

Nada es más creativo que la muerte, puesto que es todo el secreto de la vida. Significa que es preciso abandonar el pasado, que lo desconocido no puede evitarse, que el «Yo» no puede continuar y que, en última instancia, no puede haber nada fijado. Cuando un hombre sabe esto, vive por primera vez en su vida. Si retiene el aliento, lo pierde; si lo deja ir, lo encuentra.

Und so lang du das nicht hast Dieses: stirb und werde, Bist du nur ein trüber Gast Aufder dunklen Erde.

("...Y mientras no tengas esto: morir y transformarte, no eres más que un invitado aburrido en la tierra oscura...")



ALAN WATTS

En su voz

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